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miércoles, 22 de julio de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] La democracia, según Popper. Publicada el 20 de mayo de 2010




El filósofo Karl Popper



Sobre Karl Popper (1902-1994), filósofo y sociólogo político británico de origen austríaco, he escrito en ocasiones anteriores en este blog. Especialmente de una de sus obras principales: "La sociedad abierta y sus enemigos" (Paidós, Barcelona, 2006). Escrita en 1945 durante su forzado exilio en Nueva Zelanda, trata en ella, como más tarde lo hará la también filósofa y teórica de la política norteamericana de origen alemán, Hannah Arendt, sobre los orígenes de los totalitarismos que asolaron el siglo XX: especialmente el comunismo y el nacional-socialismo.

Para el profesor José Sánchez-Alarcos, comentarista de la obra de Popper, la tesis central de "La  sociedad abierta y sus enemigos" es la de que el origen de los totalitarismos radica en la superstición de ciertas ideologías que parten de dos falsedades relacionadas: primero, que la historia se mueve en una dirección de acuerdo con leyes naturales y, segundo, que ellos, los ideólogos, conocen esa dirección. A partir de esas certezas, basadas en el determinismo histórico, se construye la utopía: dotados de esa tremenda información, se edifica un mundo maravilloso en el que los seres humanos serán felices porque el modelo de sociedad se adapta milimétricamente al sentido natural de la historia. Obviamente, quien se oponga a la construcción de esa sociedad perfecta, una sociedad cerrada que remite a la tribu, puede ser considerado un canalla y debe ser extirpado invocando razones morales, como ha sucedido en todos los Estados totalitarios.

Enemigo declarado de las utopías políticas, y por ende, de las ideas expuestas en la "República", de Platón, primer gran modelo utópico de Occidente cuya influencia, dice el profesor Sánchez-Alarcos, aún perdura, Popper manifiesta su certeza de que la salvaguarda de la libertad y del progreso están precisamente en sociedades abiertas en las que las personas deciden con sus acciones el curso de la historia, porque ni hay sociedades perfectas ni, por lo tanto, un camino ideal para alcanzar lo que solo existe en la imaginación de unos pensadores trasnochados.

De Popper escribía también hace unos días en el diario La Vanguardia, el periodista y columnista político Luís Foix, en un interesante artículo titulado Hereu se despeña que pueden leer en el enlace anterior, en el que comenta el estruendoso fracaso de la consulta popular promovida por el consistorio barcelonés, llamando a los ciudadanos a decidir sobre las posibles opciones para remodelar la Vía Diagonal de la capital catalana, en el que augura el fín de la hegemonía socialista en el Ayuntamiento de Barcelona a causa del patinazo político de su alcalde, con una cita de Popper que dice que "la democracia no consiste en designar gobiernos sino en echarlos".

No puedo estar sino en completo acuerdo con Foix, y por supuesto con Popper, de quien recuerdo otra frase de la que no puedo precisar la fuente, que venía a decir que en las sociedades democráticas consolidadas, los ciudadanos, cuando ejercen su derecho de voto, no pretenden tanto elegir a un determinado gobierno, como impedir que lleguen a él (al gobierno) otros.

Nunca discuto ni pongo en cuestión lo que votan mis conciudadanos. Me podrá gustar más, gustar menos o no gustar nada, pero es su derecho y su decisión, y eso es lo fundamental para mí, pero les aseguro que viendo y oyendo a las señoras Cospedal y Saénz de Santamaría, o a los señores Aznar, Arenas, Montoro, Trillo o Rajoy, yo tengo clarísimo por quién voy a votar, aunque sea tapándome la nariz... HArendt





La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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lunes, 8 de junio de 2020

[TEORÍA POLÍTICA] Ciberleviatán



El filósofo Karl Popper


Cuando Popper -escribe en Revista de Libros [¿El ocaso de la sociedad abierta? Mayo, 2020] el historiador Rafael Núñez Florencio- publicó el libro que le daría fama y se convertiría en un clásico del pensamiento del siglo XX, La sociedad abierta y sus enemigos (1945) no podía en modo alguno vislumbrar que la gran amenaza para el orden liberal y el pensamiento crítico no vendría de sus llamados adversarios tradicionales —aquellos contra los que se dirigía la obra— sino del progreso científico y tecnológico. En términos políticos, durante la casi totalidad del citado siglo, los mayores antagonistas de los regímenes democráticos eran fácilmente identificables: fascismo y comunismo —las dos caras del totalitarismo— y dictaduras civiles o militares —autoritarismo—. Derrotados militarmente los sistemas fascistas y desacreditadas las dictaduras, el tercer acto, la implosión del socialismo real entre 1989 y 1991, parecía sancionar el triunfo definitivo del liberalismo y la democracia, el «fin de la historia» (Fukuyama dixit).

