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martes, 28 de enero de 2020

[ARCHIVO DE BLOG] Descrédito de la democracia. (Publicada el 11 de julio de 2009)




José Vidal-Beneyto


No tengo muy claro si la democracia está en crisis. Quiero pensar que no; lo que indudablemente está en crisis es la participación ciudadana en la democracia. ¿Dónde está el falló? ¿De quién es la culpa, si es que hay algún culpable?

Dos artículos en la prensa de hoy tratan el asunto desde puntos de vista distintintos. El primero, "Democracias perplejas", del profesor José Vidal-Beneyto, director del Colegio de Altos Estudios Europeos, en París, lo hace desde la crítica al sistema de partidos imperante en Europa, con una cada día más acusada indiferenciación entre izquierda y derecha, quiebra de los valores públicos, imperio de la corrupción, nepotismo desbordado y descrédito de la instituciones. No es a quien votar, sino para qué votar, lo que exige enraizarse en la ciudadanía. Frente al descrédito de la política y al encogimiento de los políticos, dice, son los movimientos sociales y los actores sociales y societarios de base quienes deben cobrar un protagonismo principal. Y concluye pidiendo a la izquierda que más allá de la conquista y gestión del poder político, reivindique esa acción directamente popular como la vía más segura para sacar a las democracias de su atonía y perplejidad, logrando promover el progreso de los pueblos.

El segundo artículo que comento, "¿Una revolución en Westminster?" , está escrito por el profesor Timothy Garton Ash, catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford (Inglaterra), muy crítico también con el sistema partidista y parlamentario británico, del que dice. por voz de un parlamentario laborista, que el principal objetivo de sus miembros no es representar al pueblo británico sino obtener un cargo en el Gobierno. O en otra opinión, esta vez de un diputado conservador, que se están poniendo en tela de juicio las bases mismas de la legitimidad del Estado. Circunstancias excepcionales todas ellas que, a juicio del profesor Garton, deberían propiciar un cambio en modelo constitucional de elección y funcionamiento del parlamento británico.

La cuestión es que la democracia, tal y como la conocemos en Occidente, no es posible que funcione sin partidos, y si éstos fallan, ¿a quién recurrimos?... HArendt




Timothy Garton Ash



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domingo, 1 de septiembre de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] Fin a la hipocresía colectiva




Dibujo de Raquel Marín para El País


La perversión de nuestra sociedad de la abundacia, escribe el sociólogo alemán Stephan Lessenich, es que para mantenar las condiciones de vida, se hace necesario dañar a otros. Para gozar de sus pequeñas libertades, tienen que privar a otros de las suyas. 

El populismo de derechas está arrasando en Europa, comienza diciendo Lessenich. Mientras que en países como Italia o Hungría ya se ha asentado en los respectivos Gobiernos nacionales, en otros —últimamente España incluida— está dominando el discurso público e institucional sobre la inmigración y el trato a los refugiados. Muchos observadores están convencidos de que el auge populista radica en la depresión económica y la precariedad laboral de crecientes estratos sociales en los países ricos. Pero mientras las desigualdades sociales, efectivamente, han aumentado en toda Europa en la última década, los datos socioeconómicos no pueden explicar por qué el populismo está en alza también entre las clases medias y en zonas sociales que no se ven afectadas por la inseguridad social. ¿Qué es lo que está alimentando la oleada populista en lugares tan diferentes y distantes como Dinamarca y Polonia, Austria y Reino Unido?

La respuesta es que, en toda Europa, la gente se está dando cuenta de que el modelo de reproducción social que se ha establecido en el mundo occidental, el modelo social de capitalismo democrático que ha resultado en niveles inéditos de prosperidad económica y estabilidad política, está llegando a sus límites y no se prolongará indefinidamente. Ahora que la creciente migración global está llegando a las puertas de Europa, ahora que millares de personas mueren ahogadas en el Mare Nostrum, ahora que el cambio climático se está notando no solo en algún atolón lejano del Pacífico, sino también en nuestras latitudes: ahora es el momento en el que finalmente nos damos cuenta de que estamos viviendo como en otro mundo, en un lugar que hasta ahora estaba protegido de la miseria del resto del globo. Vivimos en una posición privilegiada que poco a poco estamos perdiendo.

La distribución asimétrica de condiciones de vida entre los países que nos hemos acostumbrado a llamar “desarrollados” y el mundo presuntamente “en desarrollo” radica en desigualdades geopolíticas que se han establecido durante siglos —en la época que se conoce por el nombre de “modernidad”—. Pero resulta que nuestra modernidad la hemos construido a través de la colonialidad, a modo de adueñarnos del trabajo, las tierras, la sabiduría, la vida de otros pueblos. Se sabe que ese proceso ha sido extremadamente violento y sangriento, pero con el tiempo ha sido “racionalizado” y las asimetrías económicas, ecológicas y sociales han quedado institutionalizadas en forma de regímenes políticos transnacionales, desde el Fondo Monetario Internacional hasta la Organización Mundial del Comercio o el Acuerdo de París. Basándose en esa constelación geopolítica y en su poderío militar, ha sido posible para las sociedades occidentales construir una estructura socioeconómica que solo funciona a costa de terceros. Un modo de producción y consumo que obedece a una racionalidad irracional, porque no puede dejar de producir daños materiales para seguir funcionando.

