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jueves, 7 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Nostalgias




Dibujo de Martín Elfman para El País


Sería desear, comenta en el A vuelapluma de hoy jueves [Nostalgia de libertad. El País, 30/4/2020] el periodista y exdirector de El País, Antonio Caño, que la conducta obediente de los ciudadanos durante el confinamiento respondiera a la confianza en las autoridades y en las fuentes de información y no al miedo al virus o a las multas.

Confieso mi sorpresa -comienza diciendo Caño- por la disciplina y abnegación con que los ciudadanos españoles llevan el confinamiento al que están obligados desde hace ya casi dos meses. Sería mejor si su conducta obedeciera a su confianza en las recomendaciones de las autoridades y de las fuentes de información a las que acceden y no simple consecuencia del miedo al virus o a las multas. En todo caso, el confinamiento es toda la respuesta que los Gobiernos de todo el mundo han encontrado hasta ahora a esta amenaza y los españoles la siguen a rajatabla, mejor que nadie.

Aunque esto sea motivo de celebración, creo que debe ser también una oportunidad para la reflexión. Permanecer encerrados en casa durante tan largo periodo de tiempo no es un sacrificio menor. La libertad de un individuo empieza con la libertad de movimientos. Andar, desplazarnos de un lugar a otro, es lo primero que hacemos en la vida, antes incluso de tener conciencia de nuestro ser. Todas las demás libertades vienen como complemento de esta tan básica. Un preso puede ver su sentencia rebajada al arresto domiciliario, pero aún es una condena. Por ser tan elemental y primaria, la libertad de movimientos resulta tan natural. Todas las grandes oleadas migratorias de la humanidad fueron fruto del instinto humano de desplazarse de un lugar a otro en una eterna búsqueda de satisfacción.

Es conveniente, por tanto, plantearnos qué efectos puede tener una pérdida tan prolongada de esa libertad y cómo va a afectar eso a todas las demás libertades. En definitiva, en qué medida puede degradarse nuestra condición de hombres y mujeres libres, hasta qué punto estamos haciendo un sacrificio que puede, a la larga, actuar en detrimento de las sociedades democráticas en las que vivimos. Es muy posible que, por razones de supervivencia, no quede más remedio que hacer lo que estamos haciendo. No lo dudo. Pero aun así, sería oportuno que, junto al debate sanitario, se generara otro político sobre nuestra realidad y nuestro futuro.

Es posible y necesario discutir lo que hacemos con nuestra democracia al mismo tiempo que discutimos lo que hacemos con nuestra salud. Tenemos que asegurarnos de que el Gobierno no confunda nuestra disciplina con docilidad y de que la “nueva normalidad” no equivalga a una pérdida de nuestros derechos. Ya se han producido alrededor del mundo algunos signos del peligro de que la pérdida de la libertad de movimiento sea aprovechado para la incautación de otras libertades. A rebufo del silencio provocado por el coronavirus, el Gobierno chino ha incrementado la represión contra los líderes de las protestas en Hong Kong. En Líbano han crecido las detenciones de opositores. Chile ha postergado el referéndum constitucional con el que el Gobierno había transigido después de meses de manifestaciones. Incluso en Estados Unidos existe el temor a un retroceso democrático, incluido el retraso de las elecciones del próximo mes de noviembre. El candidato demócrata, Joe Biden, ha alertado públicamente sobre la posibilidad de que Donald Trump pueda intentarlo con la excusa del peligro para la salud.

La suspensión de unas elecciones son el grado máximo de degradación de nuestro sistema político. Corea del Sur, que votó en medio de la pandemia con cerca de un 70% de participación, la mayor en 30 años, es un ejemplo de que puede hacerse compatible la preocupación por la salud y por nuestra democracia. Existen hoy, afortunadamente, medios y tecnología suficiente, al menos en los países desarrollados, para poder votar sin poner en peligro a los ciudadanos. “La causa global de la democracia se vería gravemente debilitada si las naciones occidentales fracasan a la hora de celebrar elecciones libres, justas y seguras”, afirma un editorial de The Washington Post.

Nuestra salud democrática exige seguir votando, pero no solo; necesitamos seguir ejerciendo nuestros derechos al máximo posible y gozando de nuestra libertad con los límites mínimos exigidos para hacerla compatible con la vida. Esa es la responsabilidad y la obligación de nuestros Gobiernos. Nuestros dirigentes deben, por supuesto, seguir las indicaciones de los expertos sanitarios en una situación de tanto riesgo para la población. Pero eso no puede ser excusa para la dejación de responsabilidades políticas o la negligencia; mucho menos, para la merma injustificada de nuestra condición de ciudadanos.

