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jueves, 24 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Maduro: ¿aprendiz de Castro y discípulo de Pinochet?





Venezuela era uno de los países más prósperos de Latinoamérica. Se encontraba, según las cifras de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), entre las mayores reservas petrolíferas del mundo. Aunque nunca haya sido, ni mucho menos, un ejemplo de democracia, sí se estaba dotando de instituciones sólidas. Pero Llega la elección del excomandante de paracaidistas Chávez. Y luego la nominación, seguida de una elección fraudulenta, de Maduro, su triste y sangriento clon. Y el sueño se convierte en pesadilla; una mezcla de incompetencia y estupidez, la sumisión del país a una “burguesía” bolivariana, codiciosa y a sueldo una de Cuba desangrada y que ya no cree en su propio modelo, lo echa todo por tierra; y un nuevo liberador de pacotilla, agotando la bomba de dinero de la empresa petrolera nacional para nutrir su clientelismo y alimentar los fondos opacos gestionados sin supervisión por los sátrapas de su régimen, mete al país en el pelotón de cola de los países que se dirigen a la pobreza masiva (a título indicativo, una inflación equivalente a la de Zimbaue o a la de la Alemania de la década de 1920). 

Quien así se expresaes el controvertido y polémico filósofo francés Bernard-Henri Lévy (1948), discípulo de Jacques Derrida y Louis Althusser, y fundador junto a André Glucksmann y Alain Finkielkrautde la corriente de los llamados "nuevos filósofos (nouveaux philosophes) franceses, críticos con los dogmas de la izquierda radical surgida de Mayo del 68 y valorado por su compromiso moral en favor de la libertad de pensamiento.

Recordamos a Cándido, a la vuelta de su país de Cucaña, comenta, en el que el oro —el petróleo amarillo— ya fluía a raudales, sigue diciendo. Recordamos, en Luis Sepúlveda, Alejo Carpentier y otros, el mito de El Dorado, que nunca acabó bien. Un El Dorado desinflado que se paga allí a un alto precio. Y el saqueo del país se duplica con el desencadenamiento de violencia que la sitúa al borde de la guerra civil: 120 muertos en unas semanas. Las figuras destacadas de la oposición perseguidas, cesadas en sus cargos, secuestradas, encarceladas. Torturas en comisarías. Y para empeorar las cosas, la farsa electoral que acaba de permitir a una asamblea deconstituyente acaparar todos los poderes y desmantelar, si quiere, el frágil equilibrio institucional del país.

Ante este desastre, deseo plantear dos preguntas, sigue diciendo. Una pregunta franco-francesa, para empezar: ¿Hasta cuándo Mélenchon, líder de la Francia Insumisa, seguirá encontrando virtudes en este régimen asesino? ¿Cuántos muertos necesitará para llamar a las cosas por su nombre y reconocer en los policías de Maduro a los gemelos de los que, en otra época, sembraron el terror en Chile y Argentina? ¿Y a qué espera para pronunciar las palabras que son el privilegio de un hombre libre de sus alianzas y de su palabra: sí, me he equivocado; no, este régimen brutal no es una “fuente de inspiración”; y esta historia de la “alianza bolivariana”, inscrita en el artículo 62 de mi programa y que debía acercarme a los herederos de los caudillos (Castro, Chávez…) cuya muerte tanto lloré, era una idea verdaderamente mala? De momento, nada.

Como los españoles de Podemos o los griegos de Syriza, como Jeremy Corbyn en Reino Unido, los melenchonistas creen que sus héroes con las manos teñidas de sangre tienen la excusa de la lucha contra el “imperialismo”. Y, cuando despiertan, es para invertir los papeles y, como hizo un siniestro portavoz del partido, Djordje Kuzmanovic, comparar a los pacíficos manifestantes que luchan por la democracia y el derecho con los golpistas de Pinochet en el Chile de la década de 1970; o, como Alexis Corbière, para denunciar la “desinformación” y, añadiendo el oprobio a la cobardía, insultar la memoria de los muertos (jóvenes de los “barrios ricos” que solo han recibido su merecido), alimentar el conflicto racial (“a menudo la gente de color está en los barrios bajos”), y criminalizar a la oposición, expuesta los salvajes ataques de las milicias paramilitares del Gobierno “"a menudo la gente se quema”). ¿Estos “insumisos” son insumisos o rehenes? De cualquier modo, esas palabras no son dignas de un partido que aspira a encarnar la oposición en Francia.