Las sociedades de capitalismo democrático son sociedades externalizadoras. Su reproducción opera a través de un complejo de mecanismos, empezando por la apropiación de recursos, particularmente recursos humanos y naturales, a costa de expropiar pueblos y tierras en otras partes del mundo. Estos recursos son explotados para extraer beneficios financieros de ellos, beneficios que en un intercambio desigual recaen sistemáticamente en una parte de la relación económica. Ese sistema de expropiación y explotación, sin embargo, es viable solo porque a la parte más poderosa de esta relación le es posible desvalorizar los recursos en cuestión, negándoles al trabajo y a la naturaleza de los países “subdesarrollados” el valor y el precio que les serían atribuidos si provinieran de las regiones “desarrolladas”. Una vez utilizados, los costes del aprovechamiento de los recursos ajenos —costes económicos, sociales, ecológicos— son exteriorizados, reservando la “productividad” de ese modelo de reproducción para las economías más “competitivas”, mientras que su destructividad debe ser procesada por las economías más vulnerables. Para evitar que las repercusiones negativas de su modelo de reproducción puedan recaer en sí mismas, las sociedades externalizadoras intentan cerrar el espacio económico y social propio, controlando el flujo de mercancías y, sobre todo, de personas por sus fronteras. Y, finalmente, para completar la cosa, los países explotadores y externalizadores tratan de obscurecer y enmascarar todos los mecanismos mencionados, construyendo el imaginario social de un mundo en el que el “progreso” del Oeste se debe a sus propias fuerzas y capacidades: al ingenio de sus empresas, al empeño de sus trabajadores, a la construcción de su orden institucional.

Las sociedades ricas de este planeta operan con una doble moral, una hipocresía estructural. Siendo sociedades externalizadoras, viven con la verdad negada de la historia de su supuestamente imparable ascenso mundial. Su éxito económico y su riqueza colectiva se basan en la extracción de minerales y de las plantaciones industriales en otras regiones del mundo, en el trabajo de 150 millones de niños alrededor del globo, en la destrucción indiscriminada de la selva tropical. No hay una producción y menos un consumo ingenuos en Europa. Los ciudadanos europeos vivimos en sociedades que hacen trabajar, o bien ilegalmente o bien en condiciones legales, pero miserables, a migrantes africanos en sus huertas industriales o a migrantes latinoamericanas en sus casas particulares —y que al mismo tiempo declaran que no pueden acoger refugiados porque están “al límite” de sus capacidades—.

Al mismo tiempo, los ciudadanos de las sociedades externalizadoras no queremos saber cuáles son las condiciones estructurales de nuestro modo de vivir, ni queremos saber tampoco de sus inevitables efectos. Es más, los que vivimos en los países ricos del planeta estamos en una posición de no tener que saber lo que está pasando, lo cual es un importante recurso de poder. Un recurso que los ciudadanos de estos países poseen colectivamente, aún perteneciendo a los estratos menos privilegiados de sus sociedades nacionales.

Paradójicamente, esta posición contradictoria de las clases subalternas en las sociedades externalizadoras puede ser una de las llaves para cambiar las cosas. Porque la perversión de nuestro modo de vida está en que incluso los más míseros y perjudicados en nuestras sociedades de la abundancia, para vivir la vida que viven, tienen que dañar a otros. Para gozar de sus pequeñas libertades tienen que privar a otros de las suyas. Siendo los más pobres y desprivilegiados de nuestras sociedades, se preguntarán cómo es posible que, no sabiendo cómo llegar a finales de mes, sí saben que si de algún modo lo quieren lograr será a costa de gente con unas condiciones de vida aún mucho más miserables que las suyas. ¿Por favor, cómo puede ser esto? Y la respuesta es: pues es como funciona la sociedad de la externalización.

Nuestra vida diaria y todo el orden institucional de las sociedades occidentales están íntimamente relacionados con procesos de externalización. Por ello, iniciar un proceso de transformación de nuestro modelo de producción y consumo equivale a un acto heroico. Renunciar a los beneficios de la externalización es renunciar a la vida a la que estamos acostumbrados y a la que muchos creemos tener un derecho casi legal a sostenerla. Hemos incorporado colectivamente las normas del individualismo liberal, e insistimos en la libertad individual de consumir cuando, donde y como queramos. En consecuencia, lo que se necesitaría para salir del dilema de la externalización sería algo equivalente a una revolución cultural. Porque una cosa está bien clara: al mundo no lo cambiamos a base de decisiones individuales de no usar las libertades que se nos ofrecen y de restringir nuestro consumo de energía o de recursos naturales. Las cosas solo cambiarán si colectivamente decidimos dejar de producir millares de cosas que restringen o anulan las libertades de otros. Lo que hará falta es un nuevo contrato social: juntos convenimos que no queremos seguir viviendo a costa de otros.




Bosque de laurisilva. La Gomera (Islas Canarias)



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miércoles, 22 de agosto de 2018

[A VUELAPLUMA] Atila, a las puertas de Europa





Las elecciones europeas de mayo pueden tener consecuencias desastrosas para el destino de Europa. La posibilidad más que real del rapto de Europa por los fascistas está a las puertas. Lo dice en El País Massimo Riva, analista político de La Reppublica, el más prestigioso de los diarios italianos.

¡Por fin!, comienza diciendo Riva. Ha hecho falta cierto tiempo para que las advertencias sobre las convulsiones de la política europea capturasen las mentes y los corazones de la intelectualidad continental. Y hace al menos un par de años que varios países de Europa del Este —encabezados por la Hungría de Viktor Orban— lanzan peligrosos ataques contra los valores fundacionales de la Unión Europea, y el primero de todos, la defensa de las libertades políticas a través del Estado de derecho. Y además, en el delirio autocrático del viktador de Budapest,con el propósito de reivindicar un futuro común para la UE bajo la bandera de la “democracia iliberal”, un oxímoron político tras el que no es difícil vislumbrar el empeño agresivo de fomentar el regreso de una de las bestias más sanguinarias y destructivas de la historia reciente de Europa: el fascismo.

