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jueves, 14 de mayo de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Wikipedia. Publicada el 28 de noviembre de 2009







Hace unas semanas acompañé a mi hija Ruth y su marido, Ramón, al inicio de sus cursos respectivos en Lengua y Literatura española y Derecho en la Universidad Nacional de Educación a Distancia, en Las Palmas. Fue un emotivo reencuentro con mi Universidad, por la que hacía varios años que no pasaba y que me dio ocasión para saludar a "viejos" profesores amigos. En la presentación del Curso 2009-2010 a los nuevos alumnos, uno de esos "viejos" amigos, profesor titular en la Universidad de Las Palmas de Derecho Romano y coordinador de los estudios de Derecho y profesor-tutor en el centro asociado de la UNED, les dijo a modo de introducción: "Las fuentes del Derecho son (según el artículo 1.1 del Código Civil) la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho, y ahora, además, la Wikipedia". Lo dijo en broma, supongo, pero estaba corroborando de manera implícita una opinión generalizada: la de que hoy por hoy, la Wikipedia, la enciclopedia universal en línea, es un instrumento de información utilísimo e imprescindible. ¿Qué tiene imperfecciones y presenta errores? Por supuesto que sí, pero si no la sacralizamos y aprendemos a movernos a través de los datos que nos facilita de manera casi instantánea, separando lo que contiene de "información", "opinión" y "fuentes", su utilidad es manifiesta. Un consejo, lean el artículo de que se trate hasta el final, accedan a los vínculos electrónicos que estimen de interés de entre los que aparezcan en pantalla, y muy especialmente, visiten las fuentes de referencia que se citan al final de cada uno de sus artículos. Y ya me contarán después. Prueben con cualquier tema que se les ocurra y búsquenlo en Google, por ejemplo, y abran el enlace que venga referenciado a Wikipedia: Obama, Al-Qaeda, Homer Simpson, F.C. Barcelona, Cambio climático, Natación sincronizada, Dios, o Derecho Romano, porque no...

Revista de Libros, en su número de noviembre, le ha dedicado uno de sus artículos de cabecera, titulado "Planeta Wikipedia", que pueden leer en el enlace anterior, escrito por el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado. Es una historia exhaustiva e interesantísima de los orígenes, fundación, desarrollo, expansión, ¿y crisis de crecimiento? de Wikipedia. Y de sus posibilidades y problemas. Espero que lo disfruten. HArendt



El profesor Manuel Arias Maldonado



La reproducción de artículos firmados en este blog por otras personas no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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lunes, 27 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] Certezas



Fernando Simón, director del CAES. Foto AFP 

Nuestros gobernantes se ven obligados a decidir en condiciones trágicas e inmersas en la incertidumbre, escribe en el A vuelapluma de hoy lunes [Sobre política, ciencia y certezas. El País, 19/4/2020] el profesor Javier de Lucas, catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos en la Universitat de Valencia. 

"¿Cómo estar seguros de que las decisiones de los políticos son las apropiadas?, -comienza diciendo el profesor Javier de Lucas-. Creo que este es uno de los debates más relevantes que nos plantea la gestión de la pandemia. Una respuesta es la que propuso Platón. Quien sabe, necesariamente actúa bien: dejémonos guiar por los que saben. Desde el filósofo rey, hasta la fe ciega en el avance inexorable de la ciencia y la técnica, que fue proclamada por el positivismo del XIX y que se prolonga hasta hoy mismo, eso conduce a lo que los profesores Moreno, De Pinedo y Villanueva, en un artículo reciente de título muy sugestivo —Expertos: solo los míos son buenos—denominan epistocracia, y que supone, cito, “la tesis del gobierno de los expertos y la crítica de la democracia. En este caso, se considera que la democracia, de existir, debe guarecerse en el consejo de los verdaderos especialistas”. Pero los supuestos en los que se asienta la epistocracia resultan más que discutibles, también en esta pandemia, pues, como explican, ni nos ponemos de acuerdo sobre qué expertos, ni tampoco sobre la relación y límites entre lo que es ciencia y lo que compete a la decisión política: “Es difícil saber cuál es la naturaleza de los hechos sobre los que las instituciones deben actuar y más difícil todavía determinar cómo ha de ser el proceso de decisión a partir de esos hechos. La reflexión de las instituciones debe siempre partir de la información científica, pero involucra necesariamente cuestiones que pertenecen al ámbito de lo normativo”.

