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domingo, 2 de febrero de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] La imaginación reformista de Piketty



Dibujo de Enrique Flores para El País


El profesor y ensayista Jordi Gracia analiza en el Especial dominical de hoy las propuestas que formula el autor de ‘Capitalismo e ideología’, Thomas Piketty, para mitigar el galope de la desigualdad y devolver a la socialdemocracia la ambición perdida a manos del neoliberalismo. 

"Para explicar la eclosión del independentismo -comienza diciendo Jordi Gracia- no basta con Rajoy, que pudo ser solo su adversario de conveniencia. El estímulo central anduvo cerca del miedo: el miedo del poder convergente a perder el poder y el miedo de una porción importante de la sociedad catalana a perder su estatus económico privilegiado. Aquel lema que hizo furor (“España nos roba”: hoy lo repudia por fortuna hasta Gabriel Rufián) cifraba el instinto defensivo y egoísta de esa parte de Cataluña: había llegado la hora de abandonar España y gestionar en exclusiva los propios ingresos. Las élites conservadoras y nacionalistas descubrieron en esa doctrina la gasolina para una adhesión emocional y popular. Desde ahí ya cualquier agravio del Gobierno español (o del Estado) podía magnificarse hasta incurrir en prácticas tóxicas de nacionalpopulismo: deformación informativa, fabricación deliberada de conflictos, maniqueísmo social naturalizado, concepción unanimista de la comunidad.

Pero la crisis de 2008 trajo también consecuencias menos funestas y, entre ellas, la ansiedad por entender algo de economía. Desde entonces, ciudadanos sin formación económica empezamos a hablar con palabras prestadas y hasta creímos entender algo de economía. Eso explica quizá que muchos nos hayamos animado a descargar en la tableta (o trasegar en la mochila) el mamotreto de Thomas Piketty, Capitalismo e ideología. Lo más alarmante del ensayo es que se entiende todo lo que dice; lo segundo es que cuenta con una sencillez abrumadora la complejidad de sus propuestas para mitigar el galope de la desigualdad y devolver a la socialdemocracia la ambición perdida a manos del neoliberalismo de los años ochenta (y hasta hoy). Incluso más: en la historia euroamericana del siglo pasado puede estar el espejo reformista de hoy para mejorar la vida de la mayoría.

De hecho, Piketty es un peligro público: revolucionario en el fondo con formas de académico exquisito. Su propia evolución del liberalismo al socialismo aspira a contagiar razonadamente en la opinión pública una concepción menos estática y sacralizada de la propiedad privada por cuanto las frenéticas desigualdades sociales siguen siendo inaceptables en democracias avanzadas. Ellas son también el sustrato que nutre las opciones xenófobas y nacionalpopulistas del neofascismo (porque todos los fascismos se nutren de la debilidad de las democracias). Así, su propuesta de un socialismo participativo no va tanto dirigida a expertos como contra ellos, a fin de deslocalizar el saber económico y desplazarlo al debate público, político, de principios, medios y fines. Contra la propensión a abandonar el corazón económico de la política a expertos “con competencias dudosas” (o “pequeña casta de expertos”, como la llama después), aspira a recuperar con nuevas ideas el impulso contra la desigualdad que animó a las sociedades occidentales desde finales del siglo XIX.

Si la cogestión en la empresa funciona en los países escandinavos, o figura en la Constitución alemana desde 1949, y si desde 1913 el impuesto federal sobre la renta garantiza la progresividad fiscal en Estados Unidos, alguien está hoy dejando de hacer su trabajo. Nada parece inviable cuando Piketty ensarta una detrás de otra propuestas destinadas a reducir la privacidad de la propiedad privada, no a eliminarla; a promover “el uso de un impuesto anual sobre el patrimonio” del 1% o el 2% (en lugar de gravar con el 20% o el 30% el impuesto de sucesión), a cuestionar el IVA como impuesto flagrantemente injusto, a adoptar para las declaraciones patrimoniales los mismos borradores precumplimentados que tenemos para la renta o, incluso, la invención de un bono anual por ciudadano para financiar a los partidos y rebajar las inquietantes donaciones de empresas y particulares (de acuerdo con una idea de Julia Cagé, que es su pareja, “lo cual no le impide escribir excelentes libros, ni me impide leer su obra con un espíritu crítico”).

Su desarmante confianza en la superación realista del capitalismo lo opone tanto al “conservadurismo elitista” como al “mesianismo revolucionario” y su propensión a echarnos en “manos de un poder estatal hipertrofiado e indefinido”. En otras palabras, la desigualdad es ideológica y es política y, por tanto, y necesariamente, puede mitigarse sin soñar ilusamente con extinguirla (mientras todo sigue igual). Un avanzado empresario español, Nicolás María de Urgoiti, adoptó para sus empresas una cogestión semejante a la alemana, antes de la guerra, aunque no salga en el libro de Piketty, ni tiene por qué salir.

Lo que sí sale es su análisis de la “trampa separatista” como caso particular y síntoma de una hipótesis según la cual los partidos de izquierda habrían dejado de dirigirse a las clases trabajadoras sin formación académica en favor de clases con titulación superior y beneficiarias objetivas del crecimiento desde los años sesenta. Es una izquierda brahmánica que ha perdido de vista a la clase trabajadora sin formación universitaria. Eso explicaría en parte movimientos de repliegue nacional-populista como el Brexit, sin omitir la aspiración a reconvertir al “Reino Unido en paraíso fiscal y en plaza financiera poco regulada y poco vigilante”. El único blindaje que adivina contra esa ofensiva insolidaria es lo que llama un “federalismo social y la construcción de un poder público transnacional” capaz de sofocar el espejismo de la “trampa social-localista”.