Y después, la segunda pregunta se dirige a la comunidad internacional, a la que afecta por dos razones. En lo que se refiere a la “responsabilidad de proteger”, como establece la Carta de Naciones Unidas, y que exige aquí palabras duras: una condena firme por parte de un Consejo de Seguridad valiente; gestos de apoyo simbólicos como la recepción en París, Madrid o Washington de los últimos representantes de la oposición que aún tienen libertad de movimientos; una demostración de solidaridad de la representación nacional francesa, española, estadounidense u otra, con el Parlamento venezolano que el golpe de Estado constituyente de Maduro amenaza con disolver; y después, naturalmente, sanciones económicas y financieras que vayan más allá de las tímidas fanfarronadas de Donald Trump.

Y además, lo que ha pasado en Caracas nos afecta —de esto no estamos tan enterados— en el campo de la lucha contra el terrorismo y contra las redes de blanqueo de capitales que lo financian: ¿qué sentido tiene la alianza, “bolivariana” como tiene que ser, entre el difunto Chávez y Mahmud Ahmadineyad, expresidente de la República de Irán? ¿Qué ha sido de los miembros de las FARC colombianas que, según me confesó uno de sus jefes, Iván Ríos, poco antes de morir, en 2007, fueron enviados “en misión” al país del “socialismo del siglo XXI”? ¿Y qué crédito debemos conceder a algunos líderes de la oposición antichavista que gritan, de momento en el desierto, que no se conocen todos los lazos de Maduro con Corea del Norte, la Siria de Bachar el Asad en Siria o cierto activista de Hezbolá desterrado o en tránsito?

No son más que preguntas. Pero preguntas que hay que plantearse. Un régimen desesperado es capaz de cualquier vileza, y la situación en Venezuela merece comisiones de investigación, un Tribunal Russell, un mayor interés por parte de la prensa occidental; todo menos el silencio incómodo que, de momento, acoge a este pronunciamiento prolongado, concluye diciendo Lévy.




Dibujo de Enrique Flores para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 19 de noviembre de 2015

[A vuelapluma] ¿La guerra contra ISIS es una guerra justa?




Viñeta de Forges (El País, 18/11/2015)


No hace falta ser un experto en lingüística para percibir las diferencias que median entre pacífico y pacifista. Lo primero es más bien una condición humana; lo segundo una actitud ideológica. Es muy posible que mi siempre genial y admirado Forges tenga toda la razón en su viñeta de hoy y que todas las guerras sean malditas. No lo sé. No es, desde luego, el primero que lo ve así. Erasmo de Rotterdam (1466-1536) escribió un hermoso opúsculo en ese mismo sentido titulado "La guerra es dulce para quienes no la han vivido", (Círculo de Lectores, Barcelona, 1995) cuya lectura les recomiendo encarecidamente. Yo no me considero una persona probelicista y creo, sinceramente, que soy de temperamento natural pacífico. Pero reconozco que no soy pacifista. Tampoco lo es el profesor de la Universidad de Princeton Michael Walzer (1935), autor de un impresionante libro, "Guerras justas e injustas" (Paidós, Barcelona, 2001), que examina y pasa revista pormenorizada desde el punto de vista de la filosofía moral a la mayor parte de los conflictos bélicos del pasado siglo. Como él, pienso que hay razones para asumir que sí, que hay guerras justas y guerras injustas, pero que la mayoría de ellas, por desgracia, son absurdas.

