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viernes, 24 de julio de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] El Apocalipsis, según el PP. Publicada el 21 de mayo de 2010



Viñeta de Forges



"Revelación de Jesucristo: se la concedió Dios para manifestar a sus siervos lo que ha de suceder pronto; y envió a su ángel para dársela a conocer a su siervo Juan, el cual ha atestiguado la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo: todo lo que vio. Dichoso el que lea y los que escuchen las palabras de esta profecía y guarden lo escrito en ella, porque el Tiempo está cerca". (Apocalipsis: Juan, 1,1-3. Nueva Biblia de Jerusalén, Desclée de Brouwer, Bilbao, 1998).

Sustituyan Jesucristo por Rajoy, Dios por Aznar, el ángel por Cospedal, y a Juan por Montoro, y ya tendrán claro el escenario apocalíptico que el PP nos anuncia. ¿Comprenden ahora porqué terminaba mi comentario de ayer como lo terminaba? No soy el único que piensa así sobre la particularísima manera de hacer oposición del PP, que traducida al román paladino sería la del "cuánto peor, mejor". Lo de mejor para ellos, lo ignoro, y la verdad, me importa un huevo y la mitad del otro; lo de peor para todos, si que me preocupa.

También le preocupa al catedrático de sociología de la Universidad Complutense de Madrid y de la Universidad Libre de Berlín, Ignacio Sotelo, que deja testimonio de esa preocupación en un desasosegante artículo que hoy publica en el diario El País, titulado Ponerse en lo peor., que pueden leer desde el enlace anterior.

El profesor Sotelo, como otros muchos expertos, se muestra convencido de que antes o después saldremos de la crisis, gracias entre otras cosas a la fortaleza de la Unión Europea. La cuestión, dice, es cuándo y en qué condiciones, pero que en todo caso, añade, nos espera una década de crecimiento muy bajo y una alta tasa de desempleo que puede llevarnos a una peligrosa deriva social y política si no se ataja entre todos. Y a todas esas, el PP, ni está ni se le espera... HArendt




El profesor Ignacio Sotelo



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martes, 8 de octubre de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Honi soit qui mal y pense (Publicada el 25/1/2009)



Eduardo III de Inglaterra


"Que se avergüenze el que haya pensado mal". Doña Esperanza Aguirre, condesa de Murillo, presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, es, sin duda, una mujer culta. Así que es más que probable que conozca la frase que da título a esta entrada, pronunciada por el rey Eduardo III de Inglaterra a mediados del siglo XIV con ocasión de un lance cortesano que se hizo célebre. Y que haya pensado en ella (a mi, infinitamente menos culto que la señora condesa, me ha venido enseguida a la cabeza) a raíz de la que le está cayendo encima por causa de la trama de espionaje interno en el seno del PP madrileño puesta en público por el diario El País. Sinceramente, los problemas internos de los partidos, y los del PP en particular (perdónenme lo soez de la expresión) me la traen floja, así que mencionado el asunto, voy a referirme a la destacada influencia francesa (o más específicamente normanda; pues fueron normandos, no los autóctonos sajones, los fundadores del Reino de Inglaterra) en la tradición británica.

Dos ejemplos. El lema de la monarquía británica: "Dieu et mon droit": Dios y mi derecho, así escrito, en francés. Y también, en francés, la fórmula mediante la cual la reina de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, sanciona y promulga las leyes del reino: "La Reine le veult": La Reina lo quiere. Por último, la historia del lance que dio origen a la frase "Honi soit qui mal y pense" y con ella al nacimiento de la Orden de la Jarretera, una de las más preciadas condecoraciones de la monarquía británica.

