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jueves, 30 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Concesiones



Sesión del Congreso de los Diputados. Foto Europa Press


Esto no es una guerra cultural, Todos tienen que hacer alguna concesión. Es una ocasión en la que nadie puede ganar si no ganamos todos, afirma en el A vuelapluma de hoy [No es una guerra cultural. El Pais, 25/7/2020] el catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Madrid, Fernando Vallespín. 

"¿Recuerdan cuando en medio del confinamiento, con cientos de muertos diarios, había gente que salía a la calle a gritar “libertad”? -comienza diciendo Vallespín-.  Por esas mismas fechas se publicó un debat en el semanario alemán Die Zeit entre J. Habermas y el jurista Klaus Günther sobre el dilema entre la apertura de la economía y el derecho a la vida y, en general, la complejidad asociada a la ponderación entre derechos fundamentales. En un determinado momento, hablando de lo intrincado del caso, Günther dijo algo que captó mi atención: “¿Estaríamos dispuestos a explicar al primer paciente al que no podemos ofrecer un respirador como consecuencia de la desescalada que debe morir para preservar la libertad de otros?” ¿Usted se lo diría, lo harían los que gritaban “libertad” con la banderita?

El tema es lo suficiente enrevesado como para ser objeto de una columna. Además, se puede prestar a cierta demagogia. Por ejemplo, a la vista de lo que ahora mismo está ocurriendo podríamos reformular la frase preguntando a un joven: ¿Estarías dispuesto a decirle a una persona mayor contagiada que debe morir para que tú, persona casi inmune, puedas seguir de marcha por las noches? No es esta la vía por la que quiero transitar, desde luego. Como digo, la cuestión es de mucha enjundia y, como todos los dilemas morales, tiene muchas aristas. Pero del mismo modo en que no se puede dramatizar en exceso, con mayor razón aún debemos evitar banalizarla. Esto es lo que a mi juicio está ocurriendo desde el inicio de la pandemia cuando las estrategias de combate al virus se presentaron como una guerra cultural más; en este caso, “libertad” frente a hipercontrol estatal. El ejemplo más a la vista es el de los Estados Unidos, donde se han visto arrastrados a una patética gestión de la infección por su superposición con los conflictos sectarios del país. O Trump o Sauci. El caso es convertir el fundamento de las discrepancias en dogmas, no en el objeto de un sereno y racional debate público.

Aquí también lo sufrimos. No solo con los de la “libertad”, sino con algún que otro presidente —o presidenta— de Comunidad Autónoma. Ahora ya parece que poco a poco todos hemos ido tomando conciencia de que esto va en serio y que cuando uno asume la responsabilidad plena por las consecuencias cambia también su forma de ver los problemas. Qué fácil era cuando todo podía imputarse al Gobierno central. Qué sencillo es oponerse a algo que dicta un Gobierno que no es el de tu cuerda, ¿verdad? Y con esto no quiero decir que haya que acallar las críticas; de lo que se trata es de hacerlas fructificar para que todos nos beneficiemos, no para doblar el brazo al adversario.

Ahora, todavía en medio de la tormenta provocada por el virus, tenemos que ir reparando a la vez sus desperfectos, sus desgarros del tejido económico y social. Reconstrucción, lo llaman. Después del acuerdo europeo, es una ocasión única para darle un buen empujón al país. Un país diverso y plural. Todos, por tanto, tienen que hacer alguna concesión. Es una ocasión en la que nadie puede ganar si no ganamos todos. ¿Habremos aprendido algo de la experiencia anterior o seguiremos con la guerra de guerrillas políticas, culturales y semipensionistas?".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 







La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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miércoles, 29 de julio de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Europa, über allen. Entrada publicada el 19 de junio de 2010




El filósofo Platón


En 64 años de vida da tiempo para bastantes lecturas. ¿Cuántas?: la verdad es que no tengo ni la menor idea, y tampoco me preocupa. En una de las secciones del blog: "Mis autores y libros favoritos", tengo puestos algunas de ellas. Sólo una mínima parte de las que recuerdo con especial cariño. Sí sé, en cambio, cuál fue mi primer libro leído del que tengo recuerdo: "La isla del tesoro", de Robert Louis.Stevenson, cuando tenía ocho años, y cuál el último, éste releído: "Infierno", de Dante Alighieri, concluido ayer mismo. También estoy seguro de cuál es el que más veces he leído: "La República", de Platón, tanto por placer como por obligaciones académicas.

Para algunos tratadistas, "La República" de Platón es un libro sobre el gobierno ideal de la "polis". Discrepo cordialmente de dicha opinión. Para mí, "La República", es un tratado sobre la educación; la de los gobernantes de la "polis", eso sí, pero de educación, no de gobierno. La tesis central del libro es la de que los filósofos, educados conforme a los preceptos expuestos por Platón, son los que deben gobernar las ciudades-estados: los reyes-filósofos. Esa es la teoría, claro está, porque cuando Platón pretendió convertirla en práctica real en la ciudad-estado siciliana de Siracusa, se salvó por los pelos de acabar vendido como esclavo. Mi conclusión personal es la de que a los filósofos hay que escucharlos y leerlos siempre con respeto, pero seguir sus consejos es harina de otro costal.

Pero hay excepciones: como la de Jürgen Habermas (1929), también filósofo, y premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en 2003. Con toda seguridad, uno de los más influyentes, sino el que más, de los filósofos vivos actuales. Y de los más leídos y escuchados. El pasado 23 de mayo publicó en el diario El País un artículo titulado "En el euro se decide el destino de la U.E.". Todo un lujo para el periódico, pero sobre todo para el lector, en el que analiza la crisis financiera que se ceba sobre los estados europeos y la propia Unión y las posibilidades de cohesión que sobre esa misma Unión desata. A pesar de ello, o quizá precisamente a causa de ello, es un texto eminentemente político, que ensalza las virtudes de una Unión más estrecha y de la necesidad de ir a un gobierno económico de Europa. Es un texto largo, pero no complejo. Se lee y se comprende con suma facilidad.

