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domingo, 28 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] Internet y redes sociales en la esfera pública





La esfera pública ya no es lo que era, comenta en El País Diego Beas, analista político y autor del libro La reinvención de la política (Península). En menos de 25 años, hemos pasado de la utopía del Internet libertario a una red privatizada y diseñada para beneficiar a un puñado de grandes tecnológicas. El resultado es que ahora la información se halla más centralizada que nunca.

Un estudio reciente del Reuters Institute for the Study of Journalism de la Universidad de Oxford, comienza diciendo Beas, llegaba a una sorprendente y reveladora conclusión sobre la configuración de la opinión y los flujos de información en la esfera pública de 2017. Más de la mitad de la ciudadanía se informa ya a través de redes sociales. Y de esa mitad, más del 50% no recuerda correctamente las fuentes de la información (el estudio se titula I saw the news on Facebook). En otras palabras, pierden relevancia y autoridad las fuentes al tiempo que se aplanan las jerarquías. En la esfera pública ultrarápida y con más información que nunca —que no mejor informada— del siglo XXI, para muchos, una noticia pescada al vuelo en una red social tiene la misma legitimidad que el trabajo serio de una investigación periodística rigurosa.

Estamos, por tanto, ante una grave erosión no solo de la legitimidad y el ordenamiento informativo que han aportado a la discusión pública los medios de comunicación, sino también ante un problema epistemológico de primer orden. La famosa sentencia de Friedrich Nietzsche “no hay hechos, solo interpretaciones”, cobra nuevos significados. De la subjetividad filosófica de la interpretación individual a la que se refería el filósofo damos paso a nuevas formas de subjetivación colectiva que difuminan y empobrecen los espacios de discusión y entendimiento públicos. Se achican esos espacios y se vuelven diques ideológicos gobernados por los resortes emocionales de las interpretaciones y la claustrofobia de las “cámaras de eco”.

Tres procesos políticos recientes no se podrían entender sin analizar el papel de estas nuevas dinámicas en la esfera pública: el Brexit, la elección de Donald Trump y el procés en Cataluña. Tres procesos de naturaleza política muy distinta que comparten el desfondamiento de la esfera pública como espacio de discusión racional y entendimiento colectivo. O, como lo resumió atinadamente Máriam Martínez-Bascuñán en estas páginas: “Lo que se ha roto es la conversación pública…, los bandos en liza habitan en realidades paralelas… encerrados en una verdad tiránica”.

Aunque las cifras del Reuters Institute se centran en Reino Unido, grosso modo, se pueden extrapolar a buena parte de las democracias occidentales que habían conseguido establecer opiniones públicas vigorosas e informadas en el modelo Habermasiano (comunidad de “personas privadas reunidas como un público que articula las necesidades sociales con el Estado”).

Ese espacio de deliberación colectiva se enfrenta a una de las transformaciones más significativas de su historia y amenaza la esencia misma de la gobernanza y las instituciones democráticas. Las causas son complejas y vienen de tiempo atrás (en EE UU, por ejemplo, el descrédito de los medios está claramente documentado desde el caso Watergate, a principios de los setenta). Sin embargo, la adopción extendida de las tecnologías de la información y los servicios derivados de estas en la última década y media han acelerado claramente la tendencia (como diría Enric Juliana: “Fabricar solemnidad en tiempos de Internet no es fácil”).

Para constatarlo solo hace falta analizar el testimonio que ofrecieron en noviembre pasado tres grandes tecnológicas —Twitter, Facebook y Google— al comité de inteligencia del Congreso estadounidense. Facebook reconoció por primera vez que a lo largo de la elección presidencial de 2016, 126 millones de personas (más de un tercio de la población estadounidense) estuvieron expuestas a las fake news diseminadas mayoritariamente por intereses rusos. La compañía dio a conocer también por vez primera los contenidos de algunos de los miles de anuncios electorales producidos por la agencia paraestatal de propaganda rusa Internet Research Agency. Un nuevo tipo de publicidad electoral solo accesible por emisor y receptor que elude todas las regulaciones, estándares de transparencia y mecanismos de rendición de cuentas electorales. Publicidades diseñadas para manipular segmentos clave de la opinión pública y taladrar mensajes tipo los 350 millones de libras semanales que supuestamente se ahorraría Reino Unido si ganaba la campaña del Leave en el referéndum o el “no saldremos de la Unión Europea” de los independentistas catalanes.