Parece difícil de discutir que, comenzando por la propia OMS y continuando por los diferentes comités científicos y equipos de investigación creados ad hoc en cada país, están muy lejos de ser el oráculo de Delfos que nos gustaría (que necesitamos) creer. Por más que sea preciso destacar y agradecer la enorme contribución de esos equipos científicos, es ineludible la crítica. Basta leer, por ejemplo, lo que el premio Jaume I de Nuevas Tecnologías de 2015, Pablo Artal, ha llamado en un artículo reciente el “gran fracaso de la ciencia española”.

La ciencia no es el demiurgo que nos gustaría creer. Por supuesto que es suicida adoptar decisiones políticas contra lo que nos indica la ciencia, pero es que la ciencia, la comunidad científica, avanza también en este terreno sobre el sistema de prueba y error, en una discusión abierta y en permanente corrección, que está muy lejos de esa versión popular de la ciencia como sistema de dogmas irrefutables y asentados de una vez para siempre. Entre otras razones, porque quienes investigan y quienes deciden en la pandemia de la covid-19 no se mueven con datos indiscutibles y completos, tal y como ha señalado reiteradamente Javier Sampedro, por ejemplo.

Me parece que Jürgen Habermas, en una reciente entrevista de Nicolas Truong en Le Monde, nos ofrece la clave. Lo hace al señalar algo que los estudiosos de lo que se conviene en denominar ámbito de la razón práctica tienen muy en cuenta: la defectibilidad constitutiva de ese uso de la razón (si se quiere, del conocimiento). Permitan que traduzca la cita: “La pandemia pone al alcance de la opinión pública internacional, de golpe y de forma simultánea, un principio que hasta ahora solo era cuestión de los expertos: la necesidad de actuar desde el conocimiento explícito de nuestro desconocimiento. Con la pandemia, todos los ciudadanos aprenden que sus Gobiernos deben tomar decisiones desde la plena conciencia de los límites del saber de los virólogos que les aconsejan. Y es así como se nos revela a plena luz, cómo la acción política se lleva a cabo, por así decirlo, sumergida en la incertidumbre. Y es posible que esta inhabitual experiencia deje huella en la conciencia pública”.

No solo es que los dirigentes políticos no deban escudar sus decisiones como consecuencia necesaria de dictámenes científicos. Es que no pueden hacerlo. Parto, claro, de la presunción fuerte de buena fe y predominio del criterio del bien común en la mayoría de aquellos a quienes el azar ha puesto en centros de decisión durante esta pandemia. Lo que trato de subrayar son las condiciones trágicas en las que nuestros gobernantes deben decidir ahora, y por eso me parecen mezquinos y falaces juicios tan comunes en redes, del tipo “les va en el sueldo”. Pero no intento convertirles en inimputables, ni eximirles de la crítica ni del control. La comunicación de las decisiones políticas debiera tener el coraje de venir presidida por este principio: decir la verdad a los ciudadanos. Eso incluye reconocer las limitaciones, el grado de incertidumbre en el que nos movemos. No nos proporciona la seguridad que nos gustaría, claro. Pero la pandemia ha venido a recordarnos también eso, que además de vulnerables y frágiles, ni sabemos todo, ni debemos actuar como si lo supiéramos".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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jueves, 7 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Una cierta mesura





A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de las autoras cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellas tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy sobre la virtud de la mesura, escrito por la psicóloga Remei Margarit.

