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miércoles, 29 de mayo de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] El opio del pueblo






A las nueve menos cuarto de una mañana de mediados de mayo de 2008 he dejado a mi hija en su trabajo, en la ciudad de Telde, y espero leyendo el periódico en el aparcamiento de ALCAMPO a que abra el comercio para hacer unas compras. A las nueve en punto escucho en el boletín de noticias de la SER los gritos de algunas personas llamando traidores a Rajoy y Gallardón y pidiéndoles que se marchen del PP... Unos momentos antes he leído dos artículos en El País: "Identidad", de la escritora Elvira Lindo, y "El Dos de Mayo y la nación", del insigne catedrático emérito de Historia Económica de la Universidad de Alcalá, Gabriel Tortella. Con esos mimbres, no me cuesta mucho hilvanar la digresión de este día...

Creo que fue en el prólogo de su "Crítica a la Filosofía del Derecho", de G.W.F. Hegel, donde Karl Marx deslizó esa frase suya, que ha hecho fortuna, acusando a la religión de ser "el opio del pueblo". Aunque descreído total, no me atrevería yo a tanto. Sí, en cambio, a estas alturas del siglo XXI, cada vez estoy más convencido que el "opio del pueblo" de esta época que nos ha tocado vivir es algo muy parecido a lo que hoy representa el nacionalismo; de cualquier tipo. O lo que es lo mismo, todo aquello que ponga la patria, la nación, el estado o el partido por encima de las personas y los ciudadanos, añado yo para no confundir.

Hay una frase en el artículo de Elvira Lindo que suscribo plenamente, la que dice que "los furiosos defensores de lo identitario sostienen que sólo aquellos que aman a su país más que a sí mismos pueden opinar sobre estos asuntos. Los demás, los que no tenemos esa tendencia romántica (el nacionalismo, la identidad racial o lingüística o de patria, esto es mío), estamos deslegitimados." Para aclararnos, Elvira Lindo está criticando el análisis del presidente del gobierno vasco, Juan José Ibarretxe, cuando dice lamentarse "del terrible daño que hacen los terroristas con cada acto criminal a aquellos que desean profundizar en la identidad vasca". Es decir, que para él, el asunto principal es la identidad vasca (o catalana, o canaria, o española); y el muerto es lo anecdótico...

El artículo del profesor Tortella analiza el proceso de formación del nacionalismo español a partir de las efemérides de la Guerra de Independencia, cuyo bicentenario estamos conmemorando. Comparto con él que "una nación es algo convencional cuya existencia debe obedecer a consideraciones racionales". No sé si eso quiere decir lo mismo que ese "patriotismo constitucional" al que apelaba en su primera investidura el presidente José Luis Rodríguez Zapatero, tomándolo prestado del concepto de "republicanismo cívico" elaborado por Philip Pettit. Pero si no lo es, se le parece bastante.

Dice el profesor Tortella que para los revolucionarios americanos (1776) y los franceses (1789) el concepto "nación" no tenía connotaciones identitarias y mucho menos territoriales. "Nación", para ellos, significaba lo que hoy identificamos como "democracia, pueblo o ciudadanía".

Lo mismo pensaban los españoles que redactaron y aprobaron en 1812 la Constitución de Cádiz, al decir en su artículo primero: "La Nación española es la reunión de los españoles de ambos hemisferios". Y con ello la hacían entrar por la puerta grande en la modernidad y la convertían por vez primera en sujeto de la Historia. Luego vendrían tiempos peores, pero esa es otra historia...




