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viernes, 5 de abril de 2019

[EUROPA. ESPECIAL ELECCIONES 2019] Por un renacimiento europeo







Entre los próximos 23 y 26 de mayo estamos llamados los ciudadanos europeos a elegir a nuestros representantes en el Parlamento de la Unión. Me parece un momento propicio para abrir una nueva sección del blog en la que se escuchen las opiniones diversas y plurales de quienes conformamos esa realidad llamada Europa, subiendo al mismo aquellos artículos de opinión que aborden, desde ópticas a veces enfrentadas, las grandes cuestiones de nuestro continente. También, desde este enlace, pueden acceder a la página electrónica del Parlamento europeo con la información actualizada diariamente del proceso electoral en curso.

Estamos en un momento decisivo para nuestro continente. Un momento en el que, colectivamente, debemos reinventar, política y culturalmente, las formas de nuestra civilización en un mundo cambiante, aboga el presidente de la República francesa Emmanuel Macron en su llamamiento a los ciudadanos europeos.

Ciudadanos de Europa, comienza diciendo Macron, si me he tomado la libertad de dirigirme a ustedes directamente, no es solo en nombre de la historia y de los valores que nos unen, sino también porque hay urgencia. Dentro de unas semanas, las elecciones europeas serán decisivas para el futuro de nuestro continente.

Nunca antes, desde la II Guerra Mundial, Europa ha sido tan necesaria. Y, sin embargo, nunca ha estado tan en peligro. El Brexit es ejemplo de todo esto. Ejemplo de la crisis de una Europa que no ha sabido satisfacer las necesidades de protección de los pueblos frente a los grandes cambios del mundo contemporáneo. Ejemplo, también, de la trampa europea. La trampa no es pertenecer a la Unión Europea, sino la mentira y la irresponsabilidad que pueden destruirla. ¿Quién les ha contado a los británicos la verdad sobre su futuro tras el Brexit? ¿Quién les ha hablado de perder el acceso al mercado europeo? ¿Quién ha advertido de los peligros para la paz en Irlanda si se vuelve a la frontera del pasado? El repliegue nacionalista no tiene propuestas; es un “no” sin proyecto. Y esta trampa amenaza a toda Europa: los que explotan la rabia, ayudados por noticias falsas, prometen una cosa y la contraria.

Frente a estas manipulaciones, debemos mantenernos firmes. Orgullosos y lúcidos. Recordemos primero qué es Europa. Es un éxito histórico: la reconciliación de un continente devastado, plasmada en un proyecto inédito de paz, prosperidad y libertad. No lo olvidemos nunca. Hoy día, este proyecto nos sigue protegiendo. ¿Qué país puede actuar solo frente a las estrategias agresivas de las grandes potencias? ¿Quién puede pretender ser soberano, solo, frente a los gigantes digitales? ¿Cómo resistiríamos a las crisis del capitalismo financiero sin el euro, que es una baza para toda la Unión? Europa es también esos miles de proyectos cotidianos que han cambiado la faz de nuestros territorios: una escuela renovada aquí, una carretera asfaltada allá, un acceso rápido a Internet que está llegando al fin… Esta lucha es un compromiso diario, porque Europa, como la paz, no viene dada. En nombre de Francia, abandero esta lucha sin descanso para hacer avanzar a Europa y defender su modelo. Hemos demostrado que lo que nos dijeron que era inalcanzable —la creación de una defensa europea o la protección de los derechos sociales— finalmente era posible.

Con todo, hay que hacer más y más rápido. Porque hay otra trampa: la del statu quo y la resignación. Frente a las grandes crisis mundiales, los ciudadanos nos dicen a menudo: “¿dónde está Europa?, ¿qué está haciendo Europa?”. Para ellos, se ha convertido en un mercado sin alma. Pero sabemos que no es solo un mercado, que es también un proyecto. El mercado es útil, pero no debe hacernos olvidar lo necesario de las fronteras que nos protegen y de los valores que nos unen. Los nacionalistas se equivocan cuando pretenden defender nuestra identidad apelando a la salida de Europa, porque es la civilización europea la que nos une, nos libera y nos protege. Pero los que no querrían cambiar nada también se equivocan, porque niegan los temores que atraviesan nuestros pueblos, las dudas que socavan nuestras democracias. Estamos en un momento decisivo para nuestro continente. Un momento en el que, colectivamente, debemos reinventar, política y culturalmente, las formas de nuestra civilización en un mundo cambiante. Es el momento para el renacimiento europeo. Así pues, resistiendo a las tentaciones del repliegue y la división, quiero proponer que, juntos, construyamos ese Renacimiento en torno a tres aspiraciones: la libertad, la protección y el progreso.