Cuenta la leyenda que una noche en que el rey Eduardo III de Inglaterra estaba bailando con la condesa de Salisbury en una gran fiesta de la corte, hacia el año 1344, la dama perdió su jarretera (liga). Después de recogerla, cuando el rey estaba devolviéndosela, se dio cuenta de que la gente de su alrededor estaba sonriendo y murmurando. Airado, exclamó "honi soit qui mal y pense" (que se avergüence el que mal haya pensado), y colocándose la media sobre su propio muslo, añadió que haría la pequeña jarretera azul tan gloriosa que todos querrían poseerla. Con tal fin creó el rey la Orden de la Jarretera, cuyo símbolo es una jarretera azul oscuro, de borde dorado en la que aparecen en francés las palabras dichas por el rey. HArendt



Emblema de la Orden de la Jarretera



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lunes, 30 de julio de 2018

[TEORÍA POLÍTICA] La labor de la oposición



La muerte de Sócrates, por Jacques-Louis David (1787)


Pocos días después de la llegada de Pedro Sánchez a la presidencia del gobierno el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga Manuel Arias Maldonado, reiteradamente citado en Desde el trópico de Cáncer, reflexionaba en su blog  en Revista de Libros sobre dicho acontecimiento, y siguiendo al famoso politólogo italiano Gianfranco Pasquino, sobre la labor de la oposición en política. 

El éxito de la moción de censura presentada por el PSOE de Pedro Sánchez, comenzaba diciendo, que ha convertido al PP en oposición y al PSOE en gobierno, ha llamado la atención acerca de las capacidades de los partidos que no ostentan el poder. Para explicarla, se ha hablado de la «deselección» teorizada por Pierre Rosanvallon, de las coaliciones negativas que aglutinan el rechazo a un líder o proyecto, e incluso de la «vetocracia» descrita por Francis Fukuyama: estado en que se coloca al sistema político cuando sus actores dejan de cooperar entre sí y emplean las instituciones para vetarse recíprocamente. Por mi parte, quisiera estudiar este asunto a partir de las reflexiones vertidas por el politólogo italiano Gianfranco Pasquino en un breve opúsculo publicado originalmente en 1995 (que aparece en España tres años después, en Alianza Editorial) y titulado sencillamente La oposición. Que el trabajo fuese publicado a mediados de los años noventa no le resta interés, sino quizá lo contrario: es lo bastante cercano para permitirnos apreciar aquello que haya podido cambiar desde entonces.

Irónicamente, una de las cosas que ha pasado en este tiempo es que España ha empezado a parecerse un poco más a Italia, al menos en lo que a su vida parlamentaria (notables diferencias al margen) se refiere. Y eso da actualidad a un librito que, como subraya María Luz Morán en el prólogo, es «profundamente “italiano”», suscitado como está por la peculiar coyuntura política de Italia a comienzos de los años noventa. En este prólogo, redactado en 1997, se añade que Pasquino escribió el libro poco después de la victoria de Forza Italia, es decir, de Berlusconi, tras unas elecciones consideradas el punto culminante de la desintegración del viejo sistema político que había surgido en la reconstrucción de la democracia tras la derrota del fascismo y como el inicio de un nuevo período en el que [...] parecía existir un acuerdo básico de que la principal tarea a abordar era la de la creación de una «nueva política».

¡Vejez de la nueva política! Pasquino escribe así tratando de contribuir al debate acerca de cómo alcanzar ese objetivo regenerador y, de paso, insinuando posibles vías para la renovación de la izquierda en una época posmaterialista (o que entonces lo parecía). No obstante, lo que aquí interesa sobre todo es lo que este ensayo tiene de meditación acerca de la democracia y sus instituciones, en especial la oposición. El politólogo italiano escribe convencido de que la realización de la esencia de la democracia está vinculada con la idea de la alternancia en el gobierno, y sorprendido, en consecuencia, de que el papel de la oposición en regímenes democráticos no haya merecido especial atención por parte de los científicos de la política. Su enfoque, por lo demás, entronca con los planteamientos de la teoría pluralista de la democracia que tuvo en pensadores como Robert Dahl, Seymour Lipset o Arend Lijphart a sus principales exponentes, lo que explica la primacía de la perspectiva institucional en su análisis.