Elvira Lindo


Un hombre, Juan Manuel Piñuel, muere asesinado por una bomba de ETA, comienza diciendo la escritora Elvira Lindo, y otro hombre, Juan José Ibarretxe, la máxima autoridad política de la tierra en que este hombre pierde la vida, analiza el asesinato lamentándose del terrible daño que hacen los terroristas con cada acto criminal a aquellos que desean profundizar en la identidad vasca. Leo semejante análisis en Internet, desde este otro país en el que vivo, y esas palabras se me representan como lo que son, una expresión impúdica de inhumanidad. Los furiosos defensores de lo identitario sostienen que sólo aquellos que aman a su país más que a sí mismos pueden opinar sobre estos asuntos. Los demás, los que no tenemos esa tendencia romántica, estamos deslegitimados. Mentira. No hay nada más sano que alejarse para contemplar el nubarrón de tufo ideológico. Conviene irse a Málaga, por ejemplo, la ciudad a la que llegó el cadáver del guardia civil que trabajaba duro en otra tierra para volver a esta suya algún día; conviene leer la frase, por ejemplo, en el barrio de El Palo para darse cuenta de lo que significa que un responsable político analice una muerte en relación a la pérdida o ganancia que supone para su maldito proyecto. Conviene mirar la frase desde lejos, analizarla sin que esté adornada por todos los delirios locales. La frase sola, en crudo. A ver quién es capaz de digerirla. Pero nos puede la costumbre. La frase es una de tantas. El muerto, un guardia civil. No es ese atentado contra el político o el periodista que saca a un pueblo entero a la calle. Cierto es que, como dijo el otro día el guardia civil Leoncio Sanz, del desamparo que sufrieron antaño a los funerales de ahora hay un trecho. Pero aún queda un largo camino. Queda que el pueblo que rodea al lehendakari le afee su frase, que le deje claro que la única identidad sagrada es la de la vida. (El País, 21/5/2008).




Gabriel Tortella


Con sentimientos encontrados, dice por su parte el historiador Gabriel Tortella, se está celebrando el segundo centenario del Dos de Mayo; los sentimientos son encontrados porque mientras los que lo celebran en general lo hacen atribuyéndole el origen del sentimiento nacional español, otros no lo celebran precisamente por esa razón: porque les parece que el nacionalismo español no es digno de encomio sino de execración. A las personas que, como yo, que creen que una nación es algo convencional cuya existencia debe obedecer a consideraciones racionales, tales celebraciones les parecerán deseables si estiman conveniente la existencia de tal nación. Conversamente, a las que no les parece conveniente no compartirán el júbilo de tales conmemoraciones.

En mi modesta opinión, los españoles que no se sienten tales y que quieren demoler o trocear el país son como los pasajeros de un barco que quisieran desguazar la nave en plena travesía y construirse ellos otra a su gusto con los materiales del desguace y con total indiferencia acerca de la suerte de sus compañeros de travesía, alegando con insuperable frivolidad que "no se sienten cómodos" en el navío que los transporta. Y los que los dejan hacer para no ser llamados centralistas, o para no herir susceptibilidades, se me antojan dignos tripulantes de "la nave de los locos".

Todo ello no es óbice para que en ocasiones las manifestaciones que se hacen sobre la nación española y el Dos de Mayo me parezcan desorbitadas y algo pueblerinas. A menudo se habla y se escribe como si el único nacionalismo que hubiera aparecido sobre la faz de la Tierra a principios del siglo XIX fuera el español. En realidad se trata de un fenómeno universal, o casi. El término "nación" es utilizado por los revolucionarios franceses en un sentido muy diferente del que hoy se le concede: los revolucionarios contrastan "la nación" como conjunto de ciudadanos libres e iguales frente a la monarquía del Antiguo Régimen cuyos componentes eran súbditos no libres, sino sometidos a la voluntad de un monarca. El término "nación" de los revolucionarios franceses se asimilaba más al actual de "democracia" o de "ciudadanía" o de "pueblo" en el sentido de la Constitución de Estados Unidos (We, the People) que a la acepción tribal o comarcal, cuando no racista, que adquirió más tarde y que casi siempre tiene ahora.