El modelo europeo se basa en la libertad individual y la diversidad de opiniones y de creación. Nuestra libertad primera es la libertad democrática, la de elegir a nuestros gobernantes allí donde, en cada cita electoral, hay potencias extranjeras que intentan influir en nuestros votos. Propongo que se cree una Agencia Europea de Protección de las Democracias que aporte expertos europeos a cada Estado miembro para proteger sus procesos electorales de ciberataques y manipulaciones. En este espíritu de independencia, también debemos prohibir la financiación de partidos políticos europeos por parte de potencias extranjeras. Asimismo, a través de reglas europeas, debemos desterrar de Internet el discurso del odio y la violencia, porque el respeto al individuo es la base de nuestra civilización de la dignidad humana.

Fundada en la reconciliación interna, la Unión Europea se ha olvidado de mirar a otras realidades en el mundo. Ahora bien, ninguna comunidad genera un sentimiento de pertenencia si no tiene límites que proteger. La frontera es la libertad en seguridad. En este sentido, debemos revisar el espacio Schengen: todos los que quieran participar en él deberán cumplir una serie de obligaciones de responsabilidad (control riguroso de fronteras) y solidaridad (una misma política de asilo con las mismas reglas de acogida y denegación). Una policía de fronteras común y una Oficina Europea de Asilo, estrictas obligaciones de control y una solidaridad europea a la que contribuyan todos los países bajo la autoridad de un Consejo Europeo de Seguridad Interior. Frente a las migraciones, creo en una Europa que protege a la vez sus valores y sus fronteras.

Estas mismas exigencias deben aplicarse a la defensa. Pese a que en los dos últimos años se han registrado avances significativos, debemos establecer un rumbo claro. Así, un tratado de defensa y seguridad deberá definir nuestras obligaciones ineludibles, en colaboración con la OTAN y nuestros aliados europeos: aumento del gasto militar, activación de la cláusula de defensa mutua y creación de un Consejo de Seguridad Europeo que incluya al Reino Unido para preparar nuestras decisiones colectivas.

Nuestras fronteras también deben garantizar una competencia leal. ¿Qué potencia acepta mantener sus intercambios con aquellos que no respetan ninguna de sus reglas? No podemos someternos sin decir nada. Tenemos que reformar nuestra política de competencia, refundar nuestra política comercial: sancionar o prohibir en Europa aquellas empresas que vulneren nuestros intereses estratégicos y valores fundamentales –como las normas medioambientales, la protección de datos o el pago justo de impuestos– y adoptar una preferencia europea en las industrias estratégicas y en nuestros mercados de contratación pública, al igual que nuestros competidores estadounidenses o chinos.

Europa no es una potencia de segunda clase. Toda Europa está a la vanguardia: siempre ha sabido definir las normas del progreso y en esta línea debe ofrecer un proyecto de convergencia, más que de competencia. Europa, que creó la seguridad social, debe establecer para cada trabajador, de este a oeste y de norte a sur, un escudo social que le garantice la misma remuneración en el mismo lugar de trabajo, y un salario mínimo europeo adaptado a cada país y revisado anualmente de forma colectiva.

Retomar el hilo del progreso es también liderar la lucha contra el cambio climático. ¿Podremos mirar a nuestros hijos a los ojos si no logramos reducir nuestra deuda con el clima? La Unión Europea debe fijar sus ambiciones –cero carbono en 2050, reducción a la mitad de los pesticidas en 2025– y adaptar sus políticas a esta exigencia: Banco Europeo del Clima para financiar la transición ecológica, dispositivo sanitario europeo para reforzar el control de nuestros alimentos, y, frente a la amenaza de los lobbies, evaluación científica independiente de sustancias peligrosas para el medio ambiente y la salud, etc. Este imperativo debe guiar todas nuestras acciones. Del Banco Central Europeo a la Comisión Europea, pasando por el presupuesto europeo o el Plan de Inversiones para Europa, todas nuestras instituciones deben tener al clima como prioridad.