Un ejemplo: "Por lo que respecta a la doma del asilvestrado capitalismo financiero, nadie puede engañarse sobre la voluntad mayoritaria de las poblaciones. Por primera vez en la historia del capitalismo, en el otoño de 2008 sólo pudo salvarse la columna vertebral del sistema económico mundial, impulsado por los mercados financieros, gracias a las garantías de los contribuyentes. Y este hecho -que el capitalismo no pueda ya reproducirse por sus solas fuerzas- se ha fijado desde entonces en las conciencias de los ciudadanos que, como ciudadanos-contribuyentes, tuvieron que salir fiadores del fracaso del sistema.

Y una recomendación final: "En épocas de crisis, incluso los individuos pueden hacer historia. Nuestra enervada élite política, que prefiere seguir los titulares del Bildzeitung, no puede convencerse a sí misma de que son las poblaciones quienes impiden una unificación europea más profunda. Saben perfectamente que el retrato demoscópico de la opinión de la gente no es lo mismo que el resultado de la formación de una voluntad democrática deliberativamente constituida de los ciudadanos. Hasta hora, no ha habido en país alguno una sola elección europea o un solo referéndum en el que se haya decidido sobre algo que no sean temas y listas electorales nacionales. Sin mencionar siquiera la miopía nacional-estatal de la izquierda (y aquí no hablo sólo del partido alemán La Izquierda), hasta este momento todos los partidos políticos nos deben el intento de conformar políticamente la opinión pública mediante una Ilustración a la ofensiva. Con un poco de nervio político, la crisis de la moneda común puede acabar produciendo aquello que algunos esperaron en tiempos de la política exterior común europea: la conciencia, por encima de las fronteras nacionales, de compartir un destino europeo común."

¿Serán los gobiernos y los pueblos de Europa capaces de escucharle? Espero que sí, porque, al menos para mí, la esperanza se llama Europa: "Europa über allen". HArendt



El filósfo Jürgen Habermas



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jueves, 6 de diciembre de 2018

[EUROPA] ¿Quo vadis, Europa?



El rapto de Europa (1908), de Felix Valloton (Kunstmseum, Berna)


Jürgen Habermas es considerado unánimemente el filósofo vivo más influyente de Europa. En un reciente artículo, el gran filósofo europeo diseccionaba la deriva peligrosa que está tomando el proceso de integración de la UE. El texto, que reproduzco, es una versión resumida de su discurso en la reunión sobre Nuevas perspectivas para Europa celebrada en el Colegio de Humanidades de la Universidad Goethe de Fráncfort, en Bad Homburg, el 21 de septiembre de 2018.

Me han pedido que hable de nuevas perspectivas sobre Europa, comienza diciendo Habermas, pero no consigo pensar en ninguna, y la descomposición de estilo trumpiano que está afectando incluso al corazón de Europa me obliga a poner en tela de juicio las que tenía. Desde luego, la sociedad ha tomado conciencia de los riesgos que implican los grandes cambios en la situación mundial, que han alterado las perspectivas sobre Europa y han obligado a prestar más atención a un contexto mundial en el que, hasta ahora, los países europeos se sentían casi incuestionablemente a gusto. En todos los países de Europa está generalizándose la idea de que los nuevos retos afectan a todos de la misma forma y, por tanto, la mejor manera de superarlos es juntos. Esta conclusión, sin duda, impulsa el vago deseo de contar con una Europa políticamente eficaz.

Por eso, hoy, las élites políticas liberales proclaman con más fuerza que hay que progresar en materia de cooperación europea en tres ámbitos: en el apartado de la política exterior y de defensa, exigen un refuerzo militar que permita a Europa “salir del paraguas de Estados Unidos”; bajo el lema de una política europea común de asilo, exigen una firme protección de las fronteras exteriores de Europa y el establecimiento de unos turbios centros de recepción en el norte de África; bajo el eslogan del “libre comercio”, quieren defender una política comercial europea común tanto en las negociaciones del Brexit como en las negociaciones con Trump. No sabemos aún si la Comisión Europea, responsable de dichas negociaciones, tendrá éxito, ni si, en caso de que no lo logre, los intereses comunes de los Gobiernos de la UE se vendrán abajo. Pero este es el lado prometedor de la ecuación. El otro es que el egoísmo de la nación-Estado sigue vivo, e incluso más consolidado, gracias a las engañosas reflexiones de la nueva internacional populista de extrema derecha.

Los avances de las conversaciones sobre una política común de defensa y una política de asilo, que una y otra vez se desmoronan al hablar de repartos, demuestran que los Gobiernos dan prioridad a sus intereses nacionales inmediatos, sobre todo cuantos más problemas tienen con la resaca del populismo de derechas en sus respectivos países. En algunos, ni siquiera importan ya las contradicciones entre las huecas declaraciones europeístas y un comportamiento miope y egoísta. En Hungría, Polonia y la República Checa, y ahora en Italia, y muy pronto en Austria, seguramente, esa vieja tensión se ha evaporado, sustituida por el nacionalismo abiertamente eurófobo. Esta situación suscita dos preguntas. ¿Cómo es posible que, en el último decenio, la contradicción entre la vieja palabrería proeuropea y la obstrucción de la cooperación necesaria haya llegado a este extremo? ¿Y cómo se mantiene todavía la eurozona, a pesar de que, en todos los países, está en aumento la oposición populista de derechas a “Bruselas” y, en el corazón de Europa, en uno de los seis países fundadores de la Comunidad Económica Europea, incluso gobierna una alianza de populistas de izquierdas y de derechas con un programa antieuropeo común?