No duró mucho la euforia, si realmente hubo tal. Pocas victorias han sido tan silentes, quizá porque la mentalidad liberal acarrea una mala conciencia histórica, como si tuviese que hacerse perdonar un pecado original de indiferencia o simple postergación de las otras dos proclamas revolucionarias, igualdad y fraternidad (léase, en términos actualizados, justicia social). Pero más importante que este complejo liberal era el hecho de que en la pujante sociedad occidental —en buena medida como consecuencia de su propio éxito— se estaba incubando el huevo de la serpiente: el peor enemigo —una vez más en la historia— no era el que se divisaba enfrente sino el que nacía en el propio seno de una sociedad que parecía satisfacer todas las necesidades humanas y, aun así, se abría a un progreso incesante como punto último de referencia. De aquí precisamente vendría el problema, tan insidioso como inevitable.

Siendo un elemento predecible en sus líneas esenciales, el avance científico y tecnológico ha adquirido en los últimos tiempos un sesgo desconcertante para los seres humanos, probablemente por su desarrollo exponencial. Como se ha dicho en múltiples ocasiones, hoy día cualquier teléfono móvil es más sofisticado que toda la tecnología que usó la NASA hace medio siglo (1969) para llevar el hombre a la luna. Por resumir y simplificar en una acuñación que lo englobe todo, la llamada inteligencia artificial condiciona o, mejor dicho, determina nuestras vidas hasta sus aspectos más nimios. Los requisitos tradicionales para una existencia plenamente humana se han puesto patas arriba en cuestión de pocos años. En la actualidad todo, de la educación al ocio, pasando por la asistencia sanitaria o cualquier otro tipo de interacción social, transita necesariamente por Internet y el acceso a un inmenso depósito de datos y conocimientos. Un mundo insondable que, a falta de mejor término, hemos denominado con notoria imprecisión «realidad virtual».

La imparable tendencia del Estado al control de los individuos —que viene de algunos siglos atrás— ha encontrado en ese desarrollo tecnológico un arma formidable, que implica a su vez un cambio cualitativo en la relación entre el poder y los ciudadanos. ¿Vamos —o acaso estamos ya— ante un Ciberleviatán? Esto es lo que plantea José María Lassalle en un ensayo que lleva por título ese mismo concepto y un subtítulo bastante más aclaratorio de sus intenciones: El colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital (Arpa Editores). De entrada, habría que decir que el planteamiento en sí resulta curioso porque remite a la teoría política clásica, el Leviatán de Hobbes frente al Estado liberal de Locke. No estoy totalmente convencido de que este planteamiento académico sea el más adecuado para afrontar una realidad tan novedosa como la presente pero en todo caso, si así fuera, arrojaría un resultado sorprendente, el aplastamiento inmisericorde del sistema liberal por el monstruo hobbesiano.

En esa línea historicista podría también decirse que estamos ante una inopinada variante de la célebre exclamación leninista, «¿libertad, para qué? ». Dimos por sentado apresuradamente que la posición totalitaria no solo fallaba por minusvalorar el ansia humana de libertad sino, sobre todo, porque su alternativa, el poder centralizado, era mucho más ineficiente que el mercado y la sociedad abierta. Esa es la causa última de su fracaso, nos dijimos. Pero… ¿qué pasaría si el desarrollo tecnológico y la inteligencia artificial posibilitaran un Estado más que centralizado, omnipotente, un Ciberestado, que satisficiera todas las necesidades —no solo materiales— de los seres humanos? Un poder que regulara la economía y el trabajo —asegurándonos además una renta mínima vital—, con una prestación universal de educación y sanidad, administrador de ocio y cultura, capaz en fin de atender a los aspectos más diversos de la vida cotidiana. En una palabra, un Estado paternal que proporcionara seguridad y bienestar a cambio de controlar nuestras vidas como piezas de un inmenso engranaje. Un requisito por lo demás —me refiero a dicho control— que estaría plenamente justificado como medio indispensable para el fin antedicho: en el fondo, nuestro bien, nuestra felicidad.