Las difíciles circunstancias sanitarias actuales no deben impedir que cada cual y cada institución cumplan con sus obligaciones. El primero, el Gobierno, al que le corresponde asumir la responsabilidad de dirigir y administrar el país, asesorado por expertos, como siempre debería de ser, pero no sustituido por ellos. Solo el Gobierno, no los expertos, debería ser capaz de tomar las decisiones equilibradas que concilian intereses diversos en busca del bien común. Es al Gobierno también al que corresponde la creación del clima político adecuado para vertebrar a la sociedad y fomentar la solidaridad y la colaboración. Es el Gobierno el que tiene que fomentar el diálogo y los acuerdos con otras fuerzas en busca del mayor respaldo posible a sus medidas.

Es al Gobierno al que corresponde eso, y no a la oposición, cuyo papel en una democracia es el del control y la vigilancia, el de analizar las decisiones del Ejecutivo y criticarlas o respaldarlas de acuerdo a su criterio y ante la mirada de los votantes, que se pronunciarán después. Incluso en circunstancias excepcionales, la oposición no puede eludir su obligación fundamental de ser una alternativa al Gobierno constituido. Para eso existe.

Como los medios de comunicación no pueden renunciar a la crítica constante. No he visto en Estados Unidos, con cerca de 60.000 muertos por el virus, una reducción de la crítica a Trump. The New York Times publicaba ayer en doble página un análisis de las 260.000 palabras pronunciadas por el presidente desde el comienzo de esta crisis, con todas sus contradicciones, inexactitudes y mentiras. Trump sigue empeñado en administrar la verdad y en combatir la supuesta difusión de bulos. Cuando un Gobierno se atribuye la autoridad de intervenir en el contenido de la información, con poderes diferentes al que la ley pone en manos de cualquier ciudadano, está atacando la raíz de la libertad de expresión. Lo mismo que cuando inunda los medios públicos con la verdad oficial.

Quizá tengamos que seguir encerrados en casa, pero cada uno tiene que estar en su lugar en la defensa de nuestra libertad y nuestra democracia: los ciudadanos no son los vigilantes de sus vecinos, el Parlamento ha de seguir siendo el lugar en el que el Gobierno responda y los jueces deben continuar con los procedimientos esenciales para que no se produzca una situación de desprotección y desamparo entre la población. Contamos con recursos técnicos para que así sea.

Cualquier gobernante, incluso democrático, ha soñado secretamente alguna vez con un paradisiaco escenario en el que la gente permaneciera en silencio en sus casas y todas las instituciones acalladas por fuerza mayor. No es la primera vez que los líderes políticos se encuentran ante circunstancias que hacen su poder casi absoluto. Ahí es donde se comprueba la estatura de cada cual. El historiador Jon Meachan cuenta que una de las cosas que aprendió John Kennedy en la crisis de los misiles fue la necesidad de imponerse a sí mismo límites al enorme poder que tenía en sus manos, incluido el botón rojo. La estrategia de Trump, en cambio, tal como la describe Michael Gerson, es la de aprovechar sus privilegios —incluido el de las constantes comparecencias televisivas— para dividir al país, satanizar al adversario y polarizar hasta tal punto la situación que solo queden dos grupos: “Los que creen su versión y los que llegan a la conclusión de que no existe ninguna versión que merezca ser creída”.


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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domingo, 24 de marzo de 2019

[ESPECIAL DOMINICAL] Tras el 28 de abril



Bosque de laurisilva (Islas Canarias, España)


Tras el 28 de abril solo una alianza entre PSOE, PP y Ciudadanos, partidos de contrastada lealtad constitucional, tiene la fuerza y la legitimidad para sacar al país de este largo bloqueo y conducirlo hacia el futuro con garantías, escribe el periodista y exdirector del diario El País Antonio Caño.

Todos los pronósticos y cálculos electorales en España, comienza diciendo Caño, apuntan hacia un horizonte inestable e incierto, sin mayorías coherentes y, por tanto, con alianzas inconvenientes y un Gobierno débil. Acostumbrados a observar el mundo partido entre la derecha y la izquierda, solo parecen adivinarse dos bloques, uno a cada lado del espectro político tradicional, ambos igual de incongruentes y de peligrosos.

Pero lo cierto es que, según las encuestas, existe otra fórmula que garantiza un Gobierno fuerte, consistente y plenamente alineado con la Constitución. Me refiero, obviamente, a la suma del Partido Socialista, el Partido Popular y Ciudadanos. Esta es una solución que nadie quiere tomar en consideración, pese a las evidentes y múltiples ventajas que supone, la principal de ellas la posibilidad de hacer frente con plenas garantías y con amplio respaldo electoral al mayor desafío de la democracia española en la actualidad: el independentismo en Cataluña.