"Los niños pequeños dicen de verdad lo que sienten -afirma Margarit-. Una educadora de una escuela infantil me explicó que en su clase había un niño de dos años que hablaba con un tono de voz muy alto, tanto, que ella le dijo: “Habla más bajo” y él le contestó: “Es que si hablo más bajo me acabo”: es decir, que asociaba al volumen de su voz el hecho de existir. Quizás, pues, ya en la vida adulta, cuando nos encontramos con personas que hablan en un tono de voz cercano al grito, tal vez les pasa como a ese niño, que si hablan bajo sienten que se acaban . Es decir, el casi grito asociado a la supervivencia. En la adolescencia también se da ese fenómeno, algunos chicos y chicas añaden decibelios a su voz, quizás para hacerse oír, para no acabarse . También es sorprendente cómo se alza la voz en los mítines de una campaña electoral, aun disponiendo de un micrófono y altavoces, es como si no se alzara fuertemente la voz, se les fuera la vida política. Siempre me ha sorprendido el hecho de que cuando una persona quiere convencer a otras, lo hace gritando, porque convencer es seducir y no se seduce nunca a gritos, al revés, a no ser que lo que se quiera es atizar, cosa en las antípodas de la seducción. Quizás los que gritan tanto forman parte de aquel grupo del niño que sentía que se acababa hablando bajo; aunque ello quiere decir algo un poco más grave, que no han madurado lo suficiente como para modular el tono de sus palabras; dicho de otra manera, en eso hay aspectos de su infancia todavía no resueltos.

La comunicación tiene que ver con la conversación pausada, con un hablar calmado y sin prisas, de escuchar al otro, con un tono de voz que llegue al otro, pero que no lo supere, con pausas y silencios in­cluidos. Todo ello es porque la comuni­cación verbal implica el respeto hacia uno mismo y hacia el otro. Cuando se es adulto, el grito tiene que ver con la ira y con la invasión del espacio del otro, el grito no es una conversación ni quiere serlo. Y tanto en el mundo civil como en el político, el grito es un atizar a los otros, no tiene nada que ver con la comprensión que se quiere en la conversación. La buena convivencia no se hace gritando, sino con las conver­saciones y con la seducción de la comprensión".







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domingo, 28 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] Internet y redes sociales en la esfera pública





La esfera pública ya no es lo que era, comenta en El País Diego Beas, analista político y autor del libro La reinvención de la política (Península). En menos de 25 años, hemos pasado de la utopía del Internet libertario a una red privatizada y diseñada para beneficiar a un puñado de grandes tecnológicas. El resultado es que ahora la información se halla más centralizada que nunca.

Un estudio reciente del Reuters Institute for the Study of Journalism de la Universidad de Oxford, comienza diciendo Beas, llegaba a una sorprendente y reveladora conclusión sobre la configuración de la opinión y los flujos de información en la esfera pública de 2017. Más de la mitad de la ciudadanía se informa ya a través de redes sociales. Y de esa mitad, más del 50% no recuerda correctamente las fuentes de la información (el estudio se titula I saw the news on Facebook). En otras palabras, pierden relevancia y autoridad las fuentes al tiempo que se aplanan las jerarquías. En la esfera pública ultrarápida y con más información que nunca —que no mejor informada— del siglo XXI, para muchos, una noticia pescada al vuelo en una red social tiene la misma legitimidad que el trabajo serio de una investigación periodística rigurosa.

Estamos, por tanto, ante una grave erosión no solo de la legitimidad y el ordenamiento informativo que han aportado a la discusión pública los medios de comunicación, sino también ante un problema epistemológico de primer orden. La famosa sentencia de Friedrich Nietzsche “no hay hechos, solo interpretaciones”, cobra nuevos significados. De la subjetividad filosófica de la interpretación individual a la que se refería el filósofo damos paso a nuevas formas de subjetivación colectiva que difuminan y empobrecen los espacios de discusión y entendimiento públicos. Se achican esos espacios y se vuelven diques ideológicos gobernados por los resortes emocionales de las interpretaciones y la claustrofobia de las “cámaras de eco”.