Pero, ¿qué dice Pasquino? Pues, para empezar, que ninguna oposición puede renunciar a su propia piel dejando, sin más, que el gobierno gobierne. O, mejor dicho: la oposición debe impedir que el gobierno malgobierne. Y sugiere que la «buena oposición» será aquella que aplique la enseñanza de Maquiavelo sobre el zorro y el león: combinando la astucia político-parlamentaria y su fuerza político-social. Su misión será contender con el gobierno en materia de reglas y en materia de políticas:

Serán absolutamente intransigentes cuando el gobierno se proponga establecer reglas que destruyan la posibilidad misma de la alternancia. En cuanto a las políticas, las oposiciones serán críticas de los contenidos que propone el gobierno y propositivas de contenidos distintos, pero también conciliadoras cuando existan espacios de intervención, mediación, colaboración y mejoras recíprocas.

En otras palabras, la oposición controla, critica y propone. Tiene así el deber de enfrentarse al gobierno, demostrando ser ella misma un gobierno alternativo. Obsérvese una de las paradojas que aquejan a la función de la oposición: está obligada a enfrentarse al gobierno haga el gobierno lo que haga. Pues si aplaude lo que hace el gobierno, o deja de controlarlo, no ejercerá su función y dejará coja a la propia democracia. Y es que, si resulta inimaginable una democracia sin gobierno, también debe serlo una democracia sin oposición; porque un gobierno que no encuentra oposición puede fácilmente abusar de su poder. En todo caso, Pasquino es perfectamente consciente de que el papel de la oposición puede variar, para empezar, dependiendo del sistema institucional en que se inserte: siguiendo a Lijphardt, no es lo mismo una democracia mayoritaria que una democracia consensual. Si en las primeras la oposición tiene un cometido más difícil y se ve obligada a estructurarse como alternativa, en las segundas la oposición tiene mayor margen de acción, pero menos incentivos para cualificarse como tal alternativa. En ambos supuestos, el arraigo institucional de la oposición será mayor cuanto mayor sea su arraigo social; y viceversa. Pasquino, por cierto, incluye a España y a Alemania entre las democracias mayoritarias.

Nuestro autor advierte de que la oposición no puede ‒o, mejor dicho, no debe‒ limitarse a aplicar la estrategia del «cuanto peor, mejor». Sobre todo, porque eso le impide hacer visible su alternativa de gobierno. La dificultad estriba en que la oposición no puede quedarse al margen del juego de las relaciones con el gobierno, a riesgo de ser culpada de la parálisis institucional, mientras que persigue al tiempo objetivos propios: mantener su pureza ideológica, preservar su identidad política, conservar su cohesión organizativa. Y ello sin olvidar que ninguna oposición puede renunciar a adquirir recursos para quienes la sostienen; recursos que, huelga decirlo, son más abundantes cuando se gobierna. En todo caso, lo que dice Pasquino es que ninguna oposición parlamentaria «puede ni debe ser jamás antagónica por completo [...] si es consistente y responsable». Se trata de un condicional formidable, pues si la oposición es siempre antagónica, ¿será necesariamente castigada por los votantes? Cuando menos, apunta, los representantes de la oposición habrían de colaborar realizando enmiendas, comentarios, críticas y sugerencias durante la formación de leyes, un aspecto central, aunque poco publicitado en los media, de la lógica parlamentaria. Sin embargo, la oposición ha de preparar la alternancia; por esta razón, no puede colaborar demasiado alegremente con el gobierno. Siguiendo en esto a Joseph Schumpeter y Anthony Downs, entre otros, subraya Pasquino que la competición democrática produce vitalidad y es, al mismo tiempo, síntoma de la vitalidad del sistema, precisamente cuando se exterioriza en el paso decisivo de un gobierno a la oposición y de una oposición al gobierno, con una periodicidad ni muy frecuente ni muy rara.

En fin de cuentas, la democracia no es sólo un conjunto de leyes, sino también la encarnación de un conjunto de valores. De manera que la alternancia no es un fin en sí mismo, sino el mejor medio para lograr que se realicen esos valores. Ocurre que, si el buen funcionamiento del régimen democrático depende en buena medida de la calidad de su oposición, las instituciones deben hacer más fácil que la oposición se comporte apropiadamente. Y eso, para Pasquino, pasa por un rediseño de las mismas que las aproxime al llamado «modelo Westminster». Pero el italiano arranca aquí de una premisa algo dudosa, a saber: «El problema en los regímenes democráticos es que hay quizá poca oposición». ¿Poca oposición? ¡Si los gobiernos no encuentran tregua!

