jueves, 13 de noviembre de 2025

DEL POEMA DE CADA DÍA. HOY, LA VIDA PLENA, DE ISMAEL LÓPEZ GÁLVEZ

 







Hace algunas tardes, como otras tantas en mi vida, me encontraba leyendo en la tranquilidad del hogar. Afuera llovía. Una luz tenue, grisácea, aportaba cierto sosiego al momento. El silencio era agradable, hermoso, compartido por el descanso del perro y por las manos de la persona que amo, las cuales sujetaban un libro con la ilusión de la primera infancia. Entonces, como si un dios caprichoso estuviera jugando con mi sino, pasé de página y me encontré con unos versos de Marcial dedicados a la vida plena. La poesía ―supe enseguida― nos ha hablado siempre sobre quiénes somos. Tanto es así que firmé de inmediato cada palabra de un hombre nacido dos mil años antes que yo y, sin saber el motivo, experimenté consuelo. En ese instante, aprovechando la dicha que me embargaba, decidí escribir un dodecálogo sin orden de jerarquía. Pero uno que no se erigiera como regla, sino como testimonio: un recordatorio de que a veces lo importante pasa desapercibido.



Saber decir que no. 

Cuenta Homero que Ulises dijo «no» a la inmortalidad prometida por Calipso. Esto puede parecer un absurdo, aunque en realidad es un despliegue de sabiduría. Todo rechazo de una oferta irrechazable es un acto de autoafirmación, así como un modo de saber existir en un viaje incierto pero a todas luces propio. En el «no» hay una dignidad plausible. Sin él, la épica del hijo de Laertes nunca hubiera sido la misma. Imagínense el canto de un héroe que no es dueño de sus elecciones, que no sabe priorizar lo esencial sobre lo accesorio, que es tan complaciente con el mundo que no se rebela. Posiblemente viviría una vida que no merece hexámetros, como la de Sísifo, por mucho que Camus la crea dichosa. A veces negarse resulta difícil porque no soportamos decepcionar al prójimo: tememos su reproche, o peor aún, el peso de su silencio. Y lo entiendo. Juro que lo entiendo. Sin embargo, para esos posibles «decepcionados», el joven Bartleby nos enseñó la forma más correcta, educada y contundente de negarnos: «Preferiría no hacerlo». Simple y asertivo, un corte limpio al nudo de las exigencias. Háganlo: en ese «no» encontrarán lo que realmente buscan. Será como volver a casa.


Disfrutar de lo necesario; no sufrir por lo que no se tiene 

A excepción de los libros y el amor, la desmesura siempre acaba en castigo. Lo sabemos desde que el hombre es hombre. Para Epicuro, la felicidad consistía en satisfacer los deseos naturales y necesarios. Estos son tan básicos como comer, beber o dormir. Fernando Savater, a propósito del tema, los definió bien: «Son el peaje que la vida se cobra por vivirla». Sin embargo, lo que nos hace sentir notablemente desgraciados son aquellos anhelos artificiales e inútiles que se vuelven tortuosos si permitimos que crezcan demasiado. Al nacer estos de una proyección imaginaria, de un impulso por tener siempre más, se tornan ilimitados e infinitos, por lo que no pueden ser satisfechos. Y es ahí de donde nace la envidia: de proyectarnos deidades siendo simples humanos. Lo ilustró con gran certeza el mito de Tántalo, castigado por su hýbris al intentar igualarse a los dioses: les sirvió en un banquete la carne de su propio hijo con el fin de profanar su pureza, haciéndolos partícipes de un acto mundano. ¿Su condena? Hambre y sed eternas a pesar de poseer los saciantes a un palmo. Vivir desde lo que nos falta es un martirio. Y eso no significa que debamos resignarnos a la inmovilidad. Todo lo contrario: induce a liberarnos de la obsesión y a abrazar el pragmatismo de lo que sí es posible. Porque la plenitud ―la verdadera― no radica en buscar incertidumbres sin descanso, sino en encontrar reposo en la certeza de lo esencial.