Tres procesos políticos recientes no se podrían entender sin analizar el papel de estas nuevas dinámicas en la esfera pública: el Brexit, la elección de Donald Trump y el procés en Cataluña. Tres procesos de naturaleza política muy distinta que comparten el desfondamiento de la esfera pública como espacio de discusión racional y entendimiento colectivo. O, como lo resumió atinadamente Máriam Martínez-Bascuñán en estas páginas: “Lo que se ha roto es la conversación pública…, los bandos en liza habitan en realidades paralelas… encerrados en una verdad tiránica”.

Aunque las cifras del Reuters Institute se centran en Reino Unido, grosso modo, se pueden extrapolar a buena parte de las democracias occidentales que habían conseguido establecer opiniones públicas vigorosas e informadas en el modelo Habermasiano (comunidad de “personas privadas reunidas como un público que articula las necesidades sociales con el Estado”).

Ese espacio de deliberación colectiva se enfrenta a una de las transformaciones más significativas de su historia y amenaza la esencia misma de la gobernanza y las instituciones democráticas. Las causas son complejas y vienen de tiempo atrás (en EE UU, por ejemplo, el descrédito de los medios está claramente documentado desde el caso Watergate, a principios de los setenta). Sin embargo, la adopción extendida de las tecnologías de la información y los servicios derivados de estas en la última década y media han acelerado claramente la tendencia (como diría Enric Juliana: “Fabricar solemnidad en tiempos de Internet no es fácil”).

Para constatarlo solo hace falta analizar el testimonio que ofrecieron en noviembre pasado tres grandes tecnológicas —Twitter, Facebook y Google— al comité de inteligencia del Congreso estadounidense. Facebook reconoció por primera vez que a lo largo de la elección presidencial de 2016, 126 millones de personas (más de un tercio de la población estadounidense) estuvieron expuestas a las fake news diseminadas mayoritariamente por intereses rusos. La compañía dio a conocer también por vez primera los contenidos de algunos de los miles de anuncios electorales producidos por la agencia paraestatal de propaganda rusa Internet Research Agency. Un nuevo tipo de publicidad electoral solo accesible por emisor y receptor que elude todas las regulaciones, estándares de transparencia y mecanismos de rendición de cuentas electorales. Publicidades diseñadas para manipular segmentos clave de la opinión pública y taladrar mensajes tipo los 350 millones de libras semanales que supuestamente se ahorraría Reino Unido si ganaba la campaña del Leave en el referéndum o el “no saldremos de la Unión Europea” de los independentistas catalanes.

Un breve paréntesis para contextualizar y desmitificar el recurso reflexivo utilizado por medios bienpensantes que creen no forman parte de estas dinámicas: el fact-checking o las pruebas de verificación. No funcionan. Al menos no para disipar desinformación e incentivar la rendición de cuentas. Estudio tras estudio demuestra que los intentos por clarificar este tipo de afirmaciones contribuyen principalmente a extender más las falsedades, a reforzar los sesgos cognitivos y a endurecer todavía más las posiciones en liza.

Lo que nos lleva a un aspecto fundamental del cambio de modelo de esfera pública: la privatización —y comercialización— de la conversación. En menos de 25 años hemos pasado de la utopía del Internet libertario de los años noventa y la primera década del nuevo siglo a una red privatizada y diseñada como escaparate comercial para beneficiar los intereses de un puñado de grandes tecnológicas. Sistemas expresamente diseñados para lucrar con la llamada “economía de la atención” a través de una selección sesgada que intencionalmente apela a los extremos del discurso político. Una conversación “pública” irónicamente mantenida dentro y reglada por plataformas tecnológicas privadas (uwalled gardens se les llama en el mundo del software). El famoso “el medio es el mensaje” (1964), de McLuhan, llevado a su apoteosis.

Según el Interactive Advertising Bureau, en 2016 el 99% del crecimiento de la publicidad digital se lo repartieron Facebook y Google en exclusiva. Dejando solo migajas para los medios propiamente informativos. La celebrada desintermediación de la información de hace una década convertida hoy en esfera pública intervenida, más centralizada que nunca. La punta del iceberg de un fenómeno que algunos analistas llaman surveillance capitalism (capitalismo de la vigilancia). La articulación de un sistema económico basado en la vigilancia pormenorizada de cada clic, movimiento físico, padecimiento, influencia ideológica, amistad, etcétera. Todo monitorizado al instante y al servicio de los intereses comerciales de este nuevo ecosistema digital.