Progreso y libertad es poder vivir del trabajo y, para crear empleo, Europa debe ser previsora. Para ello, no solo debe regular a los gigantes del sector digital, creando una supervisión europea de grandes plataformas (sanciones aceleradas para las infracciones de las normas de la competencia, transparencia de algoritmos, etc.), sino también financiar la innovación asignando al nuevo Consejo Europeo de Innovación un presupuesto comparable al de Estados Unidos para liderar las nuevas rupturas tecnológicas como la inteligencia artificial.

Una Europa que se proyecta hacia el resto del mundo debe mirar a África, con quien debemos sellar un pacto de futuro, asumiendo un destino común y apoyando su desarrollo de forma ambiciosa y no defensiva con inversión, colaboración universitaria, educación y formación de las niñas, etc.

Libertad, protección, progreso. Sobre estos pilares debemos construir el Renacimiento Europeo. No podemos dejar que los nacionalistas sin propuestas exploten la rabia de los pueblos. No podemos ser los sonámbulos de una Europa lánguida. No podemos estancarnos en la rutina y el encantamiento. El humanismo europeo exige acción y por todas partes los ciudadanos están pidiendo participar en el cambio. Así pues, antes de finales de año, organicemos una Conferencia para Europa, junto a los representantes de las instituciones europeas y los Estados, con el fin de proponer todos los cambios necesarios para nuestro proyecto político, sin tabúes, ni siquiera revisar los tratados. Dicha conferencia deberá incluir a paneles de ciudadanos y dar voz a universitarios, interlocutores sociales y representantes religiosos y espirituales. En ella se definirá una hoja de ruta para la Unión Europea que traduzca estas grandes prioridades en acciones concretas. Tendremos discrepancias, pero ¿qué es mejor, una Europa estancada o una Europa que avanza a veces a ritmos diferentes, manteniéndose abierta al exterior?

En esta Europa, los pueblos habrán recuperado realmente el control de su destino. En esta Europa, estoy seguro de que el Reino Unido encontrará su lugar.

Ciudadanos de Europa: el impasse del Brexit nos sirve de lección a todos. Salgamos de esta trampa y démosle un sentido a las próximas elecciones y a nuestro proyecto. Ustedes deciden si Europa y los valores de progreso que representa deben ser algo más que un paréntesis en la historia. Esta es la propuesta que les hago para trazar juntos el camino del Renacimiento Europeo.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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jueves, 14 de diciembre de 2017

A vuelapluma] ¿Estará Merkel a la altura de Macron?





Macron pide comprensión para los padres fundadores que levantaron Europa sin el pueblo porque pertenecían a una vanguardia ilustrada; pero él quiere convertir ahora el proyecto de las élites en un proyecto de ciudadanos. Y Merkel debería responder, escribe en El País el filósofo alemán Jürgen Habermas (1929), el miembro más eminente de la segunda generación de la Escuela de Frankfurt. 

Para Walter Benjamin, comienza diciendo Habermas, París era la capital de Europa. Para el contestatario e irónico Robert Menasse, último Premio del Libro Alemán, debería serlo Bruselas. Una esperanza frágil. El propio Menasse rebaja tan elevadas expectativas en una entrevista en el Frankfurter Allgemeine Zeitung contando una bonita historia sobre la tarde que pasó con un corresponsal alemán en un café de periodistas lleno de humo. Allí pudo observar cómo al reportero en cuestión su redacción de Fráncfort le rechazaba un artículo sobre el programa espacial de la UE con el siguiente comentario: “No escribas de forma tan complicada. Cuenta solo qué nos costará esta vez a los alemanes”. Es difícil formular de forma más concisa el limitado interés que muestran los políticos, gestores y periodistas alemanes en construir una Europa políticamente eficaz. Desde hace décadas una prensa tímida y complaciente presta su ayuda a nuestra clase política para no perturbar a la opinión pública con el tema de Europa. La incapacitación del público no podría haberse demostrado con mayor elegancia que en el (supuesto) debate televisado —el único que hubo— entre la canciller Angela Merkel y el aspirante socialdemócrata, Martin Schulz, antes de las elecciones al Bundestag del pasado septiembre, en el que se delimitó cuidadosamente la agenda de los temas a discusión. Incluso en la década de la crisis financiera aún candente, tanto a la canciller como a su ministro de Finanzas se les permitió presentarse —en abierta contradicción con los hechos— como los auténticos europeos.