Un breve paréntesis para contextualizar y desmitificar el recurso reflexivo utilizado por medios bienpensantes que creen no forman parte de estas dinámicas: el fact-checking o las pruebas de verificación. No funcionan. Al menos no para disipar desinformación e incentivar la rendición de cuentas. Estudio tras estudio demuestra que los intentos por clarificar este tipo de afirmaciones contribuyen principalmente a extender más las falsedades, a reforzar los sesgos cognitivos y a endurecer todavía más las posiciones en liza.

Lo que nos lleva a un aspecto fundamental del cambio de modelo de esfera pública: la privatización —y comercialización— de la conversación. En menos de 25 años hemos pasado de la utopía del Internet libertario de los años noventa y la primera década del nuevo siglo a una red privatizada y diseñada como escaparate comercial para beneficiar los intereses de un puñado de grandes tecnológicas. Sistemas expresamente diseñados para lucrar con la llamada “economía de la atención” a través de una selección sesgada que intencionalmente apela a los extremos del discurso político. Una conversación “pública” irónicamente mantenida dentro y reglada por plataformas tecnológicas privadas (uwalled gardens se les llama en el mundo del software). El famoso “el medio es el mensaje” (1964), de McLuhan, llevado a su apoteosis.

Según el Interactive Advertising Bureau, en 2016 el 99% del crecimiento de la publicidad digital se lo repartieron Facebook y Google en exclusiva. Dejando solo migajas para los medios propiamente informativos. La celebrada desintermediación de la información de hace una década convertida hoy en esfera pública intervenida, más centralizada que nunca. La punta del iceberg de un fenómeno que algunos analistas llaman surveillance capitalism (capitalismo de la vigilancia). La articulación de un sistema económico basado en la vigilancia pormenorizada de cada clic, movimiento físico, padecimiento, influencia ideológica, amistad, etcétera. Todo monitorizado al instante y al servicio de los intereses comerciales de este nuevo ecosistema digital.

En un artículo reciente para Vox.com, David Roberts, el primero en utilizar el término posverdad (en 2010, en el contexto de los diferentes intentos por desacreditar investigaciones científicas sobre el cambio climático), llegaba a la conclusión de que entramos en la era de las “epistemologías tribales”. Realidades cognitivas e informativas paralelas que no se comunican entre sí y que intervienen en el debate político motivadas por su propia versión de los hechos. Es decir, la antítesis de ese espacio de conversación y entendimiento colectivo llamado esfera pública que homologaba la realidad y que resulta imprescindible para sostener el edificio democrático.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

sábado, 16 de diciembre de 2017

[Política] Internet y las redes sociales en la formación de la opinión política





Manuel Arias Maldonado es un profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga e investigador visitante en las universidades de Berkeley, Munich, Siena, Oxford y Kele, cuya labor investigadora gira, principalmente, en torno a la teoría de la democracia deliberativa, el liberalismo político, los movimientos sociales globales y Wikipedia como forma de producción del conocimiento. 

El profesor Arias lleva un blog titulado Torre de marfil, que publica en Revista de Libros, y cuya última entrega analiza el papel que han jugado y juegan la prensa, internet y las redes sociales en la conformación de las opiniones políticas. 

En una de las escenas de Ciudadano Kane, comienza diciendo, el magnate periodístico del mismo nombre pide a uno de sus ayudantes que le lea el cable enviado por el corresponsal del Herald en Cuba: "Deliciosas chicas en Cuba. Stop. Puedo enviarle poemas en prosa, pero no me parece correcto gastarme su dinero. Stop. No hay guerra en Cuba. Firmado: Wheeler."

A la pregunta de si desea enviar respuesta, un sonriente Kane dice que sí: «Querido Wheeler: usted ponga los poemas, que yo pondré la guerra». Y así fue: la guerra hispano-estadounidense que se libró entre abril y agosto de 1898 tomando a Cuba como pretexto tiene su origen en la competencia entre The New York Journal, de William Randolph Hearst, de quien es trasunto el Kane de Welles, y The New York World, de Joseph Pulitzer. Para muchos historiadores del periodismo, es aquí donde hemos de localizar el nacimiento del periodismo amarillo; concretamente, en las crónicas hiperbólicas de carácter ficticio que los corresponsales norteamericanos enviaban a su país enfatizando la crueldad española y la debilidad cubana, de manera que la independencia de la colonia ‒ambicionada por Estados Unidos‒ terminó por dibujarse como la única salida. Roosevelt, en busca de un enemigo común que recompusiera los vínculos rotos en la Guerra de Secesión, aprovechó la oportunidad que así se le brindaba.

