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martes, 15 de noviembre de 2022

[ARCHIVO DEL BLOG] Profundizar en la democracia, cuestión de supervivencia. [Publicada el 15/11/2012]










Me pongo al teclado al instante mismo de concluir (hora insular canaria) la jornada de huelga general vivida en España el día de ayer. No lo hago bajo ningún tipo de presión especial (emocional, patriótica, política o ciudadana) sino más bien movido por el impulso de descargar a través de la escritura un difuso sentimiento contradictorio de alegría y pesar al mismo tiempo. Comprendo, y me pongo, en su lugar, a aquellos trabajadores que no han secundado la huelga acuciados por la imperiosa necesidad de dar de comer a sus hijos, pagar su hipoteca o alquiler y atender a sus demás necesidades vitales mínimas y perentorias; y también comprendo, y estoy de su parte, a aquellos otros que sí se han lanzado a la calle a reclamar un cambio de política a riesgo de recibir las indiscrimanadas y democráticas patadas y porrazos de los antidisturbios y los insultos procaces, deslenguados e hipócritas del gobierno. A mi manera, modestamente, y en la medida de mis posibilidades y saberes, espero haber contribuido con mi granito de arena en el desarrollo de la jornada de protesta. Ahora toca reflexionar.
Reformar los mecanismos de representación política se ha convertido ya en cuestión de supervicencia para la democracia. Si queremos salvarla, la política tiene que estar por encima de la economía. Es la tesis central del artículo de hoy en El País: "Huelga general y democracia", de Fernando Vallespín, catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad Autónoma de Madrid. La misma idea, más elaborada, subyacía en otro artículo de hace unos días: "¿Se puede reformar la política? ¿Cómo?", también en El País, de José Antonio Gómez Yañez, profesor de Sociología en la Universidad Carlos III de Madrid. Les recomiendo encarecidamente su lectura.  
La democracia siempre ha tenido críticos y enemigos. El más famoso y más antiguo de todos ellos, Platón, en el siglo IV a.C. Una crítica y enemistad que se hace manifiesta en su República, y se suaviza en Las Leyes, probablemente a causa del fracaso vital de su propia experiencia como reformador político. Claro que de Platón para acá ha llovido mucho, sobre el mundo y sobre la democracia, sobre la cual han caído críticos y enemigos mucho más furibundos y peligrosos que él. Hay un libro, convertido ya en un clásico de la ciencia política: La democracia y sus críticos (Paidós, Barcelona, 1993), del politólogo estadounidense Robert A. Dahl, que lo deja bastante claro. Lo leí por vez primera hace justamente trece años, en noviembre de 1999, y vuelvo a él a menudo, por su claridad expositiva, y sobre todo, por su capítulo final, clarividente, que lleva el título de "Hacia una tercera transformación [de la democracia]. La democracia en el mundo del mañana. Bosquejos para un país democrático avanzado".
El libro de Dahl, lo nombra y cita elogiosamente el también profesor de la Universidad Carlos III madrileña, Andrea Greppi, un reconocido experto en el estudio de la obra y el pensamiento de Norberto Bobbio. Lo hace en su libro La democracia y su contrario. Representación, separación de poderes y opinión pública (Trotta, Madrid, 2012), que estoy leyendo ahora mismo con enorme satisfacción. A falta de esa lectura completa en curso, aprovecho para reproducir algunos párrafos de su capítulo inicial: "La democracia sin enemigos. Diagnóstico inicial: la tercera transformación. ¿Hemos tocado techo?" (págs. 9/17).
"Hasta hace unos años, al menos en la parte del mundo que se decía libre, la hipótesis tácita que orientaba la teoría y la práctica de la democracia venía a ser aproximadamente está: una democracia próspera, en la que se cumplen una serie de condiciones básicas de libertad, genera por sí misma la energía y los recursos que ella misma necesita para mantenerse en equilibrio y avanzar hacia el logro de nuevas fronteras de desarrollo democrátrico. Esta hipótesis permitía trazar programas de investigación teórica y de intervención política de largo alcance. Identificados los factores que hicieron históricamente posible la difusión de la democracia en el mundo civilizadose pensaba que habría sido posible reproducirlos en otros lugares distintos, replicando la misma experiencia. La estrategia era atractiva y prudente pero, vista en perspectiva, no deja de suscitar un profundo recelo: ¿estamos seguros de que los tiempos son propicios para seguir confiando en la hipótesis del progresivo avance de la democracia?" (pág. 13). Una buena pregunta, desgraciadamente, sin respuesta por el momento.
En la página siguiente comienzan las desagradables certidumbres: "En estos años, la cuestión de los desafíos y las fronteras de la democratización ha sido una constante en la agenda teórica y en la práctica política. No obstante, como se decía más arriba, la seguridad de hace unas décadas ha dado paso a una difusa sensación de desconcierto. El entusiasmo ha quedado relegado a los documentos diplomáticos o a las más burdas operaciones de propaganda. No es fácil resumir en pocas palabras de dónde vienen las dificultades, ni explicar por qué nadie las había previsto. Hay interpretaciones para todos los gustos", añade al final.
Más problemas. En la página 15, explicita algunos: "Hemos caído en la cuenta de que la frontera de la democratización ya no pasa por la sustitución de los últimos regímenes autoritarios o por la celebración de elecciones libres y regulares en los lugares más recónditos del planeta, sino más bien por la capacidad que pueda tener esta democracia [se refiere a la democracia representativa], la única que existe, para hacer frente a la emergencia de nuevos poderes autoritarios, radicalmente antidemocráticos porque son capaces de actuar al margen y por encima de las leyes. Un desafío que no es solo práctico, sino también teórico". Bien, ya hemos identificado al enemigo, y ahora ¿qué?, podemos preguntarnos...
Nueva reflexión del autor en la siguiente página: "¿Estamos realmente, como parece, en una situación de cambio paradigmático en el proceso de democratización? Y, en este caso, ¿tenemos la posibilidad real de orientar el proceso de cambio, de incidir conscientemente en su desarrollo?". Preguntas sin repuesta, al menos de momento, que se irán planteando a lo largo del libro.
Termino con el párrafo final del capítulo, dónde se plantea la cuestión primordial a dilucidar por la ciudadanía: "La regeneración de las instituciones democráticas -o, como se decía antaño, la profundización dela democracia- no es un lujo del que podamos desprendernos. Si los ciudadanos no tienen opinión propia, si no disponen del poder para pensar con su propia cabeza, la celebración de elecciones y los demás rituales previstos en constituciones democráticas están destinados a transformarse en contenedores huecos. Y esto es algo que no nos podemos permitir. Corremos el riesgo de que, imperceptiblemente, la diferencia entra la democracia y su contrario empiece a volverse cada vez más estrecha, hasta resultar inapreciable. Pero ¿qué es lo que tiene que suceder o qué es lo que se puede hacer para que ese pronóstico no llegue a cumplirse?". No tengo la repuesta, pero espero que la lectura de esta entrada haya suscitado su interés y su preocupación por devolver a la política y a la democracia su supremacía. En ese empeño, creo estamos de acuerdo la mayoría de los ciudadanos españoles y europeos.
El vídeo que acompaña la entrada recoge la conferencia pronunciada en abril del pasado año en Oviedo, titulada "¿Qué es la democracia?", por el controvertido profesor y filósofo español Gustavo Bueno. Lo pueden ver desde este enlace: https://youtu.be/kp3mRhTHa50
Y sean felices, por favor; a pesar del gobierno. Tamaragua, amigos. HArendt








