Tenemos un Parlamento cada vez más decorativo a la par que ruidoso, un tetrapartito que no decide y que está en permanente confrontación partidista y una clase política irresponsable y ofuscada incapaz para la acción, comenta en El País el profesor Fernando Vallespín, catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid.
Nos encontramos, comienza diciendo Vallespín, en medio de una legislatura perdida, fútil e insufrible. Mientras al país se le acumulan las dificultades, la política, lo que debería ser su solución, se ha convertido en el verdadero problema. Nuestra mayor preocupación, Cataluña, ha sido endosada a los jueces o, desde la otra parte, vive en el pintoresco limbo de Maastricht sin osar poner el pie en la realidad. Grupos de ciudadanos de distinta sensibilidad y condición reclaman en la calle lo que al parecer es incapaz de procesar el sistema de partidos. (¡Y esta exhibición de masas no ha hecho más que comenzar!). Tenemos un Parlamento cada vez más decorativo a la par que ruidoso, cuyo único fin consiste en escenificar desacuerdos, representar agravios y alimentar el espectáculo. Política sin acción, una contradicción en los términos, convertida en puro circo mediático. Para muestra el bochorno del “debate” en torno a la prisión permanente revisable.
Cada uno de los actores políticos aparece atrapado por el rol al que le empuja una distribución de papeles donde el mayor incentivo consiste en sobresalir en las encuestas, el nuevo espejo de la madrastra de Blancanieves. Todos compiten por ver quién sale mejor retratado y cómo les va a los demás. Prueba de ello es que la propia discusión política se ha trasladado a la búsqueda de conspiraciones en la elaboración de los estudios de opinión. Se ha pergeñado así un híbrido entre la “teatrocracia” y la “democracia de sondeos”, el mejor síntoma de pérdida de la auténtica orientación política. Y abundan los liderazgos blandos y pusilánimes, sin más recorrido que su propia popularidad relativa, el nuevo narcisismo demoscópico.
Estamos, qué duda cabe, ante un proceso de ajuste al sistema del nuevo tetrapartito, y ante una desquiciada carrera por ver quién accede a la hegemonía en su campo respectivo, la derecha y la izquierda. Y a quién se le otorgará el beneficio de quedar el cabeza, el bonus más ansiado. El PP no hizo sus deberes en Cataluña, prefirió, como ya se ha apuntado, externalizar el problema a los tribunales. Tampoco supo prever lo que viene siendo una experiencia histórica, que lo malo de las crisis son las poscrisis, cuando los colectivos sobre los que se hace recaer los mayores sacrificios empiezan a entonar el “¿qué hay de lo mío?”. A esta doble equivocación de Rajoy se une el porfiar en un Gobierno de bajo perfil político al que, salvo excepciones, ni siquiera cabe calificar de tecnocrático.
Ciudadanos, por su parte, al que su éxito catalán le ha dado alas demoscópicas, se encuentra en plena incongruencia de estatus. Ignora si es apoyo del Gobierno o parte de la oposición, y esta situación hamletiana obliga a su líder a optar más por el ataque a unos y otros que por la componenda. Algo parecido a lo que le ocurre al PSOE, que ha pasado de facilitar la gobernabilidad a convertirse en uno de sus mayores impedimentos. Y ahora compite con Podemos por ver quién puede instrumentalizar mejor estos movimientos, aparentemente transversales, que inundan las calles. Para Podemos, el más afectado por la crisis catalana, esto es lluvia benéfica en medio de su actual desconcierto interno. Pero tampoco parece que sea capaz de canalizarlo.
Jamás pensé que llegaría a citar al personaje, pero a nuestros actuales políticos les encaja como un guante el epíteto que Donoso Cortés reservara para los políticos de su época, la “clase discutidora”. Como decía el pensador extremeño, cuando “el mundo no sabía si irse con Barrabás o Jesús”, la lucha existencial entre catolicismo y el ateísmo de Proudhon, van los parlamentarios y “montan una comisión”. El caso es no decidir y diluir todo activismo político en una discusión perenne. Eran otros tiempos, desde luego, aunque esta crítica le sería enormemente útil a Carl Schmitt para sustentar después su desprecio del parlamentarismo de Weimar y optar por el Barrabás nazi.
Ahora no estamos ante opciones existenciales de igual calado, pero nadie ignora que hoy es precisamente el populismo quien, en buen tono schmittiano, más apela a la decisión y más se aparta de los presupuestos de la democracia representativa. Algunos imaginábamos que este nuevo furor populista serviría al menos para que la “política establecida” tomara buena nota y se aprestara a reforzar los aspectos liberales del sistema. El populismo tiene mucho de pharmakon, en su doble sentido etimológico de medicina y veneno. Si triunfa, ponzoña la democracia, e incluso puede provocar su caída. Ya sabemos que, por desgracia, esta forma de gobierno está resultando más frágil de lo que nos imaginábamos. Pero lo normal sería que operara como remedio, que sirviera, como ocurrió en Francia, para provocar una reacción inmediata que sacara al parlamentarismo de su largo sopor.
De ahí la irresponsabilidad de nuestra clase política, en permanente estado de ofuscación e incapaz para la acción. Sólo espera que llegue lo que parece ser su objetivo último, la próximas convocatorias electorales. Y para ello no paran de meterse zancadillas, de recurrir a burdas maniobras para apropiarse de la nueva espontaneidad en la calle, de anteponer sus intereses de partido al interés general.
Mientras tanto, no es que se acumulen los problemas, lógico en una situación de impotencia parlamentaria, es que, como bien señaló Javier Solana a su partido, nadie está afrontando los inmensos retos del futuro inmediato: Europa, el impacto laboral de las nuevas tecnologías, la peligrosa restructuración del espacio público, las nuevas inseguridades, la necesidad urgente de recuperar el prestigio de las instituciones, la reforma constitucional... Todo esto lo han dejado para un mañana indeterminado, el presente sigue marcado por la guerra de trincheras retórica con fines partidistas.
La democracia de hoy padece de una preocupante esquizofrenia, la cada vez mayor escisión entre dos esferas de la política: por un lado la administración de asuntos corrientes, pautada y funcional; y, por otro, el espacio de la pura confrontación partidista como fin en sí mismo, bien lubricada por la emocionalidad en las redes y la subasta de promesas que casi siempre se ven frustradas cuando toca gobernar. Una es fría y tecnocrática; otra, caliente, ruidosa y cainita. La descompensación entre ellas puede que sea la fuente de los principales problemas de la democracia. Cuanto más y mejor se conecten tanto mejor nos irá. Esperemos que nuestros partidos hayan aprendido la lección de esta legislatura y consigan ajustar el tetrapartito a la gobernabilidad. El verdadero peligro es que, de seguir esta crisis de representación, con el tiempo les acabe ocurriendo lo mismo que a los sindicatos.
Dibujo de Eulogia Merle para El País
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt