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domingo, 9 de febrero de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] El coste de las malas ideas



OCDE, París, mayo de 2019


"Resulta difícil de creer -afirma el periodista y escritor Joaquín Estefanía en el Especial dominical de hoy- pero no hace tanto tiempo los economistas se felicitaban mutuamente por el éxito de su especialidad. Esos éxitos parecían tanto teóricos como prácticos y condujeron a la profesión a su edad dorada. Sin embargo, el oficio de economista se extravió porque sus componentes, como grupo, confundieron la belleza, vestida con unas matemáticas de aspecto impresionante, con la verdad.

11 años más tarde, una Gran Recesión y una recuperación desigual después, Paul Krugman, autor de las anteriores reflexiones, vuelve a publicar aquel impresionante artículo titulado “¿Cómo pudieron equivocarse tanto los economistas?”, dentro de su último libro Contra los zombis (Crítica). Pero Krugman ya no está tan sólo en su crítica a los economistas del mainstream, al que por cierto él también pertenece. En general, muchos ciudadanos no se fían de los economistas. En 2017, la casa de sondeos YouGov llevó a cabo una encuesta en el Reino Unido en la que preguntaba: “De las siguientes, ¿en qué opiniones confía cuando hablan de sus ámbitos de especialización?”. Los enfermeros fueron los primeros: el 84% de la gente encuestada confiaba en ellos; los políticos fueron los últimos con un 5% (aunque en los miembros locales del Parlamento se confiaba un poco más, el 20%); los economistas se quedaron justo por encima de los políticos locales, con un 25%. La confianza en los meteorólogos fue el doble.

Estos datos los aportan los premios Nóbel de Economía del último año, el indio Abhijit Banerjee y la francesa Esther Duflo, en su libro Buena economía para tiempos difíciles (de próxima aparición en Taurus), así como otro sondeo con la misma pregunta elaborado sobre 10.000 personas en EEUU, un año después: de nuevo sólo el 25% confiaba en los economistas y sólo los políticos obtuvieron un porcentaje peor. Banerjee y Duflo describen con mucha modestia algunas de las causas de esa desconfianza ciudadana: muchos economistas están a menudo demasiado absortos en sus modelos y en sus métodos, y a veces se les olvida dónde acaba la ciencia y empieza la ideología; responden a cuestiones relacionadas con la política basándose en suposiciones que para ellos se han convertido en algo automático, porque son elementos fundamentales de sus modelos, aunque ello no significa que sean correctos. Y concluyen: “Lo peligroso no es equivocarse, sino estar tan enamorados de las ideas propias como para impedir que los hechos se interpongan. Para hacer progresos tenemos que volver constantemente a los hechos, reconocer nuestros errores y continuar”.

Los economistas siguen estudiando los problemas tradicionales de las sociedades (los impuestos, la emigración, el papel del Estado, etcétera), pero algo está cambiando en los enfoques. En un tan divertido como interesante artículo publicado en el blog nadaesgratis.es, y titulado “La nueva ola progre del análisis económico”, Samuel Bentolila escribe que a pesar de la imagen del economista como el Scrooge del Cuento de Navidad de Dickens, “un hombre de corazón duro, egoísta y al que le disgusta la Navidad, los niños o cualquier cosa que produzca felicidad”, algunos de los mejores economistas académicos actuales están produciendo resultados empíricos que mucha gente no asocia con la profesión y sí con posturas “progres” o de izquierdas. Además, la profesión también está volviéndose más consciente de sus propios sesgos en el trato a algunos grupos (las mujeres y las minorías identitarias o raciales) y su negligencia en el cambio climático. Otro ejemplo: el último informe mensual de CaixaBank Research dedica su dossier a las formas iliberales de política económica (“¿Evolución o cambio radical respecto al consenso existente?”) y afirma que el distanciamiento del liberalismo económico, que se ha producido en un periodo de tiempo relativamente corto, es muy significativo y no debe tomarse a la ligera.

Los Nóbel citados cuentan también un chiste de economistas: un médico le dice a su paciente que sólo le queda medio año de vida y le aconseja casarse con un economista. El paciente le interroga: ¿curará eso mi enfermedad?. Y el médico le responde: “No, pero el medio año se le hará muy largo”.