Pasquino explica esta idea, en primer lugar, cuantitativamente: muchos de los opositores potenciales al gobierno, o incluso al sistema, habrían encontrado nichos gratificantes en su interior, mientras que los oponentes reales (el tercio más pobre de la sociedad, en su formulación) tienen cada vez menos recursos con los que organizarse. En segundo lugar, existiría también un problema cualitativo, derivado de la convergencia ideológica en el centro, que debilita la oposición al sistema y reduce el rango de los desacuerdos a una disputa por la distribución de los recursos económicos estatales; la revolución ya es sólo una pose. Por último, habría «poca» oposición porque a ésta «le faltan los instrumentos institucionales en sentido amplio para “dramatizar” su existencia, para comunicar sus programas, para afirmar lo que tiene de distinto». Se encontraría la oposición enjaulada en un sistema democrático que la convierte en copartícipe y responsable del funcionamiento del sistema y de su administración: un rehén del gobierno. A ello habría que sumar la inevitable fragmentación de la oposición, más visible en los sistemas proporcionales, derivada del aumento de la complejidad social. En este punto, Pasquino dice algo que nos recuerda las tesis de Ernesto Laclau sobre el populismo, así como la urdimbre de la reciente moción de censura en España (la cursiva es mía): la oposición se vería tentada de proporcionar una representación parcelada a todo grupo social que proteste por sentirse insatisfecho con la actividad del gobierno u olvidado y abandonado, prescindiendo de la calidad de los intereses que ha de representar. Si lo hiciera así, la oposición se transformaría en una especie de conglomerado o sumatoria de las insatisfacciones sociales [...]. Naturalmente, sobre tales fundamentos, la oposición no podría desarrollar un programa coherente.

Estas tendencias, sugiere Pasquino, sólo puede contrarrestarlas la oposición tratando de ser más institucional y más previsible: más «gubernamental», podría decirse. Y por eso recomienda, en lo que a la oposición se refiere, generalizar el modelo de shadow cabinet o gobierno en la sombra propio del modelo británico, capaz de proporcionar una respuesta satisfactoria a las necesidades  personalización de la política, vale decir de atribución de responsabilidades personales, visibles y explícitas, controlables y verificables, a los gobiernos en la sombra.

Entre otras virtudes, el gobierno en la sombra convierte a la oposición en aquello que ha de ser: no sólo alternativa, sino programática y propositiva en sentido fuerte. No le bastaría entonces con un no a las iniciativas del gobierno, sino que a ellas habría de contraponer una alternativa de cosecha propia. Sólo así podrá la oposición mejorar la calidad de la democracia, llegue o no al gobierno, mediante su actividad de control, crítica y propuesta.

Finalmente, y esto presenta especial interés, Pasquino añade algunas consideraciones sobre los mecanismos de la democracia mayoritaria. Estas se caracterizarían por la posibilidad de la alternancia o, cuando menos, por la legítima expectativa de la alternancia de partidos y coaliciones. Pensemos en Andalucía o Baviera: no hay alternancia, pero nada impide que la haya. Y en estas democracias, la oposición sustituye al gobierno mediante un episodio electoral decisivo. ¿Siempre? No: la excepción a esta regla viene representada por el cambio de gobierno que se produjo en Alemania en octubre de 1982, cuando los liberales abandonaron a los socialdemócratas de Helmut Schmidt y formaron una coalición con los democristianos de Helmut Kohl por medio de una moción de censura constructiva. En aquella ocasión, el cambio de mayoría se verificó en las urnas en marzo de 1983, cinco meses después del éxito de la moción. Los liberales habían dicho a sus electores que gobernarían con los socialdemócratas, y, al cambiar de criterio, entendieron que debían interrogar al electorado: El cambio de la mayoría, aunque efectuado mediante el instrumento constitucionalmente correcto del voto de censura constructivo, se vería mejor ratificado por el voto popular. Y así fue.