Lassalle examina en su breve ensayo los aspectos más alarmantes de un progreso tecnológico que, como caballo desbocado, escapa ya a nuestro control y, lo que es aún más inquietante, amenaza con arrollarnos en su loca carrera. Esta socorrida imagen resulta empero bastante imprecisa, no ya solo porque no hay nada demencial en este proceso —más bien al contrario— sino especialmente porque nos fuerza a replantearnos el rol de víctimas —nosotros mismos— que arroja el trance. Si todo ello amenaza con convertirnos en cierto modo en esclavos, forzoso es reconocer que habría que hablar, como en la ópera de Arriaga, de «esclavos felices». El matiz está lejos de ser anecdótico porque lo distintivo de este nuevo escenario histórico sería precisamente la general aquiescencia —creo que Lassalle llega en algún momento a usar el concepto de aclamación— con que se produciría la implantación del Ciberleviatán. Al fin y al cabo si ya el existencialismo ponderó el lastre de la libertad —esa condena a ser libres, ese agobio de tomar decisiones—, ahora, en otra vuelta de tuerca, nos veríamos liberados de esa angustia, o sea, absueltos del libre albedrío… ¡por fin! Un poder omnisciente decidiría por nosotros.

Acabo de utilizar una serie de formulaciones condicionales, referidas a un posible tiempo venidero. Pero ¿cabe asegurar que lo anterior se refiere sin más al futuro? ¿No vivimos ya los preliminares —o algo más— de ese proceso? Si es así, ¿estamos aún a tiempo de poderlo detener o, sería mejor decir, queremos detenerlo? Estas preguntas no solo se plantean en el ensayo sino que casi constituyen el leitmotiv angustioso del mismo. Quizá aún sea posible pero, si es así, no dispondremos de muchas más oportunidades antes de que la situación se torne irreversible. Las señales apuntan claramente en un sentido inequívoco y en muchos aspectos ya no hay vuelta atrás. Basta un ejercicio de reconocimiento personal en cada uno de nosotros para constatar lo que significa en nuestro entorno y cotidianeidad la revolución digital (lo mucho que hemos ganado pero también todo lo que nos hemos dejado en el empeño). En cualquier caso, nadie se plantea el imposible o el absurdo de un retorno. De lo que se trata, dice con cordura Lassalle, es de encauzar la situación y sobre todo tomar las riendas para saber a qué horizonte nos queremos dirigir.

Para ello es necesaria una estrategia y antes aún conocer bien el estado actual de cosas, es decir, todo aquello que ha transformado tan radical como inexorablemente nuestro mundo en un puñado de años. El problema no es que las nuevas tecnologías hayan construido una nueva realidad sino que para millones de personas esta realidad paralela se ha convertido en predominante hasta el punto de vivir —trabajar, relacionarse, divertirse— en ella más que en el mundo físico. De hecho, el mundo hoy para la mayoría de los seres humanos se contempla a través de pantallas: móviles, ordenadores, televisiones. La realidad virtual, las recreaciones y hasta las meras ficciones adquieren así más consistencia que la experiencia captable por nuestros sentidos. La distancia que se establece con lo que antes llamábamos la realidad es cada vez mayor, a medida que aumenta la intermediación: antes nos impresionaban por ejemplo los testimonios fotográficos de las guerras pero de unos años a esta parte los bombardeos se presentan y perciben como si fueran videojuegos y, aún más, estos con frecuencia superan en realismo todo lo demás. Por añadir otro ejemplo elemental, la mayoría de los acontecimientos y espectáculos de nuestro mundo se ven mejor —más reales— desde una pantalla que estando en el escenario de los hechos.

Esa nueva realidad ha provocado una transformación del ser humano o, para ser más precisos, un profundo cambio en su conciencia e identidad. Se trata de otro inesperado quiebro en la trayectoria histórica de los últimos siglos. Creíamos desde la Ilustración que el materialismo iba ganando terreno y hubiéramos asegurado hasta hace poco que estaba llamado a convertirse en hegemónico. Hoy la materia ha quedado desplazada como soporte primigenio: simplemente se materializa la creación digital o virtual, como hacemos al escribir libros o cuando usamos una impresora 3D. En el ámbito humano, el cuerpo incorpora cada vez más elementos mecánicos o inteligentes (prótesis, baipás, chips). Con todo, lo más relevante es la superación de la corporeidad como elemento indispensable de la identidad humana. Las máquinas nos han ayudado a concebir el yo desgajado de la envoltura corporal. Empezamos a vislumbrar que la conciencia humana puede encarnarse como un software en cualquier elemento material: de ahí los perfiles virtuales o avatares que nos representan en el ciberespacio. La ciencia ficción ha jugado a menudo con esta nueva noción de la conciencia desgajada del cuerpo: yo sigo siendo yo en cualquier soporte y ello en última instancia me permite acceder a una suerte de inmortalidad, pues al no sentirme ya ligado al cuerpo burlo mi destino último.

Sostiene Lassalle que esta postergación de la corporeidad se enmarca en un ámbito político caracterizado por el ascenso de los populismos, en un clima de crisis —¿definitiva? — del humanismo. Si «el hombre ha perdido la centralidad directiva y narrativa del mundo», si es más importante «sentirse parte de una comunidad virtual que física», si la socialización cae en pura frivolidad y ausencia de empatía, la democracia deviene mera caricatura: aturdido por la saturación de datos en un mundo cada vez más ininteligible sin el auxilio de las máquinas, el ciudadano se siente solo, perdido, incapaz de elegir por sí mismo. Esta nueva minoría de edad constituiría el combustible del populismo. Es verdad que este fenómeno tiene raíces más profundas en la historia pero, soslayando ahora los rasgos diferenciales epidérmicos, los populismos posmodernos coinciden en los tres grandes ingredientes que se daban en el pasado: recetas fáciles para problema complejos, apelación a los sentimientos por encima de la razón y distinción de un enemigo que aglutine un «nosotros» frente a «ellos», responsables de todos los males. Cualquiera de estas tres características vincula el populismo con su primo hermano, el nacionalismo. La democracia —formalmente respetada— se degrada así al nivel de la más rastrera demagogia. El rasgo más alarmante hoy es que esa tendencia se ha hecho universal y aparentemente imparable, sin alternativas factibles.

Este juego democrático degradado sería compatible con el Ciberestado totalitario y controlador, pues esta maquinaria inteligente ejercería su dictadura implacable con autonomía e independencia de las personas y partidos que accedieran al poder. De hecho, con ocasión de la pandemia del Covid-19 hemos podido comprobar la similitud de medidas de confinamiento y control de la población que han adoptado todos los regímenes del mundo, de China a USA pasando por la Unión Europea. Se dirá que este ha sido un caso excepcional, pero también puede verse como un ensayo general, a escala planetaria, del mundo que nos espera. El último capítulo de Lassalle se titula «Sublevación liberal» y a pesar de que su primera frase es «El liberalismo está en crisis», constituye en su conjunto una puerta abierta a la esperanza: el Ciberleviatán no es inevitable (Locke aún puede vencer a Hobbes) y el humanismo liberal puede y debe reaccionar, proyectando «un modelo de civilización digital que subordine las máquinas al hombre». El problema es que Lassalle ha sido tan persuasivo y convincente en los capítulos anteriores que, como pasaba en la literatura regeneracionista clásica, el lector queda tan impactado por la descripción tenebrosa del presente y el inmediato futuro que ese llamamiento a la resistencia le parece, más que otra cosa, un grito desesperado de auxilio. Lo cierto, en fin, es que este presente se parece ya mucho a algunas de las distopías que imaginábamos hace un puñado de años. Y lo peor es que no duele.


El historiador Rafael Núñez Florencio


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sábado, 14 de noviembre de 2015

[A vuelapluma] Políticos



Ruinas del ágora ateniense


Como decía al final de mi entrada de ayer, creo que no han cambiado mucho las desde que Karl Popper dijera en su libro "La sociedad abierta y sus enemigos", hace casi setenta años, que "lo más que podemos esperar de los políticos es que causen los menos destrozos posibles". ¿Exagerado?, visto lo que hay, pienso que no.

Político: Del latín "politĭcus", y este del griego "πολιτικός". En la quinta acepción del diccionario de la Real Academia Española, "persona que interviene en las cosas del gobierno y negocios del Estado".

Hace un tiempo vi por televisión una película del gran director francés Claude Chabrol. Se titulaba "Le fleur du mal" (2002). La protagonista es una aún joven mujer, esposa de un destacado miembro de la alta burguesía provinciana francesa. Es concejal en el Ayuntamiento de su localidad y se presenta como candidata independiente a la alcaldía del mismo. En un momento de la película, su marido le pregunta por qué ha decidido presentarse si a ella nunca le ha gustado la política; la respuesta de la esposa es: "lo que yo hago, no es política".

Recuerdo también, varios años atrás, volver a casa después de dejar a mi nieto al colegio y oír por la radio las declaraciones de un concejal del ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria anunciar que iba a promover la creación de un "metro" de ocho líneas en la capital de la isla. Y cuando el locutor le pregunta, supongo que con ingenuidad: "¿Con la financiación del Estado, no?", la respuesta es rotunda: "Sí, claro". Sin comentarios. Pero pensé para mis adentros: Este señor ocupa un cargo público pero parece imbécil... Y probablemente lo era; lo de imbécil. 

Un buen amigo y compañero de lides sindicales me recordaba a menudo una frase que, al menos eso decía él, me había oído pronunciar al comienzo de nuestras relaciones: "Al sindicato y a la política se dedican profesionalmente los que no saben ganarse el pan con su trabajo de ninguna otra manera". Es muy posible que sí, que yo la pronunciara; creo que sigo pensando lo mismo hoy día, aunque reconozco que habrá notables excepciones; pocas, desde luego.

Hace un tiempo publicaba en El País el profesor Ramón Vargas-Machuca, catedrático de Filosofía Política y exdiputado socialista durante cuatro legislaturas, un artículo titulado "Decálogo del buen político", cuya lectura les recomiendo por su indudable interés. Decía en él, que al buen político cabe exigirle profesionalidad, talento, información, eficiencia, innovación, decisión, prudencia, astucia, responsabilidad y persuasión. 

Creo que son cualidades necesarias, pero no suficientes, porque a ellas habría que añadirle dos supuestos externos a ellos mismos: primero, una retribución justa, equilibrada y suficiente, establecida con carácter previo por un organismo supervisor e independiente de la Administración Pública, gracias a la cual el ejercicio de la actividad política no le resulte lesivo a sus intereses personales y profesionales; y segundo, una taxativa limitación en el número de mandatos en el ejercicio del cargo, sobre todo en los de carácter ejecutivo. 

La mayoría de las personas piensan de buena fe que los políticos están muy bien pagados. Yo, que no he cobrado nunca de ella, de la política, pienso que no es así. Si estuvieran bien pagados quizá se animarían a dedicarse a la política buenos profesionales civiles ajenos a ella, reticentes a hacer del "servicio público" una forma de vida o de vivir... Haberlos, haylos; como las meigas y las brujas en mi tierra, aunque no crea en ellas.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArend



La Escuela de Atenas (Rafael, 1512)


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lunes, 10 de agosto de 2015

[Humor & Digresión] De nuevo sobre el nacionalismo



Peridis (El País, 10/8/2015)


Morgan (Canarias7, 10/8/2015)



Montecruz (La Provincia, 10/8/2015)



Pienso que se equivocan el PSOE y su socio, el PSC, ofreciendo a CIU y sus socios proindependentistas de Cataluña una hipotética reforma constitucional que no están en condiciones de acordar sin el concurso y acuerdo de otras fuerzas políticas. Entre ellas, el PP. Y viceversa, por supuesto. Tiene toda la razón el dibujante Peridis en tomárselo a broma. Y es una lástima, porque lo que adelanta de su propuesta el PSOE parece bastante sensato y oportuno.

Mucho más interesante está el artículo del insigne profesor catalán Gabriel Tortellá, catedrático emérito de Historia de la economía en la Universidad de Alcalá de Henares, que en el diario El Mundo de hoy lunes se toma también con cierta dosis de humor lo que él denomina "una tradición catalana" que consiste en el que, de manera periódica, y aprovechando un momento de crisis en España, el líder de turno se líe la manta a la cabeza y proclame la independencia. Pintoresca costumbre, añade, que inauguró el canónigo Pau Claris, que en enero de 1641, ante la inminente caída de Barcelona en manos de las tropas del rey Felipe IV. Les aconsejo su detenida lectura porque resulta sumamente ilustrativa.

Dice el sociólogo Karl R. Popper en su clásico libro "La sociedad abierta y sus enemigos",  ya citado por mí con anterioridad, que el principio del Estado nacional, es decir, la exigencia política de que el territorio de cada Estado coincida con el territorio habitado por una nación no es, de ningún modo, tan evidente como parece resultarle a mucha gente en la actualidad. Aun en el caso de que todos supieran lo que quieren decir cuando hablan de nacionalidad, añade, no sería nada claro porque habría de aceptarse la nacionalidad como una categoría política fundamental, más importante, por ejemplo, que la religión, el nacimiento dentro de cierta región geográfica, la lealtad a una dinastía, o un credo político como la democracia (que constituye, podría decirse, el factor unificador de la políglota Suiza). Pero en tanto que la religión, el territorio o el credo político pueden determinarse con bastante claridad, continúa diciendo, nadie ha logrado explicar nunca lo que entiende por "nación" de tal modo que este concepto pueda constituir una base para la política práctica. [...] Ninguna de las teorías que sostienen que una nación se halla unida por un origen común o un idioma común o una historia común, es aceptable o aplicable en la práctica. El principio del Estado nacional no es solo inaplicable, dice, sino que nunca ha sido concebido con claridad. Es un mito, un sueño irracional, romático y utópico, un sueño de naturalismo y colectivismo tribal, concluye.

Las dos viñetas que reproduzco de la prensa de Las Palmas hacen referencia, supongo, a la pretensión de los dos grandes partidos nacionales, PP y PSOE, de buscar candidatos con tirón electoral ajenos a la propia estructura partidista, quizá por eso del refrán que dice, "cuando veas las barbas de tu vecino afeitar, pon las tuyas a remojar", por un lado, y por otro, esa frase tan aludida en política que dice que no hay peor enemigo que tus propios compañeros de partido, en este caso, de gobierno.

El tiempo, bien, gracias. Pasado por agua; y se agradece, pero el calor no baja... Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt





Viñeta publicada en la revista El Jueves, octubre 2012



Entrada 2404
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viernes, 18 de noviembre de 2011

20-N: Reflexión en víspera electoral





Como nunca opino ni discuto los resultados electorales, voy a intentar reflexionar en voz alta, en vísperas de la jornada electoral, sobre el porqué voy a dar mi voto a Rubalcaba. Intentare hacerlo de manera inteligible, como teórico político, pero también como lo haría con una amiga de confianza (o amigo; no voy a discriminar por razones de sexo pero reconozco que tengo más de las primeras que de los segundos) mientras nos tomamos un café bien cargadito. 

Voy a votar por Rubalcaba porque me merece más confianza que Rajoy;  porque ha explicado claramente qué quiere hacer y como pretende hacerlo -otra cosa es que pueda o que le dejen- pero al menos, lo ha explicado; cosa que el segundo no ha hecho.

Voy a votar por Rubalcaba porque no quiero que gane Rajoy. Y lo hago siguiendo el razonamiento del filósofo y sociólogo británico Karl Popper (1902-1994), que declaraba, con ironía sabia, que en las democracias consolidadas hay que votar "en contra de" y "no a favor de". O lo que es lo mismo, votar pensando en "quién NO quieres que gane".

Voy a votar por Rubalcaba (y no tanto por el PSOE), porque quiero que mi voto sea "útil". Es decir, que sirva para algo más que para justificarme a mí mismo mi cabreo.

Podría explayarme en los "porqués" pienso que Zapatero no se merece el descrédito y las acusaciones que se están vertiendo contra él. Evidentemente ha hecho muchas cosas mal, sobre todo a la hora de explicar sus cambios de política en materia económica de forma convincente. Pero sí creo que en materia de libertades personales y conquistas sociales ha dado pasos gigantescos que pueden perderse si hay un cambio radical de línea política. En todo caso, Zapatero ya es historia, y dejemos a la Historia que lo juzgue con justicia. 

Mi amiga me está poniendo cara de, ¡venga, tío, menos rollo...! Se lo noto, y cambio de tercio, mientras me sirvo otro café: ¡sin azucar, por favor!, le pido; por la glucosa alta...

No me gusta el sistema electoral proporcional, continúo. Al menos, el que se aplica en España. Prefiero el mayoritario de distrito uninominal: un distrito, un diputado. Así sabré siempre "a quién he votado" y "quién me representa" en el parlamento. La función de un parlamento es la de representar opiniones, no intereses. Y la de crear gobiernos (en los sistemas parlamentarios; el nuestro lo es) y controlarlos (en cualquiera, parlamentario o presidencial).

Decía que en el parlamento se representan opiniones, no intereses, ni territorios. Para representar intereses ya están los grupos sociales, los partidos políticos, los sindicatos, las asociaciones empresariales, las ONG, etc., etc., etc. Y para representar los territorios "debería" estar un SENADO, absolutamente distinto del actual. 

Pero, ¿qué sistema es mejor para designar a nuestros representantes? Para mi, como dije anteriormente, aquel que me permita votar por "el candidato" que yo deseo, y que me permita dirigirme a él, como elector y como ciudadano para que lleve mi voz (la mía, tan respetable como la del presidente del Banco de España o la de mi vecino de enfrente) al parlamento; y exigirle responsabilidades por lo que diga o haga en mi nombre. Y que conste que no estoy poniendo en tela de juicio, la no sujeción de los parlamentarios a disciplina de voto o mandato imperativo alguno, ni tan siquiera al mio.