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.



El profesor Paul Krugman, Premio Nobel de Economía



La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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lunes, 3 de febrero de 2020

[HISTORIA] El fin del neoliberalismo y el renacimiento de la historia




Dibujo de Tomás Ondarra para El País


¿A quién se le ocurrió que la contención salarial y el menor gasto público podían contribuir a mejorar los niveles de vida?, se pregunta Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, profesor distinguido de la Universidad de Columbia y economista principal en el Roosevelt Institute.

"Al final de la Guerra Fría, -comienza diciendo Stiglitz- el politólogo Francis Fukuyama escribió un famoso ensayo titulado The End of History? (¿El fin de la historia?), donde sostenía que el derrumbe del comunismo eliminaría el último obstáculo que separaba al mundo de su destino de democracia liberal y economía de mercado. Muchos estuvieron de acuerdo.

Hoy, ante una retirada del orden mundial liberal basado en reglas, con autócratas y demagogos al mando de países que albergan mucho más de la mitad de la población mundial, la idea de Fukuyama parece anticuada e ingenua. Pero esa teoría aportó sustento a la doctrina económica neoliberal que prevaleció los últimos 40 años.

Hoy la credibilidad de la fe neoliberal en la total desregulación de mercados como forma más segura de alcanzar la prosperidad compartida está en terapia intensiva, y por buenos motivos. La pérdida simultánea de confianza en el neoliberalismo y en la democracia no es coincidencia o mera correlación: el neoliberalismo lleva cuatro décadas debilitando la democracia.

La forma de globalización prescrita por el neoliberalismo dejó a individuos y a sociedades enteras incapacitados para controlar una parte importante de su propio destino, como Dani Rodrik, de la Universidad de Harvard, explicó con mucha claridad, y como yo mismo sostengo en mis libros recientes Globalization and Its Discontents Revisited y People, Power, and Profits. Los efectos de la liberalización de los mercados de capitales fueron particularmente odiosos: bastaba que el candidato con ventaja en una elección presidencial de un país emergente no fuera del agrado de Wall Street para que los bancos sacaran el dinero del país. Los votantes tenían entonces que elegir entre ceder a Wall Street o enfrentar una dura crisis financiera. Parecía que Wall Street tenía más poder político que la ciudadanía.

Incluso en los países ricos se decía a los ciudadanos: “No es posible aplicar las políticas que ustedes quieren” (llámense protección social adecuada, salarios dignos, tributación progresiva o un sistema financiero bien regulado) “porque el país perderá competitividad, habrá destrucción de empleos y ustedes sufrirán”.

En todos los países (ricos o pobres) las élites prometieron que las políticas neoliberales llevarían a más crecimiento económico, y que los beneficios se derramarían de modo que todos, incluidos los más pobres, estarían mejor que antes. Pero hasta que eso sucediera, los trabajadores debían conformarse con salarios más bajos, y todos los ciudadanos tendrían que aceptar recortes en importantes programas estatales.

Las élites aseguraron que sus promesas se basaban en modelos económicos científicos y en la “investigación basada en la evidencia”. Pues bien, 40 años después, las cifras están a la vista: el crecimiento se desaceleró, y sus frutos fueron a parar en su gran mayoría a unos pocos en la cima de la pirámide. Con salarios estancados y Bolsas en alza, los ingresos y la riqueza fluyeron hacia arriba en vez de derramarse hacia abajo.

¿A quién se le ocurre que la contención salarial (para conseguir o mantener competitividad) y la reducción de programas públicos pueden contribuir a una mejora de los niveles de vida? Los ciudadanos sienten que se les vendió humo. Tienen derecho a sentirse estafados.

Estamos experimentando las consecuencias políticas de este enorme engaño: desconfianza en las élites, en la “ciencia” económica en la que se basó el neoliberalismo y en el sistema político corrompido por el dinero que hizo todo esto posible.

La realidad es que, pese a su nombre, la era del neoliberalismo no tuvo nada de liberal. Impuso una ortodoxia intelectual con guardianes totalmente intolerantes del disenso. A los economistas de ideas heterodoxas se los trató como a herejes dignos de ser evitados o, en el mejor de los casos, relegados a unas pocas instituciones aisladas. El neoliberalismo se pareció muy poco a la “sociedad abierta” que defendió Karl Popper. Como recalcó George Soros, Popper era consciente de que la sociedad es un sistema complejo y cambiante en el que cuanto más aprendemos, más influye nuestro conocimiento en la conducta del sistema.