La próxima renovación del Parlamento de Estrasburgo —se votará en mayo— es lo que ha empujado a las conciencias más despiertas a hacer un llamamiento desesperado. Desesperado con razón, porque las elecciones de mayo pueden tener consecuencias desastrosas para el destino de Europa. Un éxito de los movimientos nacionalistas y soberanistas no solo indicaría el fin del camino unitario —con todas sus vacilaciones— recorrido hasta aquí, sino también el regreso a un modelo de relaciones conflictivas entre los Estados, que volvería a colocar a Europa a merced de aquella maldición secular tan bien sintetizada en el célebre aforismo de Carl von Clausewitz: la guerra no es más que la continuación de la política por otros medios.

Ahora bien, para que la señal de alarma de estos doctores por fin resucitados no se quede en nada, hace falta que se transforme en una bandera de batalla, en primer lugar por parte de las fuerzas políticas organizadas que tienen sus raíces culturales en la democracia y el Estado de derecho. Con los fascistas a las puertas, no queda ya tiempo para pararse a pensar qué cosas dividen a los socialistas de los liberales y los populares. Y, una vez más, la solución está sobre todo en Alemania. Allí se dice que Angela Merkel está meditando sobre la posibilidad de presentarse como candidata a la presidencia de la Comisión Europea, una decisión que tal vez se debe a motivos tácticos y específicos de la política alemana. El cuarto mandato está resultando complicado para la canciller, y la posibilidad de que un hombre del Bundesbank suceda al frente del BCE a Mario Draghi está encontrándose con mayores resistencias de las previstas. Esta situación quizá haga aconsejable impulsar una candidatura alemana no en Frankfurt sino en Bruselas, donde podría comenzar con fuerza, entre otras cosas, porque ya hoy Merkel encabeza una coalición entre las dos principales familias políticas europeas, la popular cristiana y la socialdemócrata.

¿Pero tendrá la Kanzlerin la fuerza necesaria para dar dimensión europea a sus ambiciones? ¿Estará dispuesta a dejar claro que el propósito de la operación es oponerse al bloque soberanista? Para que tenga éxito, convendría despejar el terreno de varias ambigüedades que resultan embarazosas. Por un lado, es indispensable que Merkel abandone la tentación de contener el ascenso de la derecha populista a base de invadir su propio territorio, como desean sus aliados bávaros: la canibalización de Silvio Berlusconi por parte de la Liga Norte en Italia es una lección sobre la que deberían reflexionar en Berlín.

Por otro lado, es urgente que se expulse al “demócrata iliberal” Orban del Partido Popular Europeo. Si los moderados alemanes no cortan los lazos con él, no solo repetirían el trágico error de los que, a la manera de Von Papen, avalaron el ascenso de Hitler, sino que, igual que entonces, arrebatarían a Europa toda esperanza de ponerse a salvo del fascismo-nacionalismo que se nos avecina. 



El primer ministro húngaro, Viktor Orban.



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"Atrévete a saber" (Kant); "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire); "Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)

miércoles, 30 de mayo de 2018

[A VUELAPLUMA] Consejos para tiempos sombríos





Merece la pena acudir a nuestros antiguos maestros para que nos guíen en el laberinto de la cacofonía omnipotente, donde Internet se ha convertido en el campo de batalla de las belicosas formaciones populistas y totalitarias, escribía en El País hace unos días el periodista Adam Michnik, director del prestigioso diario polaco Gazeta Wyborcza.

Thomas Jefferson, comenzaba diciendo Michnik, uno de los padres de la democracia norteamericana, anotó en 1786: “La opinión pública es la base de nuestro sistema, y la tarea más importante es mantener este derecho. Si tuviera que decidir si debemos tener un gobierno sin prensa o prensa sin gobierno, no dudaría en preferir lo segundo”. Ojalá que estas palabras —un sólido acto de fe en el sentido de la existencia de la prensa independiente, así como en la necesidad de periodistas valientes y honrados— sean nuestra guía. Merece la pena acudir a nuestros antiguos maestros en busca de ayuda y consejo, pues son más sabios que nosotros. Son ellos quienes pueden guiarnos por el laberinto de estos tiempos sombríos.

Por eso deberíamos recordar el caso Dreyfus, cuando un periódico independiente francés, gracias a la pluma del gran escritor Émile Zola, salvó a un hombre inocente, así como el honor de todo Francia frente a una acusación falsa, formułada por el statu quo de depravados acólitos del chovinismo, el militarismo, el antisemitismo..., el estatus de una élite enfundada en uniformes militares y elegantes trajes de la clase dirigente: la élite francesa.

Recuperamos hoy la memoria de Jefferson y Zola, reafirmados por la importancia de la prensa independiente en los escándalos de los Papeles del Pentágono y el Watergate. Incidimos en ello, pues tenemos la sensación de que los valores entonces amenazados y defendidos, vuelven a ser objeto de una agresión por parte de los sectores populistas, chovinistas e intolerantes de la ultraderecha, cuya fuerza no hace sino aumentar. Vuelven así los demonios de las ideologías totalitarias, con su desprecio al pluralismo, al Estado de derecho, a la igualdad de los ciudadanos, el diálogo y el compromiso. Vuelve el desprecio al Otro, a la persona de otra religión, nacionalidad o color de la piel. En nuestro mundo vemos cada vez más xenofobia y homofobia, mientras que en otros lares crece el fundamentalismo islámico, el cual suele empuñar el arma criminal del terrorismo.