Es ahí donde previene a la CUP, sin citarla, contra sus demandas de desarrollo local porque se verán “desbordadas y dominadas por parte del movimiento liberal-conservador [independentista] orientado a promover” para Cataluña un modelo de tipo “paraíso fiscal al estilo de Luxemburgo”. El tufo insultante que hay en esta conjetura no llega tanto de las palabras como del propósito agazapado que ve detrás de un sector del independentismo. Desde la izquierda, al menos, la conjetura debería ser desechada o desmentida sin reservas, y eso es lo que reclama Piketty no tanto a la CUP como a la “izquierda republicana catalana (independentista)”, es decir, a ERC, para que logre marcar así “la diferencia con los que simplemente pretenden quedarse los ingresos fiscales para sí mismos y para sus hijos”.

De esa izquierda comprometida con la investidura de Pedro Sánchez espera Piketty la defensa, inequívocamente de izquierdas, de un “impuesto progresivo común a las rentas altas y a los grandes patrimonios, recaudado a nivel europeo”. La crisis hizo aumentar sustancialmente el apoyo a la autodeterminación pero lo hizo, sobre todo, entre “las categorías sociales más favorecidas”, esas mismas a las que la izquierda se dirigía en los nuevos tiempos y que han acabado sucumbiendo a una improbable cuadratura del círculo: “Continuar sacando partido de la integración comercial y financiera con Europa, pero conservando sus propios ingresos fiscales”. Quienes siguieron desconfiando de esa “trampa secesionista” en versión “social-localista” y no apostaron por la independencia fueron “las categorías modestas y medias”, según Piketty, “un poco más sensibles a las virtudes de la solidaridad fiscal y social”.

El federalismo social que promueve habría de desactivar la “competitividad generalizada entre territorios” y la “ausencia total de solidaridad fiscal” en Europa para reducir el peso de “la lógica del ‘cada uno por su cuenta”. Por eso le sirve Cataluña como síntoma de las flaquezas solidarias de la Europa actual, y por eso parece cuando menos difusa la vocación de izquierdas del actual proyecto independentista. Su adhesión a un federalismo social europeo disolvería esa contradicción ideológica tanto en su ideario como en electorado, y no sería este el peor de los momentos para ensayarlo".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.



El economista Thomas Piketty



La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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jueves, 16 de enero de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] La izquierda, sin discurso. (Publicada el 16 de junio de 2009)




El presidente Barack Obama



Permítanme una disquisición bastante retórica: ¿Obama es de izquierdas?; visto desde la perspectiva europea, yo diría que no. Sigamos con la digresión: ¿la socialdemocracia europea es de izquierdas?; visto desde la perspectiva americana yo me atrevería a pensar que sí. Y sin embargo, tendrán que reconocer conmigo que Obama está realizando una política progresista que no realiza, porque no puede o no sabe, la socialdemocracia europea... Traducido al román paladino de nuestros clásicos: la izquierda europea se ha quedado sin discurso. Y ese discurso progresista tiene que recuperarlo de nuevo la izquierda porque es el que respaldan los ciudadanos europeos mayoritariamente.

Carlos Mulas, director de la Fundación Ideas, y Luis Arroyo, presidente de Asesores de Comunicación Pública, lo exponen de manera muy didáctica en su artículo de hoy en El País, titulado "Progresistas: una mayoría en minoría". Hay que quitarle su discurso de "fuerza, seguridad y libertad" a la derecha neoconservadora, dicen, con un nuevo discurso neoprogresista que "no acepta la contraposición clásica entre libertad e igualdad, porque la verdadera libertad se logra promoviendo la igualdad".

Soy de los que piensan que en una democracia consolidada no hay grandes diferencias entre lo que defienden derechas e izquierdas, que las diferencias son de matiz, pero, perdónenme la redundancia, que son, precisamente, esos matices los que marcan la diferencia: la derecha, siempre ha dado prevalencia a la libertad; la izquierda, a la igualdad. Y hay está la cuestión clave: que no es posible libertad sin igualdad ni igualdad sin libertad.

Recuperar el discurso neoprogresista es recuperar el binomio, inseparable, de igualdad y libertad; y si quieren, añadirle la tercera pata, que sería la solidaridad (la fraternidad de la trilogía revolucionaria). Ese fue el discurso, entre otros, de Lincoln, Roosevelt, King, González, Brandt, Allende, y ahora de Obama, Zapatero, Sócrates, Brown, Rudd, Bachelet, Lula..., al menos en opinión de los articulistas citados.

Ojalá fuera todo tan sencillo como cambiar la etiqueta "izquierda" por "neoprogresismo". No creo que lo sea, pero por algún sitio hay que comenzar. La prueba de que es posible la hemos tenido esta misma tarde en el Congreso, cuando una holgada mayoría de diputados de partidos de izquierda, derecha y centro, le ha dicho "no" al intento de la derecha mas casposa y reaccionaria de frenar la tramitación del proyecto de modificación de ley del aborto. Ahora, lo que hay que hacer es bajar a la tierra y ponernos todos a trabajar en resolver los problemas reales de los ciudadanos con un "discurso cohesionado, emotivo y movilizador, heredero de una larga y épica historia de libertad, derechos y protección". Recuperar ese discurso creo que es motivo suficiente para una alianza de todas las fuerzas progresistas de Europa. HArendt




El excanciller alemán Willy Brandt



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jueves, 8 de noviembre de 2018

[TEORÍA POLÍTICA] La cuarta vía de la socialdemocracia



La muerte de Sócrates, por Jacques-Louis David (1787)


Subo de nuevo al blog un interesante artículo del profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado, dedicado al estudio de la crisis de la socialdemocracia europea. Una crisis, como dice bien Maldonado, en la que la socialdemocracia tradicional sólo puede elegir entre sostenerse en el vacío o dirigirse a un nuevo electorado. Pero también crisis profunda de la democracia, tanto, que ha llegado a convertirse en el tema político de nuestro tiempo por antonomasia. Fue publicado el pasado mes de septiembre en Revista de Libros.