La intolerancia alcanzó su máxima expresión en macroeconomía, donde los modelos predominantes descartaban toda posibilidad de una crisis como la que experimentamos en 2008. Cuando lo imposible sucedió, se lo trató como a un rayo en cielo despejado, un suceso totalmente improbable que ningún modelo podía haber previsto. Incluso hoy, los defensores de estas teorías se niegan a aceptar que su creencia en la autorregulación de los mercados y su desestimación de las externalidades cual inexistentes o insignificantes llevaron a la desregulación, que fue un factor fundamental de la crisis. La teoría sobrevive, con intentos de adecuarla a los hechos, lo cual prueba cuán cierto es aquello de que cuando las malas ideas se arraigan, no mueren fácilmente.

Si no bastó la crisis financiera de 2008 para darnos cuenta de que la desregulación de los mercados no funciona, debería bastarnos la crisis climática: el neoliberalismo provocará literalmente el fin de la civilización. Pero también está claro que los demagogos que quieren que demos la espalda a la ciencia y a la tolerancia sólo empeorarán las cosas.

La única salida, el único modo de salvar el planeta y la civilización, es un renacimiento de la historia. Debemos revivir la Ilustración y volver a comprometernos con honrar sus valores de libertad, respeto al conocimiento y democracia".



El profesor Joseph Stiglitz



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viernes, 13 de diciembre de 2019

[HISTORIA] El fin del neoliberalismo y el renacimiento de la Historia




Dibujo de Tomás Ondarra para El País


"¿A quién se le ocurrió que la contención salarial y el menor gasto público podían contribuir a mejorar los niveles de vida?", afirma Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, profesor distinguido de la Universidad de Columbia y economista principal en el Roosevelt Institute, y pienso que tiene bastante de razón en lo dice.

"Al final de la Guerra Fría, -comienza escribiendo Stiglitz- el politólogo Francis Fukuyama escribió un famoso ensayo titulado The End of History? (¿El fin de la historia?), donde sostenía que el derrumbe del comunismo eliminaría el último obstáculo que separaba al mundo de su destino de democracia liberal y economía de mercado. Muchos estuvieron de acuerdo.

Hoy, ante una retirada del orden mundial liberal basado en reglas, con autócratas y demagogos al mando de países que albergan mucho más de la mitad de la población mundial, la idea de Fukuyama parece anticuada e ingenua. Pero esa teoría aportó sustento a la doctrina económica neoliberal que prevaleció los últimos 40 años.

Hoy la credibilidad de la fe neoliberal en la total desregulación de mercados como forma más segura de alcanzar la prosperidad compartida está en terapia intensiva, y por buenos motivos. La pérdida simultánea de confianza en el neoliberalismo y en la democracia no es coincidencia o mera correlación: el neoliberalismo lleva cuatro décadas debilitando la democracia.

La forma de globalización prescrita por el neoliberalismo dejó a individuos y a sociedades enteras incapacitados para controlar una parte importante de su propio destino, como Dani Rodrik, de la Universidad de Harvard, explicó con mucha claridad, y como yo mismo sostengo en mis libros recientes Globalization and Its Discontents Revisited y People, Power, and Profits. Los efectos de la liberalización de los mercados de capitales fueron particularmente odiosos: bastaba que el candidato con ventaja en una elección presidencial de un país emergente no fuera del agrado de Wall Street para que los bancos sacaran el dinero del país. Los votantes tenían entonces que elegir entre ceder a Wall Street o enfrentar una dura crisis financiera. Parecía que Wall Street tenía más poder político que la ciudadanía.

Incluso en los países ricos se decía a los ciudadanos: “No es posible aplicar las políticas que ustedes quieren” (llámense protección social adecuada, salarios dignos, tributación progresiva o un sistema financiero bien regulado) “porque el país perderá competitividad, habrá destrucción de empleos y ustedes sufrirán”.

