El rapto de Europa (1908), de Felix Valloton (Kunstmseum, Berna)
Jürgen Habermas es considerado unánimemente el filósofo vivo más influyente de Europa. En un reciente artículo, el gran filósofo europeo diseccionaba la deriva peligrosa que está tomando el proceso de integración de la UE. El texto, que reproduzco, es una versión resumida de su discurso en la reunión sobre Nuevas perspectivas para Europa celebrada en el Colegio de Humanidades de la Universidad Goethe de Fráncfort, en Bad Homburg, el 21 de septiembre de 2018.
Me han pedido que hable de nuevas perspectivas sobre Europa, comienza diciendo Habermas, pero no consigo pensar en ninguna, y la descomposición de estilo trumpiano que está afectando incluso al corazón de Europa me obliga a poner en tela de juicio las que tenía. Desde luego, la sociedad ha tomado conciencia de los riesgos que implican los grandes cambios en la situación mundial, que han alterado las perspectivas sobre Europa y han obligado a prestar más atención a un contexto mundial en el que, hasta ahora, los países europeos se sentían casi incuestionablemente a gusto. En todos los países de Europa está generalizándose la idea de que los nuevos retos afectan a todos de la misma forma y, por tanto, la mejor manera de superarlos es juntos. Esta conclusión, sin duda, impulsa el vago deseo de contar con una Europa políticamente eficaz.
Por eso, hoy, las élites políticas liberales proclaman con más fuerza que hay que progresar en materia de cooperación europea en tres ámbitos: en el apartado de la política exterior y de defensa, exigen un refuerzo militar que permita a Europa “salir del paraguas de Estados Unidos”; bajo el lema de una política europea común de asilo, exigen una firme protección de las fronteras exteriores de Europa y el establecimiento de unos turbios centros de recepción en el norte de África; bajo el eslogan del “libre comercio”, quieren defender una política comercial europea común tanto en las negociaciones del Brexit como en las negociaciones con Trump. No sabemos aún si la Comisión Europea, responsable de dichas negociaciones, tendrá éxito, ni si, en caso de que no lo logre, los intereses comunes de los Gobiernos de la UE se vendrán abajo. Pero este es el lado prometedor de la ecuación. El otro es que el egoísmo de la nación-Estado sigue vivo, e incluso más consolidado, gracias a las engañosas reflexiones de la nueva internacional populista de extrema derecha.
Los avances de las conversaciones sobre una política común de defensa y una política de asilo, que una y otra vez se desmoronan al hablar de repartos, demuestran que los Gobiernos dan prioridad a sus intereses nacionales inmediatos, sobre todo cuantos más problemas tienen con la resaca del populismo de derechas en sus respectivos países. En algunos, ni siquiera importan ya las contradicciones entre las huecas declaraciones europeístas y un comportamiento miope y egoísta. En Hungría, Polonia y la República Checa, y ahora en Italia, y muy pronto en Austria, seguramente, esa vieja tensión se ha evaporado, sustituida por el nacionalismo abiertamente eurófobo. Esta situación suscita dos preguntas. ¿Cómo es posible que, en el último decenio, la contradicción entre la vieja palabrería proeuropea y la obstrucción de la cooperación necesaria haya llegado a este extremo? ¿Y cómo se mantiene todavía la eurozona, a pesar de que, en todos los países, está en aumento la oposición populista de derechas a “Bruselas” y, en el corazón de Europa, en uno de los seis países fundadores de la Comunidad Económica Europea, incluso gobierna una alianza de populistas de izquierdas y de derechas con un programa antieuropeo común?
En Alemania, desde septiembre de 2015, la cuestión de la inmigración y la política de asilo domina los medios y preocupa a la población en detrimento de todo lo demás. Esa obsesión permite tal vez dar una respuesta rápida a la pregunta sobre la causa fundamental de la creciente ola de euroescepticismo, que, además, está corroborada por algunos datos en un país que aún es víctima de las divisiones psicopolíticas provocadas por una reunificación desigual. Ahora bien, si examinamos Europa en su conjunto, y especialmente la eurozona en su totalidad, el aumento de la inmigración no puede ser el factor principal que explique el ascenso del populismo de derechas. En otros países, el giro de la opinión pública se produjo mucho antes, tras la controvertida política para superar la crisis de la deuda soberana provocada por la crisis del sector bancario. En Alemania, como es sabido, el partido AfD nació por iniciativa de un grupo de economistas y empresarios en torno al profesor de Economía Bernd Lucke, gente que temía que la posible “unión de deudas” acabara siendo una trampa para uno de los principales países exportadores y que puso en marcha una amplia, polémica y eficaz campaña contra la amenaza de la sindicación de la deuda. Hace unas semanas, el décimo aniversario de la quiebra de Lehman Brothers sirvió para recordar los argumentos sobre las causas de la crisis —¿fue un fallo del mercado o del Gobierno?— y la política de la devaluación interna forzosa. En otros Estados miembros de la eurozona, este debate tuvo mucha repercusión en la opinión pública, pero aquí, en Alemania, tanto el Gobierno como los medios le quitaron importancia.
En el debate internacional entre los economistas, las voces más críticas contra las políticas de austeridad impulsadas por Schäuble y Merkel, que fueron sobre todo anglosajonas, tuvieron poco eco y escasa valoración en las páginas de economía de los principales medios alemanes, igual que tampoco las de política prestaron mucha atención a los costes sociales y humanos de esas políticas, y no solo en países como Grecia y Portugal. En algunas regiones europeas, la tasa de desempleo está todavía casi en el 20%, y la tasa de paro de los jóvenes es casi el doble. Si a los alemanes nos preocupa hoy la estabilidad democrática en nuestro país, debemos recordar también la suerte de los llamados “países rescatados”: es un escándalo que, en la casa sin terminar de la Unión Europea, una política tan draconiana, que tanto afectó a la red de bienestar social de otros países, careciera de la legitimidad más básica, al menos en comparación con nuestros criterios democráticos habituales. Y esa es una herida aún abierta en muchos pueblos de Europa. Dado que, en la UE, la opinión pública política se forma exclusivamente dentro de las fronteras nacionales y que esas opiniones de distintos Estados no están todavía a disposición unas de otras, durante estos 10 años se han consolidado relatos contradictorios sobre la crisis en los diferentes países de la eurozona. Esos relatos han envenenado gravemente el clima político, porque cada uno llama la atención sobre sus propios problemas nacionales e impide tener esa perspectiva común sin la que es imposible llegar a la mutua comprensión, ni mucho menos afrontar los peligros que nos amenazan a todos y tener la perspectiva de una política proactiva capaz de abordar los problemas comunes con una mentalidad de cooperación. En Alemania, este tipo de ensimismamiento se refleja a la hora de analizar los motivos para la falta de espíritu de cooperación en Europa. Me asombra el descaro del Gobierno alemán cuando cree que puede convencer a sus socios sobre las políticas que nos importan a nosotros —refugiados, defensa, política y comercio exterior— al tiempo que bloquea la cuestión fundamental de la culminación política de la Unión Económica y Monetaria (UEM).
Dentro de la UE, el círculo de los países pertenecientes a la unión monetaria tiene tal grado de interdependencia que ha cristalizado en un núcleo central, aunque solo sea por razones económicas. Por consiguiente, los países de la eurozona serían, si se me permite expresarlo así, los voluntarios naturales para marcar el ritmo en un proceso de mayor integración. Por otra parte, ese mismo grupo de países sufre un problema que amenaza con perjudicar todo el proyecto europeo: nosotros, en particular los que vivimos en una Alemania en pleno auge económico, estamos olvidándonos de que el euro se creó con la expectativa y la promesa política de que los niveles de vida de todos los Estados miembros se aproximarían, mientras que, en realidad, ha sucedido todo lo contrario. Nos olvidamos del verdadero motivo de que no exista un espíritu de cooperación que es hoy más urgente que nunca: el hecho de que ninguna unión monetaria puede sobrevivir a largo plazo si cada vez es mayor la diferencia entre las economías nacionales y, por tanto, entre los niveles de vida de los ciudadanos en los distintos Estados miembros. Aparte de que hoy, después de una modernización capitalista acelerada, también tenemos que hacer frente al malestar por las profundas transformaciones sociales, me parece que los sentimientos antieuropeos que propagan los movimientos populistas de izquierdas y de derechas no son un fenómeno derivado del nacionalismo xenófobo actual. Estos sentimientos euroescépticos tienen distintos orígenes, relacionados con el fracaso del propio proceso de integración europea, y nacieron ya antes de los recientes esfuerzos populistas de avivar las reacciones xenófobas como respuesta a la inmigración. En Italia, el euroescepticismo es el único eje que tienen en común el populismo de derechas y el de izquierdas, es decir, dos bandos ideológicos que están profundamente divididos en cuestiones de “identidad nacional”. Al margen del problema de la inmigración, el euroescepticismo puede apelar a la percepción de que la unión monetaria ha dejado de ser lo mejor para todos sus miembros. El sur de Europa contra el norte, y viceversa: los “perdedores” consideran que han recibido un trato injusto y los “ganadores” rechazan las exigencias de la otra parte.
En realidad, el rígido sistema normativo al que están sometidos los Estados miembros de la eurozona, sin que haya unas competencias compensatorias ni margen para abordar de forma conjunta y flexible los problemas, es una situación que beneficia a los miembros con economías más fuertes. Por consiguiente, lo verdaderamente importante, en mi opinión, no es una vaga postura “a favor” o “en contra” de Europa. Por detrás de esta burda polarización sin matices, a los supuestos amigos de Europa hay que seguir planteándoles un interrogante tácito del que nadie se ha ocupado hasta ahora, pese a que es la verdadera línea divisoria: si, con una unión monetaria que funciona en condiciones mejorables, debemos limitarnos a “blindarla” contra el peligro de más especulación o si debemos aferrarnos a la promesa incumplida de desarrollar la convergencia económica en la eurozona y, por tanto, convertir la unión monetaria en una unión política europea proactiva y eficaz. Esta fue la promesa política ligada a la creación de la UEM. La propuesta de reformas de Emmanuel Macron da el mismo valor a ambos objetivos: por un lado, salvaguardar cada vez más el euro con ayuda de las conocidas propuestas de crear una unión bancaria, el régimen de insolvencia correspondiente, un fondo común de garantía de depósitos para los ahorros y un Fondo Monetario Europeo controlado democráticamente en el ámbito de la UE. Es sabido que, pese a sus declaraciones poco concretas, el Gobierno alemán ha impedido que se dieran más pasos en esta dirección y se ha resistido a todas estas medidas. Pero Macron también propone la creación de un presupuesto para la eurozona, que iría acompañado de competencias de acción política —a las órdenes de un “ministro europeo de Finanzas”—, controladas democráticamente. Para la UE podría suponer la recuperación de poder político y respaldo popular, al instaurar unas competencias y un presupuesto que le permitirían llevar a cabo programas con legitimidad democrática que impedirían un mayor alejamiento económico y social entre los Estados.
Curiosamente, esta alternativa fundamental entre el objetivo de estabilizar la moneda única y llevar a cabo una serie de políticas para contener y reducir los desequilibrios económicos no se ha sometido todavía a un debate político de gran dimensión. No hay una izquierda europeísta que defienda la construcción de una unión del euro capaz de actuar a escala mundial y se plantee objetivos de largo alcance como acabar con la evasión fiscal e imponer una regulación más estricta de los mercados financieros. Si lo hicieran, los socialdemócratas podrían, para empezar, apartarse de los enrevesados objetivos liberales y neoliberales del “centro”. La decadencia de los partidos socialdemócratas se debe a su indefinición. Nadie sabe ya para qué son necesarios. Porque los socialdemócratas ya no se atreven a emprender el control sistemático del capitalismo justo en el nivel en el que los mercados se desmandan. Y no es que me preocupe especialmente la suerte de una familia política concreta, aunque no debemos olvidar jamás que la evolución de la democracia, en Alemania, está más vinculada históricamente al SPD que a ningún otro partido. Lo que me preocupa, más en general, es el fenómeno no explicado de que los partidos políticos establecidos en Europa no quieran o no sepan construir programas en los que queden inequívocamente diferenciadas unas posiciones y opciones que son cruciales para el futuro del continente. Las próximas elecciones europeas van a ser un experimento en este sentido.
Por un lado, Macron, cuyo movimiento no está todavía representado en el Parlamento Europeo (PE), está tratando de romper los grupos políticos actuales para construir una facción proeuropea reconocible. Por el contrario, todos los grupos que sí están representados en el PE, con la clara excepción de la extrema derecha antieuropea, están plagados de divisiones internas, incluso más allá de las diferenciaciones necesarias. No todos los grupos se permiten unos equilibrios y malabarismos como los del Partido Popular Europeo, que sigue permitiendo la afiliación del primer ministro húngaro, Viktor Orbán. La actitud y la conducta de Manfred Weber, miembro de la CSU y aspirante a la presidencia de la Comisión, desprenden una ambigüedad muy típica. Pero los grupos liberal, socialista y de la izquierda tienen divisiones similares. Los Verdes quizá tienen una postura más o menos clara de tibio compromiso con Europa. En resumen, incluso dentro del PE, que, en teoría, debe crear mayorías en defensa de los intereses de la sociedad por encima de las fronteras nacionales, el proyecto europeo ha perdido toda su intensidad.
En definitiva, si me preguntan, no como ciudadano sino como observador académico, cuál es mi valoración general, reconozco que no veo muchas señales que permitan ser optimistas. Por supuesto, los intereses económicos son tan evidentes y tan poderosos —a pesar del Brexit— que parece poco probable que la eurozona se venga abajo. Y ahí está implícita la respuesta a mi segunda pregunta: por qué se mantiene la eurozona. Incluso para los defensores de un euro del norte, los peligros que entrañaría la separación del sur son incalculables. Y en cuanto a la posibilidad de separación de un Estado del sur, acabamos de ver el caso del Gobierno italiano actual, que, pese a sus ruidosas e inequívocas declaraciones durante la campaña electoral, se ha apresurado a ceder, porque una de las consecuencias visibles de marcharse sería encontrarse con una deuda insostenible. Claro que eso tampoco es muy alentador. Asumámoslo: si persiste la aparente relación entre el distanciamiento económico de los miembros de la eurozona y el fortalecimiento del populismo de extrema derecha, nos encontraremos en una trampa que podrá erosionar todavía más las condiciones sociales y culturales necesarias para la existencia de una democracia vital y segura. Esta no es más que una hipótesis pesimista, desde luego. Pero la experiencia y el sentido común nos dicen que el proceso de integración europea está en una deriva peligrosa. El punto en el que no hay vuelta atrás no se ve hasta que es demasiado tarde.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
Entrada núm. 4679
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