Lo original del Dos de Mayo español y del alzamiento en armas que siguió fue que se luchó contra el invasor francés haciendo uso de los conceptos y la retórica que la Revolución Francesa había alumbrado. Cierto es que en el alzamiento hubo diferentes idearios, y que en unos dominó la xenofobia, el apego a la monarquía y la religión tradicional, mientras que para otros la nación española significaba un país moderno y constitucional de ciudadanos libres e iguales. Pero contradicciones hubo en todas partes: los propios franceses eran una mezcla de súbditos imperiales y republicanos jacobinos, y muchos de los que vitoreaban al Emperador poco después aceptaron de buen grado ser siervos de la monarquía restaurada. Lo mismo ocurrió en toda Europa: la simpatía hacia el igualitarismo y la libertad proclamados por la revolución se mezclaban con el odio al invasor y al héroe tornado déspota: recordemos que Beethoven dudó si dedicar o no su Sinfonía Heroica a Napoleón.

El Estado-nación es producto de la gran revolución moderna que se inicia en Holanda e Inglaterra en el siglo XVII y que se generaliza un siglo más tarde con la independencia de Estados Unidos y la Revolución Francesa, que, en realidad, es una Revolución Europea. Todo esto ya lo establecieron hace medio siglo Louis Gottschalk y Jacques Godechot, entre otros. Lo interesante del caso español no me parece ser su pugna por ser una nación moderna en el siglo XIX. Eso les ocurre a todas, empezando por Francia, e incluyendo a las anglosajonas, donde también hay una larga y compleja pugna por la modernidad.

La originalidad española estriba en que, siendo un país atrasado económica e intelectualmente a comienzos del siglo XIX, lucha con una gallardía extraordinaria por preservar su identidad a la vez que se esfuerza por adoptar y adaptar lo mejor del programa revolucionario: el parlamentarismo, la Constitución, la soberanía popular, las libertades básicas. Lo que España logra en ausencia de Fernando VII y en nombre de ese "rey felón" es algo que se antoja muy por encima de sus flacas fuerzas económicas, sociales y militares: combatir a la potencia hegemónica con sus mismas armas intelectuales y políticas. Que la hazaña estaba por encima de su fuerza real lo prueba la dificultad con la que a lo largo del siglo XIX se alcanzó el ideal político de las Cortes de Cádiz, el continuo tejer y destejer constitucional y la propensión al golpe de Estado. La lentitud del progreso económico llevó consigo el estancamiento social y político.

La paradoja absurda es que hoy, alcanzada la madurez social y económica, contemplemos con indiferencia cómo se intenta derrocar piedra a piedra un edificio tan trabajosamente construido.
(El País, 21/05/08)







Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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Publicada originariamente el 21/5/2008
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jueves, 8 de febrero de 2018

[A VUELAPLUMA] ¿Cuándo se jodió España?





La tragicomedia de los independentistas catalanes ha despertado de un largo letargo a la opinión pública española; esto es evidente para cualquier observador mínimamente informado y perspicaz, comenta en El Mundo el profesor Gabriel Tortella, economista e historiador español, especialista en historia económica de la Edad Contemporánea, buscando una respuesta a esa pregunta, nada retórica, sobre "cuando se jodió España".

No han sido sólo los acontecimientos en Cataluña: las manifestaciones masivas contra la declaración de independencia, la exhibición de banderas españolas, y, sobre todo, la victoria inapelable de Ciutadans en las últimas elecciones catalanas, demostrando una vez más que la mayoría de los votantes no apoya la independencia, comienza diciendo. Están también las manifestaciones en otras capitales, en especial Madrid, la profusión de banderas españolas en los balcones de todo el país, y la subida de Ciudadanos/Ciutadans en todas las encuestas nacionales. Igualmente hay otros signos menores, como el alza súbita del sentimiento que podríamos llamar españolista y del interés por los libros que tratan de temas relacionados. 