Pero ahora ha aparecido en escena Emmanuel Macron, que podría, a pesar de sus halagadores esfuerzos por mantener una cooperación deferente con la canciller, derrotada y acosada por su propio partido, levantar el velo sobre este grato autoengaño. Las mentes realistas de los periódicos nacionales parecen temer que las palabras del presidente francés abran los ojos al público alemán sobre el nuevo traje del emperador: la opinión pública podría percatarse de que el Gobierno alemán, con su robusto nacionalismo económico, está desnudo. Georg Blume recoge en el primer capítulo de su reciente libro —subtitulado Cómo Alemania pone en peligro una amistad— tristes testimonios tomados de la prensa y de la política acerca del condescendiente tono neoalemán hacia Francia y los franceses. Algunos comentarios sobre Macron han oscilado desde el principio entre la indiferencia, la arrogancia y el rechazo precipitado. Y, con la salvedad de un titular de Der Spiegel, en un primer momento el eco del discurso —meticulosamente preparado— del presidente francés sobre Europa fue entre débil y nulo.

Entretanto, la reticencia se resquebraja. También en la prensa se va imponiendo la idea de que el próximo Gobierno alemán (en caso de que alguien siga teniendo ganas de ello) tiene que recoger la pelota del presidente francés, que ahora está en su tejado. Una política de simple aplazamiento, o de inacción, bastaría para echar a perder una oportunidad histórica única.

Pocas veces las contingencias de la historia se evidencian de forman tan drástica como en el caso del inesperado ascenso de una personalidad fascinante, quizá deslumbrante, y desde luego insólita. Nadie pudo contar con que un ministro independiente del Gobierno Hollande, en una egocéntrica actuación en solitario (o eso era lo que parecía), creara de la nada un movimiento político que daría un vuelco a todo un sistema de partidos. Contravenía cualquier fundamento de la demoscopia que una sola persona sin apoyos, en el breve lapso de una campaña electoral, lograra hacerse con la mayoría de los electores con un polémico programa en el que defendía profundizar en la cooperación europea y se enfrentaba al pujante populismo de derechas al que uno de cada tres franceses había dado su voto. Que alguien como Macron —en un país cuya población siempre ha sido más euroescéptica que la luxemburguesa, belga, alemana, italiana, española o portuguesa— llegara a ser elegido presidente era de todo punto improbable.

Aun considerándolo fríamente, es igualmente improbable que el próximo Gobierno alemán tenga la fuerza y la amplitud de perspectiva para dar con una respuesta productiva —es decir, que permita avanzar— a la pregunta que le ha planteado Macron. Incluso aunque se llegue a una renovada Gran Coalición entre la CDU y el Partido Socialdemócrata, es muy poco probable que la cúpula de los socialdemócratas, fundamentalmente proeuropea, logre imponerse con su exigencia de una “Europa solidaria”. Angela Merkel tuvo que enfrentarse a una mayoría de su partido para lograr que se revisaran las dos posiciones que impuso en el primer momento de la crisis financiera: tanto el intergubernamentalismo que garantiza a Alemania una posición dominante en el Consejo Europeo, como la política de austeridad a la que Alemania —gracias a esa posición— pudo someter, para su propio y desproporcionado beneficio, a los países del sur de la Unión. Y también es en grado sumo improbable que esta canciller, desde su debilitada situación política interna, no intente dejar claro a su encantador homólogo francés que, lamentándolo mucho, no puede aceptar su elaborada perspectiva reformista. Por otra parte, y es esa la pregunta que a mí me importa: ¿puede esta política a la que no conozco personalmente —hija de un párroco protestante, notablemente lista y concienzuda, hasta ahora mal acostumbrada por el éxito, pero sin embargo dada a la reflexión— tener verdadero interés en acabar de forma tan poco gloriosa sus 16 años en la cancillería? ¿Se retirará tras cuatro años más de penosa supervivencia política con un poder menguante? ¿O conseguirá mostrar grandeza y saltar sobre su propia sombra, a pesar de todos aquellos que ahora murmuran sobre su decadencia?