jueves, 30 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Concesiones



Sesión del Congreso de los Diputados. Foto Europa Press


Esto no es una guerra cultural, Todos tienen que hacer alguna concesión. Es una ocasión en la que nadie puede ganar si no ganamos todos, afirma en el A vuelapluma de hoy [No es una guerra cultural. El Pais, 25/7/2020] el catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Madrid, Fernando Vallespín. 

"¿Recuerdan cuando en medio del confinamiento, con cientos de muertos diarios, había gente que salía a la calle a gritar “libertad”? -comienza diciendo Vallespín-.  Por esas mismas fechas se publicó un debat en el semanario alemán Die Zeit entre J. Habermas y el jurista Klaus Günther sobre el dilema entre la apertura de la economía y el derecho a la vida y, en general, la complejidad asociada a la ponderación entre derechos fundamentales. En un determinado momento, hablando de lo intrincado del caso, Günther dijo algo que captó mi atención: “¿Estaríamos dispuestos a explicar al primer paciente al que no podemos ofrecer un respirador como consecuencia de la desescalada que debe morir para preservar la libertad de otros?” ¿Usted se lo diría, lo harían los que gritaban “libertad” con la banderita?

El tema es lo suficiente enrevesado como para ser objeto de una columna. Además, se puede prestar a cierta demagogia. Por ejemplo, a la vista de lo que ahora mismo está ocurriendo podríamos reformular la frase preguntando a un joven: ¿Estarías dispuesto a decirle a una persona mayor contagiada que debe morir para que tú, persona casi inmune, puedas seguir de marcha por las noches? No es esta la vía por la que quiero transitar, desde luego. Como digo, la cuestión es de mucha enjundia y, como todos los dilemas morales, tiene muchas aristas. Pero del mismo modo en que no se puede dramatizar en exceso, con mayor razón aún debemos evitar banalizarla. Esto es lo que a mi juicio está ocurriendo desde el inicio de la pandemia cuando las estrategias de combate al virus se presentaron como una guerra cultural más; en este caso, “libertad” frente a hipercontrol estatal. El ejemplo más a la vista es el de los Estados Unidos, donde se han visto arrastrados a una patética gestión de la infección por su superposición con los conflictos sectarios del país. O Trump o Sauci. El caso es convertir el fundamento de las discrepancias en dogmas, no en el objeto de un sereno y racional debate público.

Aquí también lo sufrimos. No solo con los de la “libertad”, sino con algún que otro presidente —o presidenta— de Comunidad Autónoma. Ahora ya parece que poco a poco todos hemos ido tomando conciencia de que esto va en serio y que cuando uno asume la responsabilidad plena por las consecuencias cambia también su forma de ver los problemas. Qué fácil era cuando todo podía imputarse al Gobierno central. Qué sencillo es oponerse a algo que dicta un Gobierno que no es el de tu cuerda, ¿verdad? Y con esto no quiero decir que haya que acallar las críticas; de lo que se trata es de hacerlas fructificar para que todos nos beneficiemos, no para doblar el brazo al adversario.

Ahora, todavía en medio de la tormenta provocada por el virus, tenemos que ir reparando a la vez sus desperfectos, sus desgarros del tejido económico y social. Reconstrucción, lo llaman. Después del acuerdo europeo, es una ocasión única para darle un buen empujón al país. Un país diverso y plural. Todos, por tanto, tienen que hacer alguna concesión. Es una ocasión en la que nadie puede ganar si no ganamos todos. ¿Habremos aprendido algo de la experiencia anterior o seguiremos con la guerra de guerrillas políticas, culturales y semipensionistas?".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 







La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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sábado, 6 de junio de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Política y ciudadanía. Publicada el 12 de enero de 2010



El profesor Fernando Vallespín


El pasado 26 de diciembre publicaba El País un artículo del profesor Fernando Vallespín, catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid, titulado "¿Quiénes son peores, nuestros políticos o los ciudadanos?", que pueden leer en el enlace anterior. El comentario del profesor Vallespín, se centra en el análisis del barómetro de noviembre del Centro de Investigaciones Sociológicas, en el cual aparece, en tercer lugar entre los principales problemas que más preocupan a los españoles, la actuación de la clase política y de los partidos políticos. 

He aprovechado el relativo descanso de las vacaciones navideñas para pensar en lo que supone esa creciente desafección ciudadana por los políticos, la clase política en su conjunto, y lo que es más grave, por la política en general, partiendo de los datos que se reflejan en la encuesta del CIS y del atinado comentario del profesor Vallespín. Les confieso no haber llegado a conclusión alguna, pero me ha impulsado a retomar algunas lecturas, pasadas unas y recientes otras, que me han resultado muy interesantes.