Recordé este episodio tras leer una pieza de John Naughton en The Guardian que relataba el ascenso fulgurante de The Week, un medio marginal que se dedicaba ‒en la Gran Bretaña de los primeros años treinta‒ a publicar lo que los grandes medios dejaban fuera por miedo a incurrir en revelación de secretos o lesiones al derecho al honor. Al parecer, The Week dejó de ser marginal cuando publicó una edición especial dedicada a la Conferencia Económica de Londres, organizada con el fin de estudiar medidas internacionales contra la Gran Depresión, en la que citaba las impresiones sotto voce de los participantes: el único trabajo desempeñado por los delegados era el de enterradores. De repente, la circulación del medio se disparó y sus problemas económicos desaparecieron. A juicio de Naughton, algo parecido ha sucedido con los tres retuits de Donald Trump a mensajes de Britain First, una organización de agresivo corte nativista que se dedica a denunciar la presunta «islamización» de Occidente. Su relevancia en Gran Bretaña es mínima, pues tiene mil miembros y su líder apenas obtuvo mil votos cuando se presentó a las elecciones generales en su circunscripción, pero los cuarenta y cuatro millones de seguidores de Donald Trump en Twitter no tienen por qué saberlo y se llevarán más bien la impresión contraria. Para el autor, el caso demuestra la medida en que las redes sociales pueden distorsionar la esfera pública.

Y así es, pero estos dos precedentes históricos más bien nos indican que estamos ante un viejo fenómeno que ahora se ve tecnológicamente facilitado y adopta, por ello, formas nuevas. Eso no le resta gravedad; pero no sabemos exactamente qué gravedad tiene. Y es que no podemos estar seguros de que el Brexit, la victoria de Donald Trump o el golpe de Estado del independentismo catalán no se hubieran producido en ausencia de redes sociales; al fin y al cabo, el siglo XX no fue precisamente tranquilo. Otra cosa es que juzguemos estos acontecimientos políticos a la luz de las expectativas creadas inicialmente por las redes digitales, o que el impacto de la Gran Recesión, primero, y la oleada populista, después, sea más fuerte en el marco de triunfalismo psicológico creado tras la caída del Muro de Berlín: creíamos que todo había terminado y ahora tenemos miedo de que vuelva a empezar. Todo ello nos hace olvidar, con demasiada facilidad, que Internet no se agota en las redes sociales y que la conectividad también presenta indudables ventajas informativas. Por ejemplo, y por seguir con las guerras manufacturadas, hoy día sería imposible hacer plausible una sátira cuyo protagonista inventase un conflicto bélico en África a golpe de telegrama con el fin de contentar a su editor londinense; justamente lo que hace el joven William Boot en Scoop («¡Noticia bomba!»), novela que Evelyn Waugh diera a la imprenta en 1938.

Sea como fuere, y aunque no falta el sensacionalismo cuando hablamos de sensacionalismo, el desorden que ha provocado la digitalización en la esfera pública no es ningún scoop. Aunque los datos no terminan de ser concluyentes ni definitivos, parecen observarse tendencias preocupantes para la calidad del debate público: exposición selectiva y balcanización de la opinión, debilidad de los prescriptores tradicionales en el marco de un proceso de desintermediación, miedo a la reacción de las masas de acosos virtuales cuando se emite una opinión inconveniente, erosión del valor persuasivo de los hechos, más rápida propagación de fake news y teorías conspirativas, emocionalización del lenguaje público y creciente sensacionalismo de unos medios obligados a llamar la atención del público a toda costa. El catálogo es ya de sobra conocido.

Y es la tecnología la que produce o potencia estos efectos, porque amplifica los que ya existían en la era de la comunicación vertical de masas. Desde luego, quien sólo leyese El País o escuchase la Cadena SER, igual que quien sólo se dedicase a la COPE y el ABC, no habitaba en un filtro burbuja menos cerrado que los que la digitalización habría traído consigo. La diferencia, como veremos después, es que el concepto de público se ha expandido mediante la incorporación al flujo de noticias de una notable cantidad de ciudadanos que antes se informaban únicamente a través de la televisión o la radio, o no lo hacían en absoluto. No es baladí, además, que la digitalización haya coincidido con la politización causada por la crisis: estamos más atentos a las noticias porque sentimos que hay más en juego.