Hace unos días asistí a una interesantísima conferencia relacionada con esta efervescencia del españolismo. Pese a su claro tono académico, el acto, bajo el lema Hispanofobia y con tres ponentes tan distinguidos como Ricardo García Cárcel, Stanley Payne, y Elvira Roca Barea, autores de libros recientes sobre la Leyenda Negra, y temas afines, llenó con creces una gran sala-auditorio con un público apasionado, que aplaudió con delirio las presentaciones del moderador Hermann Tertsch, cada una de las ponencias, e incluso las preguntas del público y las respuestas de los ponentes en el coloquio que siguió. Puede imaginarse que, aunque el tema general fuera histórico, la actual situación política planeaba en el ambiente, lo que se traslució en la mayor parte de las preguntas del público. 

El tenor de las ponencias fue el de reivindicar la historia de España frente a las tergiversaciones y medias verdades de la Leyenda Negra y, sobre todo, frente a la interiorización de los ataques exteriores por buena parte de la opinión española, especialmente la de izquierdas. Una de las conclusiones de los ponentes fue que el problema actual no era tanto la Leyenda Negra, ya en gran parte agua pasada, ni la opinión extranjera, hoy bastante objetiva, sino los resabios de la Leyenda Negra que habían hecho mucha mella en la España presente, en el derrotismo histórico de una parte importante de la opinión española actual. En esto me encontré bastante acuerdo con los ponentes.Sin embargo, una pregunta picó especialmente mi interés, y fue la de un asistente que, parafraseando la conocida frase de Vargas Llosa en Conversación en la catedral, hizo la pregunta contenida en el título de este artículo. La respuesta de los ponentes, articulada por el más joven y optimista de ellos, fue, en esencia, que "nunca se jodió España", que toda la historia de España había sido un éxito. El aplauso que siguió fue quizá el más clamoroso de todos. Yo, sin embargo, me quedé pensativo. ¿Era cierto esto? ¿No estábamos pasando de un ominoso pesimismo a un alarmante triunfalismo? Confieso que me quedé sorprendido por mis propias dudas y quizá por eso no intervine.

Volví a casa meditabundo. Lo cierto es que la historia de la España moderna muestra uno de los más espectaculares fracasos que haya sufrido una gran potencia, que pasó de ser hegemónica en el siglo XVI a sufrir una cadena de derrotas y calamidades que la desmembraron y la redujeron a un papel secundario en menos de un siglo. La pérdida de los Países Bajos, de Portugal y todo su imperio, la rebelión de Cataluña, las derrotas ante Francia que, a partir de Rocroi (1643), nos humilló e invadió repetidamente durante gran parte del XVII, las pestes y despoblaciones que asolaron el país desde finales del siglo XVI, los terribles desarreglos monetarios, las bancarrotas y el empobrecimiento general, el pesimismo general del siglo del Quijote y de Quevedo ("Miré los muros de la patria mía...") constituyen síntomas de lo que los historiadores han convertido en un tema clásico de la historiografía: la decadencia de España. 

El país se repuso luego parcial y lentamente, aunque sufrió más desmembramientos tras la Guerra de Sucesión, pero nunca volvió a ser potencia hegemónica, situándose desde entonces en un segundo o tercer plano. Hoy es un país adelantado, pero entre estos ocupa un discreto papel secundario. Es pertinente preguntarse qué le pasó a España para desplomarse tan súbitamente en menos de un siglo, y esa es la pregunta que se hacía aquel oyente el otro día y que todo historiador serio, e incluso cualquier persona reflexiva, debe hacerse. No se puede negar la evidencia: el declive de España en el siglo XVII fue fulminante. Esto debe tener una explicación. Y, a mi entender, la tiene.