¿La guerra que el Estado Islámico ha declarado a Occidente es justa o injusta? ¿La guerra que Francia, y con ella Occidente, ha declarado al Estado Islámico es justa e injusta? La respuesta, a gusto de cada cual. Pero confieso que a mí personalmente eso de poner la otra mejilla cuando nos golpean no acabo de verlo claro.

Más claro que yo, desde luego, lo tiene el filósofo francés Bernard-Henri Lévy (1948), nacido en Argelia, en el seno de una familia judía sefardí, estudiante en la prestigiosa Escuela Normal Superior parisina donde tuvo como profesores a Jacques Derrida y Louis Althusser y corresponsal de guerra. En 1976 se hizo popular como joven fundador de la corriente de los llamados nuevos filósofos franceses (como André Glucksmann y Alain Finkielkraut), muy críticos con los dogmas de la izquierda radical surgida de Mayo del 68. Se convirtió entonces en un filósofo discutido, acusado de «intelectual mediático» y narcisista por sus detractores, y valorado por su compromiso moral en favor de la libertad de pensamiento por sus defensores. Pues bien, este controvertido filósofo escribía ayer en el diario El País un artículo titulado "Guerra, manual de instrucciones", que no tengo empacho alguno en reconocer que comparto. 

Hay que llamar a las cosas por su nombre, dice en él, y tratar al enemigo como tal. La alternativa está clara: si no hay tropas en su terreno tendremos más sangre en el nuestro. Pues bien, aquí está la guerra. Una guerra de un nuevo tipo. Una guerra con y sin fronteras, con y sin Estado; una guerra doblemente nueva porque mezcla el modelo desterritorializado de Al Qaeda con el viejo paradigma territorial que ha recuperado el Estado Islámico (ISIS). Pero una guerra, en cualquier caso. Y ante esta guerra que no deseaban ni Estados Unidos, ni Egipto, ni Líbano, ni Turquía, ni hoy Francia, solo podemos hacernos una pregunta: ¿qué hacer? Cuando nos cae encima una guerra así, ¿cómo responder y ganar?

Primera ley: llamar a las cosas por su nombre, añade. Al pan, pan, y al vino, vino. Y atrevernos a decir esa palabra terrible, guerra, frente a la que lo deseable, lo propio y, en el fondo, lo noble por parte de las democracias, pero también su debilidad, es rechazarla hasta los límites de su comprensión, de sus referencias imaginarias, simbólicas y reales. Y consentir esa contradicción que es la idea de una república moderna obligada a combatir para salvarse. Y pensarlo aún con más tristeza porque varias de las reglas establecidas por los teóricos de la guerra, de Tucídides a Clausewitz, no parecen servir para ese Estado fantoche que lleva la llama más allá en la medida en que sus frentes están desdibujados y sus combatientes tienen la ventaja estratégica de no establecer diferencias entre lo que nosotros llamamos la vida y ellos llaman la muerte.

Segundo principio, sigue diciendo: el enemigo. Quien dice guerra, dice enemigo. Y a ese enemigo no solo hay que tratarlo como tal, es decir (las enseñanzas de Carl Schmitt), verlo como una figura a la que, según la táctica escogida, se puede engañar, hacer dialogar, golpear sin hablar, en ningún caso tolerar, pero sobre todo (enseñanzas de san Agustín, santo Tomás y todos los teóricos de la guerra justa), darle, también a él, su nombre auténtico y preciso. Ese nombre no es terrorismo. Esos hombres que están en contra del placer de vivir y la libertad propia de las grandes metrópolis, esos bastardos que odian el espíritu de las ciudades tanto —dado que son lo mismo— como el espíritu de las leyes, del Derecho y la dulce autonomía de los individuos liberados de antiguas sumisiones, esos incultos a los que habría que replicar, si no les fueran completamente desconocidas, con las bellas palabras de Victor Hugo cuando gritaba, en plenas matanzas de la Comuna, que atacar París es más que atacar Francia porque es destruir el mundo, merecen el nombre de fascistas. Mejor dicho: fascislamistas, añade.