Entre las más recientes, encuentro una lapidaria frase del profesor Alfonso Ruíz Miguel, catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid, en su artículo "El libro de los hilos que se entrecruzan" (Revista de Libros, núm. 157, enero 2010), comentando el libro del escritor mexicano Jesús Silva-Herzog, titulado "La idiotez de lo perfecto. Miradas a la política" (Fondo de Cultura Económica, México, 2009). Dice así: "En política, la búsqueda de la perfección, la utopía de una convicencia humana más allá del conflicto, es no sólo una ilusión vana, sino también dañina, como lo han demostrado los totalitarismos del siglo XX". Ese comentario parece coincidir en gran manera con el pensamiento sobre la función de la "política" de uno de los grandes filósofos políticos del pasado siglo, el norteamericano Richard Rorty (1931-2007), cuyo libro "Pragmatismo y política" (Paidós-UAB, Barcelona, 1998) ha sido, casualmente, una de las relecturas conque me entretuve en las pasadas fiestas navideñas.

En uno de los artículos que recopila el libro citado ("Trotsky y las orquídeas silvestres"), dice Rorty: "Si uno enseña filosofía, como yo, se supone que debe contar a los jóvenes que su sociedad no es sólo una de las mejores inventadas hasta el momento, sino la que personifica la Verdad y la Razón. Negarse a decir tales cosas se considera una traición, una abdicación de la responsabilidad moral y profesional. Sin embargo, -añade- mi perspectiva filosófica, me impide decir esas cosas". A pesar de ello, en un párrafo anterior, ha dejado explícita confesión -que comparto con él- de "que pese a sus vicios y atrocidades pasadas y presentes, y pese a su continua ansiedad por elegir tontos y truhanes para altos cargos, su país, (Estados Unidos, pero yo añadiría que cualquier sociedad liberal-democrática occidental) es un buen ejemplo del mejor tipo de sociedad inventada hasta el momento".

En la introducción del libro, el también profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, Rafael del Águila, ha dejado escrito que "aunque no nos sea posible demostrar la superioridad racional o la universalidad de los valores que ligamos a la verdad o la justicia de la democracia, puede que merezca la pena luchar por esos principios y mostrarles una fuerte adhesión y un profundo compromiso". La estrategia rortyana ante las críticas a la sociedad liberal-democrática, dice el profesor del Águila, se condensa en una sola pregunta: "¿Se le ocurre a usted algo mejor?, discutámoslo".

Termino mis alusiones al libro de Rorty reproduciendo el párrafo inicial del artículo citado ("Trotsky y las orquídeas silvestres"): "Si hay algo de verdad en la idea de que la mejor posición intelectual es aquella atacada con igual vigor por izquierda y derecha, entonces estoy en buena forma". Dicho lo cual, aclaro, Richard Rorty estaba convencido de que "la utopía socialdemócrata de tolerancia e igualdad, de reformismo y Estado de bienestar, pese a sus enormes complicaciones contemporáneas, es la única que se sostiene ante la pérdida generalizada de referencias de la era posmoderna, transmoderna, metamoderna, o como queramos denominarla".

O lo que es lo mismo, que no es indiferente "ser" de izquierdas o de derechas. Y eso me lleva a mi segunda relectura navideña, con el también filósofo y politólogo italiano Norberto Bobbio (1909-2004), que en su libro "Derecha e izquierda" (Taurus, Madrid, 1998), comenta con lucidez que aquellos que dicen que "no son de izquierdas ni de derechas, son siempre de derechas". Y aunque el idioma español distinga entre los verbos "ser" y "estar", creo que Bobbio tiene toda la razón. Así que, a pesar de mis múltiples contradicciones, no se me equivoquen, "soy de izquierdas" y "estoy a la izquierda". Lo cual implica mi profunda confianza en que la política tiene que servir para resolver los problemas de la sociedad de nuestro tiempo y mi profundo rechazo, también, a los que entienden la política como una simple estrategia para conquistar y perpetuarse en el poder.

Y es que como cuenta el profesor del Águila de la religiosidad de los indios de la región de Chiapas (México), lo importante para éstos respecto de sus creencias religiosas no es si son "verdaderas", sino si son "buenas", es decir, si les "sirven". Algo que también podríamos aplicar a las ideas y creencias políticas. Pues eso... HArendt




El profesor Richard Rorty



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martes, 8 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Regreso al pasado



Foto de archivo en la que aparecen las Trece Rosas


Conducir con el espejo retrovisor, ignorar la carretera que tenemos por delante, es el mejor medio para acabar estrellados, afirma el profesor y politólogo Fernando Vallespín, aludiendo a las incendiarias declaraciones de la presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, Isabel Díaz Ayuso.

Algún día habrá que otorgar un premio a las declaraciones más extravagantes o disparatadas de los políticos, comienza diciendo Vallespín. Algo así como lo que se hace en los premios Razzies, los Oscar alternativos a las peores películas. Si estos existieran, yo propondría premiar las declaraciones de Ayuso sobre la quema de conventos, ex aequo con el inefable remate de Aguado. Y eso que la competencia es fiera. Porque lo de Ortega Smith sobre las 13 Rosas como viles “violadoras” también es para nota. Lo malo no es ya que se digan estupideces supinas, sino que no podamos evitar hablar sobre ello en vez de recubrirlas con un manto de vergonzoso silencio. Sin embargo, no son meras ocurrencias, detrás hay algo más. Está, en primer lugar, la carrera dentro de la derecha por ver quién encarna mejor sus esencias —y aquí Ciudadanos ha dado muestras una vez más de su tremendo despiste ideológico—. Y, en segundo término, es expresivo de la improvisación o dejadez con la que los partidos proceden a la selección de su personal. La Comunidad de Madrid le viene grande, muy grande, a alguien como Ayuso.

Con todo, el problema de fondo es esta necesidad de darle vueltas al pasado. Se dirá que todo empezó con la medida de Sánchez de sacar a Franco del Valle de los Caídos, que sin duda posee una buena dosis de electoralismo. Pero tiene la virtud al menos de zanjar una cuenta pendiente desde la Transición. Basta con leer la prensa extranjera sobre el asunto para tomar conciencia de la anomalía en la que estábamos instalados. Una derecha inteligente así lo hubiera entendido y hubiera pasado a otro tema. En definitiva, quienes en su día más insistieron en la necesidad del olvido son los que más se afanan ahora por remover la guerra civil, el tema más divisivo en este ya de por sí fragmentado país.

Hasta ahora, los debates políticos sobre nuestro pasado reciente se reducían casi exclusivamente a la naturaleza de la Transición. Atacar a esta era una forma de poner en cuestión nuestra condición de país reconciliado. Ahora nos retrotraemos a la guerra civil. Hay incluso quienes van más lejos y eligen la discusión sobre la Leyenda Negra como el lugar en el que escenificar las confrontaciones. Parece como si se nos hubieran hecho pequeños los motivos para discrepar en este presente y tuviéramos que volver al pasado para recargar las baterías del odio, para reverdecer los antagonismos.