No desear la suerte inmerecida 

La fortuna es una diosa azarosa y caprichosa. Ya lo dijo Horacio: es capaz de elevar a un mortal desde peldaño más bajo o de convertir en exequias sus más soberbias victorias. No obstante, con la muerte de las divinidades, hemos abrazado los privilegios del mundo como una costumbre, a nativitate, como dirían los clásicos. Esto nos ha convertido en reyezuelos antojadizos y envidiosos. Por derecho, creemos merecer lo que tiene el otro y el otro no merece, y nos hemos vuelto amnésicos ante la idea de que la felicidad radica en saber reconocernos en nuestra justa medida. La ambición en el huerto ajeno nos ha llevado a la pasividad y al descuido de la cosecha propia; nunca a la superación. Por esta causa ―como la suerte es mudable: viene y se va―, será mejor que nos halle cultivando diligentemente nuestra parcela. No vaya a ser que haga libre acto de presencia y estemos absortos en la del vecino.


Aprender a soltar

Lo que permanece en el daño acaba convertido en herida. El vacío lo sabe y resiste; prefiere la certeza de dolor a la posibilidad de no sentir nada, de estar a solas consigo mismo. Es por ello que soltar a quienes nos lastiman, enterrar los ayeres y desasirse de las ideas que dejaron de comulgar ―hace tiempo― con nuestra manera de ver el mundo, hoy nos resulta tan desalentador y difícil. A menudo incluso ignoramos que la tierra deja marchar siempre al arado para que del hueco surja la vida, que a veces no hay otra forma de germinar. En la Divina comedia, Dante se sumerge en los ríos Leteo y Eunoé para romper con su yo anterior y expiar sus pecados, para perdonarse y renovar su memoria del bien, para ascender al Paraíso. Es en ese momento cuando se describe como «reverdecido como los renuevos / llenos de nueva fronda, limpio, puro / y dispuesto a subir a las estrellas». Esto nos enseña que desamarrarnos de aquello y de quien no nos permite prosperar, trascender, debería considerarse un imperativo, aun si el ancla somos nosotros; que el camino a la plenitud pasa por aprender a soltar y dejar ir, a irnos; y por mostrar las manos a todo cuanto intente retenernos y decirle, con esforzada entereza, que preferimos la cicatriz al callo.


Gozar de un libro 

Vivir vidas fuera de la vida. Estirar el tiempo. Traspasar los límites de la realidad. Transportarnos más allá de nosotros mismos. La calma ante los días frenéticos. Cito a Zweig: «Desde que existe el libro, nadie está ya completamente solo, sin otra perspectiva que la que le ofrece su propio punto de vista, pues tiene al alcance de su mano el presente y el pasado, el pensar y el sentir de toda la humanidad». Yo también añadiría el futuro. ¿Verdad, Asimov?


El caso es que la literatura ―y los clásicos en particular― nunca se nos fosiliza entre los dedos, sino que deviene en un ente vivo que irrumpe en el ahora y nos susurra: «Lo que vives, yo ya lo he vivido; de aquello que te espera, yo ya he regresado». Por todo ello, resulta posible asegurar que sus páginas constituyen una preparación para la vida. De hecho, quien no ha leído jamás un libro puede que tiemble desnudo ante la muerte incierta, pero quien ha sufrido con la agonía de Iván Ilich sabrá, casi con total certeza, que el fin luce un rostro común, que no posee una dignidad especial ni singular.


Les contaré un secreto: antes de saber lo que era el amor y la belleza, la Ilíada me enseñó que esta deidad puede sangrar ante el barbarismo. ¿Se acuerdan? Según Homero, Diomedes hiere sin pudor y con sorna a la bella Afrodita. Unos hexámetros después, comprendí que no importa si llegas a ser rey de Troya, porque tal vez la fortuna te acabe poniendo en tu sitio nuevamente: Príamo se ve obligado a llorar y suplicar por el cadáver de su hijo ante el hombre que lo mató. Luego cerré las tapas azules de aquel libro y supe lo que hoy pongo por escrito: que la literatura, como una vieja voz sabia y antigua, viene de lejos para avisarnos de un mundo ya sabido, lo que nos facilita el viaje y nos revela la vida incluso antes de que suceda.