En todos los países (ricos o pobres) las élites prometieron que las políticas neoliberales llevarían a más crecimiento económico, y que los beneficios se derramarían de modo que todos, incluidos los más pobres, estarían mejor que antes. Pero hasta que eso sucediera, los trabajadores debían conformarse con salarios más bajos, y todos los ciudadanos tendrían que aceptar recortes en importantes programas estatales.

Las élites aseguraron que sus promesas se basaban en modelos económicos científicos y en la “investigación basada en la evidencia”. Pues bien, 40 años después, las cifras están a la vista: el crecimiento se desaceleró, y sus frutos fueron a parar en su gran mayoría a unos pocos en la cima de la pirámide. Con salarios estancados y Bolsas en alza, los ingresos y la riqueza fluyeron hacia arriba en vez de derramarse hacia abajo.

¿A quién se le ocurre que la contención salarial (para conseguir o mantener competitividad) y la reducción de programas públicos pueden contribuir a una mejora de los niveles de vida? Los ciudadanos sienten que se les vendió humo. Tienen derecho a sentirse estafados.

Estamos experimentando las consecuencias políticas de este enorme engaño: desconfianza en las élites, en la “ciencia” económica en la que se basó el neoliberalismo y en el sistema político corrompido por el dinero que hizo todo esto posible.

La realidad es que, pese a su nombre, la era del neoliberalismo no tuvo nada de liberal. Impuso una ortodoxia intelectual con guardianes totalmente intolerantes del disenso. A los economistas de ideas heterodoxas se los trató como a herejes dignos de ser evitados o, en el mejor de los casos, relegados a unas pocas instituciones aisladas. El neoliberalismo se pareció muy poco a la “sociedad abierta” que defendió Karl Popper. Como recalcó George Soros, Popper era consciente de que la sociedad es un sistema complejo y cambiante en el que cuanto más aprendemos, más influye nuestro conocimiento en la conducta del sistema.

La intolerancia alcanzó su máxima expresión en macroeconomía, donde los modelos predominantes descartaban toda posibilidad de una crisis como la que experimentamos en 2008. Cuando lo imposible sucedió, se lo trató como a un rayo en cielo despejado, un suceso totalmente improbable que ningún modelo podía haber previsto. Incluso hoy, los defensores de estas teorías se niegan a aceptar que su creencia en la autorregulación de los mercados y su desestimación de las externalidades cual inexistentes o insignificantes llevaron a la desregulación, que fue un factor fundamental de la crisis. La teoría sobrevive, con intentos de adecuarla a los hechos, lo cual prueba cuán cierto es aquello de que cuando las malas ideas se arraigan, no mueren fácilmente.

Si no bastó la crisis financiera de 2008 para darnos cuenta de que la desregulación de los mercados no funciona, debería bastarnos la crisis climática: el neoliberalismo provocará literalmente el fin de la civilización. Pero también está claro que los demagogos que quieren que demos la espalda a la ciencia y a la tolerancia sólo empeorarán las cosas.

La única salida, el único modo de salvar el planeta y la civilización, es un renacimiento de la historia. Debemos revivir la Ilustración y volver a comprometernos con honrar sus valores de libertad, respeto al conocimiento y democracia".



La diosa Clío, musa de la historia


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miércoles, 27 de febrero de 2019

[A VUELAPLUMA] Retórica neoliberal





No nos andemos con retórica, para el pensamiento neoliberal hay gente de primera y segunda clase, señala la escritora Marta Sanz. En Retina, comienza diciendo Sanz, me encuentro con una entrevista a Josep Maria Echarri, presidente de Inveready, firma de capital de riesgo que invierte en ciencia. Confieso que no entiendo bien la expresión “firma de capital de riesgo” porque soy tonta. También me sorprende que el señor Echarri sea once años menor que yo: aún me veo como una muchacha que busca el camino de baldosas amarillas. El significado del espíritu emprendedor me es revelado. No censuro los logros de Echarri, su trabajo para hacer posible un fármaco contra el cáncer, pero mi visión del mundo, humanista y anticuada, me lleva a escandalizarme con ciertas declaraciones: “Si el conocimiento no se convierte en dinero, no habrá dinero que financie el conocimiento”. Sin paños calientes, declaraciones como esta, apocalípticas y amenazantes, asentadas en el realismo de las habas contadas, inhibidoras de la imaginación política, configuran el aterrador poliedro de nuestro sentido de común.