Preferimos recuperar y reavivar conflictos pretéritos en vez de elegir temas unificadores, como si aquello que nos une careciera de rentabilidad política. Aunque tengo para mí que esto se debe a la ausencia de ideas y de propuestas que se ocultan mediante una renovación constante del nosotros frente a ellos. Eso es lo fácil. Lo difícil es ofrecer un programa sobre cómo abordar los retos del futuro e implicar en él al mayor número posible de fuerzas políticas y sociales. Más que mirar hacia atrás, deberíamos debatir sobre cómo abordar lo que se nos viene encima, proyectarnos unidos hacia adelante, justo aquello de lo que parece incapaz esta generación de políticos. Nos sobra pasado y nos faltan previsiones de futuro. Y ya lo sabemos, conducir con el espejo retrovisor, ignorar la carretera que tenemos por delante, es el mejor medio para acabar estrellados.





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martes, 27 de marzo de 2018

[A VUELAPLUMA] La clase discutidora





Tenemos un Parlamento cada vez más decorativo a la par que ruidoso, un tetrapartito que no decide y que está en permanente confrontación partidista y una clase política irresponsable y ofuscada incapaz para la acción, comenta en El País el profesor Fernando Vallespín, catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid.

Nos encontramos, comienza diciendo Vallespín, en medio de una legislatura perdida, fútil e insufrible. Mientras al país se le acumulan las dificultades, la política, lo que debería ser su solución, se ha convertido en el verdadero problema. Nuestra mayor preocupación, Cataluña, ha sido endosada a los jueces o, desde la otra parte, vive en el pintoresco limbo de Maastricht sin osar poner el pie en la realidad. Grupos de ciudadanos de distinta sensibilidad y condición reclaman en la calle lo que al parecer es incapaz de procesar el sistema de partidos. (¡Y esta exhibición de masas no ha hecho más que comenzar!). Tenemos un Parlamento cada vez más decorativo a la par que ruidoso, cuyo único fin consiste en escenificar desacuerdos, representar agravios y alimentar el espectáculo. Política sin acción, una contradicción en los términos, convertida en puro circo mediático. Para muestra el bochorno del “debate” en torno a la prisión permanente revisable.

Cada uno de los actores políticos aparece atrapado por el rol al que le empuja una distribución de papeles donde el mayor incentivo consiste en sobresalir en las encuestas, el nuevo espejo de la madrastra de Blancanieves. Todos compiten por ver quién sale mejor retratado y cómo les va a los demás. Prueba de ello es que la propia discusión política se ha trasladado a la búsqueda de conspiraciones en la elaboración de los estudios de opinión. Se ha pergeñado así un híbrido entre la “teatrocracia” y la “democracia de sondeos”, el mejor síntoma de pérdida de la auténtica orientación política. Y abundan los liderazgos blandos y pusilánimes, sin más recorrido que su propia popularidad relativa, el nuevo narcisismo demoscópico.

Estamos, qué duda cabe, ante un proceso de ajuste al sistema del nuevo tetrapartito, y ante una desquiciada carrera por ver quién accede a la hegemonía en su campo respectivo, la derecha y la izquierda. Y a quién se le otorgará el beneficio de quedar el cabeza, el bonus más ansiado. El PP no hizo sus deberes en Cataluña, prefirió, como ya se ha apuntado, externalizar el problema a los tribunales. Tampoco supo prever lo que viene siendo una experiencia histórica, que lo malo de las crisis son las poscrisis, cuando los colectivos sobre los que se hace recaer los mayores sacrificios empiezan a entonar el “¿qué hay de lo mío?”. A esta doble equivocación de Rajoy se une el porfiar en un Gobierno de bajo perfil político al que, salvo excepciones, ni siquiera cabe calificar de tecnocrático.

Ciudadanos, por su parte, al que su éxito catalán le ha dado alas demoscópicas, se encuentra en plena incongruencia de estatus. Ignora si es apoyo del Gobierno o parte de la oposición, y esta situación hamletiana obliga a su líder a optar más por el ataque a unos y otros que por la componenda. Algo parecido a lo que le ocurre al PSOE, que ha pasado de facilitar la gobernabilidad a convertirse en uno de sus mayores impedimentos. Y ahora compite con Podemos por ver quién puede instrumentalizar mejor estos movimientos, aparentemente transversales, que inundan las calles. Para Podemos, el más afectado por la crisis catalana, esto es lluvia benéfica en medio de su actual desconcierto interno. Pero tampoco parece que sea capaz de canalizarlo.

Jamás pensé que llegaría a citar al personaje, pero a nuestros actuales políticos les encaja como un guante el epíteto que Donoso Cortés reservara para los políticos de su época, la “clase discutidora”. Como decía el pensador extremeño, cuando “el mundo no sabía si irse con Barrabás o Jesús”, la lucha existencial entre catolicismo y el ateísmo de Proudhon, van los parlamentarios y “montan una comisión”. El caso es no decidir y diluir todo activismo político en una discusión perenne. Eran otros tiempos, desde luego, aunque esta crítica le sería enormemente útil a Carl Schmitt para sustentar después su desprecio del parlamentarismo de Weimar y optar por el Barrabás nazi.

Ahora no estamos ante opciones existenciales de igual calado, pero nadie ignora que hoy es precisamente el populismo quien, en buen tono schmittiano, más apela a la decisión y más se aparta de los presupuestos de la democracia representativa. Algunos imaginábamos que este nuevo furor populista serviría al menos para que la “política establecida” tomara buena nota y se aprestara a reforzar los aspectos liberales del sistema. El populismo tiene mucho de pharmakon, en su doble sentido etimológico de medicina y veneno. Si triunfa, ponzoña la democracia, e incluso puede provocar su caída. Ya sabemos que, por desgracia, esta forma de gobierno está resultando más frágil de lo que nos imaginábamos. Pero lo normal sería que operara como remedio, que sirviera, como ocurrió en Francia, para provocar una reacción inmediata que sacara al parlamentarismo de su largo sopor.