Uno de los mejores momentos de esa irregular serie televisiva que es, o fue, Borgen, comienza diciendo Arias Maldonado, se produce en aquel episodio de no recuerdo exactamente qué temporada en el que una conspiración del sector renovador del Partido Socialdemócrata noruego consigue forzar la salida de un líder proveniente de la vieja escuela obrera. En conversación con la presidenta tras haber sido apuñalado por la espalda, el ya exlíder se muestra orgulloso de su pasado como trabajador portuario y de haber accedido a la cúpula del partido por la vía sindical. Pero eso, viene a decir, de poco sirve en una sociedad en la que ya no hay obreros; o no los hay en el sentido tradicional. La charla sugiere la idea de que estamos ante el último obrero y que, por tanto, la socialdemocracia tradicional sólo puede elegir entre sostenerse en el vacío o dirigirse a un nuevo electorado. O eso creíamos, hasta que empezamos a hablar del trasvase del voto de lo que antaño se llamaba «clase trabajadora» hacia el populismo autoritario y la ultraderecha. Y la crisis de la democracia, de la que llevábamos un tiempo hablando, se hizo más profunda, hasta convertirse en uno de los temas políticos de nuestro tiempo.

En el prestigioso diario suizo Neue Zürcher Zeitung, el analista político austríaco Robert Misik publicó el pasado sábado un artículo que servía de companion al artículo de portada, dedicado al débil liderazgo de Andrea Nahles en el SPD alemán. Para Misik, que subraya las excepciones que representan António Costa en el gobierno portugués y Jeremy Corbyn en la oposición británica, sin mencionar, en cambio, nuestro actual gobierno socialista, el hecho de la crisis socialdemócrata suscita tanto consenso como disenso provoca la fijación de sus causas. Él mismo llega a nombrar nada menos que dieciséis, desde la presión migratoria a la política de la identidad, pasando por la realización de los objetivos históricos del proyecto socialdemócrata o la renuencia de sus líderes a dirigirse al hombre común. Misik concluye que casi todas ellas son ciertas y casi ninguna del todo falsa, mientras algunas incluso se contradicen entre sí. Y añade: En el interior de realidades complejas, no hay ningún análisis correcto, sino que sólo lo será una combinación de ellos [...]. Quien trate de explicarse la situación recurriendo a una sola explicación se garantizará una respuesta incorrecta.

Desde luego, Misik tiene razón; aunque en este caso tenerla dificulte la búsqueda de la correspondiente «solución» a la crisis de la socialdemocracia europea. En este contexto, ¿qué pensar de Aufstehen, el movimiento recién lanzado en Alemania por Sahra Wagenknecht, líder del partido poscomunista Die Linke? Traducido entre nosotros como «En pie», en el sentido de alzarse o levantarse, Aufstehen quiere ser un movimiento transversal llamado a recuperar el voto de aquellos ciudadanos descontentos con los partidos tradicionales de izquierda y se sienten tentados por esa ultraderecha populista representada por la ascendente Alternativa por Alemania. Según Wagenknecht, la democracia padece una crisis tangible a la que los partidos clásicos no están sabiendo responder; de ahí la necesidad imperiosa de forjar ‒lo habían ustedes adivinado‒ una «nueva política». La iniciativa se presentó con apoyo de un exlíder de Los Verdes y de la alcaldesa socialdemócrata de Flensburgo; a ella se han adherido algunos intelectuales y representantes de la cultura, además de un número considerable, pero no abrumador, de ciudadanos. De momento carecen de ese momentum que ha conseguido atesorar la plataforma pro-Corbyn del mismo nombre, a pesar de signos recientes de debilitamiento.

Desde su lanzamiento, el aspecto más controvertido de Aufstehen ha sido su énfasis en la defensa de la política social de los ciudadanos alemanes, y ante todo alemanes, frente a la amenaza que supondría una política de fronteras abiertas que dejase entrar en el país a una cantidad descontrolada de potenciales beneficiarios del Estado de Bienestar. Algo parecido han venido a decir entre nosotros Héctor Illueca, Manolo Monereo y Julio Anguita, todos ellos en la órbita de izquierda Unida o Podemos, en una pieza sobre el llamado «Decreto Dignidad» aprobado por el Gobierno italiano: que la aprobación de la política social para nacionales a manos del populismo de derecha refleja el fracaso de la izquierda ante las fuerzas del neoliberalismo globalizante. Si la izquierda ‒sugieren‒ se hace neoliberal, ¿qué le queda al trabajador sino la derecha populista? Ricardo Dudda ha tachado esta actitud de «chovinismo de bienestar», pues se basa en un perfilamiento de la comunidad de redistribución con arreglo a criterios etnonacionales. Para los autores del controvertido artículo, en cambio, esto supondría juzgar intenciones más que hechos, incurriendo en una cierta «fatiga intelectual» que llama racista o fascista a quien a sus ojos quizá sea otra cosa. Se dibuja aquí el eje de conflicto que parece dominar la política de las sociedades poscrisis: en la formulación de David Goodhart, los ciudadanos de ninguna parte contra los de algún sitio.