Echarri utiliza para difundir su discurso un quiasmo, figura retórica de construcción que consiste en repetir e invertir el orden de los términos: “Cuando pitos, flautas / cuando flautas, pitos”, es el famoso ejemplo gongorino. El quiasmo es señuelo manierista de seducción publicitaria, pero también constituye una forma de pensar que, a través de la manipulación del lenguaje, consigue que brote la idea iluminando la realidad: la marxiana Miseria de la filosofía responde a La filosofía de la miseria de Proudhon y hace del quiasmo un método de pensamiento dialéctico. El quiasmo que contiene, como balda, la reflexión de Echarri sugiere una perturbadora masa sumergida de preceptos ideológicos: el conocimiento ha de ser rentable; la educación fomenta la resiliencia; el que paga, manda… Aparejadas a esta ideología, entendemos otras afirmaciones del sentido común neoliberal: estudiar latín no es pertinente; la privatización de la enseñanza garantiza la libre elección de madres y padres respecto a la educación de su prole; la desestimación de subvenciones al cine o a proyectos artísticos poco comerciales es imprescindible; no hay motivos para desconfiar de que un banco patrocine una cátedra universitaria… Partiendo de esta mentalidad empresarial, resulta lógico que las farmacéuticas abandonen investigaciones, dejen de construir conocimiento y fabricar medicinas para curar enfermedades de pobres (leishmaniasis, malaria, etcétera), a no ser que se descubra que esa medicina puede también aplicarse con rentabilidad en el primer mundo: Gabriel Wüldenmar cuenta que la eflornitina, que cura la enfermedad del sueño, volvió a producirse cuando se supo que funcionaba como componente para una crema depilatoria. Gente de primera y segunda clase. Competidores, empresarios con vista de lince y seres humanos en el vagón de cola. Dinero que financia el conocimiento. Conocimiento que se convierte en dinero. Se desarrollan proyectos de investigación para el diseño de armas, y la guerra es estrategia de enriquecimiento de los plutócratas. Sin embargo, la elección de un quiasmo para expresar estas ideas no es apropiada porque subraya lo utilísimos que resultan esos conocimientos inútiles que no se traducen en una inmediata rentabilidad económica; es el caso de quienes estudian las glosas silenses, filosofía neoplatónica, la perspectiva en Velázquez, historia o retórica clásica y, con sus saberes, fomentan una aproximación crítica hacia el funcionamiento antiestético y poco ético del mundo en que vivimos. Otro día hablaremos de cómo Pablo Casado hace de la mujer metonimia —más retórica—, reduciéndola a huevo Kinder.



Josep Maria Echarri, presidente de Inveready



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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  • miércoles, 3 de junio de 2015

    [Pensamiento] Recuerdo, homenaje y crítica de Tony Judt




    Tony Judt



    Los lectores asiduos de Desde el trópico de Cáncer conocen ya sobradamente mi admiración por la obra y la persona del insigne historiador y profesor estadounidense de origen británico Tony Judt (1948-2010). Precisamente por el respeto que me merece su obra y su decidida defensa del pensamiento socialdemocráta como la mejor opción política posible frente a los desvaríos del noeliberalismo, por un lado, y los populismos de izquierda, por la banda contraria, no me duelen prendas en traer hasta el blog el artículo que en un reciente número de Revista de Libros, titulado "Tony Judt, el último socialdemócrata", publica el sociólogo español, Julio Aramberri, profesor en la Dongbei University of Finance and Economic en Dailan (China), cuyas críticas y comentarios, no exentos de ironía, gracejo y amenidad en su blog "Orientalismo", en Revista de Libros, sigo habitualmente con sumo interés.

    En esta ocasión, Aramberri, crítico mordaz de los socialismos varios y de la izquierda en general, aprovecha la reciente publicación póstuma del libro de Judt titulado "Cuando los hechos cambian. Artículos, 1995-2010" (Taurus, Madrid, 2015), editado por la viuda del historiador estadounidense, para sin mengua de su respeto por la memoria del mismo, ajustar algunas cuentas con sus obras y con su defensa de la socialdemocracia.