De ahí la irresponsabilidad de nuestra clase política, en permanente estado de ofuscación e incapaz para la acción. Sólo espera que llegue lo que parece ser su objetivo último, la próximas convocatorias electorales. Y para ello no paran de meterse zancadillas, de recurrir a burdas maniobras para apropiarse de la nueva espontaneidad en la calle, de anteponer sus intereses de partido al interés general.

Mientras tanto, no es que se acumulen los problemas, lógico en una situación de impotencia parlamentaria, es que, como bien señaló Javier Solana a su partido, nadie está afrontando los inmensos retos del futuro inmediato: Europa, el impacto laboral de las nuevas tecnologías, la peligrosa restructuración del espacio público, las nuevas inseguridades, la necesidad urgente de recuperar el prestigio de las instituciones, la reforma constitucional... Todo esto lo han dejado para un mañana indeterminado, el presente sigue marcado por la guerra de trincheras retórica con fines partidistas.

La democracia de hoy padece de una preocupante esquizofrenia, la cada vez mayor escisión entre dos esferas de la política: por un lado la administración de asuntos corrientes, pautada y funcional; y, por otro, el espacio de la pura confrontación partidista como fin en sí mismo, bien lubricada por la emocionalidad en las redes y la subasta de promesas que casi siempre se ven frustradas cuando toca gobernar. Una es fría y tecnocrática; otra, caliente, ruidosa y cainita. La descompensación entre ellas puede que sea la fuente de los principales problemas de la democracia. Cuanto más y mejor se conecten tanto mejor nos irá. Esperemos que nuestros partidos hayan aprendido la lección de esta legislatura y consigan ajustar el tetrapartito a la gobernabilidad. El verdadero peligro es que, de seguir esta crisis de representación, con el tiempo les acabe ocurriendo lo mismo que a los sindicatos.



Dibujo de Eulogia Merle para El País


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jueves, 4 de diciembre de 2014

Hannah Arendt: "In memoriam" (1906-1975)




Caricaturas de Hannah Arendt



Hoy, 4 de diciembre, se cumplen treinta y nueve años de la muerte en la ciudad de Nueva York, donde residía, de la teórica política estadounidense Hannah Arendt. Una de sus biógrafas, la profesora francesa Laure Adler, cuenta en su libro "Hannah Arendt" (Destino, Barcelona, 2006) que la tarde de aquel día había invitado a su casa a unos amigos para los que preparó la cena ella misma. Terminada esta, pasaron a un saloncito de la casa para charlar, pero nada más sentarse, dio un profundo suspiro y murió a causa de un infarto de miocardio. Tenía 69 años recién cumplidos. Está enterrada en el campus universitario del Bard College, en la ciudad de Annandale-on-Hudson, Nueva York, en el que su esposo, Heinrich Blücher, había sido profesor.

Nacida en Hannover (Alemania) el 14 de octubre de 1906, Hannah Arendt comienza sus estudios de Filosofía en la Universidad de Marburgo, donde tiene como profesores a Martin Heidegger, Nicolai Hartmann y Rudolf Bultmann, estudios que continúa en la Universidad de Friburgo con Edmund Husserl y que culmina con su doctorado en la Universidad de Heidelberg bajo la dirección de Karl Jaspers. A pesar de su impresionante currículo académico filosófico, ella nunca se considero a sí misma como filósofa sino como teórica de la política, a cuyo estudio dedicó prácticamente toda su vida como pensadora y profesora en las universidades estadounidenses de Princeton, Chicago y Berkely,  a donde se trasladó en 1941 huyendo del régimen nazi que la había privado de la nacionalidad alemana por su condición de judía. 

Mi primer contacto académico con la persona y la obra de Hannah Arendt tiene lugar cuando curso la asignatura de Teoría Política, en la facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UNED, a través de la serie de libros de "Historia de la teoría política" del profesor Fernando Vallespín. Yo había oído hablar de Hannah Arendt con anterioridad, pero no había leído ninguna de sus obras. Es ahora, cuando lo que hasta ese momento era una obligación académica se va a convertir en una pasión. Y tras "Sobre la revolución", el primero de sus libros que leo, le siguen (no por el orden en que los cito): "Los orígenes del totalitarismo", "La condición humana", "Eichmann en Jerusalén", "Entre el pasado y el futuro", "¿Qué es la política?", "Karl Marx y la tradición del pensamiento político occidental", "La promesa de la política", "Tiempos presentes", y algún otro que me dejo en el teclado... Y por supuesto, las dos espléndidas biografías que sobre ella escriben Elizabeth Young-Bruehl (Alfonso el Magnánimo, Valencia, 1993) y la citada más arriba de Laure Adler, de las que volveré a hablarles más adelante.   

Como decía en mi entrada de hace unas semanas en la conmemoración del 108 aniversario de su nacimiento, traer a Hannah Arendt a este blog no necesita justificación alguna. Basta con que en el buscador del mismo pongan su nombre para que puedan percibir el sentimiento de admiración que el autor del mismo siente por ella. ¡Hasta el seudónimo con el que firma sus entradas es un homenaje a su memoria! 