Pero, añade Pasquino, el voto de censura constructivo puede emplearse, en clave de democracia mayoritaria, no para realizar un cambio de mayoría, sino para prepararlo. Y aquí es donde nuestro autor pone de ejemplo a España. No sólo la célebre moción de censura planteada por el joven Felipe González contra Adolfo Suárez en mayo de 1980, que no tenía posibilidad de victoria, pero que sí acreditó la competencia de González como líder de gobierno, sino también el fracasado intento del popular Antonio Hernández Mancha en marzo de 1987, que tuvo el efecto de renovar el liderazgo en el centro-derecha y allanó el camino a una oposición más efectiva. Resulta de aquí una enseñanza para las democracias mayoritarias (la cursiva es, otra vez, mía): Si el gobierno es producto de una victoria en las urnas y, por tanto, se sostiene sobre una mayoría parlamentaria, la oposición no sólo carece por lo general de la posibilidad de sustituirlo durante la legislatura, sino que me atrevería a decir que no debe hacerlo. Con todo, debe continuar actuando para derrotarlo, obligándolo a dimitir.

Bajo esta óptica, la operación relámpago que ha llevado a Pedro Sánchez a la Moncloa, con ser tan legal como legítima ‒si entendemos la legitimidad como una derivación del cumplimiento de la legalidad constitucional‒, presenta algunos problemas conceptuales. O los presenta, si se quiere, a la vista del deseo expresado por el mismo Sánchez de mantenerse en el cargo sin convocar elecciones que validen el cambio operado en el gobierno. Por mucho que se invoquen los principios de la democracia parlamentaria, el sistema español ha desarrollado ‒como tantos otros‒ rasgos presidencialistas. De ahí que la moción no pueda evaluarse únicamente en términos de su ajuste a los procedimientos constitucionales, sino también a la luz de la finalidad de esa singular figura del parlamentarismo racionalizado que es la moción de censura constructiva. Y vaya por delante que eso no excluye que esta última pueda ser empleada instrumentalmente, como hicieron González (con éxito) y Hernández Mancha (sin él). De lo que se trata con la moción es de instaurar un gobierno alternativo, como sucedió en Alemania en 1982, sustituyéndose una coalición formal por otra; pese a lo cual, como se ha dicho, el país celebró prontas elecciones.

En nuestro caso, el problema viene dado ya desde el origen por el hecho de que ninguna coalición formal de gobierno haya gobernado aún en nuestro país, hecho en buena medida atribuible a la renuencia de los partidos-bisagra nacionalistas, que con cada vez mayor desparpajo se desentienden de la gobernabilidad de España influyendo simultáneamente en ella. A veces, como en esta última ocasión, de forma decisiva: cambiando un gobierno por otro tras haber apoyado (en el caso del PNV) los presupuestos generales una semana antes. Pasquino no da ninguna razón por la cual la oposición no deba sustituir al gobierno, pero el hecho de que la moción de censura sea «constructiva» da una pista: el sistema requiere de una estabilidad que sólo una mayoría alternativa puede proporcionar. Es evidente que Sánchez solo ha articulado una coalición de rechazo a Rajoy, como ha señalado, entre muchos otros, Santos Juliá, sin disponer de tal mayoría alternativa: a un gobierno que podía contar con 170 diputados (PP y Ciudadanos tras su acuerdo de legislatura) y mayoría absoluta en el Senado le sustituye otro que goza de 84 diputados y un Senado donde la mayoría absoluta la conserva el partido al que ha desalojado del gobierno. Ciertamente, el escrúpulo de los liberales alemanes, que habían anunciado a sus electores con quién gobernarían, no es aplicable en nuestro caso: nadie dijo con quién pactaría o dejaría de pactar antes de ir a elecciones. Y no parece que las afirmaciones recientes de distintos dirigentes del PSOE, Pedro Sánchez incluido, en el sentido de que con los partidos independentistas no podría siquiera hacerse una moción de censura, cuenten como compromiso preelectoral. Sin embargo, la trascendencia del cambio operado en el gobierno parecería aconsejar la convocatoria de elecciones, dada la precariedad parlamentaria del gobierno entrante. De otro modo, no se ve claro cómo podría juzgarse «constructiva» la moción triunfante, si tenemos en cuenta que la han apoyado partidos que mantienen un contencioso con el Estado de carácter existencial. No hay, así, en la moción problema formal alguno, pero, si tomamos como referencia el escrúpulo de los liberales alemanes, no estaría de más que los votantes pudieran refrendar este súbito cambio de orientación. Todo indica que, si esas elecciones no se celebran, es debido a las malas expectativas electorales del partido que ya gobierna.