En un artículo reciente para Vox.com, David Roberts, el primero en utilizar el término posverdad (en 2010, en el contexto de los diferentes intentos por desacreditar investigaciones científicas sobre el cambio climático), llegaba a la conclusión de que entramos en la era de las “epistemologías tribales”. Realidades cognitivas e informativas paralelas que no se comunican entre sí y que intervienen en el debate político motivadas por su propia versión de los hechos. Es decir, la antítesis de ese espacio de conversación y entendimiento colectivo llamado esfera pública que homologaba la realidad y que resulta imprescindible para sostener el edificio democrático.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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domingo, 9 de julio de 2017

[A vuelapluma] La gincana digital





¿Es imprescindible tener un ordenador o un teléfono móvil, porque con ellos se puede conseguir prácticamente de todo sin colas y sin largas esperas? ¿Es esto cierto? ¿Hemos salido ganando cuando todo queda a un golpe de clic? Las preguntas anteriores se las formula en un reciente artículo de El País el ensayista y escritor especializado en cultura digital y lengua José Antonio Millán, autor del libro Tengo, tengo, tengo. Los ritmos de la lengua?

Bienvenido al futuro, a una era en la que podrá, sin moverse de su casa, comprar cosas, acceder a servicios y, en una palabra, conseguir prácticamente de todo, pero sin molestos desplazamientos y colas, dice al comienzo de su artículo José Antonio Millán. ¿Está dispuesto? Bien: lo primero que deberá hacer es comprar un ordenador o un teléfono móvil. Sí: es un desembolso, pero ya verá, ya… Luego, claro, deberá contratar un servicio de datos, con un coste mensual, si es que no quiere errar por cafeterías buscando un wifi gratis. ¿La electricidad? Claro: también deberá enchufar su ordenador y cargar su móvil: ¡no van a funcionar solos!

¿Tiene todo ello? Perfecto. Ahora viene la parte más divertida: para lograr estas cosas deberá participar cada vez en una gincana. Por ejemplo: entradas de teatro. En su sitio web nos informan de que debemos “registrarnos”. Piden el nombre, la dirección de correo… ¡Un momento! ¿No querrán luego enviar publicidad? Por fortuna, hay un enlace a “política de protección de datos”, donde unos párrafos farragosos no nos dirán gran cosa. Piden también una contraseña, y damos la de siempre: ¡bastantes líos tenemos para recordar una diferente en cada sitio!…

Entonces nos informan de que mandarán un correo. Con un poco de suerte (a veces no llega), ahí está: hacemos clic en su enlace y, aparentemente, ya estamos “registrados”. Ahora seleccionamos obra, fecha, función y por fin se nos presenta el esquema de un patio de butacas, para seleccionar las nuestras, pero ¡pronto!: si en pocos minutos no lo hacemos, deberemos empezar de nuevo. Hacemos clic sobre las localidades deseadas… ¿qué ocurre? ¡No se marcan! Miramos la página por todas partes: ¡ah! La aplicación está “optimizada” para un navegador que no es el que estamos usando. ¡Perdón, perdón! Abrimos otro navegador, rellenamos nuestros datos, y al llegar a las localidades, las que pretendíamos ya están cogidas. Bueeeeno… Tendremos que seleccionar otras.

A continuación entramos en el “sistema” del banco: ahora el responsable es el gestor de nuestro dinero, no el teatro; bueno: en realidad tampoco era el teatro, sino un intermediario que vende sus entradas. El banco nos pide contraseña: hay que meterla con todo cuidado porque, para “proteger nuestra confidencialidad”, al introducir sus caracteres lo que vemos en pantalla son asteriscos. Luego deberemos usar una clave que nos enviarán ¡por móvil! El ciudadano del futuro no solo tiene que tener ordenador o móvil, sino ambas cosas… Es un incordio, pero así estamos protegidos contra los ciberdelitos que —se nos repite constantemente— acechan por doquier. Claro, esto no impide que de vez en cuando los malos roben millones de datos.