En Alemania, desde septiembre de 2015, la cuestión de la inmigración y la política de asilo domina los medios y preocupa a la población en detrimento de todo lo demás. Esa obsesión permite tal vez dar una respuesta rápida a la pregunta sobre la causa fundamental de la creciente ola de euroescepticismo, que, además, está corroborada por algunos datos en un país que aún es víctima de las divisiones psicopolíticas provocadas por una reunificación desigual. Ahora bien, si examinamos Europa en su conjunto, y especialmente la eurozona en su totalidad, el aumento de la inmigración no puede ser el factor principal que explique el ascenso del populismo de derechas. En otros países, el giro de la opinión pública se produjo mucho antes, tras la controvertida política para superar la crisis de la deuda soberana provocada por la crisis del sector bancario. En Alemania, como es sabido, el partido AfD nació por iniciativa de un grupo de economistas y empresarios en torno al profesor de Economía Bernd Lucke, gente que temía que la posible “unión de deudas” acabara siendo una trampa para uno de los principales países exportadores y que puso en marcha una amplia, polémica y eficaz campaña contra la amenaza de la sindicación de la deuda. Hace unas semanas, el décimo aniversario de la quiebra de Lehman Brothers sirvió para recordar los argumentos sobre las causas de la crisis —¿fue un fallo del mercado o del Gobierno?— y la política de la devaluación interna forzosa. En otros Estados miembros de la eurozona, este debate tuvo mucha repercusión en la opinión pública, pero aquí, en Alemania, tanto el Gobierno como los medios le quitaron importancia.

En el debate internacional entre los economistas, las voces más críticas contra las políticas de austeridad impulsadas por Schäuble y Merkel, que fueron sobre todo anglosajonas, tuvieron poco eco y escasa valoración en las páginas de economía de los principales medios alemanes, igual que tampoco las de política prestaron mucha atención a los costes sociales y humanos de esas políticas, y no solo en países como Grecia y Portugal. En algunas regiones europeas, la tasa de desempleo está todavía casi en el 20%, y la tasa de paro de los jóvenes es casi el doble. Si a los alemanes nos preocupa hoy la estabilidad democrática en nuestro país, debemos recordar también la suerte de los llamados “países rescatados”: es un escándalo que, en la casa sin terminar de la Unión Europea, una política tan draconiana, que tanto afectó a la red de bienestar social de otros países, careciera de la legitimidad más básica, al menos en comparación con nuestros criterios democráticos habituales. Y esa es una herida aún abierta en muchos pueblos de Europa. Dado que, en la UE, la opinión pública política se forma exclusivamente dentro de las fronteras nacionales y que esas opiniones de distintos Estados no están todavía a disposición unas de otras, durante estos 10 años se han consolidado relatos contradictorios sobre la crisis en los diferentes países de la eurozona. Esos relatos han envenenado gravemente el clima político, porque cada uno llama la atención sobre sus propios problemas nacionales e impide tener esa perspectiva común sin la que es imposible llegar a la mutua comprensión, ni mucho menos afrontar los peligros que nos amenazan a todos y tener la perspectiva de una política proactiva capaz de abordar los problemas comunes con una mentalidad de cooperación. En Alemania, este tipo de ensimismamiento se refleja a la hora de analizar los motivos para la falta de espíritu de cooperación en Europa. Me asombra el descaro del Gobierno alemán cuando cree que puede convencer a sus socios sobre las políticas que nos importan a nosotros —refugiados, defensa, política y comercio exterior— al tiempo que bloquea la cuestión fundamental de la culminación política de la Unión Económica y Monetaria (UEM).

Dentro de la UE, el círculo de los países pertenecientes a la unión monetaria tiene tal grado de interdependencia que ha cristalizado en un núcleo central, aunque solo sea por razones económicas. Por consiguiente, los países de la eurozona serían, si se me permite expresarlo así, los voluntarios naturales para marcar el ritmo en un proceso de mayor integración. Por otra parte, ese mismo grupo de países sufre un problema que amenaza con perjudicar todo el proyecto europeo: nosotros, en particular los que vivimos en una Alemania en pleno auge económico, estamos olvidándonos de que el euro se creó con la expectativa y la promesa política de que los niveles de vida de todos los Estados miembros se aproximarían, mientras que, en realidad, ha sucedido todo lo contrario. Nos olvidamos del verdadero motivo de que no exista un espíritu de cooperación que es hoy más urgente que nunca: el hecho de que ninguna unión monetaria puede sobrevivir a largo plazo si cada vez es mayor la diferencia entre las economías nacionales y, por tanto, entre los niveles de vida de los ciudadanos en los distintos Estados miembros. Aparte de que hoy, después de una modernización capitalista acelerada, también tenemos que hacer frente al malestar por las profundas transformaciones sociales, me parece que los sentimientos antieuropeos que propagan los movimientos populistas de izquierdas y de derechas no son un fenómeno derivado del nacionalismo xenófobo actual. Estos sentimientos euroescépticos tienen distintos orígenes, relacionados con el fracaso del propio proceso de integración europea, y nacieron ya antes de los recientes esfuerzos populistas de avivar las reacciones xenófobas como respuesta a la inmigración. En Italia, el euroescepticismo es el único eje que tienen en común el populismo de derechas y el de izquierdas, es decir, dos bandos ideológicos que están profundamente divididos en cuestiones de “identidad nacional”. Al margen del problema de la inmigración, el euroescepticismo puede apelar a la percepción de que la unión monetaria ha dejado de ser lo mejor para todos sus miembros. El sur de Europa contra el norte, y viceversa: los “perdedores” consideran que han recibido un trato injusto y los “ganadores” rechazan las exigencias de la otra parte.