Vale la pena repasar, aunque solo sea como ejercicio teórico, las virtudes de esa alianza. España lleva casi tres años sin un Gobierno propiamente dicho, es decir, sin un poder Ejecutivo con resolución y capacidad para acometer las profundas reformas que se requieren para sacar al país de la crisis institucional en la que se encuentra inmerso —ojalá también una reforma constitucional para abordar la cuestión territorial—. Ningún partido democrático posee en estos momentos, como sería idóneo, el liderazgo y el respaldo para emprender en solitario ese proceso de reformas. Intentar hacerlo en compañía de socios que ponen en duda la Constitución o sencillamente quieren destruir el Estado por el que se sienten oprimidos, no solo sería suicida, sino que contribuiría a aumentar la división actual y nos conduciría a un largo periodo de revanchismo.

Solo una alianza entre PSOE, PP y Ciudadanos, partidos de contrastada lealtad constitucional y que suman, según el promedio de las últimas encuestas, alrededor del 70% del electorado, tiene la fuerza y la legitimidad para sacar al país de este largo bloqueo y conducirlo hacia el futuro con garantías.

Las condiciones de ese pacto son fáciles de definir. Lo prioritario es que los tres partidos se comprometan de antemano a cerrar el paso a las fuerzas que actualmente amenazan la democracia en Europa y otras regiones del mundo: el nacionalismo, el populismo y el radicalismo. Deben, por tanto, negarse a firmar acuerdos con los grupos independentistas catalanes, Bildu, Vox y Podemos. No se puede blanquear a las fuerzas que combaten el sistema invitándolas a sentarse en la mesa de mando del Estado. Bastante triste —aunque manejable dentro de las reglas de la democracia— es que consigan presencia parlamentaria significativa como para convertirlos además en los garantes de la estabilidad nacional.

Las características de la alianza entre los tres partidos constitucionales quedarían supeditadas a los resultados electorales. Los tres deben aceptar el papel preponderante del partido que obtenga los mejores resultados. Sí, en una situación política sin mayorías razonables, el partido más votado tiene una posición natural de privilegio, incluso en una democracia parlamentaria. Eso era válido en diciembre de 2015, en junio de 2016 y sigue siendo válido hoy.

Si la distancia entre el partido más votado y el segundo de los otros dos partidos constitucionales fuese amplia —digamos superior a los 50 escaños— se podría contemplar la posibilidad de un Gobierno en solitario con apoyos puntuales a las leyes y reformas pactadas en el Parlamento. Si la diferencia fuese menor, lo más recomendable sería un Gobierno de coalición.

Uno de los argumentos contra las coaliciones de las principales fuerzas constitucionales en el pasado había sido el de que resultaba peligroso dejarles el monopolio de la oposición a los partidos antisistema. Sin desestimar del todo ese riesgo, es mucho mayor el peligro que supone darle legitimidad de Gobierno a quien, en realidad, pretende el fracaso y la demolición de las instituciones. Como recuerdan Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en el magníficoHow Democracies Die, “cuando el miedo, el oportunismo o un error de cálculo llevan a los partidos establecidos a elevar a los extremistas al primer plano institucional, la democracia está en peligro”.

La historia ha probado de forma dramática cómo han concluido todos los intentos de domesticar a las fuerzas radicales incorporándolas el sistema. Y los últimos ocho meses de Gobierno en España han demostrado igualmente que todas las concesiones hechas a los independentistas no han menguado su determinación rupturista ni han favorecido su reconocimiento de la ley. Este es un momento que requiere firmeza y convicciones sólidas. Es posible que con una respuesta más contundente al independentismo, Vox no sería hoy una preocupación nacional.

Otra de las fórmulas de Gobierno consideradas anteriormente ha sido la de la combinación de PSOE y Ciudadanos o PP y Ciudadanos, reservando la oposición para uno de los dos partidos principales. Desgraciadamente, ya es tarde para esa solución. No solo porque difícilmente sumarían el número de diputados que se requiere para gobernar, sino porque la crisis política ha alcanzado un punto que exige medidas urgentes y drásticas que únicamente pueden ser fruto de amplias mayorías.

Cabrían muchos más argumentos para defender esa alianza, que sería el mayor logro político de la España democrática desde la Transición, para una época que no le va muy a la zaga en cuanto a retos y amenazas a nuestra convivencia. El pacto sería un mensaje de confianza para la economía, un gran ejemplo para todos los países del mundo, una oportunidad para recuperar presencia política en Europa, un gesto de esperanza para los ciudadanos más escépticos y desanimados, una redención para la desacreditada clase política.

