A las nueve menos cuarto de una mañana de mediados de mayo de 2008 he dejado a mi hija en su trabajo, en la ciudad de Telde, y espero leyendo el periódico en el aparcamiento de ALCAMPO a que abra el comercio para hacer unas compras. A las nueve en punto escucho en el boletín de noticias de la SER los gritos de algunas personas llamando traidores a Rajoy y Gallardón y pidiéndoles que se marchen del PP... Unos momentos antes he leído dos artículos en El País: "Identidad", de la escritora Elvira Lindo, y "El Dos de Mayo y la nación", del insigne catedrático emérito de Historia Económica de la Universidad de Alcalá, Gabriel Tortella. Con esos mimbres, no me cuesta mucho hilvanar la digresión de este día...
Creo que fue en el prólogo de su "Crítica a la Filosofía del Derecho", de G.W.F. Hegel, donde Karl Marx deslizó esa frase suya, que ha hecho fortuna, acusando a la religión de ser "el opio del pueblo". Aunque descreído total, no me atrevería yo a tanto. Sí, en cambio, a estas alturas del siglo XXI, cada vez estoy más convencido que el "opio del pueblo" de esta época que nos ha tocado vivir es algo muy parecido a lo que hoy representa el nacionalismo; de cualquier tipo. O lo que es lo mismo, todo aquello que ponga la patria, la nación, el estado o el partido por encima de las personas y los ciudadanos, añado yo para no confundir.
Hay una frase en el artículo de Elvira Lindo que suscribo plenamente, la que dice que "los furiosos defensores de lo identitario sostienen que sólo aquellos que aman a su país más que a sí mismos pueden opinar sobre estos asuntos. Los demás, los que no tenemos esa tendencia romántica (el nacionalismo, la identidad racial o lingüística o de patria, esto es mío), estamos deslegitimados." Para aclararnos, Elvira Lindo está criticando el análisis del presidente del gobierno vasco, Juan José Ibarretxe, cuando dice lamentarse "del terrible daño que hacen los terroristas con cada acto criminal a aquellos que desean profundizar en la identidad vasca". Es decir, que para él, el asunto principal es la identidad vasca (o catalana, o canaria, o española); y el muerto es lo anecdótico...
El artículo del profesor Tortella analiza el proceso de formación del nacionalismo español a partir de las efemérides de la Guerra de Independencia, cuyo bicentenario estamos conmemorando. Comparto con él que "una nación es algo convencional cuya existencia debe obedecer a consideraciones racionales". No sé si eso quiere decir lo mismo que ese "patriotismo constitucional" al que apelaba en su primera investidura el presidente José Luis Rodríguez Zapatero, tomándolo prestado del concepto de "republicanismo cívico" elaborado por Philip Pettit. Pero si no lo es, se le parece bastante.
Dice el profesor Tortella que para los revolucionarios americanos (1776) y los franceses (1789) el concepto "nación" no tenía connotaciones identitarias y mucho menos territoriales. "Nación", para ellos, significaba lo que hoy identificamos como "democracia, pueblo o ciudadanía".
Lo mismo pensaban los españoles que redactaron y aprobaron en 1812 la Constitución de Cádiz, al decir en su artículo primero: "La Nación española es la reunión de los españoles de ambos hemisferios". Y con ello la hacían entrar por la puerta grande en la modernidad y la convertían por vez primera en sujeto de la Historia. Luego vendrían tiempos peores, pero esa es otra historia...
Elvira Lindo
Un hombre, Juan Manuel Piñuel, muere asesinado por una bomba de ETA, comienza diciendo la escritora Elvira Lindo, y otro hombre, Juan José Ibarretxe, la máxima autoridad política de la tierra en que este hombre pierde la vida, analiza el asesinato lamentándose del terrible daño que hacen los terroristas con cada acto criminal a aquellos que desean profundizar en la identidad vasca. Leo semejante análisis en Internet, desde este otro país en el que vivo, y esas palabras se me representan como lo que son, una expresión impúdica de inhumanidad. Los furiosos defensores de lo identitario sostienen que sólo aquellos que aman a su país más que a sí mismos pueden opinar sobre estos asuntos. Los demás, los que no tenemos esa tendencia romántica, estamos deslegitimados. Mentira. No hay nada más sano que alejarse para contemplar el nubarrón de tufo ideológico. Conviene irse a Málaga, por ejemplo, la ciudad a la que llegó el cadáver del guardia civil que trabajaba duro en otra tierra para volver a esta suya algún día; conviene leer la frase, por ejemplo, en el barrio de El Palo para darse cuenta de lo que significa que un responsable político analice una muerte en relación a la pérdida o ganancia que supone para su maldito proyecto. Conviene mirar la frase desde lejos, analizarla sin que esté adornada por todos los delirios locales. La frase sola, en crudo. A ver quién es capaz de digerirla. Pero nos puede la costumbre. La frase es una de tantas. El muerto, un guardia civil. No es ese atentado contra el político o el periodista que saca a un pueblo entero a la calle. Cierto es que, como dijo el otro día el guardia civil Leoncio Sanz, del desamparo que sufrieron antaño a los funerales de ahora hay un trecho. Pero aún queda un largo camino. Queda que el pueblo que rodea al lehendakari le afee su frase, que le deje claro que la única identidad sagrada es la de la vida. (El País, 21/5/2008).