En realidad, el rígido sistema normativo al que están sometidos los Estados miembros de la eurozona, sin que haya unas competencias compensatorias ni margen para abordar de forma conjunta y flexible los problemas, es una situación que beneficia a los miembros con economías más fuertes. Por consiguiente, lo verdaderamente importante, en mi opinión, no es una vaga postura “a favor” o “en contra” de Europa. Por detrás de esta burda polarización sin matices, a los supuestos amigos de Europa hay que seguir planteándoles un interrogante tácito del que nadie se ha ocupado hasta ahora, pese a que es la verdadera línea divisoria: si, con una unión monetaria que funciona en condiciones mejorables, debemos limitarnos a “blindarla” contra el peligro de más especulación o si debemos aferrarnos a la promesa incumplida de desarrollar la convergencia económica en la eurozona y, por tanto, convertir la unión monetaria en una unión política europea proactiva y eficaz. Esta fue la promesa política ligada a la creación de la UEM. La propuesta de reformas de Emmanuel Macron da el mismo valor a ambos objetivos: por un lado, salvaguardar cada vez más el euro con ayuda de las conocidas propuestas de crear una unión bancaria, el régimen de insolvencia correspondiente, un fondo común de garantía de depósitos para los ahorros y un Fondo Monetario Europeo controlado democráticamente en el ámbito de la UE. Es sabido que, pese a sus declaraciones poco concretas, el Gobierno alemán ha impedido que se dieran más pasos en esta dirección y se ha resistido a todas estas medidas. Pero Macron también propone la creación de un presupuesto para la eurozona, que iría acompañado de competencias de acción política —a las órdenes de un “ministro europeo de Finanzas”—, controladas democráticamente. Para la UE podría suponer la recuperación de poder político y respaldo popular, al instaurar unas competencias y un presupuesto que le permitirían llevar a cabo programas con legitimidad democrática que impedirían un mayor alejamiento económico y social entre los Estados.

Curiosamente, esta alternativa fundamental entre el objetivo de estabilizar la moneda única y llevar a cabo una serie de políticas para contener y reducir los desequilibrios económicos no se ha sometido todavía a un debate político de gran dimensión. No hay una izquierda europeísta que defienda la construcción de una unión del euro capaz de actuar a escala mundial y se plantee objetivos de largo alcance como acabar con la evasión fiscal e imponer una regulación más estricta de los mercados financieros. Si lo hicieran, los socialdemócratas podrían, para empezar, apartarse de los enrevesados objetivos liberales y neoliberales del “centro”. La decadencia de los partidos socialdemócratas se debe a su indefinición. Nadie sabe ya para qué son necesarios. Porque los socialdemócratas ya no se atreven a emprender el control sistemático del capitalismo justo en el nivel en el que los mercados se desmandan. Y no es que me preocupe especialmente la suerte de una familia política concreta, aunque no debemos olvidar jamás que la evolución de la democracia, en Alemania, está más vinculada históricamente al SPD que a ningún otro partido. Lo que me preocupa, más en general, es el fenómeno no explicado de que los partidos políticos establecidos en Europa no quieran o no sepan construir programas en los que queden inequívocamente diferenciadas unas posiciones y opciones que son cruciales para el futuro del continente. Las próximas elecciones europeas van a ser un experimento en este sentido.

Por un lado, Macron, cuyo movimiento no está todavía representado en el Parlamento Europeo (PE), está tratando de romper los grupos políticos actuales para construir una facción proeuropea reconocible. Por el contrario, todos los grupos que sí están representados en el PE, con la clara excepción de la extrema derecha antieuropea, están plagados de divisiones internas, incluso más allá de las diferenciaciones necesarias. No todos los grupos se permiten unos equilibrios y malabarismos como los del Partido Popular Europeo, que sigue permitiendo la afiliación del primer ministro húngaro, Viktor Orbán. La actitud y la conducta de Manfred Weber, miembro de la CSU y aspirante a la presidencia de la Comisión, desprenden una ambigüedad muy típica. Pero los grupos liberal, socialista y de la izquierda tienen divisiones similares. Los Verdes quizá tienen una postura más o menos clara de tibio compromiso con Europa. En resumen, incluso dentro del PE, que, en teoría, debe crear mayorías en defensa de los intereses de la sociedad por encima de las fronteras nacionales, el proyecto europeo ha perdido toda su intensidad.

En definitiva, si me preguntan, no como ciudadano sino como observador académico, cuál es mi valoración general, reconozco que no veo muchas señales que permitan ser optimistas. Por supuesto, los intereses económicos son tan evidentes y tan poderosos —a pesar del Brexit— que parece poco probable que la eurozona se venga abajo. Y ahí está implícita la respuesta a mi segunda pregunta: por qué se mantiene la eurozona. Incluso para los defensores de un euro del norte, los peligros que entrañaría la separación del sur son incalculables. Y en cuanto a la posibilidad de separación de un Estado del sur, acabamos de ver el caso del Gobierno italiano actual, que, pese a sus ruidosas e inequívocas declaraciones durante la campaña electoral, se ha apresurado a ceder, porque una de las consecuencias visibles de marcharse sería encontrarse con una deuda insostenible. Claro que eso tampoco es muy alentador. Asumámoslo: si persiste la aparente relación entre el distanciamiento económico de los miembros de la eurozona y el fortalecimiento del populismo de extrema derecha, nos encontraremos en una trampa que podrá erosionar todavía más las condiciones sociales y culturales necesarias para la existencia de una democracia vital y segura. Esta no es más que una hipótesis pesimista, desde luego. Pero la experiencia y el sentido común nos dicen que el proceso de integración europea está en una deriva peligrosa. El punto en el que no hay vuelta atrás no se ve hasta que es demasiado tarde.