¿Por qué, entonces, no es una opción que se tome en consideración? Desafortunadamente, una sociedad cada vez más polarizada ha dejado de buscar soluciones en el centro. David Brooks recoge en su columna de The New York Times un estudio según el cual un 42% de la población de EE UU considera a su rival político “completamente perverso”, un 20% de demócratas y de republicanos creen que sus adversarios “no merecen ser considerados plenamente humanos, se comportan como animales”, y un 20% de demócratas y el 16% de republicanos afirman que el mundo estaría mejor si una buena parte de los miembros del partido contrario desapareciera. Por terrible que suene, es posible que la situación no sea muy diferente en España.

Todo lo sucedido en los últimos años ha ido en dirección a la polarización y el radicalismo. Las primarias del PSOE dieron la victoria a quien consiguió convencer a los votantes de que él odiaba al PP más que sus contrincantes. Poco después, el PP se movió en una dirección similar. Atrapado entre ese extremismo, Ciudadanos cometió el error de negarse a negociar con uno de los partidos centrales de la democracia española.

En estas condiciones, ciertamente, las esperanzas de una gran coalición constitucional son nulas. El autor del “No es no” carece de autoridad moral para pedir ahora sacrificios al mismo partido al que se negó a dejar gobernar. El PP, como en su día le ocurrió al PSOE con Podemos, está más preocupado por sobrevivir a la amenaza de Vox que por la gobernabilidad de España. Hay que ver si después del 28 de abril Ciudadanos conserva margen para desempeñar algún papel entre los dos partidos tradicionales, pero no será fácil.

Las perspectivas son las de la sustitución del viejo sistema bipartidista por un nuevo sistema de dos polos, mucho más radical, mucho más ingobernable, mucho más temerario.


Dibujo de Eulogia Merle



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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martes, 4 de julio de 2017

[A vuelapluma] Prensa y democracia





La democracia requiere hechos, escribía el director del diario El País, Antonio Caño, en su periódico hace unos días (publicando un extracto del discurso pronunciado en la inauguración de los Cursos de Verano de la Universidad del País Vasco), y el periodismo, añadía, está siendo sustituido por “el relato” que crea una narración de los hechos al gusto del consumidor. Eliminada la función crítica de la prensa se puede deformar la realidad, exagerar los problemas y prometer paraísos inexistentes.

El periodismo es imprescindible para la convivencia en una sociedad libre, seguía diciendo, para el equilibrio de poder necesario en una democracia. Sin el periodismo desaparecería la crítica ordenada, y sin la crítica caeríamos en el imperio de la arbitrariedad y el miedo. Los abusos de poder no son monopolio de los regímenes autoritarios; se dan también en las democracias, y aunque el periodismo independiente no los puede evitar, la denuncia de esos abusos cumple en sí misma una función extraordinariamente valiosa.

La prensa ha cometido muchos errores, añadía; eso es indudable. Aunque la prensa ha sido un componente esencial de las democracias liberales desde su nacimiento, también es cierto que, sobre todo en las últimas décadas, el periodismo ha vivido en ocasiones en un pedestal de éxito, se ha separado en exceso de la sociedad a la que se dirigía y ha utilizado de forma algo arrogante el enorme poder del que ha gozado.

Esa arrogancia, decía, es muy visible hoy en algunos entornos dominados por periodistas que pontifican, toman partido y dan lecciones de moral en cualquier plató, a todas las horas del día y sobre cualquier asunto que se tercie. Pero el problema principal al que hacemos frente hoy es el intento de eliminación del periodismo, es la sustitución del periodismo por lo que ahora se llama “el relato”, es la sustitución del esfuerzo serio, profesional de la enumeración de los hechos, por la imposición de una narración creada al gusto del consumidor.

A este fenómeno se le ha llamado de distintas formas, señalaba. La más difundida últimamente es la de posverdad. La posverdad se corresponde con el nacimiento de una era en la que la verdad, como todo, es relativo y todo depende del cristal ideológico con el que se mire y el propósito que se busque con su difusión.

La posverdad es peor que la mentira, , aseguraba más adelante, en el sentido de que la mentira puede llegar a descubrirse, pero la posverdad es incuestionable en la medida en que no necesita ser corroborada con hechos. Los responsables de comunicación de la Casa Blanca le han llamado también “hechos alternativos”, como si lo ocurrido se pudiera manipular como plastilina para darle la forma que más convenga a los intereses que se defienden. Tradicionalmente, a todo esto se le ha llamado así: manipulación. Y la función de la moderna posverdad es la misma que la de la vieja manipulación: impedir que los ciudadanos estén bien informados, que conozcan la verdad, que sean auténticamente libres.