También ella sabe que la unión monetaria europea, que es de elemental interés para Alemania, no puede estabilizarse en tanto que se mantenga el régimen actual, que profundiza cada vez más las diferencias de nivel en la renta nacional, el desempleo y el endeudamiento público entre las economías nacionales del norte y del sur de Europa, que llevan años distanciándose. El fantasma de una “unión de riesgo financiero” deforma en Alemania la visión de esta dinámica destructiva, que solo puede frenarse si se establece una competencia verdaderamente limpia que trascienda la fronteras nacionales y se sigue una política contra el deterioro de la solidaridad, cada vez más acusado tanto entre las distintas naciones como dentro de cada una de ellas. Baste mencionar el paro juvenil. Macron no se limita a bosquejar una visión, sino que exige que la eurozona avance con pasos concretos, a través de medidas como la armonización del impuesto de sociedades, un impuesto a las transacciones financieras, la convergencia paulatina de los diversos regímenes de política social, el establecimiento de una autoridad europea para regular el comercio internacional, etcétera.

En todo caso, no son estas propuestas aisladas, conocidas desde hace tiempo, las que hacen que destaque la conducta, la iniciativa y el discurso de este político sobre el de todos aquellos a los que estamos acostumbrados. Lo que se sale de la norma son tres rasgos característicos:

¿Conseguirá Merkel saltar sobre su propia sombra, a pesar de todos aquellos que ahora murmuran sobre su decadencia?

—El coraje para la iniciativa política;

—El compromiso en traducir el proyecto de las élites europeas en una legislación autónoma y democrática de los ciudadanos:

—La capacidad de convicción que transmite una persona que confía en el poder de la palabra que articula el pensamiento.

Con una elección de palabras característicamente francesa, Macron se dirigió el 26 de septiembre a su público de estudiantes y también a la clase política en Alemania al conjurar repetidamente la “soberanía” que solo Europa, y no ya el Estado nacional, es capaz de garantizar a su ciudadanía. Solo bajo la protección y con la fuerza de una Europa unida pueden estos ciudadanos afirmar sus intereses y valores comunes en un mundo convulso. Macron contrapone la soberanía “real” a la quimérica de los “soberanistas” franceses. Llama por su nombre al indigno juego del personal gubernamental que se distancia en casa de las leyes que él mismo ha aprobado en Bruselas, y demanda nada menos que la refundación de una Europa capaz de actuar políticamente tanto en el ámbito interno como en el exterior: a esta autoafirmación de los ciudadanos europeos es lo que se alude con la palabra “soberanía”. Macron menciona, como paso para la institucionalización de la capacidad de actuación común, una mayor cooperación en la eurozona sobre la base de un presupuesto común. Es de lamentar que la Comisión Europea —a causa de una mal entendido sentido de la responsabilidad hacia la unidad de todos los miembros de la UE— torpedee esa decisiva propuesta de una Europa a dos velocidades. La propuesta central de Macron para aunar las fuerzas en el corazón de Europa dice así: “Un presupuesto (común) solo puede ir de la mano de un fuerte liderazgo político a través de un ministro común y de un ambicioso control parlamentario en el nivel europeo. Solo la eurozona con una moneda internacional fuerte puede ofrecer a Europa el marco de un poder económico mundial”.

Debido a esta aspiración a confrontar políticamente los crecientes problemas de una sociedad mundial, Macron destaca como muy pocos otros entre la clase de funcionarios políticos crónicamente desbordados, capaces solo de adaptarse de forma oportunista y de reaccionar día a día, sin sentido alguno de la perspectiva. Es para frotarse los ojos: ¿pero hay alguien que aún quiera cambiar algo en el status quo?

¿Es que hay quien tiene el frívolo coraje de rebelarse contra la conciencia fatalista de felahs que se doblegan irreflexivamente a los pretendidos imperativos sistémicos de un orden económico mundial encarnado en organizaciones internacionales que han perdido el contacto con la realidad? Si le entiendo bien, Macron defiende unos intereses que hasta ahora no se explicitan y que por tanto no están representados en nuestro sistema de partidos, segmentado entre el neoliberalismo cotidiano del centro, el autosatisfecho anticapitalismo de los nacionalistas de izquierdas y la rancia ideología identitaria de los populistas de derechas. Es inherente al fracaso de la socialdemocracia, en toda Europa, que una política en principio favorable a la globalización, que impulsa el avance de la política europea, pero que al mismo tiempo no pierda de vista los daños y destrucciones sociales de un capitalismo desencadenado --y que por tanto también urge la necesaria re-regulación transnacional de mercados importantes— no haya logrado un perfil reconocible. La socialdemocracia alemana solo podría obtener el margen de acción requerido para perfilar una política de esta naturaleza en un futuro Gobierno si el Ministerio de Finanzas recayera en una figura con el peso suficiente para imponer sus puntos de vista, como Sigmar Gabriel.