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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jueves, 14 de diciembre de 2017

A vuelapluma] ¿Estará Merkel a la altura de Macron?





Macron pide comprensión para los padres fundadores que levantaron Europa sin el pueblo porque pertenecían a una vanguardia ilustrada; pero él quiere convertir ahora el proyecto de las élites en un proyecto de ciudadanos. Y Merkel debería responder, escribe en El País el filósofo alemán Jürgen Habermas (1929), el miembro más eminente de la segunda generación de la Escuela de Frankfurt. 

Para Walter Benjamin, comienza diciendo Habermas, París era la capital de Europa. Para el contestatario e irónico Robert Menasse, último Premio del Libro Alemán, debería serlo Bruselas. Una esperanza frágil. El propio Menasse rebaja tan elevadas expectativas en una entrevista en el Frankfurter Allgemeine Zeitung contando una bonita historia sobre la tarde que pasó con un corresponsal alemán en un café de periodistas lleno de humo. Allí pudo observar cómo al reportero en cuestión su redacción de Fráncfort le rechazaba un artículo sobre el programa espacial de la UE con el siguiente comentario: “No escribas de forma tan complicada. Cuenta solo qué nos costará esta vez a los alemanes”. Es difícil formular de forma más concisa el limitado interés que muestran los políticos, gestores y periodistas alemanes en construir una Europa políticamente eficaz. Desde hace décadas una prensa tímida y complaciente presta su ayuda a nuestra clase política para no perturbar a la opinión pública con el tema de Europa. La incapacitación del público no podría haberse demostrado con mayor elegancia que en el (supuesto) debate televisado —el único que hubo— entre la canciller Angela Merkel y el aspirante socialdemócrata, Martin Schulz, antes de las elecciones al Bundestag del pasado septiembre, en el que se delimitó cuidadosamente la agenda de los temas a discusión. Incluso en la década de la crisis financiera aún candente, tanto a la canciller como a su ministro de Finanzas se les permitió presentarse —en abierta contradicción con los hechos— como los auténticos europeos.

Pero ahora ha aparecido en escena Emmanuel Macron, que podría, a pesar de sus halagadores esfuerzos por mantener una cooperación deferente con la canciller, derrotada y acosada por su propio partido, levantar el velo sobre este grato autoengaño. Las mentes realistas de los periódicos nacionales parecen temer que las palabras del presidente francés abran los ojos al público alemán sobre el nuevo traje del emperador: la opinión pública podría percatarse de que el Gobierno alemán, con su robusto nacionalismo económico, está desnudo. Georg Blume recoge en el primer capítulo de su reciente libro —subtitulado Cómo Alemania pone en peligro una amistad— tristes testimonios tomados de la prensa y de la política acerca del condescendiente tono neoalemán hacia Francia y los franceses. Algunos comentarios sobre Macron han oscilado desde el principio entre la indiferencia, la arrogancia y el rechazo precipitado. Y, con la salvedad de un titular de Der Spiegel, en un primer momento el eco del discurso —meticulosamente preparado— del presidente francés sobre Europa fue entre débil y nulo.

Entretanto, la reticencia se resquebraja. También en la prensa se va imponiendo la idea de que el próximo Gobierno alemán (en caso de que alguien siga teniendo ganas de ello) tiene que recoger la pelota del presidente francés, que ahora está en su tejado. Una política de simple aplazamiento, o de inacción, bastaría para echar a perder una oportunidad histórica única.

Pocas veces las contingencias de la historia se evidencian de forman tan drástica como en el caso del inesperado ascenso de una personalidad fascinante, quizá deslumbrante, y desde luego insólita. Nadie pudo contar con que un ministro independiente del Gobierno Hollande, en una egocéntrica actuación en solitario (o eso era lo que parecía), creara de la nada un movimiento político que daría un vuelco a todo un sistema de partidos. Contravenía cualquier fundamento de la demoscopia que una sola persona sin apoyos, en el breve lapso de una campaña electoral, lograra hacerse con la mayoría de los electores con un polémico programa en el que defendía profundizar en la cooperación europea y se enfrentaba al pujante populismo de derechas al que uno de cada tres franceses había dado su voto. Que alguien como Macron —en un país cuya población siempre ha sido más euroescéptica que la luxemburguesa, belga, alemana, italiana, española o portuguesa— llegara a ser elegido presidente era de todo punto improbable.