Este mismo debate se ha reproducido en Alemania con motivo del lanzamiento de Aufstehen. El economista Wolfgang Streek (que ha escrito sobre el fin del capitalismo) y el sociólogo británico Colin Crouch (conocido por su tesis sobre la posdemocracia) han debatido en las páginas de Die Zeit sobre la naturaleza y utilidad del movimiento. Merece la pena revisar sus argumentos.

Fue Crouch quien abrió el fuego a mediados de agosto, con un artículo que ya desde su título se interroga escépticamente por la necesidad de una iniciativa de estas características. A su juicio, lo que Wagenknecht pone en marcha responde al deseo de dar forma a una izquierda orientada hacia la esfera nacional, que convierte a la Unión Europea en objeto predilecto de su crítica y confunde por el camino los valores liberales con los neoliberales. Esta brecha entre nacionalismo e internacionalismo no es, claro, exclusiva de la izquierda alemana: las vacilaciones de Corbyn ante el Brexit dan buena prueba de su viejo rechazo a la «Europa de los mercaderes» y del indisimulado deseo de regresar a un Estado-nación soberano, capaz de proveer a sus ciudadanos de la política social necesaria. Si bien se piensa, algo así como las trescientas cincuenta mil libras que Nigel Farage prometió para el Servicio Nacional de Salud si triunfaba el Brexit, pero con distintos oropeles retóricos.

Para entender esta nostalgia, dice Crouch, tenemos que atender al contexto en que emerge. Tres desarrollos sociales son aquí decisivos: uno, el fin de la época del Volkspartei o gran partido de masas; dos, el contraste entre el énfasis nacional de la vida política y las fuerzas económicas y culturales de carácter global que ejercen presión sobre las comunidades nacionales; tres, el impacto de unos movimientos migratorios que han despertado fuertes emociones políticas y han puesto sobre la mesa la angustia que padecen quienes creen que los cimientos tradicionales de su existencia se encuentran bajo amenaza de demolición por efecto del movimiento acelerado del cambio social. Ante este panorama, las alternativas serían las siguientes:

¿Reducimos la democracia de tal manera que se ocupe sólo de los temas pequeños que se encuentran a nuestro nivel, mientras la economía determina por arriba el alcance de la democracia? Esa sería la opción neoliberal. ¿Minimizamos la necesidad de pensar más allá de la frontera nacional, limitando lo más posible el libre intercambio de personas, bienes, servicios y capitales? Tal sería la opción proteccionista que comparten extrema derecha y extrema izquierda. ¿O desarrollamos instituciones democráticas transnacionales, que sirvan como complemento a los niveles nacional y local? En eso consistiría la tarea de fortalecer las dimensiones democrática y social de la Unión Europea.

Dice Crouch a continuación algo interesante: que sólo un sistema bipartidista como el norteamericano podría ahora mismo suministrar la estabilidad que las fragmentadas democracias parlamentarias europeas no logran alcanzar. Salvo, habría que matizar, que uno de los partidos de ese bipartidismo sea capturado desde dentro por el populismo. En todo caso, su argumento principal contra Aufstehen es que las economías modernas están tan interconectadas a nivel global que la capacidad reguladora y ordenadora del Estado-nación se ha visto dramáticamente reducida; de ahí la limitación con que parte un movimiento orientado a «recuperar» lo nacional. Su segundo argumento se refiere al electorado al que se dirige Wagenknecht: el moderado éxito de la Tercera Vía de Tony Blair y Gerhard Schröder, razona Crouch, se basó en la existencia de una base social coherente formada, ante todo, por clases medias urbanas y los segmentos creativos. Pero la clase trabajadora se sintió alienada ante el giro social-liberal de la socialdemocracia y volvió su mirada hacia movimientos que se solazan en el odio al extranjero y en la nostalgia por un pasado industrial de tintes patriarcales y valores conservadores. De ahí que el electorado se encuentre hoy partido en dos: cosmopolitas y liberales frente a localistas, trabajadores industriales frente a operadores posindustriales, incluso mujeres contra hombres. Sin embargo, surge aquí una pregunta inquietante para la izquierda: ¿no es más eficaz la derecha cuando de movilizar la nostalgia se trata?

Wolfgang Streeck, quien ha apoyado públicamente a Aufstehen, discrepa. Y lamenta amargamente que su antagonista ocasional hable de xenofobia cuando describe a un movimiento que, desde su punto de vista, persigue romper el insostenible marasmo creado por el falso dilema entre el oportunismo merkeliano y la ilusión de la ausencia de fronteras. Retóricamente, se pregunta:
¿Es xenófobo quien contempla al inmigrante como un competidor por los puestos de trabajo, las plazas de guardería o la vivienda, y desea, por tanto, reducir el número de los que entran? ¿Quien necesita para sus hijos colegios que funcionen adecuadamente, porque no puede mudarse ni llevarlos a un colegio privado? ¿Quien teme por su modo de vida tradicional, enraizado en su región?

Streeck nos recuerda que hay ya economistas para los que la globalización ha ido demasiado lejos, como Dani Rodrik, o demandan un «nacionalismo responsable», como Larry Summers. Y como en un eco del argumento de Monereo et altera, apunta que tachar de xenófobo y, en consecuencia, de inmoral a quien pone estos argumentos sobre la mesa no es la respuesta adecuada.; de hecho, hace más difícil ejecutar una política migratoria sostenible y humanitaria. Streeck parece evocar a Hobbes cuando señala que los individuos que sienten haber perdido el control sobre sus vidas empiezan por experimentar miedo y terminan por rebelarse contra el orden establecido. Para reprimir o canalizar esas emociones disruptivas pero legítimas sirven movimientos como éste: Aufstehen evitará que quienes se sienten amenazados por una globalización sin fronteras sigan al flautista de la derecha reaccionaria. Así de sencillo.