La prensa independiente, cercenada en Turquía y Rusia, y liquidada en Budapest, además de en otros países de Europa central, resulta ser el último baluarte en defensa de la constitución y del orden democrático. El populismo de la ultraderecha —como sucede también con la izquierda radical— manifiesta su desprecio por el sistema de valores cristiano y por la razón ilustrada; suplantar los argumentos con invenciones no es sino eliminar el respeto a la verdad, aparte de igualar esta con la mentira. Y es que la verdad y la mentira no son dos puntos de vista diferentes. Al igual que el negro y el blanco no son dos tipos de blanco. La mentira y las fake news no son más que veneno al servicio de la estupidez más intransigente, que considera a la libertad como su mortal enemigo.

John Milton preguntó en Areopagítica (1644): “Y aunque todos los vientos de la doctrina hubieran de desatarse para azotar la tierra (...) ¿acaso se ha visto alguna vez que la Verdad sea derrotada en una confrontación franca y leal?”. John Stuart Mill añadió que ello significa la necesidad de “una búsqueda de la verdad concienzuda y consciente”. Y precisó: “Debido a la condición imperfecta de la mente humana, el interés en la verdad exige la diversidad de opiniones”.

Es precisamente esta diversidad la que ataca el populismo de la ultraderecha —o de la izquierda radical— cuando se erige en el dueño y señor de la Verdad única y definitiva. De esta forma, consciente o inconscientemente reproduce las ideas totalitarias de los años 30, tristemente famosas, cuando los nazis y los bolcheviques proclamaron la muerte de la democracia liberal. Aquello fue entonces —al igual que hoy— un campo abonado para la dictadura de la mentira en la vida pública.

El gran escritor francés Michel de Montaigne era de la opinión de que la mentira es “la mayor ofensa que se nos puede infligir con la palabra” y añadió: “¡el vicio de mentir es algo que repugna! Hubo un autor clásico que lo describió de forma sumamente ofensiva, diciendo que ello implica “dar testimonio de que se tiene a Dios por menos que nada, al tiempo que se teme a los demás”. “Resulta increíble alabar una y otra vez la repugnancia de semejante vileza:¿qué cabría imaginar más repulsivo que ser cobarde con los demás, y osado con Dios? Al realizarse nuestro entendimiento únicamente por la palabra, aquel que la falsea traiciona la relación pública. Es la única herramienta que aúna voluntades e ideas, pues viene a ser el traductor de nuestra alma. Si llega a faltarnos [la verdad] dejamos de sostenernos, dejamos de reconocernos mutuamente. Si nos engaña, rompe nuestro trato disolviendo todos los lazos de nuestra sociedad”.

Estas palabras del sabio francés tienen hoy un gran peso, cuando la mentira prolifera en Internet, y la cacofonía omnipresente ha liquidado el antiguo fantasma de la censura. Internet —ese gran descubrimiento de nuestros tiempos— amplía el espectro de libertad, pero este mismo Internet abre de par en par las puertas a la mentira, el odio y la manipulación. Cuando la razón se anestesia y se despiertan los fantasmas, el debate político suele convertirse en puro espectáculo.

Internet es el nuevo campo de batalla de las belicosas formaciones populistas y totalitarias, enemigas del sistema democrático constitucional. La libertad de prensa es condición indispensable para la existencia de una democracia constitucional. Si los medios de comunicación mueren, la democracia constitucional se queda indefensa. Cuando se infringe la constitución, se está condenando a la prensa libre a la pena de muerte.

Cabe resaltar, sin embargo, que los enemigos a la libertad no son hoy el filósofo del derecho alemán Schmidt ni tampoco Vladímir Lenin, sino sus caricaturas, los demagogos Marine Le Pen, Trump, Orbán o Kaczyński, y sobre todo Vladímir Putin. Su misión es la destrucción del imperio de la democracia, sembrar la confusión y el caos. Tras la organización de los troles internautas a cargo de Putin se oculta siempre el mismo denominador común: apoyar al populismo y las tendencias antidemocráticas más radicales de la Unión Europea y EE. UU. Un camino que destruye la confianza en las instituciones del Estado democrático de Derecho, vistas como un hatajo de corruptos. De esta forma, se destruye a los referentes, tildadas élites mentirosas, granujas y ladrones, además de agentes extranjeros. En Rusia se ha presentado bajo esta luz a los galardonados con el Premio Nobel Pasternak y Solzhenitsyn, Sájarov y Brodsky. En Polonia, por su parte, a Miłosz y a Szymborska, a Andrzej Wajda y Bronisław Geremek. A estas autoridades de la vida pública se les ha embarrado y tratado exactamente igual que antaño a los “apátridas cosmopolitas” o representantes del “arte degenerado”. Los motivos para indignarse y mantenerse alerta son evidentes. Las formaciones chovinistas y xenófobas acrecientan su empuje. El estancamiento puede paralizar al mundo democrático, lo que favorecerá a las fuerzas autoritarias, si no sabemos defender nuestro mundo frente a sus agresores, disfrazados con la máscara del nacionalismo y del fanatismo religioso. Por eso merece la pena recordarnos a nosotros, los periodistas, aquellas palabras pronunciadas en las postrimerías de la Segunda Guerra mundial por el extraordinario escritor y periodista polaco Ksawery Pruszyński. Pruszyński escribió:

“Siempre debemos hacer lo que hay que hacer, independientemente de que nuestra acción pueda tener efectos seguros o aunque solo podamos tener probabilidades de conseguir efectos e, incluso, aunque tengamos el temor de que no los conseguiremos, por mucho que alguien nos garantice que sí. La tarea del comentarista no es, pues, tocar un interminable sztajerek [una polca briosa] para satisfacer el gusto del público. La tarea del comentarista es explicar lo que ha entendido con su mente, independientemente de que el razonamiento en cuestión guste o no guste al poder, a la Iglesia, a las masas, a la sociedad, al pueblo, a la opinión pública. Siempre defender la convicción de que los consejos que da o las advertencias que hace son justos, aunque no gusten. La tarea del comentarista es también defender sus opiniones hasta el fin, a pesar de otros e, incluso, en contra de otros. Como dicen los anglosajones, again and again. Y el escritor tiene que defenderse solamente en el búnker de su propia conciencia ante los reproches de que no gusta, que no cumple las esperanzas depositadas en él o, lo que es aún peor, que se está quemando, que está acabado. Tiene que saber decir lo que debe cumplir, tiene que repetirlo hasta el fin, aunque todo sea cada vez peor, y, en particular, cuando todo es peor, o cuando nadie le haga caso; especialmente cuando no le hacen caso”. Ksawery Pruszyński se mantuvo además fiel a esta declaración de principios.

En 1944 escribió Orwell a sus colegas periodistas: “No vayan a creerse que durante años y años pueden estar haciendo de serviles propagandistas del régimen soviético o de otro cualquiera y después pueden volver repentinamente a la honestidad intelectual. Basta con que una vez te prostituyas, para que te conviertes en una puta”. Estas recetas son de incalculable valor para nosotros, redactores y periodistas, en nuestros tiempos nada fáciles y teñidos de negro.



Dibujo de Eulogia Merle para El País



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viernes, 15 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] Los enemigos de la Constitución





¿Quiénes son los verdaderos enemigos de la Constitución?, se pregunta en El País el profesor Fernando Rey, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valladolid y consejero de Educación en la comunidad autónoma de Castilla y León. El independentismo catalán no es la enfermedad, sino el síntoma más grave de la pérdida de ilusión en algo que nos una en España. La confianza entre ciudadanos y sus representantes se ha roto.

La Constitución roza los 40 años, la edad del demonio meridiano contra el que proviene el salmo 91, comienza diciendo el profesor Rey. El azote que devasta en las horas centrales del día, las de mayor calor, cuando uno está más débil. En la tradición monacal, a esa hora se produce el peor ataque: la acedía, la tentación por la que el monje se vuelve perezoso y descuidado… y pierde la esperanza. España vive una crisis de acedía democrática, de pérdida de ilusión en algo que nos una; es un tiempo de echar las culpas siempre al otro, de pereza e incluso de crispación para convivir. El independentismo catalán no es la enfermedad, sólo el síntoma actual más grave.

El constitucionalismo se enfrenta en todo el mundo a poderosos enemigos culturales. La realidad económica es tan cruda y la política tan frustrante porque sabemos que el futuro puede ser peor que el presente. Ahora, la división política más profunda está entre quienes aceptan esta verdad incómoda como punto de partida del análisis y la de quienes no la aceptan y se instalan, por ignorancia o por cinismo, en la pos-verdad, es decir, quienes eligen creer mentiras. Evidentemente, a partir de la realidad se pueden configurar diferentes políticas, pero la cuestión política central hoy es la de enfrentar o no la áspera realidad. Juan de Mairena observó: “Lo corriente en el hombre es la tendencia a creer verdadero cuanto le reporta alguna utilidad; por eso hay tantos hombres capaces de comulgar con ruedas de molino”.

Los dos principales enemigos culturales del constitucionalismo democrático (y lo son porque están instaladas dentro del sistema y no enfrente como el comunismo o el fundamentalismo) son dos corrientes de pensamiento que se sitúan confortablemente en la mentira: el populismo y el nacionalismo independentista. Ambas tienen bastante en común. De hecho, algunos populismos (los del centro y norte de Europa) son también nacionalistas y de derechas; y algunos populismos nacionalistas son de izquierda (ERC, CUP, etcétera).

Populistas y nacionalistas inventan la comunidad ideal (el pueblo, los catalanes, los vascos, etcétera) oprimida y saqueada por otros (España, la casta). No es casual que desde posiciones populistas se hable, incluso, de “fraternidad”, pero sólo entre los miembros del grupo de las víctimas llamado a redimirse por el nuevo movimiento. Algo así hizo Robespierre cuando acuñó el concepto contemporáneo de “fraternité” a fin de establecer el servicio militar obligatorio (el pueblo en armas) frente a la monarquía absoluta y los aristócratas (la casta del momento).

Nacionalistas y populistas dividen profundamente porque crean sus respectivos enemigos: habría españoles buenos y malos; o incluso habría españoles que no son españoles. No celebran el día de la Constitución porque el significado profundo e inicial de nuestra Constitución, de cualquier Constitución, es la de crear la comunidad política, el Estado español: artículo primero, apartado segundo, la soberanía nacional reside en el pueblo español. Nacionalistas y populistas niegan la existencia de este pueblo español: impugnan el “nosotros”, que es la cuestión constitucional central.