Quienes celebran el cambio de gobierno, en fin, encontrarán sin dificultad argumentos de peso en favor del mantenimiento de la nueva situación: desde la emergencia moral creada por la sentencia del caso Gürtel a la literalidad de los procedimientos parlamentarios. No se trata de discutirlos, sino sólo de señalar de qué modo el acceso al gobierno por esta vía contradice algunos de los postulados de la «buena oposición» formulados por Gianfranco Pasquino. Entre ellos, como vimos más arriba, la inconveniencia de que la oposición se despliegue como sumatorio de insatisfacciones sociales o extraiga su única razón de ser del rechazo a quien gobierna. Es verdad que el caso español expresa igualmente el efecto de cambios sociológicos de amplio espectro con influencia sobre el funcionamiento de las democracias: la mayor fragmentación partidista, que dificulta sobremanera la formación de gobiernos allí donde no existe una cultura consensual o de coalición; la digitalización de la conversación pública, que refuerza la polarización ideológica y alienta las pasiones adversativas de los electores; o el impacto psicopolítico de la Gran Recesión, que ha alentado las actitudes antisistema, con su correspondiente traducción en los sistemas de partidos. Y ello sin entrar a considerar las especificidades de las distintas culturas políticas nacionales.

No hay espacio aquí para seguir ahondando en la delicadísima relación entre democracia, gobierno y oposición. Delicadísima, porque su centro es paradójico: la oposición debe oponerse al gobierno, aunque el gobierno lo haga bien, del mismo modo que ningún gobierno, por mal que lo haga, cederá su lugar a la oposición. Se derivan de aquí unas necesidades escénicas que, en la era de la campaña electoral permanente, convertida la política en una rama del entretenimiento gracias al smartphone, plantea no pocos problemas de orden sistémico. Sobre todo allí donde, como sucede cada vez con mayor frecuencia, no existen mayorías parlamentarias absolutas ni demasiados incentivos ‒remember Nick Clegg‒ para forjar coaliciones de gobierno. En este contexto, sin embargo, hay un criterio de análisis que se mantiene estable, al margen de las modas y los cambios sociales, en el que Pasquino, quizá debido a su vocación constructiva, no pone demasiado énfasis. Y es que, si bien la oposición es una función democrática indispensable, su actor es siempre un partido (o varios). Lo cual no puede dejar de tener consecuencias si tenemos presente que, por muchas funciones que puedan predicarse de los partidos, cualquier partido quiere, ante todo, dos cosas: sobrevivir y alcanzar el poder. Entre otras cosas, porque si no ostenta el poder no podrá jamás realizar su programa ni proveer de recursos a sus miembros. De donde se deduce que hacer oposición no será jamás un fin en sí mismo, sino un medio para lograr esos otros fines: si aplicamos la lógica maquiaveliana, será «buena» la oposición que lleve a un partido al poder y «mala» la que fracase en el intento, con independencia de los efectos que ello pueda tener para el sistema democrático en su conjunto. Sin introducir esta dosis de realismo, ningún análisis será capaz de dar cuenta del modo en que la oposición ‒al margen de las prescripciones normativas que indican el modo en que «debería» comportarse‒ se desenvuelve en la práctica. Y ese rasgo «egoísta» de la oposición no es ni bueno ni malo, sino inevitable: un rasgo consustancial a las democracias.




Rafael Hernando, exportavoz parlamentario del PP en el Congreso



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miércoles, 24 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] El orgullo de Don Rodrigo






Francisco Rosell, periodista, director del diario El Mundo escribía hace unos días en su periódico sobre historia (de España), sobre corrupción (en el gobierno de España) y sobre don Rodrigo, no el de Vivar del siglo XI, sino sobre el Calderón, de 1621, y el Rato, de 2018. Les dejo con su relato.