Aun considerándolo fríamente, es igualmente improbable que el próximo Gobierno alemán tenga la fuerza y la amplitud de perspectiva para dar con una respuesta productiva —es decir, que permita avanzar— a la pregunta que le ha planteado Macron. Incluso aunque se llegue a una renovada Gran Coalición entre la CDU y el Partido Socialdemócrata, es muy poco probable que la cúpula de los socialdemócratas, fundamentalmente proeuropea, logre imponerse con su exigencia de una “Europa solidaria”. Angela Merkel tuvo que enfrentarse a una mayoría de su partido para lograr que se revisaran las dos posiciones que impuso en el primer momento de la crisis financiera: tanto el intergubernamentalismo que garantiza a Alemania una posición dominante en el Consejo Europeo, como la política de austeridad a la que Alemania —gracias a esa posición— pudo someter, para su propio y desproporcionado beneficio, a los países del sur de la Unión. Y también es en grado sumo improbable que esta canciller, desde su debilitada situación política interna, no intente dejar claro a su encantador homólogo francés que, lamentándolo mucho, no puede aceptar su elaborada perspectiva reformista. Por otra parte, y es esa la pregunta que a mí me importa: ¿puede esta política a la que no conozco personalmente —hija de un párroco protestante, notablemente lista y concienzuda, hasta ahora mal acostumbrada por el éxito, pero sin embargo dada a la reflexión— tener verdadero interés en acabar de forma tan poco gloriosa sus 16 años en la cancillería? ¿Se retirará tras cuatro años más de penosa supervivencia política con un poder menguante? ¿O conseguirá mostrar grandeza y saltar sobre su propia sombra, a pesar de todos aquellos que ahora murmuran sobre su decadencia?

También ella sabe que la unión monetaria europea, que es de elemental interés para Alemania, no puede estabilizarse en tanto que se mantenga el régimen actual, que profundiza cada vez más las diferencias de nivel en la renta nacional, el desempleo y el endeudamiento público entre las economías nacionales del norte y del sur de Europa, que llevan años distanciándose. El fantasma de una “unión de riesgo financiero” deforma en Alemania la visión de esta dinámica destructiva, que solo puede frenarse si se establece una competencia verdaderamente limpia que trascienda la fronteras nacionales y se sigue una política contra el deterioro de la solidaridad, cada vez más acusado tanto entre las distintas naciones como dentro de cada una de ellas. Baste mencionar el paro juvenil. Macron no se limita a bosquejar una visión, sino que exige que la eurozona avance con pasos concretos, a través de medidas como la armonización del impuesto de sociedades, un impuesto a las transacciones financieras, la convergencia paulatina de los diversos regímenes de política social, el establecimiento de una autoridad europea para regular el comercio internacional, etcétera.

En todo caso, no son estas propuestas aisladas, conocidas desde hace tiempo, las que hacen que destaque la conducta, la iniciativa y el discurso de este político sobre el de todos aquellos a los que estamos acostumbrados. Lo que se sale de la norma son tres rasgos característicos:

¿Conseguirá Merkel saltar sobre su propia sombra, a pesar de todos aquellos que ahora murmuran sobre su decadencia?

—El coraje para la iniciativa política;

—El compromiso en traducir el proyecto de las élites europeas en una legislación autónoma y democrática de los ciudadanos:

—La capacidad de convicción que transmite una persona que confía en el poder de la palabra que articula el pensamiento.

Con una elección de palabras característicamente francesa, Macron se dirigió el 26 de septiembre a su público de estudiantes y también a la clase política en Alemania al conjurar repetidamente la “soberanía” que solo Europa, y no ya el Estado nacional, es capaz de garantizar a su ciudadanía. Solo bajo la protección y con la fuerza de una Europa unida pueden estos ciudadanos afirmar sus intereses y valores comunes en un mundo convulso. Macron contrapone la soberanía “real” a la quimérica de los “soberanistas” franceses. Llama por su nombre al indigno juego del personal gubernamental que se distancia en casa de las leyes que él mismo ha aprobado en Bruselas, y demanda nada menos que la refundación de una Europa capaz de actuar políticamente tanto en el ámbito interno como en el exterior: a esta autoafirmación de los ciudadanos europeos es lo que se alude con la palabra “soberanía”. Macron menciona, como paso para la institucionalización de la capacidad de actuación común, una mayor cooperación en la eurozona sobre la base de un presupuesto común. Es de lamentar que la Comisión Europea —a causa de una mal entendido sentido de la responsabilidad hacia la unidad de todos los miembros de la UE— torpedee esa decisiva propuesta de una Europa a dos velocidades. La propuesta central de Macron para aunar las fuerzas en el corazón de Europa dice así: “Un presupuesto (común) solo puede ir de la mano de un fuerte liderazgo político a través de un ministro común y de un ambicioso control parlamentario en el nivel europeo. Solo la eurozona con una moneda internacional fuerte puede ofrecer a Europa el marco de un poder económico mundial”.

Debido a esta aspiración a confrontar políticamente los crecientes problemas de una sociedad mundial, Macron destaca como muy pocos otros entre la clase de funcionarios políticos crónicamente desbordados, capaces solo de adaptarse de forma oportunista y de reaccionar día a día, sin sentido alguno de la perspectiva. Es para frotarse los ojos: ¿pero hay alguien que aún quiera cambiar algo en el status quo?

¿Es que hay quien tiene el frívolo coraje de rebelarse contra la conciencia fatalista de felahs que se doblegan irreflexivamente a los pretendidos imperativos sistémicos de un orden económico mundial encarnado en organizaciones internacionales que han perdido el contacto con la realidad? Si le entiendo bien, Macron defiende unos intereses que hasta ahora no se explicitan y que por tanto no están representados en nuestro sistema de partidos, segmentado entre el neoliberalismo cotidiano del centro, el autosatisfecho anticapitalismo de los nacionalistas de izquierdas y la rancia ideología identitaria de los populistas de derechas. Es inherente al fracaso de la socialdemocracia, en toda Europa, que una política en principio favorable a la globalización, que impulsa el avance de la política europea, pero que al mismo tiempo no pierda de vista los daños y destrucciones sociales de un capitalismo desencadenado --y que por tanto también urge la necesaria re-regulación transnacional de mercados importantes— no haya logrado un perfil reconocible. La socialdemocracia alemana solo podría obtener el margen de acción requerido para perfilar una política de esta naturaleza en un futuro Gobierno si el Ministerio de Finanzas recayera en una figura con el peso suficiente para imponer sus puntos de vista, como Sigmar Gabriel.