El catedrático de filosofía Fernando Savater le dedicó en la presentación  de la edición para el Círculo de Lectores del libro de Hannah Arendt quizá más emblemática, "La condición humana", unas páginas no por breves menos admirativas hacia su persona y su obra, que reproduzco literalmente a pesar de extensión: A Hannah Arendt, dice sobre ella el profesor Savater, le debemos la reflexión filosófica sobre política más genuina de este siglo. Digo genuina, no simplemente acertada o sugerente. Por supuesto, su gran libro sobre los orígenes del fenómeno totalitario, su comparación entre la revolución americana y la francesa a la luz de las libertades públicas, sus esbozos sobre la violencia o sobre la crisis de la educación, están siempre llenos de originalidad inspiradora incluso para quienes menos comparten su análisis (¡con la posible excepción de sir Isaiah Berlin, que siempre le tuvo una ojeriza teórica sin desmayo!). Pero su filosofía política, continúa mas adelante, es genuina porque no aspira al final de la política, sino a su esclarecimiento y prolongación. Me explico, dice, el filósofo que se dedica a la epistemología no ansía llegar a una visión del conocimiento capaz de cancelar su progreso ulterior, ni el que piensa sobre moral pretende que llegue el momento feliz en que la moral sea cosa del bárbaro pasado... ¡aunque fuese gracias a la victoria definitiva del Bien! Pero el noventa por ciento de los filósofos políticos parecen considerar que la actividad política misma, su agitación, sus constantes cambios de proyecto o ideal, etcétera, son algo a erradicar cuanto antes. El ejercicio contradictorio de la política (necesariamente contradictorio, porque si no faltaría la libertad que lo hace posible) proviene para ellos de ambiciones, caprichos o accidentes igualmente detestables. De ahí su empeño por promulgar el "final de la historia" o la "utopía", objetivos simétricos aunque el primero sea conservador y el segundo, supuestamente revolucionario. En ambos casos (y en otros adyacentes, aunque menos graves) se da a entender que la culminación de la política llegará cuando ya no sea necesario hacer política. Por el contrario, Arendt permanece siempre estusiástica y lúcidamente fiel a la política como actividad. Y la vincula en cuanto tal a la concepción de la vida humana como algo más que la acumulación de labores reproductivas o fabricación de objetos. Para ella, creo que acertadamente, hacer política es también hacer humanidad. Desde el punto de vista genérico de esta colección, La condición humana es particularmente interesante porque muestra las posibilidades del ensayo para abordar de una manera casi "aérea" perspectivas amplísimas que un tratadista minucioso no lograría agotar satisfactoriamente salvo que perpetrase toda una biblioteca de agobiantes volúmenes. Y desde luego porque en este caso el resultado de tal perspectiva sintetizadora merece realmente la pena. Hasta las palabras del profesor Savater sobre Hannah Arendt.

Concluyo esta entrada de hoy, rendido homenaje de admiración a la personalidad y la obra de Hannah Arendt en el aniversario de su muerte, invitándoles a la lectura de la reseña crítica que de las dos biografías citadas más arriba, titulada "Amistad y amor mundi: la vida de Hannah Arendt", realizara en su día en Revista de Libros el profesor Jordi Ibáñez Fanés. Estoy convencido que les resultará más que interesante.

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt




Hannah Arendt en su juventud 





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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

sábado, 24 de agosto de 2013

Isaiah Berlin, o el zorro en el gallinero





El filósofo Isaiah Berlin



Prescribirse uno a sí mismo la tarea intelectual y física de escribir una entrada diaria en el blog como si se tratara casi de una obligación moral no deja de ser una estupidez agobiante y agotadora. Pero es mi estupidez... Y más, cuando desde dentro de mí y por un prurito exacerbado de respeto al posible lector, me niego a comentar de forma preferente y asidua los asuntos que están diariamente en el candelero público; algo que ya otros hacen mucho mejor que yo. De ahí, el recurso a la reedición de antiguas entradas que me parece conservan aun su actualidad por las razones que sean. Mi yerno más joven me reprocha, no sin parte de razón, ese recurso llevado de su interés y entusiasmo por la actualidad. Tendrá que dominarlo un poco si quiere aproximarse con ecuanimidad a su recien descubierto interés intelectual y académico por la Historia. No se lo reprocho, pero es lo que hay.

Y en esa tesitura andaba cuando recordé, en una de mis recientes "patas arriba" que suelo hacer por el ordenado desorden de la "sección Las Palmas" de nuestra caótica biblioteca familiar, haber "visualizado" una biografía del filósofo británico Isaiah Berlin que echaba de menos desde hacía tiempo. No me ha costado mucho encontrarla de nuevo: "Isaiah Berlin. Su vida" (Taurus, Madrid, 1999), escrita por el historiador canadiense Michael Ignatieff. 

Mi primera toma de contacto académico con la obra de Isaiah Berlin -y con la de Hannah Arendt- vino propiciada por el estudio de la asignatura de Teoría Política en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UNED, de mano de los libros de "Historia de la Teoría Política" (Alianza, Madrid, 1993) del profesor Fernando Vallespín. Me "quedé" enganchado de ambos, de Berlin y Arendt, y de la teoría política, para siempre. Tanto, y perdónenme una confesión tan pueril, que cambié mi "nombre de guerra" en el ciberespacio, hasta entonces "Atenea", mi divinidad preferida, por el de "IBerlin", y poco más tarde, y ya definitivamente, por el de "HArendt". Y ahí sigo.

La entrada "Isaiah Berlin" de la Wikipedia en español no le hace justicia al gran filósofo liberal que fue. Pero tampoco las ediciones en inglés y francés lo hacen, ignoro el motivo, y es algo que resulta bastante deprimente. Para compensarlo en cierto modo, traigo hasta el blog al sociólogo Julio Aramberri, profesor de Sociología en la Universidad de Vietnam, que lleva un delicioso y entretenido blog en Revista de Libros, "Orientalismo". Fue él quien en el número de diciembre de 2001 de dicha revista publicó un artículo titulado "El zorro, el erizo y la vieja Europa", reseñando varios libros de Isaihah Berlin de reciente publicación, que les dará una idea mucho más cabal del pensamiento de nuestro gran filósofo.

De Isaiah Berlin dice el profesor Michael Ignatieff en su biografía que en su larga vida (1909-1997), formado en tres grandes tradiciones -rusa, judía y británica- fue testigo de las principales corrientes filosóficas del siglo XX. Nacido en Riga (Letonia) en el seno de una familia judía, vivió de niño la revolución rusa en San Petersburgo, y con once años se trasladó a Londres con su familia, se adaptó rápidamente a su nueva sociedad y obtuvo una beca para estudiar en Oxford, donde conoció a algunos de los más brillantes pensadores de su generación.

Como profesor, más tarde, de dicha universidad, dejó el chispeante recuerdo de un cierto narcisismo hipocondríaco, más fingido que real, que le llevaba en ocasiones a dirigir los seminarios de doctorado a sus alumnos desde la cama, con un montón de libros, papeles, tazas de té y galletas esparcidos sobre la colcha. Solo es una anécdota sobre un hombre de una personalidad arrolladora, extrovertida y vitalista.

Fue judío a su manera, dice de él Ignatieff, e insistió siempre y a lo largo de toda su vida, en que para ser seglar y escéptico, como él era, no hacía falta romper con el pasado familiar. Sionista, como Hannah Arendt, defendió siempre, también como ella, la existencia de dos estados en Palestina, uno judío y otro árabe, que deberían convivir en paz. A Hannah Arendt, sin embargo, nunca le perdonó que en su libro "Eichmann en Jerusalén" (Lumen, Barcelona, 2003) dijera que los judíos europeos podrían haberse resistido al exterminio del Holocausto con mayor contundencia. Aquello fue demasiado para él.

