Hay palabras que se ponen de moda como si fueran hallazgos recientes. «Polarización», entendida como la agrupación de opiniones y lealtades en torno a posiciones ideológicas opuestas y excluyentes, es una de ellas. Lo dice en Revista de Libros el analista Sebastián Puig Soler [Sun Tzu en las trincheras del siglo XXI, 21/06/2025] reseñando el libro El arte de la guerra, de SunTzu (Barcelona, Roca, 2024). Aparece en ensayos, titulares y tertulias como algo inédito, un fenómeno propio y definitorio del siglo XXI. Pero la confrontación, esa inclinación instintiva a dividir el mundo entre «nosotros» y «ellos», es tan antigua como el hombre y ha sido ampliamente estudiada a lo largo de los siglos. Basta leer El arte de la guerra de Sun Tzu (siglo V a.C.) para darnos cuenta de que el conflicto no es una anomalía en la historia: es consustancial a la naturaleza humana. Cambia en sus formas, en sus herramientas, en sus manifestaciones, aunque no en su esencia. Y no sólo en lo bélico.
Hoy, dos mil quinientos años después, las advertencias del gran estratega chino resuenan con fuerza insospechada al contemplar el panorama político global. Lo que él describe como un teatro de operaciones militares lo estamos viviendo en forma de bronco debate parlamentario, de tertulia crispada, de insulto en las redes sociales e incluso de altercado en las calles. Los ejércitos quedan sustituidos por partidos o clanes ideológicos, las lanzas por hashtags e invectivas digitales y la retaguardia por departamentos de comunicación y algoritmos. No obstante, la lógica del enfrentamiento permanece intacta.
Sun Tzu comienza su tratado afirmando que «la guerra es de vital importancia para el Estado; es el dominio de la vida o de la muerte, el camino hacia la supervivencia o la pérdida del Imperio: es forzoso manejarla bien». No hay ambigüedad posible. El conflicto no es una anomalía que interrumpe la paz: es una dimensión fundamental del poder. «No reflexionar seriamente sobre todo lo que le concierne es dar prueba de una culpable indiferencia», advierte. Y, sin embargo, eso es exactamente lo que ocurre cuando analizamos la polarización política como si fuera una moda pasajera, una desviación del curso normal. Lo normal, lo consustancial al ser humano, cabe insistir, ha sido históricamente la tensión de la disputa.
Y no una disputa cualquiera, sino una que, en palabras del propio Sun Tzu, ha de valorarse con precisión: «¿Qué dirigente es más sabio y capaz? ¿Qué comandante posee el mayor talento? ¿Qué ejército administra recompensas y castigos de forma más justa?». Podríamos traducir la pregunta sin mucho esfuerzo: ¿qué partido comunica (o desinforma) mejor? ¿Quién domina mejor el campo de batalla mediático? ¿Qué líder aborda (o manipula) con más pericia los sentimientos del electorado?
La sentencia más célebre del texto sigue vigente como axioma de campaña: «Si conoces a los demás y te conoces a ti mismo, ni en cien batallas correrás peligro». La cuestión es que actualmente nadie parece tener interés en conocer al otro, ni en hacer el esfuerzo para entender la diferencia, el contraste, la alteridad. La energía parece concentrarse en descalificar lo inasible. En poco tiempo, las caricaturas y las burlas han ido sustituyendo a los argumentos. Hablamos en primera persona, pero sin voluntad de conocernos a nosotros mismos, nuestras virtudes y defectos, nuestras fortalezas y debilidades. Por el contrario, nos afirmamos en identidades blindadas, alimentadas por la certeza de estar en la trinchera correcta.
En este clima, el adversario no es rival o competidor sino enemigo, y cualquier matiz es una traición. La polarización impone una lógica binaria: estás conmigo o contra mí. Sun Tzu, sin embargo, prefiere vencer sin luchar: «Los que ganan todas las batallas no son realmente profesionales; los que consiguen que se rindan impotentes los ejércitos ajenos sin luchar son los mejores maestros del Arte de la Guerra». Es decir, el verdadero mérito, el arte de la guerra, es convencer sin imponerse. Algo que los líderes políticos actuales parecen haber olvidado, si alguna vez lo supieron. Y, por contagio, los ciudadanos.