Podría aceptar para elegir el parlamento español un sistema electoral proporcional puro semejante al que se aplica en las elecciones al parlamento europeo: es decir, un distrito electoral único que abarcara todo el país, con listas electorales cerradas, pero no bloqueadas, siempre que, el candidato a presidente del gobierno se eligiera por la ciudadanía en una elección particular personalizada, y cuya designación no dependiera de los resultados de la elección y constitución del parlamento (lo hace así Israel), pero entonces ya estaríamos en un sistema presidencial, no en uno parlamentario, en el que el gobierno no dependería de una mayoría parlamentaria, ni el parlamento podría ser disuelto por el gobierno. Ante eso, me quedo con el sistema parlamentario, sin dudarlo.

Podría aceptar un sistema electoral proporcional puro, sin límites ni barreras mínimas de acceso al parlamento, siempre que se dieran dos condiciones: primera, que en una lista cerrada, del partido de su elección, el elector pudiera determinar y establecer libremente el orden de preferencia de los candidatos de la misma; y segunda, que el distrito electoral estuviera configurado, como mínimo, por la comunidad o ciudad autónoma; en ningún caso, por la provincia. 
   
Sobre el Senado, pienso, como casi todos los españoles, que en su configuración actual no responde, ni por asomo, a la función que le corresponde constitucionalmente: representar los territorios autónomos que conforman la nación española. A mi juicio, la manera idónea de representar a las comunidades y ciudades autónomas en el Senado sería la de hacerlo a través de sus gobiernos respectivos, implicándolos así directamente en la gobernabilidad del Estado conjuntamente con el Congreso de los Diputados, pero con funciones diferentes de las de éste último, establecidas y tasadas constitucionalmente, y con un voto ponderado distinto para cada comunidad o ciudad autónoma en la proporción que se convenga. Como ejemplo de lo que comento podría aducir la Cámara Alta del parlamento alemán, o el sistema de funcionamiento del Consejo de la Unión Europea.

A estas alturas, mi amiga me sirve un tercer café y aprovecho para callarme... Me mira con cariño, y me pregunta que pienso que pasará a partir del próximo domingo. Y para eso, le confieso, no tengo respuesta... 

Esta entrada está dedicada especialmente a mis amigas Ana Castelo, Jesús Granados, María Françesca Fernández y María Isabel Amaya. Y por supuesto, a todos los españoles de buena voluntad, que estoy convencido, son mayoría.

El vídeo que acompaña la entrada es una conferencia pronunciada por el sociólogo y profesor Manuel Castells sobre el sistema electoral español. La introducción está en catalán pero la conferencia de Castells en castellano.

Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt




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jueves, 20 de mayo de 2010

La democracia, según Popper



El filósofo Karl Popper





Sobre Karl Popper (1902-1994), filósofo y sociólogo político británico de origen austríaco, he escrito en ocasiones anteriores en este blog. Especialmente de una de sus obras principales: "La sociedad abierta y sus enemigos" (Paidós, Barcelona, 2006). Escrita en 1945 durante su forzado exilio en Nueva Zelanda, trata en ella, como más tarde lo hará la también filósofa y teórica de la política norteamericana de origen alemán, Hannah Arendt, sobre los orígenes de los totalitarismos que asolaron el siglo XX: especialmente el comunismo y el nacional-socialismo.

Para el profesor José Sánchez-Alarcos, comentarista de la obra de Popper, la tesis central de "La  sociedad abierta y sus enemigos" es la de que el origen de los totalitarismos radica en la superstición de ciertas ideologías que parten de dos falsedades relacionadas: primero, que la historia se mueve en una dirección de acuerdo con leyes naturales y, segundo, que ellos, los ideólogos, conocen esa dirección. A partir de esas certezas, basadas en el determinismo histórico, se construye la utopía: dotados de esa tremenda información, se edifica un mundo maravilloso en el que los seres humanos serán felices porque el modelo de sociedad se adapta milimétricamente al sentido natural de la historia. Obviamente, quien se oponga a la construcción de esa sociedad perfecta, una sociedad cerrada que remite a la tribu, puede ser considerado un canalla y debe ser extirpado invocando razones morales, como ha sucedido en todos los Estados totalitarios.

Enemigo declarado de las utopías políticas, y por ende, de las ideas expuestas en la "República", de Platón, primer gran modelo utópico de Occidente cuya influencia, dice el profesor Sánchez-Alarcos, aún perdura, Popper manifiesta su certeza de que la salvaguarda de la libertad y del progreso están precisamente en sociedades abiertas en las que las personas deciden con sus acciones el curso de la historia, porque ni hay sociedades perfectas ni, por lo tanto, un camino ideal para alcanzar lo que solo existe en la imaginación de unos pensadores trasnochados.