La segunda circunstancia que distingue a Macron de otras figuras es su ruptura con un consenso silencioso. Hasta ahora mismo, en la clase política iba de suyo que la Europa de los ciudadanos plantea un cuadro demasiado complicado y que la finalité, el objetivo de la unificación europea, es un tema demasiado complejo para que los propios ciudadanos puedan ocuparse de él. Los asuntos corrientes de la política bruselense son solo para expertos, en todo caso para cabilderos bien informados; los choques más serios entre intereses nacionales en conflicto los despachan los jefes de Gobierno entre sí, generalmente aplazándolos o dejándolos en suspenso. Pero sobre todo, los partidos políticos están de acuerdo en que en las elecciones nacionales hay que evitar los temas europeos en la medida de lo posible, a no ser que se pueda echar a los políticos de Bruselas la culpa de los problemas que se han creado en casa. Y ahora Macron quiere acabar con esa mauvaise foi. Al poner en el centro de su campaña la reforma de Europa ha roto un tabú, e incluso —un año después del Brexit— ha ganado esta ofensiva contra “las tristes pasiones de Europa”.

Esta circunstancia confiere credibilidad en su boca a la tan traída frase de que la democracia es la esencia del proyecto europeo. No estoy en condiciones de juzgar cómo se han trasladado a la práctica las reformas políticas que ha anunciado en Francia. Ya se verá si ha cumplido la promesa “social-liberal” de mantener el difícil equilibrio entre justicia social y productividad económica. Como persona de izquierdas, no soy un macronista, si es que existe algo así. Pero la forma en que habla de Europa marca una diferencia. Macron pide comprensión para los padres fundadores que levantaron Europa sin el pueblo porque pertenecían a una vanguardia ilustrada; pero él quiere convertir ahora el proyecto de las élites en un proyecto de ciudadanos, y exige que se den pasos obvios para la autoafirmación de los ciudadanos europeos contra los Gobiernos nacionales que se bloquean mutuamente en el Consejo Europeo. Así, demanda que en las elecciones europeas no solo exista un derecho electoral común, sino también que los candidatos sean elegidos en listas transnacionales. Esto impulsaría la formación de un sistema europeo de partidos sin el que el Parlamento de Estrasburgo no puede convertirse en un lugar en el que los intereses sociales puedan generalizarse y defenderse más allá de las fronteras de cada una de las naciones.

Si se quiere valorar adecuadamente la importancia de Emmanuel Macron, también hay que considerar un tercer aspecto, una cualidad personal: sabe hablar. No es únicamente que estemos ante un político que coseche atención, prestigio e influencia por sus dotes retóricas y su sensibilidad hacia la palabra escrita. Más bien se trata de que la elección exacta de sus frases inspiradoras y la fuerza de articulación de su discurso confieren al propio pensamiento político fuerza analítica y amplitud de perspectiva. El anterior presidente del Bundestag, Norbert Lammert, fue el último que suscitó entre nosotros el recuerdo de los grandes debates parlamentarios de los primeros tiempos de la RFA. Naturalmente, la calidad del ejercicio de la profesión de político no se mide por el talento oratorio. Pero los discursos pueden cambiar la percepción de la política en la opinión pública, elevar el nivel y ampliar el horizonte de un debate público. Y con ello la calidad no solo de la formación de la voluntad política, sino también de la propia actuación política.

Cuando las amorfas tertulias se convierten en el baremo de la complejidad y aliento que son admisibles en el pensamiento político, Macron sorprende por el formato de sus discursos. Parece que carecemos de la capacidad para percibir tales cualidades, incluso para el cuándo y el dónde de un discurso. Por eso, el discurso que ofreció hace no mucho en el Ayuntamiento de París con motivo del centenario de la Reforma protestante no solo fue interesante en cuanto a su contenido; no solo fue un hábil intento de aprovechar el repaso a la historia de las luchas de religión en Francia para adaptar una doctrina de Estado, el estricto laicismo francés, a las exigencias de una sociedad pluralista. La ocasión y el tema del discurso fueron al mismo tiempo un gesto hacia la cultura del país vecino, marcada por la impronta del protestantismo... como también hacia su colega protestante en Berlín. Naturalmente, a nosotros se nos han vuelto extraños la ambición y el estilo para representar el poder del Estado, al menos desde la mirada nostálgica de Carl Schmitt a la contrailustración francesa del siglo XIX. Puede faltarnos el sentido y la gravitas de una vida en el palacio del Elíseo que Macron exhibe en su entrevista con Der Spiegel. Pero vuelve a impresionar el íntimo conocimiento de la filosofía de la historia hegeliana que muestra su reacción cuando se le pregunta por Napoleón como el “espíritu del mundo a caballo”.



Dibujo de Enrique Flores para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

domingo, 28 de junio de 2015

[Viñetas] Humor y reflexiones en este domingo, 28 de junio




Catedral de Santa Ana, Vegueta (Las Palmas G.C.)



Corren malos vientos para Grecia y, como no, para la Unión Europea. A pesar de todo, a pesar de esa visión pesimista que parece imponerse a todo y sobre todos, hay decisiones que permiten un atisbo de esperanza. Por ejemplo, la del Banco Central Europeo manteniendo abierta la financiación de la banca griega, al menos de momento. Y también las voces que cada vez se van levantando más fuertes y más claras contra esa Europa mezquina de los mercados, o de los banqueros, que pretende imponerse a la Europa de los ciudadanos. Por ejemplo, la del filósofo alemán Jürgen Habermas, quizá la figura de intelectual más señera con la que cuenta la Europa de nuestros días. Les invito a leer su artículo de hoy, "El gobierno de los banqueros", que reproduce lo mejor de la prensa del continente este domingo.