Llega al móvil un mensaje de texto con cifras. Volvemos al ordenador: hay un cuadro de claves, pero como está mal diseñado tardamos un rato en saber si la clave pedida es la de la derecha o la de la izquierda de los números recibidos. Pulsamos el teclado, pero no ocurre nada. Ah, claro: ¡hay que introducirla con el ratón mediante un teclado en pantalla! Para descorazonar a posibles espías (y para prolongar el juego un poco más), los dígitos aparecen desordenados, por ejemplo así: 9 4 6 0 8 / 2 5 1 3 7.

¡La transacción ha funcionado! Nos preguntan si queremos imprimir las entradas o bien enviarlas al móvil. Como a estas alturas nos fiamos muy poco, decidimos imprimirlas. Claro: la impresora también la hemos tenido que comprar nosotros. Y el papel. Y ¿sabían ustedes que la tinta de impresora es más cara que la sangre? Pero hemos triunfado. El proceso entero solo nos ha llevado media hora, pero la próxima vez lo haremos mejor… si es que no han cambiado el sistema; para mejorarlo, claro.

Procesos similares nos esperan al comprar billetes de avión o un libro, al suscribirnos a una publicación, al reservar un hotel o alquilar un coche; al pagar un impuesto o la electricidad. Como no hay un sistema unificado de interacción en pantalla, cada una de estas páginas web tendrá las cosas en lugares diferentes, y funcionará de modo ligeramente distinto. Muchas, además, están sencillamente mal diseñadas, tanto en el aspecto gráfico y tipográfico como en su interactividad.

Cuando nos pidan nuestros datos nunca sabremos muy bien qué quieren: la contraseña deberá tener al menos ocho cifras. O seis. O mezclar letras y números; o además signos de puntuación. El número de nuestra tarjeta de crédito deberá incluir los espacios, o tal vez no. Del DNI pedirán los números, o también la letra, pero en minúscula, o en mayúscula. Todo ello lo descubriremos cuando nos rechacen el formulario, a veces con indicaciones incomprensibles, tipo “Error 479”. Cuando regresemos para rehacerlo, no es infrecuente que tengamos que volver a introducir de nuevo todos los datos.

En las aplicaciones móviles la cuestión puede ser aún más pintoresca, porque cada una puede ser completamente distinta, y la manipulación y la escritura en la pequeña pantalla del teléfono aumentará las posibilidades de error… En cualquiera de estas plataformas, la posibilidad de consultar dudas, o de comprobar si una transacción se ha cerrado efectivamente o queda en el limbo, es remota: en algunas páginas figura una dirección de correo (de resultados ignotos); en otras, la posibilidad de llamar a un teléfono de ayuda, lo que nos costará dinero, claro: ¡no lo van a pagar ellos! Y además nos meterá en el infierno de un call center. Pienso en la población española, cada vez más envejecida, con carencias visuales o cognitivas, debatiéndose en este universo siempre cambiante y que parece que ya no podemos eludir…

Dado que los costes de manipulación de datos se nos han trasladado a nosotros, que además pagamos dispositivos, energía y consumibles; dado que ahorran en taquilleras, agentes de viajes y vendedores, uno podría esperar que los precios de lo que compramos en línea hayan ido bajando. Pues no. Se nos ha intentado convencer de que consultar la factura en la web, en vez de recibirla en papel en casa, es más “ecológico”. Se nos ha dicho que las operaciones bancarias digitales son para nuestra comodidad, pero ya están anunciando que nos las van a cobrar aparte.

Yo, concluye diciendo Millán, como todos aquellos que vislumbramos una realidad en la que las interacciones digitales eran un elemento de progreso, me siento completamente estafado.