El convento vallisoletano de Nuestra Señora de Porta Coeli es conocido popularmente como el de las dominicas calderonas en recuerdo de su bienhechor y mecenas, don Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias, a quien Felipe III mandó ajusticiar en 1621. Tras su ejecución en la Plaza Mayor de Madrid, las religiosas recogieron su cadáver y lo enterraron en la clausura del beaterio, donde su momia ocupa una espléndida sepultura fúnebre. Caballero de mérito y de oficio, cuya insolencia contrapesaba la indolencia de su protector, el duque de Lerma, don Rodrigo fue paje en la casa ducal y escaló rangos hasta ser su Secretario, nivel edesde el que adquirió títulos y mercedes hasta su defenestración y degüello «en nombre de la moralidad administrativa, política y económica». Mejor librado saldría el duque de Lerma, quien escapó de la quema al comisionarse en Roma el cardenalato, lo que le valió una ácida coplilla: «Para no morir ahorcado, el mayor ladrón de España, se viste de colorado». En el proceso que condujo al cadalso al «valido del valido», don Rodrigo exhibió una soberbia que dejaría para los anales aquello de «más orgullo que don Rodrigo camino de la horca». Similar jactancia desplegó este martes otro Rodrigo, de parecido humor y de apellido Rato. Todopoderoso vicepresidente económico con Aznar, desde donde pasó a ser efímero director gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI) y luego controvertido presidente de Bankia. Fue invitado a dimitir por el mismo Gobierno que le había aupado al cargo dos años antes y presidido por un tapado Rajoy que, contra pronóstico, le birló la sucesión de Aznar, cuando ésta parecía cantada, al igual que Areilza se quedó con la miel en los labios frente a Suárez.

Lo escenificó en el teatro de sus éxitos más relumbrantes. Un Congreso de los Diputados, donde lució como martillo de herejes socialistas tanto desde su escaño de portavoz del Grupo Popular como desde la bancada azul. Pero esta vez, pese a su intrincada situación penal y su desairada exposición al punto de mira de la opinión pública, empleó su brillantez oratoria para revolverse ferozmente, como un jabalí enrabietado, contra quienes fueron sus compañeros tantos lustros. Como la venganza es un plato que se sirve frío, Rato aprovechó la primera oportunidad que tuvo -su comparecencia ante la comisión que investiga la crisis financiera- para su desquite. Gozando de inmejorable fama hasta su particular ocaso de los dioses, se siente víctima de la manipulación política del PP para convertirlo en cabeza de turco de su lucha contra la corrupción y, de esta guisa, sacudirse el estigma que tan alto coste le está significando en reputación y votos. Genio y figura hasta la sepultura de quien, con insufrible arrogancia, empareja con don Rodrigo Calderón hasta parecer la reencarnación del primer marqués de Siete Iglesias.

Su vendetta llamó la atención por su minuciosidad contra sus antaño correligionarios. Señaladamente cuatro ministros, dos de ellos antiguos subordinados (Montoro y Guindos), amén de Báñez y Catalá, sin olvidarse de la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, a la que se refirió en una postrera aparición televisiva. Así, detalló hasta rayar el chisme la connivencia de todos ellos en la cacería montada contra su persona a raíz del escándalo Bankia: con su correlato de sumarios desde las tarjetas black, lo que le ha valido una condena de cuatro años en primera instancia, a la irregular salida de la entidad a Bolsa.