Viene todo esto a cuento del nuevo proyecto de Jimmy Wales, cofundador y cabeza visible de Wikipedia, sobre el que se daba cuenta este pasado fin de semana en las páginas de Financial Times. Frente al pesimismo habitual acerca del estado de la esfera pública digital, rara vez acompañado por medidas paliativas o correctivas, este emprendedor digital ha optado por proponer una alternativa a la disfunción mediática a su juicio dominante. Su nombre es WikiTribune y se encuentra ya accesible en modo beta. Se trata de una web periodística que, honrando los principios que han hecho de Wikipedia un éxito global, combina la edición profesional con la contribución de los usuarios, sin aceptar espónsores privados. Si hay una desintermediación en marcha que debilita el papel de los expertos, viene a decirse Wales, saquémosle provecho usando la inteligencia colectiva de los usuarios: haciendo que la «sabiduría de las masas» digitales tenga traducción periodística. Escamado por el fracaso de WikiNews, Wales ha querido evitar esta vez que el usuario-editor sea el único creador de contenidos y apuesta por la colaboración entre internautas y periodistas profesionales. Peter Bale, el director del medio, aspira a que WikiTribune cree con ello un «espacio seguro» en el que lectores y periodistas puedan conversar de buena fe y cooperen para producir un contenido a la vez fiable y atractivo. Wales, como es natural, cuenta con que al menos una porción de los usuarios de Wikipedia mostrarán interés por el proyecto y le darán vida y visitas. Aunque la idea es despreocuparse de estas últimas para evitar cualquier tentación sensacionalista, es obvio que, si nadie entra a la página, no quedará más remedio que cerrarla. Wikipedia ‒alegan los promotores del proyecto‒ también surgió de la nada y tardó en conquistar la confianza del público: quizás estemos ante un caso similar.

Sin embargo, es dudoso que suceda lo mismo con WikiTribune, no importa cuán bienintencionada que pueda ser la idea que lo anima. Y ello por razones diversas, cuya elucidación nos ayuda a comprender un poco mejor lo que está pasando y, sobre todo, por qué está pasando. Para empezar: lo que WikiTribune intenta crear ya existe y se llama periodismo de calidad. Dicho de otra manera: ningún consumidor de información periodística mínimamente sofisticado necesita un proyecto de esta índole. Porque, sean cuales sean las virtudes futuras de WikiTribune, parece difícil esperar que sobrepujen a las de un Financial Times, un The Economist o un The New York Times. Y lo mismo cabe decir de las cabeceras nacionales correspondientes. Se alegará que todos ellos padecen algún tipo de inclinación ideológica, de manera que el atractivo de WikiTribune acaso podría radicar en su mayor vocación de objetividad. Pero ya nos enseñó Giovanni Sartori que la mejor esfera pública no se define por la abundancia de medios de comunicación «objetivos», sino por la existencia de una pluralidad de medios que, compitiendo entre sí, ofrecen al ciudadano la oportunidad de formarse una opinión sin que ninguno de ellos pueda reclamar el monopolio de la verdad pública. Pero el auténtico lector de periódicos ya sabe esto y sabe, también, que no puede depender de un solo medio de información. Así que la Red, para él, proporciona recursos adicionales en lugar de sustraer alguno de los preexistentes: junto a sus suscripciones habituales, puede consultar nuevos medios, por no hablar de la facilidad con que puede tener acceso a medios extranjeros de todo tipo. No me refiero únicamente al consumo digital y gratuito, sino también, por ejemplo, a las suscripciones a través de la tableta. Que estas no hayan aumentado en proporción al número de nuevos «consumidores de noticias» dice ya mucho sobre la naturaleza de estos últimos.

También parece difícil que el lector tradicional, acostumbrado a su diario de referencia, que ha podido abandonar el papel para consultarlo online, pueda sentirse atraído por este producto. En la abdicación de este último lector y en la de quienes estaban llamados a ser sus herederos generacionales, por cierto, radica la causa del debilitamiento de los medios clásicos: hablo del típico lector diario de un periódico tradicional que ahora se sienta frente al ordenador en vez de bajar al quiosco. Ese lector cree, equivocándose, que lee la realidad como antes; pero no lo hace, porque no lee el periódico del mismo modo. Que ahora los grandes medios se vean obligados a buscar donde sea lectores de todo tipo trae causa de la deserción de sus viejos fieles; fieles que, con ello, demuestran ser lectores menos sólidos de lo previsto.