Filosóficamente, dos preconcepciones fundamentales echaron raíces tempranas en su obra: que puede haber incompatibilidad entre valores y que los seres humanos no son infinitamente maleables. Anticomunista convencido y confeso detestaba la idea marxista de determinismo histórico, argumentado que tal idea fue la que sirvió de pretexto ideológico a Stalin para sus crímenes. Del hombre soviético tuvo la profunda sensación de que no era, como creían los optimistas, pragmático y receptivo a los argumentos racionales, sino que, por el contrario, la doctrina del partido había penetrado hasta el último rincón de su conciencia. Pensamiento este que también compartió Hannah Arendt en su obra "Los orígenes del totalitarismo" (Alianza, Madrid, 2006).

Sin embargo, del marxismo aprendió a observar en términos históricos los valores que los liberales de su generación creían verdades eternas. La experiencia práctica le enseñó que discernimiento y carácter podían ser más importantes que la simple inteligencia: "Las cosas y las acciones son lo que son, y sus consecuencias será las que serán: así pues, ¿por qué querer engañarnos?", dijo citando al obispo Butler en la introducción a su "Karl Marx".

De las grandes figuras políticas de su tiempo dijo que raramente entendían la historia, historia que querían acoplar a sus propios designios, y que la política siempre tendría un potencial de tragedia ya que las fuerzas que se proponía dominar nunca estarían plenamente al alcance humano.

Las opciones públicas y privadas tienen que decidirse en ausencia de certidumbres, dijo. Liberar al hombre, insistió siempre, significa liberarle de obstáculos tales como prejucios, tiranías o discriminaciones para que pueda ejercer su propia y libre elección; no significa explicarle como utilizar su libertad. Lo que pide esta época, decía, no es más fé, un liderazgo más fuerte o más organización científica; es más bien lo contrario: menos ardor mesiánico, más escepticismo culto y más tolerancia de las idiosincracias. Los hombres no solo viven de luchar contra los males, dijo, viven de elegir sus propias metas, una gran mayoría de ellas raramente previsibles y en ocasiones incompatibles.

Utilizando la distinción que él hizo célebre, dice Ignatieff, la variedad de su obra puede hacer parecer a Isaiah Berlin un zorro que sabía muchas cosas, pero en realidad fue un erizo que solo habló de una cosa grande: la libertad.

Los comentarios que anteceden están tomados de mis notas de lectura de "Isaiah Berlin. Su vida", en julio de 1999.

Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt




El historiador Michael Ignatieff




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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)

martes, 12 de enero de 2010

Política y ciudadanía





El profesor Fernando Vallespín




El pasado 26 de diciembre publicaba El País un artículo del profesor Fernando Vallespín, catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid, titulado "¿Quiénes son peores, nuestros políticos o los ciudadanos?", que reproduzco más adelante. El comentario del profesor Vallespín, se centra en el análisis del barómetro de noviembre del Centro de Investigaciones Sociólogicas, en el cual aparece, en tercer lugar entre los principales problemas que más preocupan a los españoles, la actuación de la clase política y de los partidos políticos. Pueden acceder a la encuesta del CIS pinchando en este enlace.

He aprovechado el relativo descanso de las vacaciones navideñas para pensar en lo que supone esa creciente desafección ciudadana por los políticos, la clase política en su conjunto, y lo que es más grave, por la política en general, partiendo de los datos que se reflejan en la encuesta del CIS y del atinado comentario del profesor Vallespín. Les confieso no haber llegado a conclusión alguna, pero me ha impulsado a retomar algunas lecturas, pasadas unas y recientes otras, que me han resultado muy interesantes.

Entre las más recientes, encuentro una lapidaria frase del profesor Alfonso Ruíz Miguel, catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid, en su artículo "El libro de los hilos que se entrecruzan" (Revista de Libros, núm. 157, enero 2010), comentando el libro del escritor mexicano Jesús Silva-Herzog, titulado "La idiotez de lo perfecto. Miradas a la política" (Fondo de Cultura Económica, México, 2009). Dice así: "En política, la búsqueda de la perfección, la utopía de una convicencia humana más allá del conflicto, es no sólo una ilusión vana, sino también dañina, como lo han demostrado los totalitarismos del siglo XX". Ese comentario parece coincidir en gran manera con el pensamiento sobre la función de la "política" de uno de los grandes filósofos políticos del pasado siglo, el norteamericano Richard Rorty (1931-2007), cuyo libro "Pragmatismo y política" (Paidós-UAB, Barcelona, 1998) ha sido, casualmente, una de las relecturas conque me entretuve en las pasadas fiestas navideñas.

En uno de los artículos que recopila el libro citado ("Trotsky y las orquídeas silvestres"), dice Rorty: "Si uno enseña filosofía, como yo, se supone que debe contar a los jóvenes que su sociedad no es sólo una de las mejores inventadas hasta el momento, sino la que personifica la Verdad y la Razón. Negarse a decir tales cosas se considera una traición, una abdicación de la responsabilidad moral y profesional. Sin embargo, -añade- mi perspectiva filosófica, me impide decir esas cosas". A pesar de ello, en un párrafo anterior, ha dejado explícita confesión -que comparto con él- de "que pese a sus vicios y atrocidades pasadas y presentes, y pese a su continua ansiedad por elegir tontos y truhanes para altos cargos, su país, (Estados Unidos, pero yo añadiría que cualquier sociedad liberal-democrática occidental) es un buen ejemplo del mejor tipo de sociedad inventada hasta el momento".

En la introducción del libro, el también profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, Rafael del Águila, ha dejado escrito que "aunque no nos sea posible demostrar la superioridad racional o la universalidad de los valores que ligamos a la verdad o la justicia de la democracia, puede que merezca la pena luchar por esos principios y mostrarles una fuerte adhesión y un profundo compromiso". La estrategia rortyana ante las críticas a la sociedad liberal-democrática, dice el profesor del Águila, se condensa en una sola pregunta: "¿Se le ocurre a usted algo mejor?, discutámoslo".

