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miércoles, 5 de febrero de 2020

[NUESTRA EUROPA] Un nuevo día para Europa



El Reino Unido abandona la Unión Europea


La Unión Europea no es solo un mercado o una potencia económica, dicen en un artículo escrito al alimón el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, el del Parlamento, David Sassoli, y la presidenta de la Comisón Europea, Ursula von der Layen, sino que representa valores que todos compartimos y defendemos, porque unidos somos más fuertes y hoy comienza un nuevo día para Europa

"Cuando este viernes se haga de noche, -comienzan diciendo los presidentes de las tres más altas instituciones de la Unión Europea- el sol se pondrá sobre más de 45 años de pertenencia del Reino Unido a la Unión Europea. Para nosotros, los presidentes de las tres instituciones principales de la UE, igual que para muchas otras personas, será inevitablemente un día de reflexión marcado por sentimientos encontrados.

Nuestro pensamiento estará con todos los que contribuyeron a hacer de la Unión Europea lo que es hoy, con los que están preocupados por su futuro o decepcionados al ver marcharse al Reino Unido, con los miembros británicos de nuestras instituciones, que han participado en la elaboración de políticas para mejorar la vida de millones de europeos. Pensaremos en el Reino Unido y sus ciudadanos, en su creatividad, su ingenio, su cultura y sus tradiciones, que son parte fundamental del crisol que es nuestra Unión.

Estas emociones son muestra de nuestro afecto por el Reino Unido, algo que va mucho más allá de su pertenencia a nuestra Unión. Desde el primer momento hemos lamentado profundamente su decisión de abandonar la Unión Europea, pero siempre la hemos respetado plenamente. El acuerdo alcanzado es equitativo para ambas partes y garantiza que millones de ciudadanos de la UE y del Reino Unido sigan gozando de la protección de sus derechos en el lugar que elijan como su hogar.

Al mismo tiempo, tenemos que mirar hacia adelante y construir una nueva asociación entre viejos amigos. Juntas, nuestras tres instituciones harán todo lo que esté en su mano para lograrlo con éxito. Estamos dispuestos a ser ambiciosos.

El grado de cooperación que establezcamos dependerá de decisiones que aún deben adoptarse. Cada elección tiene sus consecuencias. Sin la libre circulación de personas no puede haber libre circulación de capitales, bienes y servicios. Sin igualdad de condiciones en los ámbitos del medio ambiente, el empleo, la fiscalidad y las ayudas estatales, no puede garantizarse un acceso óptimo al mercado único. Sin ser miembro de la UE, no se pueden conservar las ventajas inherentes a esta condición.

A lo largo de las semanas, meses y años venideros, tendremos que ir deshaciendo algunos de los lazos que tan cuidadosamente se tejieron durante cinco décadas entre la UE y el Reino Unido. Al hacerlo, tendremos que esforzarnos por diseñar juntos una nueva manera de ser aliados, socios y amigos.

Aunque el Reino Unido deje de ser miembro de la UE, seguirá formando parte de Europa. La geografía, la historia y los vínculos que compartimos en tantos ámbitos nos unen inevitablemente y hacen de nosotros aliados naturales. Seguiremos colaborando en aspectos relacionados con los asuntos exteriores, la seguridad y la defensa, animados por un objetivo común y compartiendo los mismos intereses. Pero lo haremos de manera diferente.

Sin subestimar la tarea que tenemos ante nosotros, confiamos en que, con buena voluntad y determinación, podremos construir una asociación duradera, positiva y valiosa.

Sin embargo, mañana también empezará un nuevo día para Europa.

Los últimos años nos han acercado, como naciones, como instituciones y como personas. Nos han recordado que la Unión Europea no es solo un mercado o una potencia económica, sino que representa valores que todos compartimos y defendemos. Unidos somos más fuertes.

Por esta razón los Estados miembros de la Unión Europea seguirán aunando sus fuerzas y construyendo un futuro común. En una época de competencia entre grandes potencias y de turbulencias geopolíticas, el tamaño importa. Ningún país por sí solo puede frenar la ola del cambio climático, encontrar soluciones para el futuro digital o hacerse oír en un mundo inmerso en una cacofonía creciente.

Juntos, dentro de la Unión Europea, es posible.

Es posible porque tenemos el mercado interior más grande del mundo. Es posible porque somos el principal socio comercial de 80 países. Es posible porque somos una Unión de democracias dinámicas. Es posible porque nuestros pueblos están decididos a promover los intereses y valores europeos en la escena mundial. Es posible porque los Estados miembros de la UE utilizarán su considerable poder económico colectivo en las negociaciones con sus aliados y socios (Estados Unidos, África, China o la India).

Todo ello nos da un propósito común renovado. Sabemos que queremos ir hacia el mismo lugar y tenemos el compromiso de ser ambiciosos sobre las cuestiones fundamentales de nuestra época. Tal como se indica en el Pacto Verde Europeo, queremos ser el primer continente climáticamente neutro de aquí a 2050 y crearemos en ese proceso nuevos puestos de trabajo y oportunidades. Queremos tomar la iniciativa en la próxima generación de tecnologías digitales y queremos una transición justa para apoyar a las personas más afectadas por el cambio.