Así que, dejando al margen la novedad que representa la colaboración entre periodistas y usuarios ‒que constituye el rasgo diferencial de WikiTribune‒, se diría que Wales está intentando captar al público menos sofisticado. Es decir: al lector accidental de noticias que constituye la gran novedad del proceso de digitalización. Es éste un aspecto central de la nueva opinión pública que, sin embargo, no recibe la atención que merece. Parte del shock que hemos experimentado en este terreno durante los últimos años tiene que ver con el modo en que Internet ha revelado las preferencias, opiniones y maneras del gran público: huimos horrorizados de una sección de comentarios debido al tono bronco y las faltas de ortografía, nos quedamos perplejos ante la lista de las noticias más leídas en los diarios de referencia, presenciamos con el ánimo encogido una disputa en las redes sociales. Pero no sabríamos nada de esto si los ciudadanos no se hubieran conectado masivamente, esto es, si la conectividad no se hubiera convertido ella misma en un entretenimiento. La consecuencia es que se ha multiplicado el número de ciudadanos que se encuentran conectados al flujo de noticias, aunque lo esté de una manera inevitablemente superficial. El oscuro secreto de los estudios que aseguran que cada vez son más los ciudadanos que consumen noticias a través de las redes está en la forma en que se consumen esas noticias. De hecho, no es un asunto sobre el que sea fácil obtener información: impera, en este terreno, un cierto triunfalismo conforme al cual el acceso del usuario a la información es mucho más relevante que la relación que entabla con ella.

En el muy citado informe del Reuters Institute publicado en 2016, por ejemplo, no encontramos precisiones sobre cuántos artículos, reportajes y piezas de opinión leen los usuarios, ni el grado de dificultad de las mismas: se asume que el digital consumer está conectado y eso basta. Pero no basta: la diferencia no está entre el lector analógico y el lector digital, sino entre tipos de lector, y la digitalización está difuminando las diferencias entre ambos. Un reciente estudio del Pew Research Center sobre los hábitos del público norteamericano, por ejemplo, señalaba que solo un 26% de los consumidores de noticias hacen clic sobre los enlaces, algo quizá poco sorprendente si averiguamos que hasta un 55% de ellos se topan con las noticias cuando se conectan a Internet para hacer otra cosa. Y, de acuerdo con una encuesta realizada hace unos años en Estados Unidos por encargo de Microsoft y entre usuarios de Internet Explorer, sólo el 4% de los internautas resultó ser «consumidor activo de noticias», entendiéndose como tal ‒¡ojo!‒ aquel que ha leído al menos diez piezas informativas y dos artículos de opinión a lo largo de un período de tres meses. Si se elimina la exigencia de leer dos artículos de opinión, el porcentaje asciende al 14% (por desgracia, anoté estos datos en su momento sin quedarme con el enlace). Un informe elaborado para Ofcom en 2014 venía a reconocer que los datos disponibles no permitían contestar a preguntas cualitativas sobre el usuario digital; por ejemplo, acerca del tipo de información consumida o el detenimiento con que se consume. Si hay más o mejores datos, yo no los he encontrado.

Que la naturaleza del público esté cambiando, en suma, se debe en gran medida a la incorporación a la esfera pública de un tipo de usuario que se solapa con los anteriores: ahora todos estamos juntos, y a la vez separados, en un mismo espacio cacofónico cuyo sonido ambiente mezcla la música sinfónica con el ruido blanco y la canción de autor. Salvo inesperada sorpresa, un proyecto como WikiTribune ‒al igual que sucede con las webs que asumen heroicamente la tarea de comprobar la verosimilitud de las promesas electorales o el grado de cumplimiento de los programas electorales‒ tendrá una importancia marginal en el proceso de formación de la opinión pública, y servirá antes como recurso para periodistas que como refugio experto para lectores desencantados. De ahí que fenómenos como las fake news, las cámaras de resonancia derivadas de la exposición selectiva a las noticias o la creación de comunidades de afines que comparten noticias entre sí, puedan llegar a ser preocupantes para la democracia. Porque el riesgo no está en que el lector sofisticado llegue a creerse que el papa Francisco apoya a Donald Trump; el problema es que lo creen muchos usuarios hiperconectados que se relacionan superficialmente con el proceso informativo. En realidad, no podía ser de otra manera: el público de masas no iba a cambiar de naturaleza sólo porque apareciesen los medios digitales. Aunque ese mismo público esté más convencido que nunca, gracias al hecho mismo de la conectividad digital, de que tiene toda la información que necesita para formarse ‒¡y expresar!‒ una opinión. Deseemos suerte, en fin, a Jimmy Wales.