Tener una biblioteca. A poder ser, compartida 

Este punto está ligado directamente con el anterior. Una biblioteca es un proyecto de vida, una biografía, un grabado de lo que fuimos y somos. Cada ejemplar, en su silente espera, nos canta con la virtud de las hijas de Mnemósine el retrato del tiempo en que lo leímos. Nada más satisfactorio que ver cómo la biblioteca crece, se multiplica y se apodera de la casa hasta convertirla en un hogar. Nunca una avaricia ha sido tan sana. Quizá la única pleonexeía que hubiera permitido Aristóteles. «No sé saciarme de libros», le escribió Petrarca a Giovanni dell’Incisa. Pues ahora imagínense la fuerza de esa adicción si es compartida, si la alimenta otra persona que tampoco sabe saciarse.




Entregarse al saber por el saber 

Desde que Platón mostró que la salida de la caverna sólo era posible mediante el conocimiento, hemos asistido a una perversión de su mensaje: hoy, tristemente, el saber que no es útil no merece ser sabido. Esto ha degradado al hombre a una máquina de montaje, cuya única finalidad es rendir y producir. De ahí el desplome de las Humanidades en tiempos donde el individuo busca servir y no servirse, y el aumento de los problemas de salud mental, quizá motivados por esa reductio ad absurdum en la que nos hemos convertido: quien no es útil, no vale. Por eso, entregarse al saber por el saber es un acto de resistencia, un regreso a lo que somos. Como dijo Aristóteles, lo que es propio por naturaleza siempre es lo mejor. Y el hombre, en su esencia, es mente y pensamiento. Ahí, y no en su función, radica su verdadera felicidad.


Darse al dulce no hacer nada 

Pensaba Nietzsche que «el principio de que “es preferible hacer cualquier cosa a no hacer nada” representa una cuerda que estrangula toda cultura y todo gusto superiores». La razón es sencilla: la contemporaneidad ha conseguido que aquello que hacemos productivamente se alce como la medida de nuestro valor. No hacer nos ha convertido en nadie y ha ignorado que nunca somos más nosotros ni estamos más en el mundo que cuando estamos en recogimiento, en contemplación. Así citaba Marco Aurelio a Demócrito: «Abarca pocas actividades si quieres mantener el buen humor». Por su parte, Byung-Chul Han defiende que la vida del rendimiento y el consumo se reduce a mera supervivencia animal; es la inactividad lo que conforma lo humanum. A veces ―sólo a veces― es preciso sustraerse del vértigo, retirarse de la escena y dejar que el mundo gire sin nosotros. Hoy parece que el oficio nos decreta y que la acción es sinónimo de vivir aun cuando la vida se diluye en la exigencia de la actividad. Para Pascal, «toda la desdicha de los hombres proviene de no saber estar tranquilos en una habitación». Y tiene sentido. Por paradójico que parezca, el hombre entregado a la obligación riega de sí todo cuanto toca, mezclándose como la lluvia. Y en ese disolverse, pierde la esencia tanto de lo que es como de lo que acontece. Así lo sostiene un viejo haiku: «Sentado, quieto, / la primavera llega: / crece la hierba». Quizá, después de todo, la felicidad no es un resultado, sino una forma de quietud. Lo reveló el mito: Dafne se salvó al detenerse; Apolo, al comprender que no podía alcanzarla.


Permitirse cambiar 

Ser uno mismo no radica en no cambiar nunca; sino en hacerlo si así uno lo desea. Ya Heráclito nos dijo que todo cambia y nada permanece, que el estado natural de las cosas es su devenir perpetuo. Por tanto, aquello que somos está determinado por lo que dejamos de ser. De esta manera, vivir sólo es la muerte sucesiva de los «pequeños otros que fuimos» y el renacer constante de un yo presente que perecerá una y otra vez hasta su deceso definitivo: el de la inmovilidad. El filósofo de Éfeso también afirmó que «el carácter es el destino», lo que, en otras palabras, quiere decir que lo esencial es ir y no quedarse. Si se fijan, la proyectiva del verbo ya implica movimiento, pues uno no puede hallarse sin indagación, y menos aún si se aferra a una imagen estática e irreal de lo que fue. Y como la identidad acontece, se transforma, esta suele resultar un problema para aquellos que tratan de definirnos, de contener las innumerables formas del río en la firme figura de su vaso. Javier Velaza lo expresó con claridad: «sólo quien odia al otro / quiere ser siempre el mismo». Obvio, la intransigencia nace del miedo a la mudanza, de pretender que las cosas sean como uno quiere y no como son y devienen. Walt Whitman, por su parte, nos invitó a entender que cada uno de nosotros «contiene multitudes». Es decir, nos legitimó para reclamar nuestro derecho a equivocarnos, a cambiar de opinión, a buscar la sorpresa, la oportunidad y la manera de ser mejores de lo que fuimos. Nos instó sobre todo a ser libres y felices. Pero qué sé yo. En cualquier caso, no me tengan muy en cuenta. Quien escribió esto es posible que ya sea otro; es decir, él mismo.