Creemos que solo la Unión Europea puede hacerlo, pero sabemos que solo podemos conseguirlo juntos: ciudadanos, naciones e instituciones. Y nosotros, como presidentes de las tres instituciones, nos comprometemos a desempeñar el papel que nos corresponde. Esa labor continuará a partir de mañana".



La Victoria de Samotracia, Museo del Louvre, París



La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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lunes, 21 de octubre de 2019

[TEORÍA POLÍTICA] El escarmiento del Brexit



Dibujo de Nicolás Aznarez para El País


"Para los europeos continentales, -escribe el economista y politólogo Josep M. Colomer-, la unión de Europa fue un triunfo de la paz, la democracia y las oportunidades económicas. En cambio, para el Reino Unido, la tardía entrada en la Comunidad Europea en 1973 cuando su imperio estaba en disolución y la economía rezagada, “fue una derrota: un destino al que se había resistido, una necesidad aceptada a regañadientes, el último recurso de una antigua gran potencia, nunca un compromiso extático o triunfante con la construcción de Europa”, como analizó el historiador Hugo Young.

Por un lado, el Reino Unido realizó contribuciones sustanciales a la Unión Europea con su fuerza militar, su presencia en el Consejo de Seguridad de la ONU y el G-7, su enfoque liberal de los intercambios de mercado y la provisión del inglés como una lengua franca.

Por otro lado, a medida que la Unión Europea se reforzaba, los sucesivos Gobiernos británicos jugaron al gallina y se resistieron a una mayor integración. Quisieron reducir su contribución financiera a la UE. Quedaron excluidos del acuerdo de Schengen para la libre circulación a través de las fronteras. No adoptaron el euro. Y no aceptaron la prevalencia del Tribunal Europeo de Justicia sobre la legislación nacional de algunos derechos fundamentales. Cada demanda fue presentada bajo la amenaza de un veto a nuevas decisiones. Y en la mayoría de los asuntos, la UE, sintiendo que tenía mucho que perder, concedió y frenó.

Los desafíos aumentaron con la gran recesión iniciada en 2008. Poco después, llegó una oleada de trabajadores inmigrantes de Europa oriental cuya libertad de movimiento se acababa de implantar. Aumentó la tensión, varias formas de nacionalismo inglés revivieron y resurgió la nostalgia del Imperio.

El guía del trayecto posterior fue el primer ministro David Cameron, a quien el presidente de la Comisión Europea Jean-Claude Juncker calificaría como “uno de los grandes destructores de los tiempos modernos”. Para entonces, la UE estaba más integrada y tenía más que perder con nuevas fórmulas especiales. En sus negociaciones con Bruselas, Cameron pudo confirmar que el Reino Unido permanecería fuera del euro y no estaba comprometido con una mayor unión económica y monetaria o integración política. Pero en el tema principal de la inmigración de Europa oriental, la UE no aceptó eliminar la “libertad de movimiento” de las personas; la única modesta concesión fue un límite temporal para que los trabajadores recién llegados tuvieran acceso a beneficios no contributivos del trabajo. Algunos funcionarios de la UE han calificado las demandas de los negociadores británicos como “pasteleo”, por su deseo de “comer y querer guardar el pastel” de un Brexit que permitiera tanto el acceso continuado al mercado único como el fin de la libre circulación de personas. Los gobernantes de la UE tomaron la firme decisión de evitar que se creara un ejemplo para posibles salidas de otros países, y ya no frenaron.

Las campañas de los secesionistas en el referéndum se centraron en eslóganes como “Recuperar el control”, “Queremos que nos devuelvan nuestro país” y “Cree en Gran Bretaña”, que reflejaban el sueño de regresar a la época imperial. Como complemento, mensajes chovinistas antiinmigrantes y reclamos sin fundamento sobre la contribución financiera británica a la UE.

Mediante el recurso a un referéndum para discernir “la voluntad del pueblo”, los representantes políticos habían tratado de eludir su deber de abordar un tema complicado. Legalmente, el referéndum fue consultivo, no vinculante, como corresponde a la democracia parlamentaria. Pero las clases política y parlante británicas, que navegan a la deriva en un viaje inexplorado, han demostrado un impulso instintivo de cumplir con las “reglas son reglas” incluso cuando tales reglas no existen.

El Gobierno británico podría haber hecho lo mismo que el Ejecutivo griego un año antes: descartar la aplicación del resultado de un referéndum no vinculante para el Grexit y buscar un nuevo acuerdo con la UE. Todo podría haber sido diferente porque en el referéndum del Brexit, la opción de permanecer en la UE obtuvo solo el 48% de los votos, pero inicialmente estaba apoyada por el 75% de los miembros del Parlamento “soberano”, incluido el 54% de los conservadores.

El proceso posterior ha provocado una de las peores crisis políticas y constitucionales del Reino Unido en varios siglos. El resultado de un experimento irresponsable con la democracia directa ha triturado la democracia parlamentaria representativa. Los británicos ya no tienen su imperio y se alejan de los mecanismos multinivel del imperio Europeo que favorecen amplios consensos pluralistas. En su aislamiento, la ineficiencia del restrictivo sistema político británico ha aparecido en escena con todo su esplendor.