Termino mis alusiones al libro de Rorty reproduciendo el párrafo inicial del artículo citado ("Trotsky y las orquídeas silvestres"): "Si hay algo de verdad en la idea de que la mejor posición intelectual es aquella atacada con igual vigor por izquierda y derecha, entonces estoy en buena forma". Dicho lo cual, aclaro, Richard Rorty estaba convencido de que "la utopía socialdemócrata de tolerancia e igualdad, de reformismo y Estado de bienestar, pese a sus enormes complicaciones contemporáneas, es la única que se sostiene ante la pérdida generalizada de referencias de la era posmoderna, transmoderna, metamoderna, o como queramos denominarla".

O lo que es lo mismo, que no es indiferente "ser" de izquierdas o de derechas. Y eso me lleva a mi segunda relectura navideña, con el también filósofo y politólogo italiano Norberto Bobbio (1909-2004), que en su libro "Derecha e izquierda" (Taurus, Madrid, 1998), comenta con lucidez que aquellos que dicen que "no son de izquierdas ni de derechas, son siempre de derechas". Y aunque el idioma español distinga entre los verbos "ser" y "estar", creo que Bobbio tiene toda la razón. Así que, a pesar de mis múltiples contradicciones, no se me equivoquen, "soy de izquierdas" y "estoy a la izquierda". Lo cual implica mi profunda confianza en que la política tiene que servir para resolver los problemas de la sociedad de nuestro tiempo y mi profundo rechazo, también, a los que entienden la política como una simple estrategia para conquistar y perpetuarse en el poder.

Y es que como cuenta el profesor del Águila de la religiosidad de los indios de la región de Chiapas (México), lo importante para éstos respecto de sus creencias religiosas no es si son "verdaderas", sino si son "buenas", es decir, si les "sirven". Algo que también podríamos aplicar a las ideas y creencias políticas. Pues eso... Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt





El filósofo político Richard Rorty




"¿QUIÉNES SON PEORES, NUESTROS POLÍTICOS O LOS CIUDADANOS?", por Fernando Vallespín
EL PAÍS - España - 26-12-2009

Seguramente a nadie le ha sorprendido que entre los principales problemas de España que recogía el barómetro de noviembre del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) figurara, en tercer lugar, la "clase política, los partidos políticos". Se veía venir, después de tantos años de crispación, de los nuevos desvelamientos de casos de corrupción y de su falta de unidad ante la mayor crisis económica que hemos sufrido en décadas. Esta desafección no deja de llamar la atención, porque los políticos, lejos de tratarnos mal a los ciudadanos, se relacionan siempre con nosotros con extremado cuidado, como si fuésemos niños malcriados a los que no se les puede negar nada.

Como los padres de hoy con sus hijos, piensan que perderán el favor de sus gobernados si no están siempre pendientes de cada uno de los caprichos. Además, su gestión la presentan siempre en positivo, como si el más ligero reconocimiento de sus faltas fuera a provocar nuestra ira y, sobre todo, beneficiar al adversario. Algunos llaman a esta forma de proceder "gobernar con las encuestas", y es la actitud que ha suplantado al más tradicional "liderazgo".

No parece, sin embargo, que tanta desconsideración hacia los políticos obedezca a que los ciudadanos echen en falta más liderazgo; lo que ahora se añora es la unidad. Su reproche va más bien en la línea de que parecen preocuparse más por sus intereses partidistas que por el bienestar general. Y que esa persecución del interés propio, paradójicamente, ha acabado por objetivarles dentro de una "clase" o "casta" con atributos comunes a todos ellos. Lo primero sería el interés del partido, luego ya los intereses generales. Se da así la curiosa contradicción de que aquéllos que supuestamente están encargados de resolver los problemas de todos son vistos a su vez como un problema. El colmo.

Mal lo tenemos, porque la confianza, como bien sabemos por los sociólogos, es la sustancia que sirve para cohesionar las sociedades y para hacerlas más capaces de facilitar la convivencia y de encontrar soluciones a cualesquiera que sean las dificultades. Capital social se llama. Y se refiere tanto a la confianza entre las personas y grupos sociales como a la que se tiene hacia los gobernantes y las instituciones. En todo ello nos ubicamos siempre en la parte baja de la tabla de las democracias avanzadas. Si esto es así, no sólo tenemos un problema en la política, sino también en la propia sociedad. Uno de los rasgos de la cultura política española estriba, precisamente, en nuestra poca implicación en lo colectivo, en el escaso sentido comunitario, en el desinterés por todo cuanto huela a política. Pero, también, en nuestro tozudo sectarismo. ¿Cómo explicar si no que puedan salir reelegidos candidatos acusados de corrupción?

Lo fácil en las sociedades donde existe un exiguo arraigo de la responsabilidad individual es echarles siempre las culpas a los dirigentes cuando las cosas nos van mal. A nadie se le ocurre hacerse la reciente reflexión de Barack Obama, parafraseando un discurso de Kennedy, "no te preguntes lo que tu país puede hacer por ti, sino lo que tú puedes hacer por tu país". Cuestión difícil, porque, para empezar, no todos entendemos lo mismo por "país"; para algunos es su propia Comunidad Autónoma, sea o no "nación", y para otros es España.

Pero no hace falta ir a la comunidad más amplia, nuestro poco aprecio por lo público se manifiesta también al nivel más local. Si las virtudes de la ciudadanía se miden por la predisposición hacia los intereses generales, nuestros privatizados conciudadanos -sólo atentos a la política cuando alguna decisión que viene de ésta puede afectar alguno de sus intereses privados-, no desmerecen de lo que ellos mismos opinan de sus políticos.

Es indudable que gran parte de las imputaciones que se dirigen hacia los políticos tienen un importante sustento en los hechos. Pero debemos considerar también las dificultades de gobernar una sociedad tan plural, corporativa y fragmentada como lo es la nuestra. Antes de proceder a descalificaciones generales convendría hacer un esfuerzo por discriminar entre unos y otros y por identificar con claridad cuáles son las causas de nuestro desapego y nuestra propia responsabilidad en este estado de cosas. Es difícil que haya políticos de baja calidad en una sociedad de ciudadanos exigentes. Exigentes no sólo para lo propio, claro, sino para la realización de aquellos valores en los que nos reconocemos todos, como la libertad, la seguridad la estabilidad. Sí, el famoso interés general, algo sobre lo que ya apenas se habla.





El filósofo político Norberto Bobbio




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Entrada núm. 1270 -
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