Ceder 

Me gusta el mundo cuando cede: la reverencia que los trigales ofrecen al viento, la humildad del agua que rodea el guijarro, el paso atrás de la hormiga que tolera la huella y su hondura. Me gustan las cosas que se apartan: los juncos que dejan al arroyo llegar a donde debe y ser cauce al cauce. Me gustan porque nos enseñan que estar sólo tiene sentido si dejamos que el otro también esté. Ahí radica la importancia de los gestos pequeños y los ofrecimientos gentiles, aquellos que abren espacio en vez de ocuparlo, que nos llevan a sostener una puerta para que pase un desconocido, a ofrecer sin endeudar al destinatario, a esperar y tener paciencia, a respetar el turno de palabra y no imponer yoes en el transcurso de los días. Son movimientos mínimos, invisibles hoy porque creemos que nos pertenecen, que tenemos derecho a ellos aunque no obligación, pero que dignifican la vida y alientan a una convivencia feliz y serena. Ceder es construir armonías, llegar a acuerdos y entender que ponerse detrás puede ser la mejor forma de estar delante. Así lo entienden el amor y los que aman: porque al fondo de los ojos amados, siempre se encuentran los del amante y viceversa.


Bailar una canción con pasos torpes 

A menudo, en la sociedad de la exigencia y la hiperconectividad, proyectamos equívocamente una imagen que pretende ser perfecta. El error ya no está permitido desde que creemos tener el nous aristotélico en el móvil, desde que podemos elegir el perfil que mostramos a los demás. Este sometimiento al juicio ajeno nos convierte en una representación distante de nuestra verdadera identidad. De este modo, el personaje acaba devorándonos, y lo hace empezando por la libertad que nos define. Pocos asuntos son más espeluznantes para el ánimo que no poder desvelar nuestro rostro por imperativo de la máscara. Ser libre es permitirse errar, pasar momentos vergonzosos y vergonzantes y hacer lo que plazca siempre que no dañe a un tercero. No es necesario que seamos virtuosos. Está bien eso de «ser la mejor versión de nosotros mismos»; pero es que a veces no somos la mejor versión de nada, y también está bien.


Me viene a la memoria el albatros de Baudelaire: la torpeza con que deambula por la cubierta del barco, inepto por sus propias alas, humillado por los marineros. Es una imagen que hace referencia al que desentona, al que se sale del molde y queda en evidencia. Pero ¿quién sabe si el ave errática no está simplemente aborrecida de volar?, ¿si se ha cansado de cumplir la expectativas? Sin saber la respuesta, me gusta pensar que sí mientras bailo sin tener ni idea.


Amar a alguien más que a uno mismo 

Es el punto más importante; y casi que podría prescindir de los demás. Pruébenlo y saquen sus propias conclusiones. Todo lo que se pueda decir es inferior a su efecto. Según Hesíodo, el amor era capaz de aflojar los miembros y cautivar el corazón de cualquier deidad. Imagínense lo que puede hacer con nosotros los mortales. Que hable Platón: «Eros es, de entre todos los dioses, el más antiguo, el más venerable y el más eficaz para asistir a los hombres, vivos y muertos, en la adquisición de virtud y felicidad». Si no quedan convencidos, les dejo con Hegel: «El primer momento en el amor es que no quiero ser una persona independiente para mí y que, si lo fuera, me sentiría carente e incompleto; el segundo momento consiste en que me conquisto a mí mismo en la otra persona y valgo por ella, lo cual le ocurre a ésta a su vez en mí». Todo queda dicho. Hasta la próxima.



ISMAEL LÓPEZ GÁLVEZ (1990), escritor y poeta español












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