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sábado, 20 de enero de 2018

[POLÍTICA] Un horizonte compartido






Eduardo Madina, exdiputado socialista en el Congreso, distanciado con la dirección actual de su partido, y víctima de un atentado de la ETA en el que perdió una pierna en su juventud, escribía hace unos días en El País sobre la necesidad de crear un horizonte compartido de país, y que es ahora, cuando se cumplen 40 años de la aprobación de la Constitución, cuando es un buen momento para que las fuerzas políticas acuerden un objetivo común en un proyecto para legar a quienes nacen ahora otros 40 años que merezcan la pena

Se cumplen 40 años de la aprobación de la Constitución, el instante originario de la recuperación democrática en España tras cuatro décadas de dictadura, comenzada diciendo. El año 2018 será probablemente un año de balances sobre el resultado de este recorrido democrático.

Es innegable que, desde la perspectiva histórica el balance solo puede ser positivo. El sistema nacido en el año 1978 y las decisiones que tanto la sociedad española como sus diferentes Gobiernos —con aciertos y errores— han ido tomando en estas cuatro décadas han llevado a nuestro país a la mejor situación de toda su historia.

España es hoy un Estado destacado dentro del mejor marco político existente en toda la geografía y la historia humana, la Unión Europea. Está situado entre los 20 mejores de la OCDE en calidad democrática y calidad de vida y entre los 30 más avanzados del mundo en el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas. Es un país que ha experimentado incrementos notables de esperanza de vida (de 74,5 años de media en 1978 a 83 en 2017), que ha mejorado sustancialmente sus indicadores de igualdad, que ha alcanzado cotas de desarrollo y cohesión social, de derechos y libertades públicas que no eran siquiera imaginables en los comienzos de la democracia.

El recorrido realizado en estas cuatro décadas se puede equiparar perfectamente al que iniciaron 33 años antes la mayoría de los Estados de Europa Occidental con la victoria aliada en la II Guerra Mundial.

Es por tanto evidente que en la evaluación de estos 40 años hay muchas más luces que sombras. Y en ese sentido, resultan llamativas las apelaciones despectivas contra eso que algunos denominan sombríamente “el régimen del 78”. Apelaciones realizadas precisamente por miembros de la generación nacida a las puertas de la democracia o en la democracia misma, la principal beneficiada por aquel acuerdo político, la que mejores condiciones y oportunidades ha tenido de cuantas haya habido en España. Ninguna lo tuvo mejor antes. Ninguna recorrió 40 años así —paz y desarrollo, democracia ininterrumpida, derechos y libertades— como los que han vivido quienes nacieron a partir de los años setenta.

De dicha generación —la mía— se esperaría algo más que un torrente de críticas al pasado. En primer lugar, se esperaría la demostración de alguna capacidad para relatar un proyecto completo de país. En segundo lugar, capacidad para llevarlo al campo del acuerdo político y, finalmente, voluntad de consenso de un horizonte común para la España de los próximos 40 años. ¿Es mucho pedir a nuestras fuerzas políticas un horizonte compartido? ¿Tienen capacidad para relatar cada uno el suyo para después ponerse de acuerdo en uno común?

Porque establecido el objetivo de país, la deliberación política queda para lo que debe, para el debate de cuáles son los mejores caminos para alcanzarlo, cuáles las mejores medidas, los marcos regulatorios y las leyes más eficaces, la distribución fiscal y la presupuestaria. Es decir, discutir sobre los distintos retos, sobre las distintas materias y los distintos asuntos, pero sabiendo para qué.

Sin embargo, es precisamente eso lo que más se echa en falta, un horizonte hacia el que apuntar. Y mientras lo echamos en falta, España va acumulando retos suficientes como para plantearse además si está centrando el debate político en sus propias prioridades.

El país se la juega en retos que, en algunos casos, son compartidos con los países de nuestro entorno y en otros son problemáticas propias producto de dinámicas endógenas negativas. Y de la resolución de los mismos dependerá que las generaciones futuras tengan otros 40 años de desarrollo y avances como los vividos en España en las últimas cuatro décadas.