La segunda circunstancia que distingue a Macron de otras figuras es su ruptura con un consenso silencioso. Hasta ahora mismo, en la clase política iba de suyo que la Europa de los ciudadanos plantea un cuadro demasiado complicado y que la finalité, el objetivo de la unificación europea, es un tema demasiado complejo para que los propios ciudadanos puedan ocuparse de él. Los asuntos corrientes de la política bruselense son solo para expertos, en todo caso para cabilderos bien informados; los choques más serios entre intereses nacionales en conflicto los despachan los jefes de Gobierno entre sí, generalmente aplazándolos o dejándolos en suspenso. Pero sobre todo, los partidos políticos están de acuerdo en que en las elecciones nacionales hay que evitar los temas europeos en la medida de lo posible, a no ser que se pueda echar a los políticos de Bruselas la culpa de los problemas que se han creado en casa. Y ahora Macron quiere acabar con esa mauvaise foi. Al poner en el centro de su campaña la reforma de Europa ha roto un tabú, e incluso —un año después del Brexit— ha ganado esta ofensiva contra “las tristes pasiones de Europa”.

Esta circunstancia confiere credibilidad en su boca a la tan traída frase de que la democracia es la esencia del proyecto europeo. No estoy en condiciones de juzgar cómo se han trasladado a la práctica las reformas políticas que ha anunciado en Francia. Ya se verá si ha cumplido la promesa “social-liberal” de mantener el difícil equilibrio entre justicia social y productividad económica. Como persona de izquierdas, no soy un macronista, si es que existe algo así. Pero la forma en que habla de Europa marca una diferencia. Macron pide comprensión para los padres fundadores que levantaron Europa sin el pueblo porque pertenecían a una vanguardia ilustrada; pero él quiere convertir ahora el proyecto de las élites en un proyecto de ciudadanos, y exige que se den pasos obvios para la autoafirmación de los ciudadanos europeos contra los Gobiernos nacionales que se bloquean mutuamente en el Consejo Europeo. Así, demanda que en las elecciones europeas no solo exista un derecho electoral común, sino también que los candidatos sean elegidos en listas transnacionales. Esto impulsaría la formación de un sistema europeo de partidos sin el que el Parlamento de Estrasburgo no puede convertirse en un lugar en el que los intereses sociales puedan generalizarse y defenderse más allá de las fronteras de cada una de las naciones.

Si se quiere valorar adecuadamente la importancia de Emmanuel Macron, también hay que considerar un tercer aspecto, una cualidad personal: sabe hablar. No es únicamente que estemos ante un político que coseche atención, prestigio e influencia por sus dotes retóricas y su sensibilidad hacia la palabra escrita. Más bien se trata de que la elección exacta de sus frases inspiradoras y la fuerza de articulación de su discurso confieren al propio pensamiento político fuerza analítica y amplitud de perspectiva. El anterior presidente del Bundestag, Norbert Lammert, fue el último que suscitó entre nosotros el recuerdo de los grandes debates parlamentarios de los primeros tiempos de la RFA. Naturalmente, la calidad del ejercicio de la profesión de político no se mide por el talento oratorio. Pero los discursos pueden cambiar la percepción de la política en la opinión pública, elevar el nivel y ampliar el horizonte de un debate público. Y con ello la calidad no solo de la formación de la voluntad política, sino también de la propia actuación política.