Estamos, pues, decía a continuación, ante un fenómeno, que lejos de ser anecdótico o pasajero, tiene una gran profundidad. Como advierte Timothy Snyder: “Abandonar los hechos es renunciar a la libertad. La posverdad es el prefascismo”. Estamos, probablemente, ante la mayor amenaza que existe contra las democracias en estos momentos. Porque la negación de los hechos, la manipulación de los hechos o la creación de relatos que satisfacen los prejuicios y el sectarismo no es una actividad inocente, tiene un propósito que siempre está ligado con el control del poder.

Eliminada la función crítica de la prensa, añadía, se puede deformar la realidad al capricho del consumidor. Exagerar los problemas, torcer los datos y prometer soluciones fáciles y paraísos inexistentes. Vivimos tiempos en que lo emocional lo invade todo, lo justifica todo. Yo “siento” que las cosas van mal, luego van mal. Yo “creo” que las cosas ocurrieron así, luego ocurrieron así. Es la demagogia del “todas las opiniones merecen respeto”, ya sea la de un profesional como la de un iletrado. Tanto vale mi impresión como una estadística. Tanto vale una emoción como un dato.

En parte esto se debe al desgaste de las instituciones, señalaba más adelante, de todas las instituciones, por culpas propias y ajenas. En parte esto se debe al desprestigio de la autoridad, de toda autoridad. Es lo que Moisés Naím llama “el fin del poder”. Hay muchos ángulos positivos de este deterioro del poder en su concepción tradicional. El mundo se ha democratizado extraordinariamente. La iniciativa individual, el emprendimiento, la solidaridad encuentran hoy canales muy accesibles por los que desarrollarse. Google, Facebook… la revolución tecnológica nos ha permitido saber más, saberlo antes, comunicarnos mejor, más rápidamente. Viajamos más, conocemos a más gente, tenemos acceso a más puntos de vista.

Junto a la magnífica erupción de oportunidades, seguía diciendo, la revolución tecnológica ha traído también una proliferación de nichos ideológicos, de sectarismo que actúa como caldo de cultivo del odio, la xenofobia y el racismo. Desgraciadamente, es muy frecuente que los usuarios de las redes sociales no las usen para acceder al extraordinario mundo de conocimiento que ofrecen, sino para interactuar entre el reducido círculo de los que son como yo, de forma que los prejuicios se retroalimentan y adquieren categoría de doctrina incuestionable.

Algo similar ocurre con muchas de las páginas web, blogs y confidenciales que circulan en nuestro entorno, comentaba más adelante. Como periodista, entiendo como una oportunidad magnífica la de poder poner en marcha un periódico sin apenas recursos económicos y una tecnología básica y al alcance de cualquiera.

No hay duda de que todos tenemos que felicitarnos de las enormes posibilidades de pluralismo que esto representa, afirmaba después. Pero también tenemos que admitir que muchos de esos confidenciales se han convertido en armas de destrucción de los rivales políticos o económicos, en propagadores de rumores, medias verdades o rotundas mentiras con propósitos espurios.

Bienvenidos sean los nuevos medios, seguía diciendo, bienvenidos sean al periodismo todos aquellos que puedan contribuir a la diversidad y al pluralismo. Pero, bienvenidos al periodismo, con sus normas y sus reglas y su código deontológico, no a la selva de demagogia y calumnias en la que algunos están convirtiendo el panorama de la información.

El periodismo no solo no está muerto sino que se encuentra ante un gran momento y una gran oportunidad, afirmaba. Pero el buen periodismo es caro, muy caro. Contar bien una historia exige desplazarse hasta el lugar de los hechos, hablar con una diversidad de fuentes que frecuentemente no quieren hablar, corroborar los datos obtenidos, someterlos a una edición rigurosa. Cumplir con ese deber es más necesario que nunca, pero también es más difícil que nunca.

La amenaza a la libertad de expresión y al periodismo de calidad, concluía diciendo, no se produce en sí mismo por las nuevas tecnologías. El periodismo de calidad y la libertad de expresión están amenazados porque algunos políticos han descubierto que quizá la nueva política se puede hacer mejor y con mucho más éxito sin periodismo exigente. Y porque algunos políticos prefieren periódicos que les den razón y no los sometan a la investigación y la crítica.




Dibujo de Tomás Ondarra para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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