Sucede, además, dice Streeck, que tanto los problemas como los sistemas de partido difieren entre naciones, lo que exige recetas también diferenciadas. En cuanto a las instituciones transnacionales capaces de hacer política social, su pregunta es lacónica: «¿Dónde están?» Al convertirse la Unión Europea en una Liberalisierungsverfestigungsmaschine, o máquina de fragua liberalizadora, quedó para siempre como posibilidad no realizada aquella «Europa social» de la que tanto se hablaba en los años ochenta. La Unión Europea no ha hecho nada contra el neoliberalismo, lamenta el pensador alemán, que no ve razones para que eso pueda cambiar en el futuro. Si hay solución, es nacional: «La política alemana se enfrenta a problemas que debe resolver ella misma, porque nadie más puede ocuparse de ellos y sólo así podrá ella también contribuir a la renovación de la política europea». Algo que podrá alcanzarse únicamente por medio de experimentos en nuevas formas de participación y organización: exactamente lo que Ausfstehen representa.

En este caso, como en otros similares, estamos ante el intento por crear un híbrido entre el partido político y el movimiento social capaz de retener las virtudes de ambos sin los defectos de ninguno de ellos. Ante el descrédito de los partidos tradicionales, percibidos como cárteles orientados a la satisfacción clientelar de sus miembros (tal como explicaba, entre otros, el difunto Peter Mair), se trataría de recibir el aire fresco de aquello que simbólicamente no se encuentra detenido, sino que avanza hacia su objetivo: el movimiento social que, entrando en la arena electoral, se sacudiría de un plumazo su falta de eficacia directa en los planos legislativo o institucional. Trataría así de aproximarse a lo que una vez estuvo cercano: movimientos y partidos estaban llamados a complementarse, encargados los primeros de dar forma a una «política prefigurativa» que los segundos habrían de traducir al lenguaje institucional. Así lo piensan Felix Butlaff y Michael Deflorian, quienes arguyen ‒pude oírlos en una presentación reciente en el Institut für Gesellschaftswandel und Nachhaltigkeit‒ que muchos de quienes participan hoy en movimientos sociales innovadores están reaccionando contra unos partidos que entienden ineficaces y burocratizados. Por decirlo en los viejos términos de Jürgen Habermas, movimientos como Aufstehen persiguen reunir dentro de sí al mundo de la vida y el mundo del sistema, juntando así lo mejor de ambos mundos. Su novedad, en cambio, es relativa: el propio Mussolini comandaba un partido-movimiento antes que un partido o un movimiento.

¿Puede triunfar un movimiento así? Aquí habría que aplicar la cautela de Wolfgang Streeck: cada país es diferente. La experiencia de Podemos en España o la de Momentum en Gran Bretaña no son directamente reproducibles en el contexto alemán; entre otras cosas, porque las condiciones materiales que subyacen a la acción política son bien distintas. En ese mismo sentido, los cambios sociológicos desempeñan obviamente un papel decisivo y es del todo inevitable que los partidos socialdemócratas no sepan cómo dirigirse eficazmente a dos electorados distintos. En países como Suecia, donde existe ya un Partido Feminista que compite electoralmente, o en la misma Alemania, donde Los Verdes gozan de creciente pujanza, la atomización del voto de izquierda es cada vez mayor y va en detrimento de su potencia electoral conjunta. Aufstehen trata de combatir esa dinámica de una manera paradójica: atomizando un poco más el ala izquierda del espacio político y tomando, suavizadas, algunas propuestas de la derecha populista. Esto último es un riesgo, pues valida una argumentación de tintes etnonacionalistas sobre cuya peligrosidad no hace falta abundar; que los ciudadanos más desfavorecidos tengan una experiencia ‒o percepción‒ de la inmigración distinta de la que poseen las elites cosmopolitas es igualmente cierto. Retrospectivamente, la decisión de Merkel de abrir las puertas a los refugiados se ha demostrado calamitosa, a pesar de su alto valor moral: los grandes desplazamientos de población traen consigo turbulencias inevitables en cualquier comunidad política.

En última instancia, Robert Misik tiene razón. No sólo son las causas múltiples y a menudo contradictorias, sino que cada uno de los problemas de fondo que encuentran expresión en estos fenómenos políticos están en sí mismos atravesados por una gran ambigüedad. A principios de este siglo, Fernando Vallespín ya advertía en El futuro de la política de las dificultades crecientes del Estado para organizar eficazmente su sociedad; ese futuro no se nos ha hecho, sin embargo, evidente hasta el estallido de la Gran Recesión (que habría sido una gran depresión, empero, si ese mismo Estado no conservase todavía una fuerza considerable). Pero no está del todo claro que eso que David Goodhart llama «populismo decente», o ciudadanos de base tradicional que recelan de los cambios sociales y tecnológicos, inmigración incluida, añoren la potencia económica del Estado. Hay en ello fuertes dosis de nostalgia por la comunidad que fue, o quizá fue, aun cuando esa comunidad incluyese formas de trabajo basadas en la alienante cadena de montaje; porque, quizá, junto con esa alienación, venía un sentido de la identidad que proporcionaba asideros en el mundo. Esa nostalgia explicaría asimismo la querencia de los economistas de Corbyn por las tesis de Karl Polanyi y su lectura moral del avance del capitalismo moderno: la comunidad como ansiolítico. Tal como ha escrito Jorge del Palacio, la cultura obrera como patria. Todo eso ha desaparecido o, como mínimo, ha cambiado significativamente. Y esa nostalgia admite interpretaciones menos benignas: también puede verse como una forma de organizar políticamente la exclusión. El peligro de movimientos como Aufstehen es que refuercen discursivamente al populismo autoritario sin lograr nada a cambio. Porque sólo una sola cosa está clara: no podemos volver a casa.