Nacionalistas y populistas coinciden en inventar imaginarios emocionales pero intelectualmente falsos sobre el presente y sobre la historia, por supuesto, reinventada a propia conveniencia. Historias y no historia. De ahí su éxito. Populistas y nacionalistas prometen imposibles ilusionantes; son un destello de luz en medio de la oscuridad más tenebrosa: la independencia o el ascenso al poder de los “puros” arreglará, per se, todos los problemas. Demagogos “tropicalizando” el constitucionalismo en medio de un pueblo cabreado. El bosque abrasado por el calor y la llama en el momento oportuno.

Pero nacionalistas y populistas no son los únicos enemigos. Citaré en estrados otros dos: el pensamiento de izquierdas que considera que la Constitución es una hija (quizá no deseada, pero hija) del franquismo y que remite la auténtica legitimidad democrática a la República. Y, por supuesto, los casos de corrupción y su aparente laxo manejo. Todo esto hace que se haya roto la confianza entre los ciudadanos y sus representantes. Sobre todo entre los jóvenes. La juventud es el problema político fundamental de nuestro país.

Hace falta reformar en profundidad nuestra Constitución, pero no se dan las condiciones porque hemos perdido por el camino el ingrediente previo y principal, que sí tenían los constituyentes de 1978: el espíritu de concordia: “Con-cor”, un solo corazón. Algo que va más allá del consenso, que es un método inteligente de resolver problemas: elegimos no lo tuyo ni lo mío, pero sí algo que podamos admitir ambos. El consenso es el punto de llegada de la reforma y la concordia, el punto de partida. Es el deseo de vivir unidos con un proyecto de convivencia en común. Justo lo que niegan los enemigos de la Constitución.

La única buena noticia es que, a pesar de nacionalistas, populistas, corruptos y republicanos historicistas, la vieja Constitución resiste. Que se lo pregunten a los indepes. Hay que reformarla, pero ¿por dónde empezar? Un grupo de colegas ha presentado unas ideas interesantes. Pero me parece que la cuestión primordial ahora ya no es traer al redil constitucional a los independentistas. Eso es imposible. Jamás se contentarán con menos de lo que pretenden. Y, además, consolida una evolución de nuestro Estado territorial que premia a los más ricos (con cupos fiscales que incrementan la insolidaridad) y a los que peor se portan (los independentistas). Estos tendrán que aprender a convivir con su deseo frustrado; como lo hace el tercio de españoles, por ejemplo, que según el CIS querrían abolir por completo las autonomías (una suma de gente superior a todos los indepes sumados, y creciendo, aunque no hagan ruido… por ahora).

En este contexto, la primera reforma a acometer es, creo, la del sistema electoral del Congreso para evitar depender tanto en las políticas estatales de los partidos nacionalistas autonómicos. Esquerra, la ex-Convergencia, PNV y Bildu, con el 6,6% de los votos nacionales, tienen 24 escaños vitales. Hay que encontrar una fórmula electoral que deje de privilegiarlos. Eso tenía sentido en 1978 pero no en 2018. Estos partidos ya tendrían el Senado (y mejor si es tipo alemán) para obtener representación y participar en la toma de decisiones estatales.


Dibujo de Eduardo Estrada para El País



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jueves, 9 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Enterrar el franquismo de una vez por todas





Habría que enterrar el franquismo de una vez por todas en el debate político español. Lástima que no podamos hacer lo mismo con el nacionalismo identitario, mentiroso y ombliguista y con el populismo fascistoide de izquierdas  que nos asola. Eso si que sería un verdadero progreso... El relato de un Estado autoritario bajo la sombra del dictador resulta ridículo si se tienen en cuenta los ‘rankings’ sobre la calidad de la democracia española, comenta el periodista Teodoro León Gross en El País.

Tener un protagonista en la campaña del 21-D muerto hace 42 años, comienza diciendo, no hace sino acentuar los mimbres delirantes del procés. El protagonismo de Franco es una anomalía asumida, sin embargo, con toda naturalidad. Sin güija. Y desde luego no sucede por un capricho del destino sino por tacticismo oportunista, y en todo caso por la irresponsabilidad de todos, en particular la resistencia de la izquierda a abandonar un fetiche muy rentable pero también la miopía de la derecha a entender que no caben medias tintas. Unos y otros, entre todos, están causando un daño muy considerable a España y fomentando un lastre que nos pesará a todos durante años.

Estas últimas semanas, Franco parece más vivo que nunca. Cuando menos se le mantiene vivo con un respirador ideológico. Incluso en el entorno internacional, donde acaba de mencionarlo arbitrariamente el presidente de los socialistas belgas Elio di Rupo, con un tuit de una profundidad a la altura de su prestigio. Pero sobre todo en el plano doméstico, donde el nacionalpopulismo percute una y otra vez. Puigdemont pedía el voto para redactar una Constitución “sin militares franquistas”. Junqueras ha abundado en la inercia del “Estado autoritario”, identificando los tribunales con el Tribunal de Orden Público del franquismo. Rufián advertía: “El franquismo no murió el 20 de noviembre de 1975 en una cama en Madrid, morirá el 1 de octubre de 2017 en una urna en Cataluña”. Después ha hecho saber que sigue vigente. Marta Rovira: “Esto recuerda a los tics del franquismo, hemos vuelto a 1975”. También Tardá, y suma y sigue mientras en las calles de Barcelona prolifera el grafiti de Franco ha vuelto. Y el mantra ha traspasado fronteras, con la prensa de correa de transmisión.