Con sentimientos encontrados, dice por su parte el historiador Gabriel Tortella, se está celebrando el segundo centenario del Dos de Mayo; los sentimientos son encontrados porque mientras los que lo celebran en general lo hacen atribuyéndole el origen del sentimiento nacional español, otros no lo celebran precisamente por esa razón: porque les parece que el nacionalismo español no es digno de encomio sino de execración. A las personas que, como yo, que creen que una nación es algo convencional cuya existencia debe obedecer a consideraciones racionales, tales celebraciones les parecerán deseables si estiman conveniente la existencia de tal nación. Conversamente, a las que no les parece conveniente no compartirán el júbilo de tales conmemoraciones.
En mi modesta opinión, los españoles que no se sienten tales y que quieren demoler o trocear el país son como los pasajeros de un barco que quisieran desguazar la nave en plena travesía y construirse ellos otra a su gusto con los materiales del desguace y con total indiferencia acerca de la suerte de sus compañeros de travesía, alegando con insuperable frivolidad que "no se sienten cómodos" en el navío que los transporta. Y los que los dejan hacer para no ser llamados centralistas, o para no herir susceptibilidades, se me antojan dignos tripulantes de "la nave de los locos".
Todo ello no es óbice para que en ocasiones las manifestaciones que se hacen sobre la nación española y el Dos de Mayo me parezcan desorbitadas y algo pueblerinas. A menudo se habla y se escribe como si el único nacionalismo que hubiera aparecido sobre la faz de la Tierra a principios del siglo XIX fuera el español. En realidad se trata de un fenómeno universal, o casi. El término "nación" es utilizado por los revolucionarios franceses en un sentido muy diferente del que hoy se le concede: los revolucionarios contrastan "la nación" como conjunto de ciudadanos libres e iguales frente a la monarquía del Antiguo Régimen cuyos componentes eran súbditos no libres, sino sometidos a la voluntad de un monarca. El término "nación" de los revolucionarios franceses se asimilaba más al actual de "democracia" o de "ciudadanía" o de "pueblo" en el sentido de la Constitución de Estados Unidos (We, the People) que a la acepción tribal o comarcal, cuando no racista, que adquirió más tarde y que casi siempre tiene ahora.
Lo original del Dos de Mayo español y del alzamiento en armas que siguió fue que se luchó contra el invasor francés haciendo uso de los conceptos y la retórica que la Revolución Francesa había alumbrado. Cierto es que en el alzamiento hubo diferentes idearios, y que en unos dominó la xenofobia, el apego a la monarquía y la religión tradicional, mientras que para otros la nación española significaba un país moderno y constitucional de ciudadanos libres e iguales. Pero contradicciones hubo en todas partes: los propios franceses eran una mezcla de súbditos imperiales y republicanos jacobinos, y muchos de los que vitoreaban al Emperador poco después aceptaron de buen grado ser siervos de la monarquía restaurada. Lo mismo ocurrió en toda Europa: la simpatía hacia el igualitarismo y la libertad proclamados por la revolución se mezclaban con el odio al invasor y al héroe tornado déspota: recordemos que Beethoven dudó si dedicar o no su Sinfonía Heroica a Napoleón.
El Estado-nación es producto de la gran revolución moderna que se inicia en Holanda e Inglaterra en el siglo XVII y que se generaliza un siglo más tarde con la independencia de Estados Unidos y la Revolución Francesa, que, en realidad, es una Revolución Europea. Todo esto ya lo establecieron hace medio siglo Louis Gottschalk y Jacques Godechot, entre otros. Lo interesante del caso español no me parece ser su pugna por ser una nación moderna en el siglo XIX. Eso les ocurre a todas, empezando por Francia, e incluyendo a las anglosajonas, donde también hay una larga y compleja pugna por la modernidad.
La originalidad española estriba en que, siendo un país atrasado económica e intelectualmente a comienzos del siglo XIX, lucha con una gallardía extraordinaria por preservar su identidad a la vez que se esfuerza por adoptar y adaptar lo mejor del programa revolucionario: el parlamentarismo, la Constitución, la soberanía popular, las libertades básicas. Lo que España logra en ausencia de Fernando VII y en nombre de ese "rey felón" es algo que se antoja muy por encima de sus flacas fuerzas económicas, sociales y militares: combatir a la potencia hegemónica con sus mismas armas intelectuales y políticas. Que la hazaña estaba por encima de su fuerza real lo prueba la dificultad con la que a lo largo del siglo XIX se alcanzó el ideal político de las Cortes de Cádiz, el continuo tejer y destejer constitucional y la propensión al golpe de Estado. La lentitud del progreso económico llevó consigo el estancamiento social y político.
La paradoja absurda es que hoy, alcanzada la madurez social y económica, contemplemos con indiferencia cómo se intenta derrocar piedra a piedra un edificio tan trabajosamente construido.