Dibujo de Eva Vázquez para El País



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miércoles, 19 de octubre de 2016

[A vuelapluma] Trolas, imbecilidades y maledicencias en internet





¡Cómo cambia uno con los años!... Y no lo digo solo por lo físico, que es evidente e irrefutable. Lo digo también en cuanto a mentalidades y actitudes. Un servidor de ustedes hace sesenta años era de comunión diaria y propagandista de la fe. Después, con el tiempo, la fe se va diluyendo hasta desaparecer y la experiencia te enseña que no hay más tela que la que se ve ni más cera que la que arde. O lo que es lo mismo: que no hay más vida que esta y que lo mejor que uno puede hacer es vivirla intentando ser feliz, hacer felices a los demás, especialmente a los que te rodean y te quieren, y procurando no jodérsela en la medida de tus posibilidades a los demás. 

Se preguntarán ustedes con toda razón a qué viene este prolegómeno. Pues verán, se trata de dejar claro que no tengo ningún afán proselitista ni de propagandista de nadie ni de nada. O como decía Hannah Arendt de sí misma, que voy por libre. De vez en cuando me gusta advertir a mis buenos amigos, sinceramente preocupados por noticias que han leído en internet o que les han llegado multiplicadas por mil a través de las redes sociales, de que no hagan caso de ellas. Que el 99,99% de las veces son gilipolleces puestas en circulación por imbéciles que no tienen otra cosa que hacer, y el otro 0,99% restante asumidas y difundidas por personas de buena fe que no acaban de entender de qué va ni como funciona esto de internet. Y decididamente me rindo con armas, banderas y bagages. Lo siento, pero no aguanto más: prometo solemnemente no volver a tratar el asunto en el blog ni en las redes sociales ni intentar persuadir o convencer a nadie de nada. Allá cada cual se las apañe con sus tragaderas. Las mías ya no dan para más.

De las mentiras, imbecilidades y maledicencias que circulan al por mayor por internet, el escritor y académico de la RAE, Javier Marías, con su mala leche habitual, trata de ellas en su último artículo en El País Semanal titulado Urdiendo imbecilidades. Lo comparto plenamente. 

Hoy cualquier majadería puede tener inmediato éxito. Al instante brotan firmas que la suscriben y a menudo imponen sus criterios o sus censuras, dice Marías. Hay mucho de inquietante en las sociedades actuales, pero algún rasgo es además misterioso, como la continua, siempre incansable, proliferación de imbecilidades. Es seguro que en gran parte se debe a las redes sociales, que actúan como amplificadoras de toda sandez que se le ocurra a cualquier idiota ocioso. Hace tiempo que dije que la estupidez, existente desde que el mundo es mundo, nunca había estado organizada, como ahora. Cada memo lanzaba su memez y ésta se quedaba en el bar o en una conversación telefónica entre particulares. Había poco riesgo de contagio, de imitación, de epidemia. Hoy es lo contrario: cualquier majadería suele tener inmediato éxito, legiones de seguidores, al instante brotan decenas de miles de firmas que la suscriben, hacen presión y a menudo imponen sus criterios o sus censuras o sus prohibiciones. Porque otro de los signos de nuestro tiempo es ese, el afán de prohibir cosas, de regularlo todo, de no dejar un resquicio de libertad intocado. Hablé hace poco de quienes quieren que no se publiquen –así, sin más– las opiniones que no les gustan o que contrarían sus fanatismos variados. Demasiados individuos desearían dictaduras a la carta, con ellos de dictadores. Y, lo mismo que el crimen organizado es mucho más difícil de combatir que el crimen por libre, otro tanto sucede con la necedad organizada

La última que me llega, sigue diciendo, es la bautizada como “apropiación cultural”, sobre la cual, claro está, se están arrojando anatemas. Veamos de qué se trata: hay un montón de colectivos –o partes de esos colectivos, espero– que consideran un insulto que alguien no perteneciente a ellos practique sus costumbres, interprete “su” música, baile “sus” danzas o se vista como sus miembros. Pongamos ejemplos de esta nueva ofensa inventada: si alguien que no es argentino baila tangos, está llevando a cabo una “apropiación cultural” que, según los protestones, siempre implica robo y burla, hurto y befa; si unos señores se disfrazan de mariachis y cantan rancheras, lo mismo si no son mexicanos auténticos; los blancos no pueden tocar jazz, porque es expresión del alma negra y un no-negro estaría parodiándola y faltándole al respeto; por supuesto nadie que no sea gitano de pura cepa puede salir en un restaurante a arañar el violín con atuendo zíngaro, vaya escarnio.