    Con este volumen editado y prologado por ella misma, Jennifer Homans, la viuda de Tony Judt, -dice Aramberri- se cierra la obra de Judt recogiendo trabajos que aún andaban desperdigados por varias publicaciones, en su mayoría en la prestigiosa The New York Review of Books, de la que Judt era un habitual. 

    A lo largo de su obra, -continúa diciendo-, Judt se ocupó de numerosos temas de la historia reciente, todos ellos uncidos a una visión de conjunto o narrativa que giraba alrededor de la defensa del Estado de bienestar y la contribución de la socialdemocracia europea a la creación de la más alta forma de vida colectiva que haya existido y cuya sostenibilidad, cada vez más veteada por la incertidumbre, -ironiza- solo podía ser cuestionada con una dosis de mala fe. Los ensayos de este último volumen de Judt -añade- reiteran esa narración cada vez más difícil de mantener. 

    Y todo lo que sigue a continuación por parte del profesor Julio Aramberri es una respetuosa pero acerada crítica, que no comparto, acerca de la coherencia del pensamiento político de Tony Judt.

    Tony Judt, -cuenta Aramberri- falleció en 2010 a una edad relativamente temprana, sesenta y dos años, víctima del síndrome de "Lou Gehrig", una enfermedad que hace que los que la padecen pierdan de forma progresiva el control de sus motoneuronas, las células nerviosas que controlan los movimientos voluntarios, pero no el de las funciones cerebrales relacionadas con la sensibilidad y la inteligencia: es decir, son conscientes del deterioro que sufren sin poder hacer nada por remediarlo. Habitualmente el final llega por asfixia tras la pérdida de las funciones respiratorias. Una suerte de «condena sin redención posible», decía Judt de su enfermedad en un ensayo estremecedor aparecido en The New York Review of Book. Judt, un historiador notable, le plantó cara al síndrome hasta el último momento sin dar tregua a su trabajo para así jugarle otra pasada provisional a la muerte. 

    Al final de su vida, el éxito había convertido a Judt en esa figura ante la que él sentía una intensa ambigüedad, la de intelectual público, y su muerte dio pie a la habitual ristra de obituarios y homenajes elogiosos o devotos de otros intelectuales de esa misma condición. Una de las escasas excepciones, -sigue diciendo el profesor Aramberri, fue el también historiador Eric Hobsbawm. Aviesamente, en el ensayo necrológico que le dedicó dejaba caer que, hasta la publicación de "Postguerra", Judt había destacado, ante todo, como juez de la horca, ajustando cuentas a algunos franceses y a otros de mayor cuantía. Y remataba, por do más pecado había, que ésta, su obra mayor, era un libro ambicioso pero poco equilibrado que dejaría de parecer satisfactorio a quienes lo leyesen tan solo unos pocos años después de publicado. 

    Aunque por razones ajenas a las suyas, como luego se dirá, no dejo de concurrir con Hobsbawm -añade Aramberri- que "Postguerra" y, en mi opinión, el resto de la obra posterior de Judt narra un desencanto anegado por la nostalgia y es una pena que la lucidez de muchos de sus análisis no cause en el lector tanta impresión como su entereza personal. Por mucho que se admire esta, las ideas tienen que pasar por el tamiz de la crítica, pues permanecerán en la conciencia colectiva una vez que el coraje de su autor se haya borrado de la memoria.

    Espero y deseo que esta brevísima introducción les anime a continuar la lectura del artículo del profesor Aramberri, y como no, aunque solo sea por ver si sus planteamientos y análisis sobre la obra de Judt se corresponden con los de ustedes, se animen igualmente a leer algunos de los títulos del insigne profesor estadounidense.  

    De toda la amplia bibliografía de Tony Judt me atrevería a sugerirles la lectura de su monumental "Postguerra. Una historia de Europa desde 1945"; "Pensar el siglo XX", que reune las conversaciones entre Judt y el también historiador Timothy Snyder; "Algo va mal", un alegato en defensa de la socialdemocracia; y su intimista e impresionante autobiografía, dictada al final de su vida, "El refugio de la memoria". Todas ellas están editadas por Taurus.


    Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





    Julio Aramberri





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