«El arte de la guerra se basa en el engaño». Este axioma bélico no es necesario explicarlo, pues desde Julio César hasta Napoleón, todos los grandes soldados lo han empleado. En nuestra era de la posverdad, se aplica sin ingenio y al pie de la letra. La manipulación de la información, la exageración sistemática y la constante generación de enemigos imaginarios se han convertido en herramientas habituales del debate público.
El problema no es sólo ético, sino estratégico. La mentira continuada, como el fuego mal apagado, termina por consumir al que la enciende. Sun Tzu advertía: «Si intentas utilizar los métodos de un gobierno civil para dirigir una operación militar, la operación será confusa». Traduzcamos con ironía esta reflexión, trayéndola a nuestros tiempos polarizados: si intentas hacer política como si fuera una guerra, acabas sin política. Sólo te quedarán las trincheras.
Sun Tzu tenía claro que la prolongación del conflicto desgasta al ejército: «Nunca he visto a ningún experto en el arte de la guerra que prolongase la campaña por mucho tiempo. […] Las largas campañas militares constituyen una lacra para el país». En política ocurre lo mismo: mantener a la sociedad en tensión constante erosiona la convivencia, agota la credibilidad de las instituciones y radicaliza a las personas. Las democracias no están diseñadas para vivir en un perpetuo estado de excepción emocional.
Pero la polarización se ha convertido en una estrategia de poder. Cuanto más dividida está la sociedad, más firme parece el liderazgo propio. El adversario demonizado sirve para movilizar a los fieles. Así se perpetúa una dinámica perversa que convierte la pluralidad en amenaza y el diálogo en debilidad.
Uno de los pasajes más conocidos del tratado afirma: «Si las tropas enemigas se hallan bien preparadas tras una reorganización, intenta desordenarlas. Si están unidas, siembra la disensión entre sus filas». ¿No nos suena familiar? El fomento deliberado de la fragmentación interna del adversario es una práctica habitual de la guerra. Pero lo que Sun Tzu recomendaba frente al enemigo, algunos líderes actuales lo aplican sobre su propio país.
Cuando desde el poder se refuerzan las identidades opuestas, cuando se gobierna para una mitad contra la otra, se está sembrando el conflicto. Renunciando al esfuerzo de la competencia, la eficacia, la responsabilidad (individual, social, política) y el convencimiento, se pretende conservar el poder mediante la confrontación perpetua, la arenga y el toque de corneta. El resultado es un escenario donde nadie gana; lo único que se consigue es postergar el colapso.
Sun Tzu no era un belicista. De hecho, su ideal era vencer sin violencia. Defendía la estrategia, la reflexión, el conocimiento. Su obra no es un canto a la guerra, sino un manual para evitarla con inteligencia. Hoy, más que nunca, se echa en falta esa actitud. Porque detrás de cada fragmentación política hay una fractura social. Y cada fractura social es una oportunidad perdida para construir algo compartido.
Es la hora de bajar el volumen, de dejar de medir todo en términos de victorias o jugadas maestras y de redescubrir el arte del acuerdo. No porque seamos ingenuos, sino porque el desgaste permanente no beneficia a nadie. Ni a los gobiernos, ni a la oposición, ni a los ciudadanos.
«La victoria sobre los demás obtenida por medio de la batalla no se considera una buena victoria», escribe Sun Tzu. Conviene recordarlo. Porque lo que está en juego no es ganar un debate o excluir a tu vecino, sino conservar un espacio donde los desacuerdos no se conviertan en guerras. Y ese espacio, en tiempos de polarización global, resulta el más valioso de todos. Sebastián Puig Soler es Coronel de Intendencia de la Armada en la reserva y analista de Seguridad y Defensa.
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