La competitividad por valor añadido de la economía y la calidad del empleo. La sostenibilidad medioambiental de nuestro modelo de desarrollo. La transformación robótica y digital de la cuarta revolución tecnológica y sus inmensos desafíos éticos y jurídicos en las relaciones humanas. El reto migratorio y demográfico de una España envejecida y la sostenibilidad de un funcionamiento eficaz de los servicios públicos. La cohesión social que, en parte, se deriva de ello. La cohesión territorial. La brecha creciente entre la realidad urbana y la realidad rural. La definición de nuestra ciudadanía, su significado y sus límites, nuestros derechos y obligaciones, nuestras libertades públicas. La igualdad plena de las mujeres en una sociedad libre de asesinatos machistas y violencia de género.

Son sólo algunos ejemplos. Indudablemente, hay muchos más. Ejemplos de todo lo que se trata, en la conversación pública española, mucho menos y con menos profundidad de lo que debería. No son temas con quizá tanto atractivo como el que sorprendentemente ha tenido la cabalgata de Vallecas, pero son los retos donde el país se la juega. Es probable que merezcan más demanda y más atención.

Quizá el déficit de contenidos que vivimos obedezca, en parte, a que carecemos de un horizonte compartido de país que delimite y ordene las prioridades de la deliberación política y la conversación pública.

En 1978, las diferentes formaciones políticas consiguieron definir, pactar e implementar un objetivo de país al que supieron llevar a la gran mayoría de la sociedad española; una democracia asentada y un estado social y de derecho modernizado en una España que funcionara dentro del marco de la Unión Europea.

En el año 2018 también se podría plantear un horizonte compartido, un país con una economía altamente competitiva por valor añadido, formación y tecnología, con niveles elevados de cohesión social y de igualdad, donde la condición de ciudadanía fuera la más avanzada del mundo en derechos, obligaciones y libertades públicas.

Cuando se cumplen 40 años de la aprobación de la Constitución, ese sería el mejor compromiso de las principales fuerzas políticas con el futuro de la sociedad española; acordar un horizonte compartido de país. Un objetivo común en el que los principales dirigentes políticos podrían demostrar que son capaces de encontrarse y de hacer que nos encontremos. Una idea hacia la que caminar. Una idea que ordene y oriente el debate público. Un proyecto de país para legar a quienes están naciendo ahora otros 40 años que merezcan la pena. Cuatro décadas más. Mejores, incluso, que las últimas cuatro.




Dibujo de Eulogia Merle para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 14 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Un pacto de renuncias mutuas para reformar la Constitución





Para reformar la Constitución es necesario que la mayor parte de las fuerzas políticas acepten el reto y estén dispuestas a ceder menos en lo importante: hacer posible la convivencia en paz y libertad de las próximas generaciones, comenta en El País el exdiputado socialista Eduardo Madina.

Eduardo Madina Muñoz (Bilbao, 1976) fue secretario general del Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso entre 2009 y 2014. Historiador, ha trabajado como técnico en el Paramento europeo y es profesor asociado en Historia Contemporánea de la Universidad Carlos III de Madrid. En 2002 perdió una pierna en un atentado de ETA.

El día de Navidad de 1989, comienza diciendo, El País publicó un texto de Hans Magnus Enzensberger titulado Los héroes de la retirada. En él, el autor de origen alemán señalaba que cuando se trata de crear las condiciones necesarias para la convivencia, la renuncia es el techo más alto que se puede alcanzar en política.

Es verdad que esta tiene siempre una erótica menor, que su imagen, ante los electorados propios, no es aparentemente la más atractiva, que su argumentación no está al alcance de cualquiera y que exige dominar una idea antes de que ella te domine a ti.

“Quien abandona las posiciones propias no solo entrega un terreno objetivo, sino también una parte de sí mismo”, señalaba el autor. Convendrán conmigo que este nivel de transitividad resulta muy poco habitual, que los principales actores políticos dedican muchos más esfuerzos a la narrativa de todo lo que les resulta completamente irrenunciable. Es esta una posición que, en principio, tiene mejor público y sugiere menos riesgos. Ante los seguidores de cada uno, tiene la apariencia de lo irreprochable.

Frente a la fuerza del dogma irrenunciable, la renuncia por consciencia de pluralidad, la renuncia a postulados propios para hacer posible la convivencia entre diferentes parece siempre un objetivo menor. Un logro de cara B. A corto plazo, no conduce a quienes la protagonizan a tener estatuas en su pueblo ni a dar nombre a grandes avenidas. En el mejor de los casos, queda garantizada la incomprensión. En el peor, aparecerá el insulto y la descalificación. Es también probable que haya incluso quien, desde su desprecio a la pluralidad, desde su ignorancia de la misma y su autoproclamada pureza, describa en las redes la acusación de traición.