En los debates de la Cámara de los Comunes ha habido, de hecho, al menos tres alternativas: Brexit con algún acuerdo con la UE, Brexit sin acuerdo y permanecer. Además, algunas posiciones maximalistas rechazan cualquier acuerdo, por todo lo cual la formación de una mayoría ha resultado inviable. El Gobierno y el Parlamento han perdido el control del proceso. Las protestas en la calle han proliferado.

Para la Unión Europea, el Brexit ha sido una ocasión excepcional para aprender y dar una lección. O ni siquiera un país como el Reino Unido puede irse, o la salida tendrá graves consecuencias y los británicos se estrellarán. La UE ha ganado el juego del gallina; ha sobrevivido sin más salidas, ha aumentado su cohesión y continúa adelante. Según el juego, esta vez son los británicos los que deberían frenar. Pero el sistema político e institucional en crisis ha sido incapaz de producir una decisión y parar. Como en la clásica película que popularizó el peligroso juego del gallina, el Reino Unido puede precipitarse por el despeñadero.

Las consecuencias políticas más perjudiciales se percibirán a largo plazo. El constitucionalista Vernon Bogdanor ha sostenido con contundencia que la entrada en la CE en 1973 “derogó la soberanía del Parlamento”. Otras reformas han ido “creando gradualmente una nueva Constitución, la constitución de un Estado multinacional”. Entre ellas, la devolución a Escocia y Gales, el acuerdo con la República de Irlanda sobre Irlanda del Norte, y el referéndum vinculante sobre la independencia de Escocia que implicaba el reconocimiento de su derecho a la autodeterminación. Además, la creación de un Tribunal Supremo no basado en la Cámara de los Lores ha introducido la revisión judicial de actos legislativos y ejecutivos. Bogdanor subraya que el sistema político posterior al Brexit será muy diferente del anterior a la entrada en la CE y pronostica como poco probable una restauración de la soberanía del Parlamento. “La soberanía es como la virginidad”, dice. “Una vez perdida, nunca se puede recuperar”.



Jacques-Louis David (1787)


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jueves, 16 de mayo de 2019

[HISTORIA] Las miserias del Imperio (británico)





La manera en que la elitista clase política británica está afrontando el Brexit es un buen ejemplo de la improvisación y arrogancia con que afronta los problemas internacionales. Ya lo hizo antes, escribía hace unas semanas el  ensayista y novelista indio Pankaj Mishra. 

Al describir la desastrosa manera que tuvo Gran Bretaña de salir de su imperio indio en 1947, el novelista Paul Scott escribió que los británicos “llegaron al final de sí mismos tal como eran”, es decir, al final de la elevada imagen que tenían de sí mismos. Scott fue uno de los sorprendidos por lo apresurada e implacablemente que los británicos, después de gobernar India durante más de un siglo, la condenaron a la fragmentación y la anarquía, por cómo Louis Mountbatten, certeramente calificado por el historiador de derechas Andrew Roberts como un “embaucador mentiroso e intelectualmente limitado”, dirigió como último virrey el destino de 400 millones de personas.

La ruptura de Gran Bretaña con la Unión Europea está siendo otra muestra de abandono moral de sus gobernantes. Los partidarios del Brexit, en busca de la ilusa idea de recuperar el poder y la autosuficiencia de la era imperial, llevan dos años poniendo repetidamente de manifiesto su soberbia, su obcecación y su ineptitud. Theresa May, inicialmente partidaria de la permanencia, ha estado a la altura de su terquedad y su arrogancia al imponer un calendario imposible de dos años y fijar unas líneas rojas que han saboteado las negociaciones con Bruselas y han condenado su acuerdo a un rechazo categórico y bipartidista en el Parlamento.

Puede que este tipo de comportamiento egocéntrico y destructor de la clase dirigente británica asombre a muchos, pero ya quedó patente hace 70 años, cuando Reino Unido salió precipitadamente de India.

Mountbatten, apodado el “maestro de los desastres” en los círculos navales británicos, era miembro representativo del pequeño grupo de británicos de clase media y alta del que salieron los señores imperiales de Asia y África. Pésimamente capacitados para sus inmensas responsabilidades, el poderío imperial de Gran Bretaña les permitió cometer error tras error en todo el mundo. Desde luego, esos eternos colegiales tienen un “peso totalmente desproporcionado” y están sobrerrepresentados en el Partido Conservador. Y hoy han sumido el país en su peor crisis y han dejado al descubierto a su incestuosa y egoísta clase dirigente.

Desde David Cameron, que se jugó temerariamente el futuro de su país en un referéndum para aislar a unos cuantos protestones de su partido, hasta el oportunista de Boris Johnson, que se subió al tren del Brexit para asegurarse el puesto de primer ministro ocupado en otro tiempo por su adorado Winston Churchill, pasando por el extravagante y anticuado Jacob Rees-Mogg, con su sombrero de copa, cuya firma de gestión de fondos estableció una oficina en la UE al tiempo que la criticaba con vehemencia, la clase política británica ha ofrecido al mundo un desfile increíble de embaucadores mentirosos e intelectualmente limitados.