Si la cosa se llevara a rajatabla, añade, nos encontraríamos con que Bach estaría reservado sólo a intérpretes alemanes, Schubert a austriacos y Scarlatti a italianos. Nadie que no hubiera nacido en Sevilla debería bailar sevillanas, ni muñeiras quien no fuese gallego. El sitar sería un instrumento vedado a cuantos no fuesen indios de la India (aunque tampoco estoy seguro de que sea exclusivo de ellos), nadie que no fuera ruso debería acercarse a una balalaika ni lucir casaca cosaca, y un colombiano jamás osaría marcarse una samba. Las grabaciones de Chet Baker y otros jazzistas blancos habrían de ser quemadas, por irrespetuosas, y nadie que no proviniera de ciertas zonas de los Estados Unidos estaría autorizado a entonar una balada country. ¿Y qué es eso de que Madonna aparezca con traje de luces en algunos de sus conciertos? Vaya escándalo, vaya mofa para España y Francia.

Es un escalón más, sigue diciendo. Hace tiempo escribí sobre algo parecido: centenares de miles de firmas clamaban al cielo porque en una película de Peter Pan (con actores), a la Princesa Tigrillas no la hubiera encarnado una actriz india de verdad (india de América), sino una blanca. Estos agraviados, por lógica, condenarían a cualquier actor que, no siendo danés, hiciera de Hamlet; al que, no siendo “moro de Venecia”, hiciera de Otelo; al que, no siendo manchego, se atreviera con Don Quijote, y así hasta el infinito. Esto de la “apropiación cultural” es de esperar que no prospere y que nadie haga maldito el caso, pero ya de nada puede uno estar seguro. Los bailes de disfraces quedarían automáticamente prohibidos, por irreverentes, y a Jacinto Antón habría que correrlo a gorrazos por vestirse de vez en cuando –según ha contado– de policía montado del Canadá o de explorador británico con salacot y breeches. Un hereje el pobre Jacinto.

Más allá de lo grotesco y las bromas, concluye su artículo, cabe preguntarse qué ha pasado para que hoy sea todo objeto de protesta. Por qué todo se ve como denigración, y nada como admiración y homenaje, o incluso como sana envidia. Hubo un tiempo no lejano en el que los colectivos se sentían halagados si alguien imitaba sus cantos y sus bailes, si atravesaban fronteras demostrando así su pujanza, su bondad y su capacidad de influencia. ¿Por qué todo ha pasado a verse como negativo, como afrenta, como “apropiación indebida” y latrocinio? Da la impresión de que existan masas de imbéciles desocupados pensando: “¿Qué nueva cretinada podemos inventar? ¿De qué más podemos quejarnos? ¿Contra quiénes podemos ir ahora? ¿A quiénes culpar de algo y prohibírselo?” Ya lo dijo Ortega y Gasset hace mucho: “El malvado descansa de vez en cuando; el tonto nunca”. O algo por el estilo.





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viernes, 1 de agosto de 2008

*Segundo aniversario

Hoy cumple dos años esta Bitácora de Harendt... Primero, y con diversos nombres, hasta quedar fijada con el de "Desde el Trópico de Cáncer", en la dirección electrónica del servidor Blog.com, http://ccampos1946.blog.com, donde aún puede visitarse.

Desde hace tres meses, con su nuevo y espero que definitivo título de "A tres grados del Trópico de Cáncer hay unas islas...", en la también nueva dirección electrónica del servidor de Blogger.com, http://harendt.blogspot.com.


Dos años que significan 954 artículos comentados, y una media de 50 mil consultas y 13 mil visitas mensuales. Gracias de todo corazón. Es un enorme placer saber que tengo tal cantidad de amigos a los que me gustaría conocer. Un abrazo sincero a todos. Gracias... HArendt