Cuando las amorfas tertulias se convierten en el baremo de la complejidad y aliento que son admisibles en el pensamiento político, Macron sorprende por el formato de sus discursos. Parece que carecemos de la capacidad para percibir tales cualidades, incluso para el cuándo y el dónde de un discurso. Por eso, el discurso que ofreció hace no mucho en el Ayuntamiento de París con motivo del centenario de la Reforma protestante no solo fue interesante en cuanto a su contenido; no solo fue un hábil intento de aprovechar el repaso a la historia de las luchas de religión en Francia para adaptar una doctrina de Estado, el estricto laicismo francés, a las exigencias de una sociedad pluralista. La ocasión y el tema del discurso fueron al mismo tiempo un gesto hacia la cultura del país vecino, marcada por la impronta del protestantismo... como también hacia su colega protestante en Berlín. Naturalmente, a nosotros se nos han vuelto extraños la ambición y el estilo para representar el poder del Estado, al menos desde la mirada nostálgica de Carl Schmitt a la contrailustración francesa del siglo XIX. Puede faltarnos el sentido y la gravitas de una vida en el palacio del Elíseo que Macron exhibe en su entrevista con Der Spiegel. Pero vuelve a impresionar el íntimo conocimiento de la filosofía de la historia hegeliana que muestra su reacción cuando se le pregunta por Napoleón como el “espíritu del mundo a caballo”.



Dibujo de Enrique Flores para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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viernes, 10 de julio de 2015

[A vuelapluma] Lecciones de la crisis griega




Viñeta de El Roto (El País)



Me ha venido muy bien esta semana pasada de descanso forzoso por circunstancias familiares. No solo en lo personal, reanudando lazos entrañables que la distancia y el tiempo habían aflojado, sino en lo más íntimo, dándole importancia a lo que de verdad lo tiene y haciéndome ver que el mundo es como es, con toda su complejidad maravillosa, y no como a nosotros nos gustaría que fuera: simple, sencillo, directo, claro...

Esta digresión a vuela pluma de hoy, basada como todas las demás en opiniones de otros sobre las que reflexiono en el blog cada día con mayor o peor fortuna, va sobre la crisis griega que acaba de azotar los poco pétreos muros de la zona euro y de la propia Unión Europea, y sobre el papel que en ella han jugado algunos actores individuales. 

Vaya por delante, y para ahorrar tiempo e ilusiones a sus fans, que los tiene y muchos, que no me gusta el señor Tsipras; no como persona, que no juzgo, sino como político. Creo, sinceramente, que nos ha tomado el pelo a todos, pero sobre todo, a los griegos. Nada de una gran tragedia clásica a lo Sófocles, Esquilo o Eurípides. Más bien una comedia ligera a lo Aristófanes, que afortunadamente ha sido encarrilada, como no podía ser de otra manera, porque la crisis griega, a pesar del señor Tsipras, era la crisis de todos.

"Atenas acepta finalmente la propuesta que sus ciudadanos rechazaron en referéndum. Con apenas ligeros retoques. El Gobierno de Grecia envió la noche del jueves el plan con las medidas prioritarias para pactar el tercer y ansiado rescate con los acreedores, que está llamado a evitar la bancarrota y la salida del euro. Atenas acata prácticamente al 100% la última oferta europea —la rechazada en voto del pasado domingo—, y se compromete a hacer concesiones simbólicas, y circunscritas a las subidas de impuestos". Este es el comienzo de la noticia que hoy, viernes, reproducen todos los periódicos y cadenas de televisión del mundo mundial, como diría Manolito Gafotas. Y que nuestro viejo refranero carpetovetónico enfatizaría diciendo eso de "para ese viaje no hacían falta alforjas", señor Tsipras.

La primera andanada extrapolítica contra las maniobras del señor Tsipras vino hace escasos días de un controvertido, por lo audaz de sus diatribas, filósofo francés de origen sefardí, Bernard-Henry Lévy (1948): "No, amigos griegos, pese a lo que se oye por todas partes y a lo que pregonan en Francia esos que aconsejan pero nunca pagan, como los Le Pen y los Mélenchon, la votación del domingo [se refiere al referéndum celebrado en Grecia] no es unavictoria de la democracia. Primero porque la democracia, y vosotros lo sabéis mejor que nadie, es mediación, representación, delegación regulada de las voluntades y los intereses. No necesariamente un referéndum. O, si lo es, es solo excepcionalmente, cuando los representantes electos están contra las cuerdas, cuando han perdido la confianza de sus mandantes y los procedimientos normales han dejado de funcionar. ¿Acaso era este el caso? ¿El señor Tsipras estaba tan debilitado que no tuvo más remedio que descargar su responsabilidad sobre su pueblo y caer en esta democracia de excepción que es la democracia plebiscitaria? ¿Y qué ocurriría, dicho sea de paso, si cada vez que se enfrentan a una decisión que no tienen el valor de asumir, los socios de Grecia suspendieran las conversaciones y pidieran ocho días para que el pueblo zanjase la cuestión? A menudo se oye —y es cierto— que Europa es demasiado burocrática, demasiado lenta en sus decisiones, demasiado aparatosa. Lo menos que se puede decir es que si el método Tsipras, Dios no lo quiera, llegase a inspirar a un Gobierno estilo Podemos o similar, no remediaría esa deficiencia". Ni que decir tiene que apoyo todo el argumentario anterior sin fisuras, asumiendo las con buen talante las consecuencias personales que se me puedan derivar de ello por parte de mis buenos amigos, que los tengo, cercanos a las tesis y modos de Tsipras, versión hispánica.