Orson Welles en la película "Ciudadano Kane" (1941)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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sábado, 23 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] Preferencias





Todos hemos visto Johnny Guitar: un western que se apropia con brillantez de los códigos del género mientras relata una melodramática historia de amor y despliega una alegoría sobre el macartismo. O sea: sobre el momento en que el Comité de Actividades Antiamericanas se dedicó a perseguir comunistas en el Hollywood de posguerra, comienza diciendo en un reciente artículo Manuel Arias Maldonado (1974), filósofo, sociólogo, politólogo, ensayista y profesor de Ciencia Política en la Universidad de Málaga.

En la película, Mercedes McCambridge interpreta a Emma, una de las notables del pequeño pueblo que espera la llegada inminente del ferrocarril. Sexualmente ambigua, está enamorada de un pistolero que a su vez corteja a Vienna, la dueña del saloon que encarna Joan Crawford. Incapaz de poner orden en sus propias pasiones, Emma se convierte en la principal instigadora del acoso a Vienna y sus próximos. Es ella la que convence a los demás de la necesidad de expulsarlos; ella la que lidera su persecución antorcha en mano. De un grupo de ciudadanos indecisos termina así por emerger una jauría enloquecida. Tal es la fuerza de los influjos humanos.

Se plantea aquí una cuestión política nada menor. Uno de los argumentos que sirven para legitimar al separatismo catalán dice que estamos ante un proceso bottom-up, es decir, una iniciativa popular que termina contagiando a los partidos y desborda el marco institucional. ¡Hay un pueblo en marcha! Otro, invocado también a menudo, sacraliza las preferencias individuales: si los ciudadanos quieren algo, hay que aceptarlo sin preguntarnos por qué han llegado a querer eso o si eso que quieren es moralmente aceptable. Serían preguntas impertinentes: no sirven al científico que trata de analizar objetivamente la realidad social ni al partido que piensa en las siguientes elecciones. Es como si el proceso de formación de las preferencias tuviera lugar en el interior de una caja negra hundida en el fondo del mar y nadie tuviera interés en mandar allí unos buzos.

La opinión pública se parece con frecuencia a un niño que reacciona de manera infantil a los acontecimientos. Recordemos la crisis del euro: el continente se llenó de ciudadanos iracundos que lamentaban haber sido europeístas y los populismos empezaron a ganar fuerza. Después, durante la pasada primavera, las encuestas de opinión parecían haber enloquecido: el apoyo a la Unión Europa pasó en Francia del 38% al 56% y en Alemania del 50% al 68%. ¿Cómo se explica un giro semejante? Seguramente con la victoria de Trump, la recuperación económica y un caótico Brexit. ¡Menudas convicciones! Nada de lo que extrañarse: el votante es un ser por lo general desinformado que siente antes que piensa. De donde se deduce que las preferencias no van de abajo a arriba, sino en dirección contraria.

Basta con atender al caso vasco. Los últimos Euskobarómetros dicen que el independentismo nunca tuvo menor apoyo popular. Sin duda, el fin del terrorismo contribuye a ello. Pero uno se pregunta si el moderantismo del PNV no resulta decisivo: las élites han cambiado el discurso y los votantes se acomodan a ello. ¿Y Cataluña? Se alegará que hay muchas élites en disputa y varios discursos en contienda. Es cierto. Pero no todos se dejan oír por igual en según qué circunstancias; y está por discutirse que todos los fines políticos sean igual de legítimos. Para colmo, el nacionalismo goza de ventaja psicobiológica: nada más estimulante que formar parte de un grupo que culpa a otro de todos sus males. Estamos, sí, donde estamos. Pero no por casualidad. 



Escena de la película "Johnny Guitar"


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domingo, 1 de septiembre de 2013

El pulso de España (IV y última): Análisis de una crisis total




Viñeta de Forges en El País



Cuarta y última entrega de la Encuesta "El pulso de España", titulada "Lo que se espera del Estado", elaborada por Metroscopia para El País, y analizada durante el pasado mes de agosto por el profesor José Juan Toharia. Las tres entregas anteriores pueden leerse en las entradas del blog correspondientes a los días 18 de agosto y 26 de agosto pasados. 