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miércoles, 3 de junio de 2015

[Pensamiento] Recuerdo, homenaje y crítica de Tony Judt




Tony Judt



Los lectores asiduos de Desde el trópico de Cáncer conocen ya sobradamente mi admiración por la obra y la persona del insigne historiador y profesor estadounidense de origen británico Tony Judt (1948-2010). Precisamente por el respeto que me merece su obra y su decidida defensa del pensamiento socialdemocráta como la mejor opción política posible frente a los desvaríos del noeliberalismo, por un lado, y los populismos de izquierda, por la banda contraria, no me duelen prendas en traer hasta el blog el artículo que en un reciente número de Revista de Libros, titulado "Tony Judt, el último socialdemócrata", publica el sociólogo español, Julio Aramberri, profesor en la Dongbei University of Finance and Economic en Dailan (China), cuyas críticas y comentarios, no exentos de ironía, gracejo y amenidad en su blog "Orientalismo", en Revista de Libros, sigo habitualmente con sumo interés.

En esta ocasión, Aramberri, crítico mordaz de los socialismos varios y de la izquierda en general, aprovecha la reciente publicación póstuma del libro de Judt titulado "Cuando los hechos cambian. Artículos, 1995-2010" (Taurus, Madrid, 2015), editado por la viuda del historiador estadounidense, para sin mengua de su respeto por la memoria del mismo, ajustar algunas cuentas con sus obras y con su defensa de la socialdemocracia.

Con este volumen editado y prologado por ella misma, Jennifer Homans, la viuda de Tony Judt, -dice Aramberri- se cierra la obra de Judt recogiendo trabajos que aún andaban desperdigados por varias publicaciones, en su mayoría en la prestigiosa The New York Review of Books, de la que Judt era un habitual. 

A lo largo de su obra, -continúa diciendo-, Judt se ocupó de numerosos temas de la historia reciente, todos ellos uncidos a una visión de conjunto o narrativa que giraba alrededor de la defensa del Estado de bienestar y la contribución de la socialdemocracia europea a la creación de la más alta forma de vida colectiva que haya existido y cuya sostenibilidad, cada vez más veteada por la incertidumbre, -ironiza- solo podía ser cuestionada con una dosis de mala fe. Los ensayos de este último volumen de Judt -añade- reiteran esa narración cada vez más difícil de mantener. 

Y todo lo que sigue a continuación por parte del profesor Julio Aramberri es una respetuosa pero acerada crítica, que no comparto, acerca de la coherencia del pensamiento político de Tony Judt.

Tony Judt, -cuenta Aramberri- falleció en 2010 a una edad relativamente temprana, sesenta y dos años, víctima del síndrome de "Lou Gehrig", una enfermedad que hace que los que la padecen pierdan de forma progresiva el control de sus motoneuronas, las células nerviosas que controlan los movimientos voluntarios, pero no el de las funciones cerebrales relacionadas con la sensibilidad y la inteligencia: es decir, son conscientes del deterioro que sufren sin poder hacer nada por remediarlo. Habitualmente el final llega por asfixia tras la pérdida de las funciones respiratorias. Una suerte de «condena sin redención posible», decía Judt de su enfermedad en un ensayo estremecedor aparecido en The New York Review of Book. Judt, un historiador notable, le plantó cara al síndrome hasta el último momento sin dar tregua a su trabajo para así jugarle otra pasada provisional a la muerte. 

Al final de su vida, el éxito había convertido a Judt en esa figura ante la que él sentía una intensa ambigüedad, la de intelectual público, y su muerte dio pie a la habitual ristra de obituarios y homenajes elogiosos o devotos de otros intelectuales de esa misma condición. Una de las escasas excepciones, -sigue diciendo el profesor Aramberri, fue el también historiador Eric Hobsbawm. Aviesamente, en el ensayo necrológico que le dedicó dejaba caer que, hasta la publicación de "Postguerra", Judt había destacado, ante todo, como juez de la horca, ajustando cuentas a algunos franceses y a otros de mayor cuantía. Y remataba, por do más pecado había, que ésta, su obra mayor, era un libro ambicioso pero poco equilibrado que dejaría de parecer satisfactorio a quienes lo leyesen tan solo unos pocos años después de publicado. 

Aunque por razones ajenas a las suyas, como luego se dirá, no dejo de concurrir con Hobsbawm -añade Aramberri- que "Postguerra" y, en mi opinión, el resto de la obra posterior de Judt narra un desencanto anegado por la nostalgia y es una pena que la lucidez de muchos de sus análisis no cause en el lector tanta impresión como su entereza personal. Por mucho que se admire esta, las ideas tienen que pasar por el tamiz de la crítica, pues permanecerán en la conciencia colectiva una vez que el coraje de su autor se haya borrado de la memoria.

Espero y deseo que esta brevísima introducción les anime a continuar la lectura del artículo del profesor Aramberri, y como no, aunque solo sea por ver si sus planteamientos y análisis sobre la obra de Judt se corresponden con los de ustedes, se animen igualmente a leer algunos de los títulos del insigne profesor estadounidense.  