En realidad, para los que invocan la historia de Gran Bretaña, es más ajustado decir que la partición ha llegado a sus propias puertas. Irónicamente, las fronteras impuestas en 1921 a Irlanda, la primera colonia de Inglaterra, han acabado siendo el mayor obstáculo para los defensores del Brexit en busca de la virilidad imperial. Y la propia Gran Bretaña afronta la perspectiva de una partición si se materializa la salida. El hecho de que los partidarios de marcharse no se dieran cuenta de lo volátil que era la cuestión irlandesa y despreciaran el problema escocés da idea de su perspicacia política. Irlanda se dividió para asegurar que los colonos protestantes fueran más numerosos que los nativos católicos en una parte del país. La división provocó décadas de violencia y costó miles de vidas. Se reparó en parte en 1998, cuando el acuerdo de paz eliminó la necesidad de controles aduaneros y de seguridad en la línea de partición impuesta por los británicos. Era evidente que el restablecimiento de un régimen de aduanas e inmigración en la única frontera terrestre de Gran Bretaña con la UE iba a encontrarse con una resistencia violenta. Pero el bando del Brexit, que se ha dado cuenta tarde de esa siniestra posibilidad, ha intentado negarla. Los políticos y los periodistas en Irlanda están lógicamente espantados por la agresiva ignorancia de los ingleses partidarios del Brexit. Los hombres de negocios de todas partes están indignados por su frívolo desdén hacia las consecuencias económicas de las nuevas fronteras. Pero nada puede sorprender a cualquiera que conozca la intolerable despreocupación con la que la clase dirigente británica trazó fronteras en Asia y África y luego condenó a los pueblos a uno y otro lado a sufrimientos sin fin.

La maligna incompetencia de los partidarios del Brexit tuvo su preludio calcado durante la salida británica de India en 1947, sobre todo por la falta de preparativos para hacerla ordenadamente. Se encargó a un abogado británico llamado Cyril Radcliffe que trazara las nuevas fronteras de un país que nunca había visitado. Con solo cinco semanas para inventar la geografía política de una India flanqueada por unas alas oriental y occidental llamadas Pakistán, Radcliffe no fue a ver ningún pueblo, aldea, río ni bosque junto a las fronteras que pensaba delimitar. Sentenció a millones de personas a la muerte o la desolación y, de paso, obtuvo el máximo título de nobleza. Murieron hasta un millón de personas: una carnicería que supera cualquier profecía apocalíptica sobre el Brexit.

En retrospectiva, Mountbatten tenía incluso menos motivos que May para acelerar la salida y crear unos problemas eternos e irresolubles. Pocos meses después del desastre de la partición, India y Pakistán estaban librando una guerra por el territorio en disputa de Cachemira. Pero Mountbatten era menos obstinado que Winston Churchill, cuyo nombre pone firmes hoy a muchos partidarios del Brexit. Churchill, un imperialista fanático, se esforzó más que ningún otro político británico en impedir la independencia de India y, como primer ministro entre 1940 y 1945, contribuyó a ponerla en peligro. Obsesionado por la idea racista de la superioridad de los angloamericanos, en 1943 se negó a ayudar a los indios en plena hambruna porque “se reproducían como conejos”.

Los numerosos crímenes de los presuntuosos aventureros del imperio fueron posibles gracias al enorme poder geopolítico de Gran Bretaña y quedaron ocultos por su prestigio cultural. Por eso ha podido sobrevivir hasta hace poco la imagen de valiente, sabia y benevolente que cultivaba la élite británica sobre sí misma, a pesar de las pruebas históricas condenatorias sobre esos maestros del desastre, desde Chipre hasta Malasia y desde Palestina hasta Sudáfrica. Las humillaciones en las aventuras neoimperialistas en el extranjero y la calamidad del Brexit en casa han revelado cruelmente el farol de los que Hannah Arendt llamó “los locos quijotescos del imperialismo”. Ahora que la partición llama a su propia puerta, amenaza con un baño de sangre en Irlanda y con la secesión en Escocia, ahora que se avecina el caos de un Brexit sin acuerdo, son los británicos normales y corrientes los que van a padecer las heridas incurables de la salida que las torpes camarillas infligieron en otro tiempo a millones de asiáticos y africanos. Puede que aún le esperen al país más ironías históricas y desagradables en el peligroso camino hasta el Brexit. Pero podemos decir sin temor a equivocarnos que la clase dirigente británica, tanto tiempo mimada, ha llegado al final de sí misma tal como era.



Dibujo de Eva Vázquez para El País


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miércoles, 20 de febrero de 2019

[A VUELAPLUMA] El heroísmo de los pusilánimes





¿Qué sucede cuando tienes que ejecutar aquello que has prometido y descubres que tu relato choca con la realidad?, se pregunta la politóloga Máriam Martínez-Bascuñán, profesora en Ciencia Política de la Universidad de Columbia, en Nueva York.

Dice el refrán, comienza diciendo la profesora Martínez-Bascuñá, que el hombre es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras. Es una manera de entender algo recurrente en la historia: que las acciones persiguen a las palabras, especialmente cuando estas se inflan y generan estados emocionales. Después, nadie se responsabiliza de los acontecimientos que las suceden, pero los generadores de ese argot embriagado de mística y revancha sí tienen nombres y apellidos. En política, esto suele ocurrir cuando los líderes se convierten en clérigos entregados a los viejos diosecillos faccionales (nación, raza, pueblo) y comienzan a predicar en lugar de vertebrar propuestas reales.