Enzensberger ejemplificaba su tesis en el papel que desempeñó ante la historia Wojciech Jaruzelski, que contribuyó de forma decisiva a evitar que Polonia fuera invadida por la URRS en 1981. O en Mijaíl Gorbachov que, entre ingratitud e incomprensión, desmontó paso a paso el régimen soviético surgido en 1917.

Más cerca, en nuestro propio país, el autor cita —lleno de razón— a Adolfo Suárez y su papel en la Transición, contribuyendo de forma decisiva al desmontaje del régimen franquista desde dentro. Podríamos completar la escena. Podríamos poner a su lado a Santiago Carrillo y a Felipe González, en la certeza de que sin la renuncia a la república por parte del Partido Comunista y sin la renuncia al marxismo por parte del PSOE, la convivencia democrática en España no se habría producido.

Un pacto de renuncias, también podríamos comprender así la Transición española. Renuncias, todas ellas de enorme altura, que hicieron posible la aceptación mutua en un mismo espacio público de una sociedad tan plural como sobrecargada de historia. Desangrada 40 años antes, sometida en los 40 de después. Una sociedad protagonista en una democracia liberal, con intención de adaptarse en desarrollo a su entorno europeo, convencida de dejar atrás cuatro décadas de dictadura, atraso histórico y aislamiento internacional.

La altura de los protagonistas que lo lograron, que alcanzaron el punto de encuentro del 78 ha estado fuera de toda duda hasta la entrada en escena de los dirigentes políticos de mi generación. Nacidos en los años setenta, doctorados en la crítica al “régimen del 78” —el que, por cierto, facilitó que hayamos desarrollado toda nuestra vida en las mejores condiciones de la historia de España— y especializados en lo irrenunciable. Una generación que tiene ahora ante sí un reto de enorme trascendencia, la crisis política y territorial abierta por el independentismo en Cataluña. Seguramente, uno de los mayores desafíos a los que se ha enfrentado la política en los últimos 40 años.

En ese contexto, la expectativa de una reforma constitucional que modernice el modelo territorial español es la salida de emergencia a la que todos nos acogemos una y otra vez. Una salida de emergencia ante el incendio provocado en Cataluña por la vía de una reforma que consiga que la gran mayoría de la sociedad se sienta cómoda dentro de un renovado marco constitucional.

Una expectativa de reforma a la que muchos recurrentemente apelamos intuyendo que es la mejor vía de salida a esta crisis, pensando que es el mejor canal de entrada en un nuevo escenario de estabilidad en la organización del territorio y la convivencia.

Es de tal importancia esa expectativa de reforma, en esta situación crítica, que lo prioritario sería no convertirla en frustración en este clima de posiciones enquistadas.

Por eso sería necesario que si comienzan los trabajos para la reforma constitucional, lo hagan una vez que los actores políticos estén dispuestos a alcanzar al techo más alto que existe en política; decidir entre lo renunciable y lo irrenunciable con el objetivo de hacer posible la convivencia en un país de 48 millones de personas.

Sería deseable, en primer término, que los trabajos comenzaran solo si entran en ellos la gran mayoría de las fuerzas políticas. Y, en segundo lugar, si todas ellas están dispuestas a anteponer la convivencia del conjunto frente a la tentativa de imponer todos y cada uno de los puntos de vista propios. Esto último tan solo conduce al fracaso.

Solo hay una Constitución. Y es de todos. Y para que de todos sea, serán necesarias renuncias para no convertir una expectativa de tanta importancia en una enorme frustración colectiva. Básicamente, porque no tenemos muchas más salidas de emergencia ante el incendio que algunos han provocado en Cataluña. Es deseable, por tanto, que si la mayoría de las fuerzas políticas entran es porque van a saber salir. Conscientes de que solo hay una salida posible: un punto de encuentro construido sobre renuncias mutuas.

Esto debería ser lo único irrenunciable; hacer posible la convivencia en paz y libertad de las próximas generaciones. Es, sin duda, el gran reto contemporáneo de la política en España. La generación nacida en los setenta, con miembros de la misma al mando de no pocos de los principales partidos políticos en España, está sin duda ante su gran reto histórico. Quizá también, ante su gran oportunidad; demostrar que está a la altura de aquellos a los que tanto ha criticado. Demostrar que todos ellos son capaces de conducir a sus organizaciones y sus electorados hacia un nuevo punto de encuentro colectivo. En el fondo, un objetivo heroico.



Dibujo de Raquel Marín para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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