Todo esto ha servido, por supuesto, de alpiste para los pollos. Y sobre todo entre los anglosajones que han evolucionado sus visiones del romanticismo orientalizante al franquismo sociológico. “El fascismo de Franco está muy vivo en España”, escribía Jake Wallis Simons, nacido en 1978, para The Spectator. En la carta abierta de setenta académicos e intelectuales contra la represión en el referéndum privando a Cataluña de libertad de expresión —desde el inevitable Noam Chomsky a la decepcionante Saskia Sassen— mencionan, cómo no, a Franco como referencia de los acontecimientos actuales. Jon Lee Anderson, con un dogmatismo delirante, ha insistido en el peso del franquismo en España. Incluso escritores que han decidido vivir en España caen en el tópico. ¿Les gusta vivir en una mala democracia o les gusta disfrutar de ese espíritu colonial supremacista de sentirse entre inferiores a los que aleccionar?

Esto de la mala democracia naturalmente debería ser revisado, en el supuesto de que les interesara lo más mínimo la realidad. Según el reputado ranking Democracy Index de The Economist, España está en el grupo de Full Democracy igualada con el Reino Unido, poco detrás de Alemania, y supera a países, ya en la segunda categoría de Flawed Democracy, como Estados Unidos, Francia, Italia, Portugal y, mon dieu!, Bélgica. Para Freedom House, España obtiene cuatro puntos más que Francia, cinco sobre Polonia, seis más que Estados Unidos o Italia. Sobre libertad de prensa, para quienes dan lecciones, RSF sitúa a España en el segundo nivel tras centroeuropeos y nórdicos, más de diez puntos por delante de Reino Unido o Estados Unidos.

Por supuesto se trata de una democracia imperfecta. Pues claro, todas lo son. De hecho sigue teniendo validez la máxima de Churchill: “Democracy is the worst form of government except all those other forms that have been tried”. La calidad democrática de España, más allá de sus debilidades, que en la administración de Justicia son notorias, está reflejada en esos rankings. Es homogénea con los estándares europeos. Por eso resulta tan ridículo el relato del Estado autoritario bajo la sombra de Franco, que, por lo visto, en esta reencarnación permite todo lo que antes estaba prohibido. Qué curiosa sociedad franquista esta que encabeza rankings de integración racial y tolerancia con la homosexualidad, donde los nacionalistas son hegemónicos en sus territorios desde donde desafían el Estado, y hasta el Barça es el club más favorecido por los árbitros. Pero se ve que algunos contra Franco viven mejor, aunque lleve más de cuarenta años, más de un franquismo, muerto.

En España habrá que tomar alguna vez conciencia del inmenso perjuicio colectivo de todo esto. Hasta cierto punto con el nacionalismo se puede descontar: su objetivo es manifiestamente romper con España, y eso pasa por el desprestigio de ésta con técnicas de propagandismo impropias del juego democrático. Respecto al populismo, es más dudoso, aunque los Iglesias, Echenique, Montero o Garzón, siempre activísimos contra Franco, se rijan por la consigna de "el fin justifica los medios". Si hay que acusar de fachas a Sartorius o a Paco Frutos, perseguidos por el franquismo real, pues se les acusa. La izquierda en general no acaba de entender que donde hoy ven un beneficio rentable para degradar al PP, en realidad se degrada a España, léase a todos los españoles, y se contribuye a prolongar tópicos siniestros y desprestigiar todo lo que lleva la Marca España. Resulta desmoralizador. Alguna vez esto merecerá, definitivamente, un pacto contra el franquismo para enterrar esa sombra y desterrar semejante oportunismo de la conversación pública.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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martes, 28 de febrero de 2017

[A vuelapluma] De nuevo la cuestión de la representación política





Sigo con el asunto recurrente de la crisis de la democracia representativa. Hoy, con el reciente artículo en El País del sociólogo José María Maravall, que fue ministro de Educación y Ciencia en los dos primeros gobiernos de Felipe González, y que lleva el título de Populismos y representación. Afirma en él, afirmación que comparto plenamente, que en sociedades grandes y complejas, con intereses heterogéneos, la única democracia posible es la representativa; que el vínculo directo entre gobernantes y “pueblo” no es democrático, y que los representantes deben dar siempre cuenta de sus decisiones

Por populismo, dice Maravall, me refiero, por un lado, a la representación política que algunos partidos, de izquierda y de derecha, se atribuyen; por otro lado, a las políticas que prometen. Declaran representar al pueblo —un conjunto heterogéneo pero todo él sometido a una casta. En lo que respecta a las políticas que proponen, no atienden nunca a sus consecuencias. Tampoco a los medios para atenderlas: todo depende de una voluntad política para la que supuestamente no existen restricciones.

Sus orígenes, añade, se encuentran en el movimiento de los naródniki, revolucionarios de clase media y media-alta que pretendieron movilizar al campesinado ruso en las décadas de 1860 y 1870. Estrategias parecidas han sido utilizadas con frecuencia. Marx analizó magistralmente un movimiento populista: el golpe de Estado de Luis Bonaparte en Francia: un personaje mediocre y grotesco convertido en un salvador del pueblo. Los teóricos italianos de fines del siglo 19 y comienzos del 20, precursores del fascismo, utilizaron la división casta/pueblo para irla progresivamente derivando hacia una teoría del caudillaje —un duce que enlazaba directamente con el pueblo, por encima de un sistema y unas élites corruptas. El caudillaje y el populismo han sido frecuentes en la política latinoamericana, un ejemplo, sigue siendo hoy día Nicolás Maduro. También en los Estados Unidos, sobre todo entre 1890 y 1930 -ahora Donald Trump constituye un caso extraordinario de populismo por su ataque al sistema, al establishment, y por unas políticas basadas en la xenofobia, el racismo y el proteccionismo.