La idiosincrasia es la idiosincrasia y España es, posiblemente, el país europeo en el que sus ciudadanos piden a las instituciones públicas más amparo y protección. Casi 25 puntos más que en la media de los restantes estados de la Unión. De esos ciudadanos que demandan la protección del Estado como una obligación hacia las personas más necesitadas, el 63% se declara votante del PP, y el 80% del PSOE. Respecto a los que piensan que la economía funciona mejor supervisada por el Estado (un 62%) que por el mercado (un 27%), el 62% se declaran votantes del PP, y el 63% del PSOE. No andan muy distanciadas ambas posiciones. ¿De ahí la bajada en picado de la confianza en el gobierno? Es posible, pero supongo que también influirá la incompetencia manifiesta para no ya resolver, sino tan siquiera encauzar la crisis que asola a los españoles.

Para el 86% de los encuestados es responsabilidad del Estado proporcionar atención sanitaria a todos los ciudadanos. Para el 71%, el Estado tiene la obligación de proteger y ayudar a las personas más necesitadas, frente al 7% que entiende que eso es responsabilidad de la propia persona.

Un 78% de los españoles consultados considera que el Estado debe controlar las actividades y beneficios de los bancos; un 92% entiende que los únicos responsables de su hundimiento (el de los bancos y cajas) son sus gestores; un 90% de los ciudadanos cree que todavía no se han exigido a esos gestores las oportunas responsabilidades civiles y penales.

No es extraño que la gran banca española esté volcada en su apoyo a un gobierno que garantiza a sus máximos responsables su total impunidad. ¿Jueces y fiscales estarán por la labor de impedírselo? Las apostillas y comentarios no técnicos son responsabilidad del autor del blog, no del profesor Toharia.

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Viñeta de Peridis en El País





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lunes, 26 de agosto de 2013

El pulso de España (III). Análisis de una crisis total




Viñeta de Peridis en El País



¿"Por qué no se hunde España"? La respuesta que se desprende de esta tercera entrega del análisis del profesor José Juan Toharia a la encuesta "El pulso de España" realizada por Metroscopia para El País entre los días 15 de junio y 12 de julio de 2013 sobre treinta y seis instituciones y organismos públicos y privados de los sistemas jurídico, económico y político españoles, y publicada en el citado diario el pásado sábado, es que España se mantiene en pie gracias a instituciones públicas y privadas que contribuyen eficazmente al bien común.

Esta entrada es continuación de la publicada en el blog el pasado 18 de agosto, con los dos primeros análisis del profesor Toharia sobre la mencionada encuesta: "Un país decepcionado", y "El desplome de la política".

Entre los cuerpos y organismos de la administración pública son los médicos del sistema público de sanidad y los investigadores científicos los que reciben una calificación más alta, con un 92% de grado de satisfacción ciudadana, seguidos de profesores de la enseñanza pública, fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado y fuerzas armadas; los que menos valoración reciben son los inspectores de Hacienda, que aun así, obtienen un 53% de valoración.

Dentro de las instituciones y órgano del sistema jurídico, el peor valorado en su conjunto, el mayor grado de aceptación lo reciben los abogados, con un 53%, y el menor, los fiscales, con un 46%.

Sobre el sistema económico, el mayor índice de aceptación es para las pymes, con un 90%, el segundo más alto de todos los examinados por la encuesta, por debajo de médicos e investigadores, y el menor, los bancos con un decrépito y mayoritario descrédito ciudadano que solo alcanza el 15%  de aceptación, seis puntos menos que la jerarquía episcopal, con un escuálido 21%. 

En cuanto a las instituciones estrictamente políticas, el mayor índice de satisfacción lo recibe el Príncipe de Asturias, con un 62%, seguido del Rey, con un 50% de valoración. 

La institución peor valorada en toda la encuesta son los partidos políticos, con un irrelevante 6% de aceptación ciudadana. Pero ellos, por lo que parece, no se dan por aludidos.

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Viñeta de Erlich en El País




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domingo, 18 de agosto de 2013

El pulso de España (I y II). Análisis de una crisis total




La crisis (viñeta de Forges)



El pasado día 10 el diario El País publicaba un artículo de José Juan Toharia,  doctor en Sociología por la Universidad de Yale (Estados Unidos) y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, titulado "Un país decepcionado", primero de una serie, "Pulso a España", dedicada al análisis de la situación nacional a través de encuestas ciudadanas realizadas por Metroscopia para la Fundación Ortega Marañón.  