De Popper escribía también hace unos días en el diario La Vanguardia, el periodista y columnista político Luís Foix, en un interesante artículo que reproduzco más adelante, titulado "Hereu se despeña". Comentaba en él el estruendoso fracaso de la consulta popular promovida por el consistorio barcelonés llamando a los ciudadanos a decidir sobre las posibles opciones para remodelar la Vía Diagonal de la capital catalana, y concluía su artículo, en el que augura el fín de la hegemonía socialista en el Ayuntamiento de Barcelona a causa del patinazo político de su alcalde, con una cita de Popper que dice que "la democracia no consiste en designar gobiernos sino en echarlos".

No puedo estar sino en completo acuerdo con Foix, y por supuesto con Popper, de quien recuerdo otra frase de la que no puedo precisar la fuente, que venía a decir que en las sociedades democráticas consolidadas, los ciudadanos, cuando ejercen su derecho de voto, no pretenden tanto elegir a un determinado gobierno, como impedir que lleguen a él (al gobierno) otros.

Nunca discuto ni pongo en cuestión lo que votan mis conciudadanos. Me podrá gustar más, gustar menos o no gustar nada, pero es su derecho y su decisión, y eso es lo fundamental para mí, pero les aseguro que viendo y oyendo a las señoras Cospedal y Saénz de Santamaría, o a los señores Aznar, Arenas, Montoro, Trillo o Rajoy, yo tengo clarísimo por quién voy a votar, aunque sea tapándome la nariz...

He puesto en la sección de videos uno con la lectura  de la famosa alegoría de "la caverna", incluida  en La República, de Platón. Espero que les resulte interesante. Sean felices. Tamaragua, amigos. HArendt







Portada de "La Sociedad abierta y sus enemigos"







"HEREU SE DESPEÑA", por Lluís Foix
Blog "El día después" - La Vanguardia, 16/05/2010

Desde que Obama ganara las elecciones en noviembre de 2008, las urnas van tumbando a gobiernos nacionales, autonómicos y locales. No recuerdo un caso de elecciones ganadas por partidos que estaban en el gobierno desde que la crisis económica sembró la inquietud y el temor en todo el mundo.

Esta semana los laboristas han abandonado el poder en Gran Bretaña después de trece años al frente del gobierno. En Francia, el partido de Sarkozy ha recibido castigos en las regionales que las ha ganado el partido socialista. Los italianos dieron la victoria a la alianza de Berlusconi pero fueron los de la Lega Norte los que ganaron en las principales regiones del norte, tradicionalmente feudos de la izquierda

Se avecinan cambios en Holanda, en Hungría ha aparecido la derecha extrema tras diez años de socialdemocracia. La señora Merkel ha perdido en el land de Renania Westalia del Norte, el land más poblado de Alemania. La crisis va expulsando a los gobiernos que no han podido ni han sabido dar respuestas a las preocupaciones más inmediatas de los ciudadanos.

Una convulsión económica como la que está recorriendo el mundo libre tiene consecuencias políticas inevitables. Ocurrió en los años treinta del siglo pasado y se repitió en la crisis de los años noventa.

En estas, se le ocurre al alcalde Hereu convocar una consulta sobre las distintas opciones para remodelar la Diagonal de Barcelona. Ha sido un fiasco. Ni siquiera el 13 por ciento de los barceloneses se han molestado en votar, a pesar de las posibilidades de emitir el voto por Internet. De los que han votado, casi un 80 por ciento se han pronunciado por la opción no aconsejada por el ayuntamiento de Hereu. Ha rodado la primera cabeza política, la de su brazo derecho y responsable de la consulta, en espera de que la consulta cause una crisis política en el consistorio barcelonés.

No entiendo cómo el alcalde Hereu haya podido leer tan malamente los signos de los tiempos y de la historia. No sé si se puede aplicar aquella sentencia de Talleyrand, el incombustible sobreviviente de la Revolución Francesa, cuando dijo que "es peor que un crimen, es un error". ¿Cómo no se ocurrió a Hereu que los barceloneses tenemos prioridades más perentorias que el futuro diseño de la Diagonal?

Todos los gobiernos, desde Felipe II hasta George Bush, han sabido lo que no se debía hacer y, sin embargo, lo hicieron. Fueron arrastrados por la "ingratitud" que se apodera de los pueblos cuando no están de buen humor y desconfían de sus gobernantes. Hereu ha perdido algo más importante que una consulta popular. Puede haber perdido la alcaldía que ha estado en manos de los socialistas desde hace más de treinta años. Popper decía que la democracia no consiste en designar gobiernos sino en echarlos.






El periodista Lluís Foix







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Entrada núm. 1305
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