Lo vimos en la presentación de La Crida y los celestiales discursos de sus promotores en vísperas del juicio a los políticos del procés. Sus oficiantes, con Torra a la cabeza, regresan heroicamente a la ofensiva para declarar la guerra santa y combatir por el relato contra un Estado que presentan como una apisonadora movida por “la injusticia, la venganza y el odio” y que sojuzgará nada menos que a “todo un pueblo”. Esa crida o “llamada” de Puigdemont declara con arrogancia que, si en un tiempo prudencial no se produce “la oportunidad de ejercer la soberanía plena gracias al apoyo de la voluntad de la mayoría, entonces la ejerceremos”.

Pero, ¿qué sucede cuando tienes que ejecutar aquello que has prometido y descubres que tu relato choca con la realidad? Porque la gente no cambia de opinión. Los independentistas a los que han ofrecido una república clamarán por ella al igual que los brexiteers piden alzar de nuevo las imposibles fronteras que les han prometido. Están en su derecho: se llama rendición de cuentas, pero resulta que cuando “el pueblo, poseído por esas palabras desoladas y excitantes, exige realmente las enérgicas medidas anunciadas como necesarias, a los caudillos les falta el valor para negarse”.

Estas palabras de Stefan Zweig explican el extraño proceso por el que los clérigos políticos dejan de liderar la opinión pública que han contribuido a crear para convertirse en sus esclavos al no encontrar el valor para resistirse. Nos hablan sobre la cobardía y sobre lo que ocurre cuando jugamos con palabras embriagadas de fanatismo: que generan un fanatismo imparable. Un argot incendiario solo puede producir incendios, desencadenar acontecimientos irrefrenables ante los que solo queda claudicar medrosamente, guiados, como nos dice Zweig, por “el miedo a caer en desgracia por moderado”. Y es curioso percatarse de que aquello que aparece bajo la forma lustrosa de un heroico martirologio, nos coloca, como tantas otras veces, frente al miedo y la imprudente locura política de los pusilánimes.



Dibujo de Diego Mir


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domingo, 27 de agosto de 2017

[A vuelapluma] ¿Conviene parar el Brexit?





Las especulaciones sobre una posible suspensión del Brexit han crecido desde hace ya tiempo, alentadas por una constatación de los cada vez más evidentes costes que Reino Unido podría afrontar fuera de la Unión, dice en un reciente artículo Carlos Closa Montero, profesor de Investigación del Instituto de Políticas y Bienes Públicos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en Madrid.

En junio de este año, Donald Tusk reflejaba esa posibilidad, presentada como un “sueño” y parafraseando a John Lennon: “You may say I am a dreamer but I’m not the only one”. Pero, ¿es posible realmente detener el proceso del Brexit? Desde un punto de vista legal, es posible aunque también complicado. Hasta marzo de 2019, Reino Unido podría, oficialmente, comunicar que retira su notificación de retirada (que es la que activa el proceso).

Llegados a este punto, parece sin embargo que esta no podría ser una decisión puramente unilateral y los 27 tendrían que consentir en que Reino Unido permaneciese en la Unión. Este acuerdo es necesario para, como mínimo, neutralizar la interpretación puramente mecánica del artículo 50 que estipula que los tratados cesarán de aplicarse al Estado que comunica su decisión de retirarse al cabo de dos años. Probablemente, el Consejo Europeo tendría que buscar, en ese escenario, alguna fórmula legal que permitiese sortear ese automatismo; por ejemplo, una decisión que interpretase el artículo 50 o una extensión ad infinitum de la negociación del acuerdo de retirada lo que equivaldría a crear una especie de pertenencia en una situación de limbo. No muy elegante, no muy fino desde el punto de vista legal, pero políticamente eficaz (y, en este caso, la política predomina).

Pero más allá de las posibilidades legales, el cálculo político debería gobernar tal decisión. ¿Es realmente un sueño para la Unión Europea que Reino Unido reconsidere su decisión? ¿Le conviene a la UE detener el Brexit y reintegrar a Reino Unido? La respuesta afirmativa no es tan evidente como pueda parecer. Por una parte, la salida de Reino Unido implicará costes también para la UE. Pero en las negociaciones de retirada, la UE cuenta con una posición bastante más fuerte que la británica, por lo que es previsible que el acuerdo de relaciones futuras refleje mejor las prioridades de la propia UE. Si el escenario a la Noruega (con participación en el mercado único, adoptando la totalidad de la normativa europea pero sin voz ni voto en su adopción y contribuyendo al presupuesto comunitario) acaba triunfando, la UE puede disfrutar de bastantes de las ventajas de la pertenencia de Reino Unido a la UE sin gran parte de sus inconvenientes. Y esta es la segunda consideración a tener en cuenta: ¿cuáles son las desventajas políticas de detener el Brexit y mantener a Reino Unido dentro de la UE? Por una parte, el anuncio de la retirada ha influido positivamente en la recuperación del impulso integrador adormecido en los últimos tiempos, bajo un liderazgo franco-alemán rejuvenecido. Aún sin levantar grandes expectativas, los 27 parecen ahora más dispuestos a explorar el reforzamiento de su cooperación en ámbitos como la defensa o la unión monetaria y económica. La vuelta de Reino Unido al club podría amenazar esta dinámica y no solo por la tradicional actitud reticente de los Gobiernos británicos hacia los progresos en la integración.