La decadencia de España se debe a una conjunción de errores políticos y de problemas geográficos. La geografía española, mejor dotada para el pastoreo que para la agricultura, con una baja densidad de población, producía grandes soldados, pero ejércitos poco numerosos. Francia, más poblada, nos superaba numéricamente en el campo de batalla, y esto quedó ya claro en Rocroi. Algunos errores políticos fueron claros e identificables: es evidente que la Inquisición y la Contrarreforma asfixiaron el pensamiento filosófico y científico y esta lacra persistió largamente. Y hay tres errores graves de Felipe II que tuvieron muy hondas repercusiones: la ejecución de los condes de Egmont y Horn, la pretendida invasión de Inglaterra por medio de la llamada Armada Invencible, y las tres bancarrotas de su reinado (1557, 1575, 1596). La ejecución de Egmont y Horn zanjó definitivamente la posibilidad de una solución transaccional en los Países Bajos y dio paso a la Guerra de los 80 años que arruinó a España, inició su desmembramiento, y puso al descubierto todas sus debilidades, además de confirmar a los ojos de la opinión mundial la imagen de intransigencia y fanatismo inquisitorial, sambenito que aún hoy muchos siguen colgando a España. El intento de invadir Inglaterra por medio de una expedición naval mal concebida, peor organizada y aún peor ejecutada fue un error militar y político garrafal, que convenció a muchos de que España era ya una potencia en declive, además de arruinar las finanzas de la Corona, esquilmar al país y encaminarle hacia la tercera bancarrota, ya en los últimos años del rey. Por último, las repetidas bancarrotas que jalonaron el reinado del monarca prudente terminaron con la banca española, afectaron gravemente al comercio, debilitaron la economía, y fueron el prólogo a los descalabros económicos, políticos y militares que caracterizaron a la siguiente centuria.

Todo este cúmulo de errores tuvo efectos muy duraderos. Aunque hubiera un breve respiro a finales de siglo, y aunque bajo los primeros Borbones se dieran claras mejoras en todos estos campos, los problemas de descapitalización humana y física persistieron y aún en parte persisten hoy día. Y los problemas de cohesión nacional también persisten como bien sabemos todos y lamentamos la gran mayoría. Durante el Siglo de Oro, el cenit de la historia de España, como le llamó Jordi Nadal, se cometieron graves errores que resonarían después durante siglos. Debemos admitir que algunas alegaciones de la Leyenda Negra tuvieron cierto fundamento. Y precisamente porque parte de los errores que tanto daño hicieron aún subsisten, el triunfalismo sin matices sólo sirve para que los problemas perduren. Esa falta de cohesión, de espíritu nacional, ese derrotismo que los ponentes en aquella reunión tan justamente lamentaban, se deben en gran parte a que las causas de la decadencia de España no han sido suficientemente debatidas y dilucidadas entre nosotros. Si el derrotismo es malo, el triunfalismo lo es igualmente.



Dibujo de Sean Mackaoui para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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lunes, 10 de agosto de 2015

[Humor & Digresión] De nuevo sobre el nacionalismo



Peridis (El País, 10/8/2015)


Morgan (Canarias7, 10/8/2015)



Montecruz (La Provincia, 10/8/2015)



Pienso que se equivocan el PSOE y su socio, el PSC, ofreciendo a CIU y sus socios proindependentistas de Cataluña una hipotética reforma constitucional que no están en condiciones de acordar sin el concurso y acuerdo de otras fuerzas políticas. Entre ellas, el PP. Y viceversa, por supuesto. Tiene toda la razón el dibujante Peridis en tomárselo a broma. Y es una lástima, porque lo que adelanta de su propuesta el PSOE parece bastante sensato y oportuno.

Mucho más interesante está el artículo del insigne profesor catalán Gabriel Tortellá, catedrático emérito de Historia de la economía en la Universidad de Alcalá de Henares, que en el diario El Mundo de hoy lunes se toma también con cierta dosis de humor lo que él denomina "una tradición catalana" que consiste en el que, de manera periódica, y aprovechando un momento de crisis en España, el líder de turno se líe la manta a la cabeza y proclame la independencia. Pintoresca costumbre, añade, que inauguró el canónigo Pau Claris, que en enero de 1641, ante la inminente caída de Barcelona en manos de las tropas del rey Felipe IV. Les aconsejo su detenida lectura porque resulta sumamente ilustrativa.