¿Qué más ventajas tiene dar un nombre a las cosas?, se pregunta más adelante. Poner las cosas en su sitio, responde. Recordar que, con este tipo de adversario, la guerra debe ser sin tregua y sin piedad. Y forzar a cada uno, en todas partes, es decir, tanto en el mundo árabe musulmán como en el resto del planeta, a decir por qué lucha, con quién y contra quién. Eso no significa, añade, por supuesto, que el islam tenga afinidad alguna con el mal, como no la tienen otras formaciones discursivas. Y la urgencia de este combate no debe distraernos de esa otra batalla, también esencial, que es la batalla por el otro islam, por el islam de las luces, el islam en el que se reconocen los herederos de Massud, Izetbegovic, el bangladesí Mujibur Rahman, los nacionalistas kurdos o el sultán de Marruecos que tomó la heroica decisión de salvar, enfrentándose a Vichy, a los judíos de su reino.

Oigo gritar a los biempensantes, dice más adelante, que llamar a quienes son buenos ciudadanos a desvincularse de un crimen que no han cometido es suponerlos cómplices y, por tanto, estigmatizarlos. Pero no. Porque ese “no en nuestro nombre” que esperamos de nuestros conciudadanos musulmanes es el de los israelíes que se desvincularon, hace 15 años, de la política de su Gobierno en Cisjordania. Es el de las masas de estadounidenses que en 2003 protestaron contra la absurda guerra de Irak. Es el grito más reciente de todos los británicos, fieles o simples lectores del Corán, que decidieron proclamar que existe otro islam —manso, misericordioso, apasionado de la tolerancia y la paz— que no es ese en cuyo nombre pudieron apuñalar a un militar en plena calle. Es un grito hermoso. Es un bello gesto. Pero, sobre todo, es el gesto sencillo, de justicia, que consiste en aislar al enemigo, separarlo de su retaguardia y hacer que deje de sentirse como pez en el agua en una comunidad para la que, en realidad, es una vergüenza. 

Pienso, sinceramente, que tiene toda la razón. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




Bernard-Henri Lévy




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sábado, 14 de noviembre de 2015

[A vuelapluma] Pour la Liberté. Vive la France! ¡No al terror!








Ya se empiezan a oír en las redes sociales comentarios, quiero suponer, de verdad, que sinceros y de buena fe (aunque seguro que los hay también de mala fe y sin respeto alguno por las víctimas) que parecen decir que los muertos en los atentados de París son responsables de sus propias muertes porque sus gobiernos son culpables de no se sabe qué. Que en Occidente no sentimos lo mismo cuando las víctimas no son occidentales. Y eso es una falacia. Lo lamentamos y nos dolemos de ello por igual. Pero nos quedan un poco más lejanos. Y eso es normal y humano. Lo que me suena hipócrita es que me pidan que sienta el mismo dolor por el que conozco que por el ajeno. Todos los muertos por causa del fanatismo merecen el mismo respeto, todos sin excepción. Pero el dolor no puede ser el mismo. Si fuera así, sería imposible vivir. No deberíamos permitir que se haga demagogia con las víctimas del terrorismo, porque eso es terrorismo también.

Lo explicaba muy bien unos días después de los atentados de París el escritor Bernardo Marín en un artículo de El País titulado "El dolor cercano por el país de las libertades". A él les remito. No puedo sino reconocer que coincido plenamente con sus planteamientos.

También  me parecen inobjetables las palabras pronunciadas al respecto por el filósofo francés Bernard-Henri Lévy, en su artículo "La guerra, manual de instrucciones". Hay que llamar a las cosas por su nombre, dice en él, y tratar al enemigo como tal. La alternativa está clara: si no hay tropas en su territorio tendremos más sangre en el nuestro.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







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