En la situación actual, la profunda fractura creada por el referéndum y el Brexit en la sociedad británica parece lejos de cerrarse y sería de esperar que la batalla agónica sobre la pertenencia a la Unión continuase en un escenario de detención del Brexit y mantenimiento de la pertenencia. Peor aún, el actual Gobierno británico y, por extensión, el partido conservador, no ofrece ninguna fiabilidad como socio responsable dentro de la UE, si se juzga por el comportamiento tenido hasta el momento en la negociación del Brexit. Y lo mismo se aplica al partido laborista, abonado subrepticiamente a las tesis del Brexit “duro” (la ruptura de vínculos con la Unión).

La vuelta de Reino Unido a la Unión es deseable a medio y largo plazo. Pero la UE, que es una unión de Estados, no debe ser una cárcel para aquellos que quieran ejercer su soberanía. Por ello, también es esencial que aquellos que quieran ser miembros del club entiendan precisamente en qué consiste el ejercicio de la soberanía en el globalizado siglo XIX. El objetivo de la UE debe ser garantizar la prosperidad de sus ciudadanos y actuar conforme a sus valores, no acomodar los vaivenes de una clase política irresponsable. A pesar de sus innumerables contribuciones al proyecto europeo, concluye diciendo el profesor Closa, a día de hoy nada demuestra que la UE vaya a ser un sitio peor sin Reino Unido.



Theresa May, primera ministra británica



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martes, 15 de agosto de 2017

[A vuelapluma] La maltrecha anglosajonia occidental





Vengo huyendo del Brexit para caer en Trump, y no sé cuál es peor. La locura colectiva y la autodestrucción están en el Brexit, que va a perjudicar a Reino Unido. Y en EE UU ocupa el poder un matón narcisista, misógino, indisciplinado y errático, comenta en El País Timothy Garton Ash, catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford e investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford.

"Debe de ser usted inglés, me dice el farmacéutico de Menlo Park, California, cuando menciono al presidente Donald Trump, ¿qué tal si hablamos de cómo van las cosas en su país? A su señora May, la de Downing Street, le están dando bien los burócratas de Bruselas...", comienza escribiendo el profesor Garton Ash.

No tengo más remedio que asentir. Vengo huyendo del Brexit para caer en Trump, y no sé cuál es peor. La principal diferencia es que una es la locura de las cosas y otra de las personas. Theresa May es seca y rígida y no da la talla, pero, en comparación con Trump, parece la Madre Teresa. La locura colectiva y la autodestrucción están en el Brexit, es decir, una cosa. Cada semana hay nuevas pruebas sobre cómo va a perjudicarnos en casi todos los ámbitos y, sobre todo, entre los votantes de la clase obrera y abandonada que prefirieron la salida y que serán los más afectados por la caída, ya visible, de los ingresos reales.

Trump es uno de los pocos personajes mundiales que apoyó el Brexit, pero ahora prefiere dar la mano al presidente francés, Emmanuel Macron, que a la primera ministra británica, y ya no habla sobre las glorias futuras de Reino Unido.

Eso no significa que se haya vuelto más discreto o responsable. En la campaña vimos a un matón narcisista, misógino, indisciplinado y errático. En sus primeros seis meses como presidente, Trump ha hecho honor a todos esos epítetos. Como dijo hace poco su nuevo director de comunicaciones, Anthony Scaramucci [solo estuvo en el cargo 10 días], no vamos a esperar que un hombre de 71 años cambie.

Sigue tuiteando sin parar. Hace poco dijo que la famosa presentadora de la cadena MSNBC Mika Brzezinski estaba “loca” y tenía un bajo cociente intelectual, y contó que se había negado a recibirla en su residencia de Mar-a-Lago porque “sangraba sin cesar del lifting que se había hecho”. El comentarista neoconservador Bill Kristol se sintió obligado a responder. “Querido @realDonaldTrump, es usted un cerdo. Sinceramente, Bill Kristol”. Lo que más me gusta es el “sinceramente”. La reciente entrevista de Trump con el “debilitado” The New York Times revela su mente egocéntrica, superficial, incontinente y enferma. Al preguntarle si va a viajar a Reino Unido, no responde más que: “Ah, sí me lo han pedido”, y luego vuelve a contar su visita a París. Pues vaya con la relación especial tras el Brexit. Después de mencionar que visitó la tumba de Napoleón, dice una frase impagable: “Bueno, Napoleón acabó un poco mal”.

Hace unas semanas se dedicó a criticar a su propio fiscal general, Jeff Sessions, como si este, uno de los primeros políticos que le apoyó, de repente fuera Clinton. Todas las mañanas me despierto pensando: “¿Cómo es posible que este charlatán de pacotilla sea presidente de Estados Unidos?”. Su problema fundamental es de carácter, más que de ideología o de política, si es que tiene alguna idea o política coherente. Ahora hemos llegado al surrealista debate de si el presidente tiene derecho a indultarse a sí mismo.