De toda la amplia bibliografía de Tony Judt me atrevería a sugerirles la lectura de su monumental "Postguerra. Una historia de Europa desde 1945"; "Pensar el siglo XX", que reune las conversaciones entre Judt y el también historiador Timothy Snyder; "Algo va mal", un alegato en defensa de la socialdemocracia; y su intimista e impresionante autobiografía, dictada al final de su vida, "El refugio de la memoria". Todas ellas están editadas por Taurus.


Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





Julio Aramberri





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jueves, 2 de enero de 2014

¡Feliz Año Nuevo! ¡Adiós, Filosofía!


Quitan la filosofía de la enseñanza obligatoria española, y que puedan y les dejemos, de la universitaria... Lo extraño es que extrañe... La filosofía enseña a pensar. Luego hacer que nuestros jóvenes dejen de pensar es una baza política de primer orden intencional. ¿No querían caldo?, ¡pues ahí tienen dos tazas! ¿Para qué queremos filosofía y libros teniendo "whatsapps" que piensan por nosotros?

Mi paisano, el escritor canario Juan Cruz, escribe hoy en El País sobre ello. Ambos tuvimos como profesor a Emilio Lledó, el gran filósofo español, vivo, por suerte para nosotros. Resultaría agotadora la lista de pensadores españoles eminentes, por quedarnos solo con los nacionales. Por citar solo a los incordiantes, pueden repasar la que daba otro ilustre pensador, Menéndez y Pelayo, en su "Historia de los heterodoxos españoles". O la de todos los que tuvieron que emigrar tras la Guerra Civil a Europa o las Américas, en la "Historia crítica del pensamiento español", de José Luis Abellán, o padecieron evangélica "persecución de la justicia" por su funesta manía de pensar a lo largo de los últimos siglos (vuelta a Menéndez y Pelayo y Abellán), desde Prisciliano (siglo IV d.C.) a Ortega, Zubiri, Aranguren o Tierno, en el pasado XX.

¡Ah!..., pensar, conocer, preguntar... Tarea agotadora que dejamos a las máquinas. Dejémoslas que decidan también por nosotros. Lo cual no sería, al fin, tan malo, si las máquinas pensaran. El problema, como siempre, es "quién" está detrás. En España por ejemplo, detrás de la iniciativa de suprimir la filosofía (y la libertad de pensar y actuar, con ella) está el gobierno, y detrás del gobierno, el partido que lo sustenta; ¿Y detrás del PP, quién está?.. Perdonen un momento que le pregunto a mi "watchsapp" a ver si álguien me responde...

¡Feliz Año Nuevo a pesar del gobierno! Que el 2014 les traiga paz, amor, felicidad, dinero (sí, porqué no, también dinero) y pensamientos. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt



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domingo, 10 de noviembre de 2013

La conferencia de los socialistas españoles: Nov. 2013. ¿Punto y aparte?


Acabó la conferencia política de los socialistas españoles que durante tres días ha tenido lugar en Madrid. Tiempo habrá del análisis pormenorizado de la misma, aunque yo no tengo mucho ánimo para ello, escaldado como estoy de expectativas anteriores. Si lo tiene, por ejemplo, el profesor de la Universidad noruega de Gotemburgo, el español Víctor Lapuente Giné, con unas más que razonables objecciones que formula a las conclusiones de la misma en su artículo "La carga del hombre rojo", que resume en dos puntos: 1) el coste de la propuesta se hace recaer de nuevo en "otros" en vez de pedir sacrificios a los "nuestros"; y 2) hubiese sido más práctico salir de la conferencia con una buena brújula que con un mapa tan detallado. También opina sobre la conferencia política socialista Antonio G. Maldonado, en su blog "Despachos de letras", con un sarcástico artículo titulado "El PSOE de Brian. La Conferencia Política del Frente Judaico".

Lamentablemente, y por culpa de mi escepticismo visceral, creo que ambos tienen razón. En todo caso, tengo claro que la resurrección de la izquierda democrática española pasa necesariamente por el PSOE: por otro PSOE, renovado hasta los tuétanos, o no pasa; y ya me puedan contar desde IU y adláteres lo que quieran, que no hay otra.

Hace unos años vi por televisión una película del director francés Claude Chabrol titulada "Le fleur du mal" (2002). Su personaje principal era una aún joven mujer, esposa de un destacado miembro de la alta burguesía provinciana francesa y concejala en el ayuntamiento de su localidad que decide presentarse como candidata independiente a la alcaldía. En un momento de la película, su marido le pregunta por qué ha decidido presentarse si a ella nunca le ha gustado la política; la respuesta de la esposa es: "lo que yo hago, no es política"... Ganó la alcaldía.

Reproduzco la acepción de político que recoge el diccionario de la Real Academia Española: "persona que interviene en las cosas del gobierno y negocios del Estado". Quizá el personaje tuviera razón en lo que decía...

Por esas mismas fechas (lo recuerdo bien porque ya escribí sobre ello en el blog) oía por la radio las declaraciones de un concejal del ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria que anunciaba que iban a promover la creación de un "metro", de ocho líneas, en la capital insular. Le preguntaba el locutor, supongo que con ingenuidad: "¿Con la financiación del Estado, no?". Y la respuesta fue: "Sí, claro". Sin comentarios. ¿Político o imbécil?... Esa es la clase de "políticos" que no deberíamos permitir que volvieran.