Así pues, y a pesar de todo, un poco de buen humor cada día no parece mala idea para disfrutar la jornada y vivirla con esperanza. Y para hoy domingo, 28 de junio, les propongo estas viñetas de Morgan en Canarias7; Montecruz y Padylla en La Provincia; Forges, Peridis, Ros y El Roto en El País; y Guillermo en El Mundo. Les ahorro cualquier comentario sobre las mismas ya que encierran en su sencillez expositiva agridulces mensajes y verdades como puños que nos ayudan a reflexionar. Benditos sean quienes nos hacen sonreír a pesar de la que está cayendo. Disfruten de ellas. 

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt








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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

miércoles, 21 de agosto de 2013

Jürgen Habermas "versus" Angela Merkel





La canciller alemana, Angela Merkel



Entre los más de 4000 artículos publicados y 15000 títulos reseñados en Revista de Libros solo tres de ellos hacen referencia a libros publicados por Jürgen Habermas (1929), sin duda alguna, el más prestigioso de los filósofos europeos vivos, premio Príncipe de Asturias de las Ciencia Sociales en 2003. Algunos entenderán que es muy poco, y otros que es bastante. No quiero entrar en la discusión. A mí, personalmente, me parecen suficientes, y mi descubrimiento de Habermas y la lectura apasionada de algunas de sus obras me ha venido propiciada precisamente por las referencias a él en Revista de Libros. Ese interés me ha llevado a dedicarle al menos una decena de entradas en el blog, sobre todo por su acendrado europeísmo y su enfrentamiento claro y frontal con la política neoconservadora de su compatriota Angela Merkel. El último, en un artículo titulado "Cuando las élites fracasan", publicado por "Der Spiegel" y reproducido por el diario El País en su edición de ayer.´

El artículo de Habermas es respuesta directa a otro del ministro de Finanzas alemán, Wolfgang Schäuble, a quien por otra parte Habermas considera un europeísta convencido, publicado en el "Süddeutsche Zeitung" el pasado julio. En él, Schäuble negaba que Alemania aspirara a asumir el liderazo político en la Unión Europea. Y de él, de Schäuble, dice Habermas que es quien impone a la fuerza el testarudo rumbo de Merkel en Bruselas y quien palpa la grieta que podría resquebrajar el núcleo de Europa. Europa se encuentra en situación de emergencia, dice más adelante, y el poder político está únicamente en manos de los que deciden qué asuntos puedan llegar o no a la opinión pública. La política europea ha caído en una trampa, continúa, y si no queremos abandonar la unión monetaria, resulta imprescindible una reforma institucional para la que se necesita tiempo. Un tiempo que se acaba... Del gobierno alemán dice que saca ventaja, incluso desproporcionada, siempre y cuando sus socios no duden de la lealtad de los alemanes hacia Europa. De ahí, concluye, que el gobierno de Merkel pueda cometer un error histórico, si sigue defendiendo políticas cortoplacistas que lo favorecen en casa en vez de enfrentarse a los problemas que han puesto a Europa en situación de emergencia.

Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt





El filósofo Jürgen Habermas




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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)

lunes, 2 de julio de 2012

Glosas sobre Europa (II): Leyendo a Habermas





Las Naciones Unidas (Nueva York)




Jürgen Habermas dedica el capítulo I de "La constitución de Europa. Un ensayo" (Trotta, Madrid, 2012) a una exposición pormenorizada del concepto de dignidad humana y de la "utopía realista" de los derechos humanos, tal y como fueron promulgados en la Declaración Universal de Derechos Humanos por las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948.

La inviolabilidad de la dignidad humana, el respeto a la dignidad humana de toda persona, dice, prohibe que el Estado disponga de cualquier individuo simplemente como un medio para alcanzar otro fin, incluso si ese otro fin fuera el de salvar la vida de muchas otras personas (pág. 14).

Poco más adelante (pág. 16) sostiene que la dignidad humana es la fuente moral de la que todos los derechos fundamentales obtienen su sustancia, y ello es así, porque la dignidad humana es una y la misma en todas partes y para todo ser humano y fundamento de la indivisibilidad de los derechos fundamentales (pág. 20), y porque la exigencia de los derechos humanos no puede ser privada de su impulso moral esencial: la protección de la igual dignidad de cada cual (pág. 35).

Antes, ha criticado con dureza el uso que de las políticas de derechos humanos hacen a menudo las grandes potencias en defensa de sus propios intereses: "Cuando las políticas de derechos humanos se convierten en una simple tapadera para encubrir, y en vehículos para imponer, los intereses de las grandes potencias, o cuando una superpotencia  desdeña la Carta de la ONU y se arroga unilateralmente el derecho de intervención; cuando violando el derecho internacional humanitario, invade un país y justifica este acto en nombre de valores universales, entonces se confirma la sospecha de que el programa de los derechos humanos consiste en su abuso imperialista" (pág. 34). Bush, Aznar y Blair seguro que nunca leyeron a Jürgen Habermas. 


Como complemento de la entrada he puesto un vídeo de Amnistía Internacional sobre Derechos Humanos que les recomiendo encarecidamente. Y sean felices, por favor, a pesar del gobierno. Tamaragua, amigos. HArendt





Mafalda y los Derechos Humanos







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Entrada núm. 1676
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"La historia del mundo no es un suelo en el que florezca la felicidad. Los tiempos felices son en ella páginas en blanco" (Hegel)