La locura de una persona a un lado del Atlántico y la locura de una cosa al otro tienen varias semejanzas. El vitriolo verbal no tiene casi precedentes. Washington y Londres, acostumbradas a Gobiernos estables y eficientes, viven hoy una extraordinaria confusión. En el Departamento de Estado no se hacen nombramientos. Scaramucci acusó al jefe de gabinete de Trump de filtrar informaciones. Los ministros del Gobierno británico se contradicen unos a otros en público. En el Támesis y en el Potomac hay más soplos, meteduras de pata y cambios de opinión que en un vodevil.

No es extraño que la canciller alemana diga que el continente europeo ya no puede seguir fiándose de sus aliados del otro lado del Canal y el Atlántico. Rusia y China llegaron encantadas a la cumbre del G-20 en Hamburgo, después de que el China Daily proclamara en su portada que “en medio del proteccionismo estadounidense y el Brexit, China y Alemania se disponen a llevar la iniciativa de la globalización y el libre comercio”.

¿Estamos ante el fin de Occidente? ¿O, al menos, del Occidente anglosajón? He oído decir en varias ocasiones que la coincidencia de Trump y el Brexit anuncia ese declive histórico. El siglo XIX fue el de Gran Bretaña y el siglo XX (al menos, a partir de 1945) fue el de Estados Unidos. El neoliberalismo que dominó ideológicamente el mundo entre la caída de la URSS en 1991 y la crisis financiera de 2008 era un producto típicamente anglosajón, y es lo que provocó el malestar que los populistas han sabido aprovechar. Los que utilizan este argumento lo dicen no sin cierta alegría mal disimulada.

Pero cuidado con lo que desean. Quizá imaginan un siglo XXI posanglosajón, gloriosamente iluminado por Emmanuel Macron y Justin Trudeau. Pero hay más probabilidades de que quien se quede con los despojos sea un Xi Jinping, un Vladímir Putin o un Recep Tayyip Erdogan.

Pero, en realidad, todo esto es parte de la llamada enfermedad del tertuliano. Todavía puede haber otro futuro. El verano pasado pregunté a un distinguido politólogo estadounidense qué le parecería que Trump llegara a la presidencia, y me contestó que sería una prueba muy interesante para el sistema político del país. La semana pasada nos vimos y estuvimos de acuerdo en que, de momento, da la impresión de que el sistema de controles y equilibrios funciona. Los tribunales han bloqueado dos veces la restricción de visados de Trump. Es impensable un desafío a la independencia judicial estadounidense como el que se está planteando en Polonia. La gran tradición de la Primera Enmienda permite a la prensa libre hacer exactamente lo que previeron los fundadores del país. En política exterior hay menos controles, pero un Congreso republicano acaba de aprobar más sanciones a Rusia, Corea del Norte e Irán, y ha hecho que al presidente le sea más difícil levantarlas.

Mientras Trump no emprenda una guerra contra Corea del Norte o cualquier otra locura equivalente, Estados Unidos podrá salir de estos cuatro años de espantosa presidencia con su democracia y su reputación maltrechas pero sin daños irreparables. La democracia británica también está funcionando, con un Parlamento que quizá gane el tiempo necesario para que nos recuperemos de la locura y hagamos un Brexit blando o incluso abandonemos la idea de irnos. Los anglosajones están en horas bajas, en gran parte por sus propias locuras, pero no hay que darlos por muertos todavía.



Dibujo de Enrique Flores para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 26 de junio de 2017

[A vuelapluma] La soberanía según Theresa May





El profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco, realizaba hace unas semanas en El País un soberbio análisis, La soberanía según Theresa May, sobre las consecuencias que el Brexit de hace un año está teniendo ya y va a tener para el Reino Unido. El referendo no puede reemplazar a la democracia representativa para pactar una nueva relación con la Unión Europea, dice en él. La democracia directa del Brexit invalida el orden existente, pero para su reconfiguración necesita del Parlamento.

En tiempos de incertidumbre, señala al comienzo de su artículo, es muy poderosa la tentación de regresar a terreno conocido, aunque sepamos que ya no es posible. Tras ciertos espasmos políticos no hay otra cosa que la nostalgia por recuperar lo que ya no es recuperable: soberanía reconocida, autoridades indiscutidas, territorios delimitados, homogeneidad social e incluso enemigos identificados.

El Brexit es uno de esos fenómenos en los que el miedo a lo desconocido se traduce en torpeza y pone en marcha una serie de operaciones políticas de dudosa coherencia, añade. La idea de “recuperar el poder para los británicos” no tardará en ser decepcionada por la realidad al menos en dos aspectos que ponen de relieve su naturaleza paradójica, tanto en lo que se refiere al fin perseguido como al procedimiento: la idea de salirse hacia un espacio de soberanía y hacerlo de un modo directo, plebiscitario, sin las mediaciones de la democracia representativa.