También en noviembre de 2008 publicaba en El País el profesor Ramón Vargas-Machuca, catedrático de Filosofía Política y exdiputado socialista durante cuatro legislaturas, un artículo titulado "Decálogo del buen político". Decía en él, que al buen político cabía exigirle profesionalidad, talento, información, eficiencia, innovación, decisión, prudencia, astucia, responsabilidad y persuasión...

Creo que son cualidades necesarias, pero no suficientes, porque a ellas habría que añadirle dos supuestos externos a él mismo: primero, una retribución justa, equilibrada y suficiente, establecida con carácter previo por un organismo supervisor e independiente de la Administración Pública, gracias a la cual el ejercicio de la actividad política no le resultara lesivo a sus intereses personales y profesionales; y segundo, una taxativa limitación en el número de mandatos en el ejercicio del cargo. A lo mejor así se animarían a dedicarse a la política buenos profesionales ajenos a ella, reticentes a hacer del "servicio público" una forma de vida o de vivir de él... Haberlos, haylos, seguro. Como las meigas, en Galicia, y las brujas en mi tierra, aunque no crea en ellas.

Les recomiendo la lectura de los artículos de los profesores Lapuente y Vargas-Machuca en los enlaces de más arriba; hoy, con más razones que nunca.

Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt



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domingo, 28 de octubre de 2012

La socialdemocracia y la crisis




Viñeta de Erlich en "El País"


Este vídeo complementa la entrada del blog de esta misma fecha titulada "Capitalismo y Estado de Bienestar, ¿son incompatibles?". Es una grabación de la sesión introductoria del seminario impartido en abril pasado en la Universidad de Gerona por el profesor de la UCM Ignacio Urquizu, dedicado a analizar el papel de la socialdemocracia tras la gran recesión.

Y sean felices, por favor; a pesar del gobierno.Tamaragua, amigos. HArendt







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"Tanto como saber, me agrada dudar" (Dante)
"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)
"La historia del mundo no es un suelo en el que florezca la felicidad. Los tiempos felices son en ella páginas en blanco" (Hegel)

Capitalismo y Estado de Bienestar, ¿son incompatibles?





El profesor Norberto Bobbio (1909-2004)



Cada día me cuesta más ponerme a escribir, tal vez por que cada día tengo menos cosas que decir. Me vencen el desánimo y la desesperanza. Todo es análisis económico y yo, lo reconozco, de economía no entiendo nada. La padezco, pero no la entiendo. Como la mayoría de los españoles y de los ciudadanos y personas de allende los Pirineos y el mar. 

Hace escasos días leía en el último número de Revista de Libros un demoledor artículo, titulado "Los esclavos felices", que constituye todo un alegato contra la socialdemocracia y su incapacidad para gestionar eso que hemos venido en llamar "Estado de Bienestar". Está escrito por un reconocido economista, Raimundo Ortega, y comenta y crítica con enorme dureza el libro de otro economista, José V. Sevilla, titulado El declive de la socialdemocracia (RBA, Barcelona, 2012), que defiende todo lo contrario de nuestro articulista sobre la gestión de la crisis económica que nos asola.

Hay en el texto de Ortega dos afirmaciones con las que resulta difícil no estar de acuerdo: la primera, que "la socialdemocracia está varada en un dilema angustioso"; la segunda, que "la redistribución de la renta no es un derecho político que no imponga obligaciones a sus beneficiarios". Todo lo demás se me escapa, así que les remito al enlace de más arriba. Por cierto,  para mayor profundización académica al respecto, les invito a leer las voces "capitalismo" y "estado de bienestar", respectivamente, en el Diccionario de Política, tomo I, de Noberto Bobbio y otros (Siglo XXI, México, 1994).

De Norberto Bobbio y su libro Derecha e izquierda. Razones y significados de una distinción política (Taurus, Madrid, 1995), escribe hoy en El País el profesor de la UNED, Santos Juliá, citando a ambos en un interesante artículo que lleva el sugestivo título de "Desigualdad como antesala de la ruina", que como resulta casi obvio, no comparte los criterios economicistas de Raimundo Ortega. Les remito, igualmente, a su lectura.

Les recomiendo igualmente leer la entrevista que el diario "Público" realizaba en sus páginas el pasado día 22 a los economistas y profesores Vicenç Navarro y Juan Torres López, titulada "El capitalismo cada día más incompatible con la democracia", en la que comentan su libro Los amos del mundo. Las armas del terrorismo financiero (Espasa-Calpe, Madrid, 2012). Merece la pena.

Personalmente no creo en el valor ni la dignidad de las personas según su clasificación ideológica. Tampoco en que los que se clasifican como de "derechas" sean mejores ni más listos que los que nos ubicamos políticamente en la "izquierda", aunque es cierto que a los primeros parece irles mucho mejor que a los segundos en la situación actual. Tampoco tengo excesiva confianza en esa izquierda utópica que todo lo confía a la revolución social y política. Supongo que es cuestión de temperamento (hablo del mio, por supuesto), pero coincido en que "algo" y "pronto", por no decir "ya mismo", hay que hacer. ¿Pero dónde está la propuesta de la "izquierda"? Avísenme si la vislumbran, por favor.

En la siguiente entrada del blog, la 1750, pueden acceder a un vídeo sobre la socialdemocracia y la crisis, con la grabación de la sesión introductoria del seminario impartido el pasado mes de abril en la Universidad de Gerona por el profesor de la UCM, Ignacio Urquizu, bajo el título de "El futuro de la socialdemocracia tras la gran recesión".  

Y sean felices, por favor; a pesar del gobierno. Tamaragua, amigos. HArendt




Portada de "Derecha e Izquierda", de N.Bobbio




Entrada núm. 1749
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