Apenas quedan ya regiones en España, afirma el historiador Santos Juliá, catedrático de Historia Social y del Pensamiento Político de la UNED, doctor en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid, profesor visitante y conferenciante en universidades europeas y americanas y autor de numerosos trabajos sobre historia política y social de España en el siglo XX. Hay que abrir el debate pendiente desde 2004 partiendo de la asunción del hecho de que las comunidades autónomas, sean naciones, nacionalidades o regiones, son poderes del Estado que tienen que participar en la reforma constitucional.
Reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado español,comienza diciendo: tal parece ser el talismán que abrirá la puerta a un mejor encaje de nuestras mal llamadas naciones sin Estado en la Constitución después de someterla a una profunda reforma. Se trata de una demanda presentada de manera formal en 1998, cuando PNV, CiU y BNG, evocando los pactos de la Triple Alianza de 1923 y el que dio origen a Galeuzca diez años después, firmaron una declaración en Barcelona, recordando que cumplidos 20 años de democracia continuaba sin resolverse “la articulación del Estado español como plurinacional”.
Los firmantes de esta declaración partían del supuesto de que había en España nacionalidades y regiones y que, tras el desarrollo de los Estatutos, las regiones se sentían satisfechas con el grado de autonomía alcanzado durante esos años, pero las nacionalidades, precisamente porque las regiones disfrutaban ya del nivel máximo de competencias, se encontraban ante la terrible amenaza de la “uniformización”. En verdad, Jordi Pujol nunca dejará de repetir que si seguíamos por el camino de la uniformidad, “se llegará a la situación absurda de que en España no habrá regiones”. Y eso, para los catalanes, concluía Pujol, “tiene trascendencia”, la de no ver reconocida su diferencia.
Pues bien, ya hemos llegado al absurdo: apenas quedan regiones en España. Y no estará de más recordar que en el punto de partida de esta historia no había más que provincias, las establecidas por los liberales en 1833. Décadas después, un grupo de diputados y senadores catalanes plantearon en 1906 al Gobierno de Su Majestad “La cuestión catalana”, que consistía en elevar las cuatro provincias de Cataluña al estatuto de región dotada de un derecho originario a la autonomía. De su reconocimiento por el Estado, esperaban aquellos parlamentarios, inmunes al síndrome Pujol, el resurgir de las energías dormidas de todas las regiones de España: la causa de Cataluña, escribían, “es la causa de todas las regiones españolas”; la autonomía, también.
Hubo que esperar, sin embargo, a la proclamación de la República para que una Constitución española recogiera, por impulso catalán, el derecho de una o varias provincias limítrofes, con características históricas, culturales y económicas comunes, a organizarse en región autónoma para formar un núcleo político-administrativo dentro del Estado español. En los años de República en paz solo se constituyó una región autónoma, Cataluña, aunque otras dos, País Vasco y Galicia, plebiscitaron también Estatutos de autonomía antes de que la rebelión militar los arrasara a todos por la fuerza de las armas y del terror. En el exilio abundaron los debates sobre la futura configuración del Estado, ahora como Comunidad Ibérica de Naciones, o como Confederación de Nacionalidades españolas o ibéricas, o como España como nación de naciones, y hasta de España, según la veía Pere Bosch Gimpera, como “una supernacionalidad en la que cabían todas las nacionalidades”.
De cuántas y cuáles eran estas nacionalidades se publicaron no pocas reflexiones, plagadas de un profundo historicismo al servicio de la causa. En resumen, se debatieron dos proyectos de futuro: uno, muy arraigado en círculos del exilio catalán, vasco y gallego, dibujaba el mapa a base de cuatro naciones confederadas: Castilla, Cataluña, Galicia y Euskadi, entendiendo que, para equilibrar el peso de las tres últimas con la primera, Cataluña abarcaría el conjunto de países catalanes y Euskadi se extendería por Navarra y tierras limítrofes de Aragón; el otro, de preferente acogida por castellanos, contaba hasta catorce nacionalidades, reproduciendo más o menos el mapa de los estados diseñados en la no nata Constitución federal de la República de 1873.
En los medios de oposición a la dictadura en el interior se llegó, sin embargo, a identificar democracia con recuperación de libertades y de estatutos de autonomía por las nacionalidades y regiones, nueva pareja muy solidaria y bien avenida, que viajó en el mismo vagón hasta su reconocimiento en la Constitución de 1978 en términos calcados de la de 1931: provincias limítrofes con características históricas, económicas y culturales comunes. Cuáles eran nacionalidades y cuáles regiones quedó implícitamente entendido con el reconocimiento del derecho a dotarse de Estatuto por la vía rápida a los territorios que “en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de autonomía”, o sea, por este orden: Cataluña, Euskadi y Galicia, aunque Andalucía se subió de un triple salto al mismo carro.
Y así fue hasta que las regiones procedieron a redefinirse en los estatutos de nueva planta aprobados entre 2006 y 2010. De entidad regional, Cantabria pasó a identificarse como comunidad histórica, denominación adoptada también por Asturias. Aragón se definió como nacionalidad histórica en 2007, lo mismo que el pueblo valenciano, que al constituirse en Comunidad autónoma lo hacía como expresión de su identidad diferenciada como nacionalidad histórica. De manera, que mientras las nacionalidades se convertían en naciones, o en realidades nacionales, las regiones, salvo Castilla-La Mancha y Murcia, se identificaron, por las razones históricas poéticamente inventadas en los preámbulos de sus nuevos estatutos, en comunidades históricas, en nacionalidades históricas, o simplemente, en nacionalidades.
¿Cómo hemos llegado a esto? Muy sencillo: desde que asumieron sus competencias, los Gobiernos de las comunidades autónomas dedicaron parte notable de sus recursos, primero, a recuperar “señas de identidad” para, olvidándose de la lealtad o solidaridad federal, embarcarse en la construcción de identidades diferenciadas, remontando la diferencia a una forja de los antepasados perdidos en las brumas de los tiempos. Así los catalanes, siempre pioneros, pero también los andaluces, aragoneses, valencianos y demás. Y así, cantando loores a la diferencia colectiva han convertido cada nación o nacionalidad en sujeto de derechos históricos, comenzando por el derecho a decidir, en el que tomaron la delantera los vascos, siguieron los catalanes y ahora, como parte de un “momento destituyente” reivindica la CUP y otros populismos para todos los pueblos.
¿Qué hacer? Ante todo, llamar a las cosas por su nombre: las políticas de identidad son como mantos primorosamente repujados que cubren políticas de poder. Cuando un poder reclama una identidad colectiva separada, enseguida afirma una voluntad nacional-popular como sujeto de decisión, primero, de soberanía inmediatamente. Mejor será ir al grano y abrir el debate que tenemos pendiente desde 2004 partiendo de la asunción de este nuevo hecho político construido a partir de 1978: que las comunidades autónomas, sean naciones, nacionalidades o, todavía, regiones, son poderes del Estado y que, como tales, tienen su palabra que decir en todo lo que se refiera a una reforma constitucional, mal que les pese a quienes no ven otro horizonte que la destrucción del mismo Estado.
1 comentario:
Toda una reflexión ...
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