Comencemos examinando en primer lugar la pretensión de abandonar un espacio de interdependencias para recuperar la soberanía fuera, dice más adelante. En la operación de abandonar el espacio de la Unión se constata ya un choque entre dos temporalidades muy diferentes: muchos de los ciudadanos que votaron por abandonar la Unión Europea quieren que esto ocurra sin retraso y no podrán entender que requiera tanto tiempo. Al mismo tiempo, el mundo económico presiona para retrasar el inicio de las negociaciones y que los acuerdos hagan la transición lo más suave posible. El riesgo político que esto plantea al Gobierno de May es que cuanto más tengan en cuenta a estos últimos para proteger los empleos y el crecimiento económico, más se preguntarán los partidarios de irse si esa decisión marca alguna diferencia fundamental.

El estatus mediopensionista que ya tenía Gran Bretaña no ayuda demasiado a este respecto, sigue diciendo. Si fueran miembros de la eurozona o hubieran firmado el acuerdo de Schengen, entonces la reintroducción de la libra o las fronteras estrictas podrían proporcionar una garantía rápida y simbólica de que habían abandonado efectivamente la Unión Europea. Cuanto más suave sea el Brexit menos percibirán los británicos la diferencia. El flujo de bienes, capitales y personas será mayor de lo que seguramente esperaban quienes votaron a favor de la salida. Por otro lado, Gran Bretaña no puede elegir a su antojo los términos en los que participar en el mercado único, por lo que el resultado final de las negociaciones será un compromiso, un término medio pactado, es decir, algo inevitablemente decepcionante para los soberanistas.

La otra gran paradoja tiene que ver con la relación entre las dimensiones plebiscitaria y representativa de la democracia, el verdadero fondo del debate que está en juego, aquí y en todas las democracias, señala después. La campaña por la salida se apoyó en un difuso sentimiento de que la gente ya no es soberana y contribuyó a exagerarlo. De ahí la invocación a la democracia directa —en un país en el que la soberanía parlamentaria es algo sagrado— para remediar el modo como la democracia representativa estaba gestionando las relaciones de Gran Bretaña con la UE. La convocatoria de un referéndum y su resultado son una señal de hasta qué punto se había roto la confianza en los representantes. David Cameron justificó la consulta argumentando que el consentimiento democrático de pertenecer a la Unión se había debilitado (a pesar del hecho de que cada nuevo tratado que aumentaba las competencias comunitarias había sido aprobado en el Parlamento de Westminster).

La estrategia inicial de May consistía en prometer una ley de derogación e iniciar la retirada de la UE por prerrogativa de la corona, comenta. Pero la Corte Suprema obligó al Gobierno a que fuera el Parlamento quien legitimara finalmente el acuerdo. De este modo la democracia directa del Brexit ha invalidado el orden existente, pero su reconfiguración exige confiar en la democracia representativa o recurrir a un referéndum posterior (probablemente, las dos cosas).

Este es el núcleo de la paradoja que se contiene en la tensión entre la soberanía de un instante y su concreción representativa, afirma. Los referendos tienen el efecto de que, como suele decirse, empoderan momentáneamente a la gente pero les dejan dependientes del Gobierno para llevar a cabo el complejo trabajo de, en este caso, transformar un simple no y variadamente motivado en un nuevo tejido de relaciones con la Unión Europea. La expresión de la voluntad popular en un momento puntual no puede reemplazar a la democracia representativa cuando se trata de pactar los términos de la salida y configurar una nueva relación con la Unión. Los británicos votaron por la salida, pero no dieron ninguna indicación en el referéndum acerca de cómo deberían ser los términos ni de la salida ni de esa nueva relación, cuyo diseño y aprobación compete a los Gobiernos y Parlamentos.

El Brexit puede ser una victoria pírrica que contradiga muchos de los objetivos de la campaña por la salida, añade. Los primeros problemas pueden venir de la dificultad de conseguir resultados positivos para satisfacer a los votantes que deseaban una clara ruptura con el statu quo. Las aspiraciones eran muy elevadas. ¿En qué puede consistir “retomar el control” o “recuperar la soberanía” bajo las nuevas circunstancias de una negociación condicionada por numerosas constricciones? ¿Cómo descifrar lo que los votantes querían decir con el leave y hacerlo valer en una compleja negociación con la UE? El referéndum es un instrumento rígido, en la medida en que presenta una opción binaria, cuando en realidad hay un amplio espectro de posibilidades de abandonar la Unión Europea y relacionarse luego con ella. Es una de las paradojas de este y otros referendos: censuran al Gobierno por sus políticas en relación con Europa y le confían la consecución del mejor compromiso posible; suponen que puede conseguirse en unas condiciones especialmente difíciles lo que no se pudo hacer en condiciones de normalidad.

Llevar a la práctica el Brexit requiere no solo el mandato inicial sino también el apoyo público explícito a los términos de la separación, concluye diciendo. A esto obedece la convocatoria de elecciones, que puede mejorar cuantitativamente la posición de May pero no modifica cualitativamente los términos del problema. El adelanto de las elecciones no impedirá que se hagan patentes todas estas contradicciones, ni que deba haber un segundo referéndum sobre el resultado de las negociaciones con la Unión Europea, lo que volverá a complicar las cosas en una época en la que las democracias se han convertido en bazares de la simplicidad.


Dibujo de Eduardo Estrada para El País




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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