Un 67 por ciento de los encuestados (de los cuales el 65% votó PP y el 71% PSOE) considera que somos un país fundamentalmente serio y con fuertes valores cívicos que logra resolver sus problemas mediante acuerdos. Frente a ellos, otro 26 por ciento (de los que el 29% votó PP y el 24% PSOE) considera que somos un país con tendencia la violencia y a la confrontación en el que se puede producir un estallido social en cualquier momento.

Curiosamente, dice el profesor Toharia, ese desaliento ciudadano no respondería tanto a una pérdida de autoestima y confianza en nosotros mismos, cuanto a la cada vez más insoportable constatación de que buena parte de nuestras instituciones y figuras públicas no están sabiendo estar a la altura que nuestra sociedad merece.

Nadie cuestiona hoy, concluye el artículo, ni siquiera en medio de la actual catástrofe económica y social, el sistema democrático. No parece fácil, se dice en él, encontrar en nuestro entorno europeo una sociedad que sepa mantenerse tan paciente, solidaria y generosa en medio de una crisis tan profunda y con una tal carencia de liderazgo público. Porque ese es el principal problema que pesa sobre nuestra sociedad, añade el profesor Toharia, el derrumbamiento (por anquilosamiento, incompetencia o ceguera partidista) de algunas instituciones de crucial importancia para la vigorización de nuestra vida pública.

Al análisis de lo que piensan los ciudadanos españoles sobre sus principales instuciones políticas, sociales y económicas está dedicada la segunda entrega de la serie, "El desplome de la política", publicada en El País de ayer.

En esta segunda entrega, la conclusión a la que se llega es que los españoles están muy irritados con una corrupción que perciben tolerada e impune, y desilusionados con sus instituciones.

No es algo que esté ocurriendo solo en España, se dice en él. También en otros países (se analizan las respuestas de los ciudadanos en España, Francia, Italia y Estados Unidos) afectados por la crisis económica y solidamente democráticos se registra un profundo desplome de la confianza ciudadana en sus instituciones políticas: jefatura del estado, parlamento, gobierno y partidos políticos. 

De entre los cuatro países analizados, España registra el mayor índice de aceptación ciudadana de las instituciones citadas, aunque solo la Corona alcance un justo 50%; Francia es la que peor valora a su presidente de la república (con un 31% de aceptación) e Italia la que menos valora a su parlamento, gobierno y partidos políticos (con unos escuálidos 9, 16 y 7 por ciento), respectivamente.

La banca registra su peor valoración entre los españoles (con un 15%) y las grandes empresas en Estados Unidos (con un 22%). La judicatura recibe su mejor valoración en Francia (con un 58%), la menor en Italia (con un 43%) y entre los españoles un 50%. La iglesia católica donde peor valorada está es en Francia, con un 31% (en España, el 41%). Los sindicatos reciben sus peores valoraciones en Italia y Estados Unidos, con un 20% de aceptación, que en España es del 28%.

En cuanto al conjunto de las restantes instituciones analizadas: pymes, grandes empresas, bancos, enseñanza pública, policía, sistema de salud, fuerzas armadas y administración pública, son las italianas las que reciben, en conjunto, una valoración más baja por parte de sus ciudadanos, salvo en Estados Unidos, donde las menos valoradas son la policía, las escuelas públicas y el sistema de salud.

Entre los posibles remedios para esta escalada imparable de descrédito institucional, se dice en el estudio, los españoles proponen tachar nombres de las listas electorales (85%); elecciones primarias para la selección de líderes (79%); limitación temporal del mandato de los dirigentes de los partidos (83%); y creación de una jurisdicción especial, ágil y bien equipada, para casos de especial gravedad económica o política (un 89%). Medidas quizá complejas pero no imposibles, y que parecen ya insoslayables para la regeneración de esta democracia, concluye el artículo.

Puenden acceder a los dos estudios comentados en los enlaces resaltados en rojo de más arriba, que a su vez llevan a otros enlaces de análisis más concretos. En todo caso, espero que esta entrada les haya resultado interesante. Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν" (vámonos). Tamaragua, amigos. HArendt

P.D.: La segunda parte de esta entrada publicada en el blog el 26/8/2013, pueden leerla en este enlace.




Mercado y Constitución (viñeta de Forges)





Entrada núm. 1941
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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)