Dice el sociólogo Karl R. Popper en su clásico libro "La sociedad abierta y sus enemigos",  ya citado por mí con anterioridad, que el principio del Estado nacional, es decir, la exigencia política de que el territorio de cada Estado coincida con el territorio habitado por una nación no es, de ningún modo, tan evidente como parece resultarle a mucha gente en la actualidad. Aun en el caso de que todos supieran lo que quieren decir cuando hablan de nacionalidad, añade, no sería nada claro porque habría de aceptarse la nacionalidad como una categoría política fundamental, más importante, por ejemplo, que la religión, el nacimiento dentro de cierta región geográfica, la lealtad a una dinastía, o un credo político como la democracia (que constituye, podría decirse, el factor unificador de la políglota Suiza). Pero en tanto que la religión, el territorio o el credo político pueden determinarse con bastante claridad, continúa diciendo, nadie ha logrado explicar nunca lo que entiende por "nación" de tal modo que este concepto pueda constituir una base para la política práctica. [...] Ninguna de las teorías que sostienen que una nación se halla unida por un origen común o un idioma común o una historia común, es aceptable o aplicable en la práctica. El principio del Estado nacional no es solo inaplicable, dice, sino que nunca ha sido concebido con claridad. Es un mito, un sueño irracional, romático y utópico, un sueño de naturalismo y colectivismo tribal, concluye.

Las dos viñetas que reproduzco de la prensa de Las Palmas hacen referencia, supongo, a la pretensión de los dos grandes partidos nacionales, PP y PSOE, de buscar candidatos con tirón electoral ajenos a la propia estructura partidista, quizá por eso del refrán que dice, "cuando veas las barbas de tu vecino afeitar, pon las tuyas a remojar", por un lado, y por otro, esa frase tan aludida en política que dice que no hay peor enemigo que tus propios compañeros de partido, en este caso, de gobierno.

El tiempo, bien, gracias. Pasado por agua; y se agradece, pero el calor no baja... Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt





Viñeta publicada en la revista El Jueves, octubre 2012



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miércoles, 12 de noviembre de 2014

¿Cataluña contra España o España contra Cataluña?: Al final vamos a perder todos...



Manifestación independentista en Cataluña


Hace unos días una buena amiga catalana me reprochaba de buenas maneras mi actitud contraria a una posible independencia de Cataluña de España. Tras manifestarle mi profundo y sincero respeto por todos los catalanes: por los que se sienten y solo quieren ser catalanes y por los que se sienten y quieren seguir siendo catalanes y españoles, no me quedó más remedio que expresarle mi opinión de que la democracia no consiste en hacer cada uno lo que le da la gana cuando le da la gana, sino en respetar a rajatabla las reglas de juego comunes, es decir, la Constitución. Y si esas normas no gustan, no sirven, no funcionan, las cambiamos todos los españoles, no solo una parte de los españoles.

El documentado y denso estudio del profesor Gabriel Tortellá, catedrático emérito de historia de las instituciones económicas de la universidad de Alcala, titulado "Los costes de la separación de Cataluña. Los divorcios son caros", publicado hace solo unas horas en Revista de Libros, no va a convencer a nadie que ya esté convencido de la validez de su propio criterio, pero pienso que merece la pena leerlo con atención, y después, allá cada cual con sus conclusiones.

En todo caso, sería deseable por el bien de catalanes y españoles, un máximo de cordura y un mucho de sangre fría ante tanto incompetente e incendiario a uno y otro lado del Ebro para que no acabe este convertido en barricada.

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt



Rajoy y Mas: ¿Un diálogo de sordos?



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