La segunda en la boca, que dirían los creyentes, le ha venido al señor Tsipras de manos del ministro francés de Economía, Emmanuel Macron (1977), que aunque juega a toro pasado, le ha recordado al primer ministro griego que no todo vale en política. Macron es el ministro más joven del Gobierno francés y probablemente el más brillante, pero también el más controvertido. Los críticos de su partido, el socialista, le tachan de “liberal” por su ley para modernizar la economía, aprobada definitivamente este jueves por decreto. En esta entrevista, hecha en su despacho horas antes de partir de visita a España, afirma que él está para reformar, para influir en la “transformación ideológica” de la izquierda, modernizando la economía, dándole importancia a la justicia social. Como se vislumbra en la entrevista de más arriba, una recuperación de los ideales socialdemócratas: "El liberalismo político es un elemento de la izquierda. La izquierda es el partido de la emancipación y la libertad, en coordinación con la solidaridad. Si no, la izquierda se convierte en un partido conservador", dice en ella. 

Por último, las reflexiones siempre ajustadas del periodista de El País, Xavier Vidal Foch, que en el diario de ayer jueves, lo hacía sobre las diez lecciones de futuro que cabe sacar de esta crisis:

1. En la Europa del euro reforzado, toda gran cuestión de política económica interna de un socio es de facto competencia común. Y política interior de todos.

2. En paralelo a la economía y a la política, hay una opinión pública europea en formación, polarizada, con vaivenes y dientes de sierra. Empezó con la oposición a la guerra de Irak y ahora se multiplica.

3. El discurso moralista empeora la tensión. Para unos la deuda es “injusta” (Syriza); para otros “lo moral es pagar las deudas” (Donald Tusk). Más que el qué, importa el cómo: cómo hacer que la deuda sea sostenible y no asfixiante. Política, números.

4. Nunca la unión monetaria fue más política. Con las del domingo la habrán abordado media docena larga de sesiones de “cumbre”: la cúpula política de la Unión, el Consejo Europeo.

5. El FMI vive una extrema polaridad zigzagueante. Hoy va de keynesiano (herencia de DSK), mañana de neoliberal, como era costumbre. Resulta imprevisible.

6. Han irrumpido en la Unión los nuevos socios bálticos y otros “pecos” (países de la Europa central/oriental) con perfil propio. En las instituciones (Tusk, Dombrovskis) y los Gobiernos. Ya les interesa la UE tanto como la OTAN.

7. Las políticas de la Unión se cambian con influencia, pedagogía, tenacidad. La reorientación de la austeridad hacia el estímulo a la demanda, la inversión y el crecimiento debe más a la insistencia socialdemócrata (SPD, Hollande, Schulz) y socialcristiana (Juncker) que a los golpes de mano radicales de un país sufriente, pero que se aísla.

8. España ha existido poco. Frases hechas, obviedades, consumo interno cruzado, barato. ¿Por qué siestea el Congreso?

9. Los casandras, heraldos del apocalipsis, reverdecen a la primera recaída, a ver si esta vez hay suerte y el desastre confirma sus pronósticos antes fallidos y su religión de cuanto-peor-mejor, siempre y cuando el hambre afecte a otros: los Hans-Werner Sinn, los Paul Krugman, qué mensaje de ética.

10. Los dramas de Grecia se arrastran dos siglos. No se evaporarán en un día. Mientras se trabaja, conllevancia.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt




Alexis Tsipras






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