Hoy día los populismos, sigue diciendo, tanto por lo que dicen representar como por las políticas que ofrecen, se han multiplicado. Ha sucedido en la Europa de las democracias tradicionales y virtuosas: en la Finlandia de los Verdaderos Finlandeses, en la Dinamarca del Partido Popular Danés (PPD), en la Holanda del Partido por la Libertad (VVD), en la Francia del Frente Nacional de Marine Le Pen, en la Inglaterra del triunfo del Brexit. Es también lo que alimenta el discurso dicotómico de casta y pueblo en la Italia de Beppe Grillo y el Movimento 5 Estrellas, así como en la España de Podemos —donde Pablo Iglesias ha declarado, por ejemplo, que él es como Donald Trump sólo que de izquierdas, después de haber afirmado que la diferencia entre izquierda y derecha había desaparecido.

El populismo es difícilmente compatible con la democracia, afirma Maravall. Los representantes elegidos son presentados como miembros más de la casta. El vínculo directo entre gobernantes y pueblo se ejercita mediante plebiscitos y referendos —un instrumento político manipulable donde los haya. Los organismos intermedios interfieren en ese vínculo —los Parlamentos, los congresos de los partidos, los órganos judiciales y los medios de comunicación independientes. En sus dos primeras semanas de mandato, Trump ha subvertido a jueces y medios de información contraponiéndoles al pueblo y dirigiéndose directamente a los ciudadanos. Se ignora lo que sabemos desde hace más de dos siglos —que en sociedades grandes y complejas, con intereses muy heterogéneos, la única democracia posible es la democracia representativa, con pesos y contrapesos entre los diferentes poderes, y que la democracia directa se opone a cualquier contenido deliberativo de la democracia. Que los mandatos imperativos y la revocación inmediata de los representantes y de los gobernantes son contrarios a los intereses de los ciudadanos: las condiciones iniciales suelen cambiar y no ajustar las políticas puede ser nefasto. Que por todo ello, los representantes deben siempre dar cuenta de sus decisiones, de cualquier cambio en sus promesas, y someterse al veredicto de los ciudadanos en las elecciones. El ataque a la democracia representativa, acompañado del populismo, es una amenaza real a las libertades.

El miedo es la base política de los populismos, afirma Maravall. La globalización puede generar ese miedo en el seno de los sectores más vulnerables a una internacionalización de las economías. Por eso los populistas les ofrecen levantar barreras proteccionistas —todo lo que Fernando Henrique Cardoso ha calificado como utopías regresivas. Volver a levantar los muros que mantuvieron en el subdesarrollo a los países pobres, impidiendo sus exportaciones competitivas. A lo largo de muchos años, suprimir esas barreras fue un objetivo de la socialdemocracia. No puede apartarse de ese camino, lo cual no significa aceptar una desregulación de los mercados de productos y de capital que se imponga a la política democrática. Mediante los Estado de Bienestar se han protegido a los sectores dañados por esa globalización creciente. Ha existido una asociación muy fuerte, con evidencia abrumadora, entre gasto social e internacionalización de las economías.

Pero el diseño del Estado de Bienestar, añade, tiene hoy que ser reformulado: no puede pasar a ser un instrumento para financiar el consumo de los grupos de ingresos altos; se tiene que definir mejor qué se entiende por igualdad, cómo eliminar discriminaciones sociales, cómo erradicar la necesidad, cómo generar oportunidades que eviten trampas sociales de las que no es posible salirse. Es necesario clarificar prioridades. Y la distribución no puede bloquear el crecimiento del bienestar de todos.

Los socialdemócratas, continúa diciendo, tienen muchos deberes por hacer. Se habla mucho de la crisis de la socialdemocracia —hoy existen razones para ello. Si atendemos a las 17 democracias más asentadas de Europa, entre las últimas elecciones celebradas antes del inicio de la crisis en 2008 y las últimas (en 2015 o 2016) el promedio del voto de los partidos socialdemócratas ha caído de un 28,2 % del voto a un 21,9 %, mas de seis puntos, mientras que el de los partidos de la derecha ha pasado de 31,3 % a 27,1 %, es decir más de cuatro —en buena parte afectados por el auge de un populismo xenófobo y reaccionario. Las diferencias nacionales son relevantes: en la izquierda, frente a la perdida de un 85,6 % de sus votantes por el PASOK en Grecia, una subida de un 17% del PvdA en Holanda; en la derecha, una caída del 53,8 % en el caso del Popolo della Libertá en Italia, frente a un aumento del 90,1 % del voto de Høyre, el partido conservador en Noruega. A veces han caído conjuntamente los principales partidos de izquierda y derecha (en Grecia el voto conjunto bajó de 76,6 a 34,4 %; en Italia, de 84,3 a 47 %; en España, de 83,4 a 55,6 %). Y excepcionalmente subieron ambos, como en Alemania (de 56,8 a 67,2 %).

Europa, concluye diciendo, es el reino de las coaliciones y los socialdemócratas están en el gobierno de nueve de esos 17 países —en seis lo presiden. Otra cosa es lo que hacen en el gobierno: la singularidad de sus políticas está muy desgastada y les resulta imprescindible replanteárselas como hicieron tras 1945 y en los años 60. Guiados por la igualdad, que representa su permanente seña de identidad, y dando prioridad a su negación extrema: la pobreza y la necesidad que viven los sectores más castigados por la desigualdad, tal vez el mayor coste social de la crisis. De forma que también ayude ese replanteamiento a frenar la política del miedo —y el voto de muchos trabajadores a partidos proteccionistas y reaccionarios. 




Cumbre populista europea


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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