Es verdad que el Gobierno avivó el fuego para que sus llamas devoraran a Rato cual ninot fallero, pero no lo era menos que se estaba quemando en la hoguera que él había encendido con su negligente gestión. Claro que su soberbia no le permite ver lo evidente. De ahí que achaque, por ejemplo, su colosal fiasco a una confabulación auspiciada por el ministro de Guindos con los competidores de Bankia para que estos se aprovecharan de su derrumbe. Algo que carece de sentido, como tampoco lo hubiera tenido tratar de resolver los peliagudos problemas de Bankia fusionándola con La Caixa, como alguna mente calenturienta atisbó en aquellos apocalípticos días de auténtico escalofrío. No cabe duda, en suma, que el Gobierno se sirvió de él como cabeza de turco para darse pisto en la lucha contra la corrupción, plasmada en aquella imagen ominosa en la que un funcionario de Hacienda le hacía entrar en el coche cogiéndole del cogote. Pero habría ido suicida, más allá de la sobreactuación del Gobierno y del PP hasta incurrir en prácticas nefandas en un Estado de derecho, cerrar filas con un Rato que ha acreditado ser un turco. Dicho sea en el sentido de que su conducta ha sido claramente ominosa, emborronando una magnifica hoja de servicio que emprendió aquel viernes que, a la vuelta del primer Consejo de ministros del Gobierno Aznar, cuando España se jugaba su entrada en Maastricht, reunió a sus colaboradores y les comunicó: «Tengo una noticia buena y otra mala. La mala es que todos los ministros están contra nosotros. La buena, que el presidente está de nuestra parte».

Al margen de lo anterior, y teniendo en cuenta que se trata de un político criado a los pechos de Fraga, a cuyo tutelaje se lo encomendó su padre siendo casi un mozalbete, es patente que Rato ha aprovechado las horas bajas del PP para meter palo en candela. No sólo puso cargas explosivas bajo cinco pilares del Gobierno de Rajoy, sino que avivó las brasas de la disensión interna para achicharrar al presidente. Como advierte el clásico, «debajo de la tierra sale la venganza, que siempre acecha en lo más escondido».

Con la misma destreza que operó contra el tardofelipismo socialista, usó su daga para asestar la puñalada más certera, al paso que invitó al tránsito de votantes del PP a un crecido Ciudadanos sobre la base de que «la gente no quiere partidos burocráticos y aburridos», según le declaró sin remilgos a Herrera en la Cope. A este respecto, dio pábulo a la tesis de que el PP puede ser superado en las próximas elecciones por Cs, una opción «tan posible -martilleó- que lo percibe así la dirección del PP». Y, entretanto, Aznar rumiando su silencio pesaroso, cuando, parafraseando a Cicerón, después de estar en el puesto de mando, llevando el timón del Estado, ahora apenas hay lugar para él en la bodega del partido que refundó.

Hable Rato desde el despecho o el rencor, no cabe duda de que el PP ya ha agotado todos los cartuchos como partido al que votar como mal menor. Incluso en el caso extremo de hacerlo tapándose la nariz. Probablemente, el PP gastó su última bala azuzando el espantajo de Podemos en las elecciones generales que hubo que repetir.

Ese trasiego de votantes que detectan las encuestas tiene su reflejo en la confesión de un importante hombre de negocios que, en un almuerzo, admitía que «antes me peleaba con mis hijos para que votaran al PP, en vez de a Cs, mientras que ahora ya no discuto con ellos para votar a Rivera». Así, un encogido PP puede ganar la batalla a la crisis económica, pero perder clamorosamente las venideras elecciones, si no reacciona, lo que no parece fácil ante la multiplicación de juicios por corrupción, así como el piélago de investigaciones policiales. Si el PSOE pudo parar in extremis el sorpasso de Podemos por una mala digestión de un envanecido Pablo Iglesias de su éxito en las elecciones que hubo que repetir ante la imposibilidad de conformar Gobierno, ahora el PP corre serio riesgo de que pueda adelantarlo Cs, que goza con la ventaja añadida de poder pactar la formación de un Gobierno a su derecha (con PP) y a su izquierda (PSOE). Abierto en canal, el PP se desangra por la derecha (de modo poco apreciable, por el momento, con Vox) y por la izquierda (de forma un tanto tumultuosa). Paradójicamente, en el momento en que los datos económicos son para sacar pecho en lo que hace a la creación de empleo o a la llegada de turistas, con cifras históricas, el PP se sume en aguas pantanosas que amenazan con tragárselo.

Con una mochila repleta de casos de corrupción, con una descapitalización de líderes de prestigio en sus cuadros dirigentes, sin una dirección que mire más allá del día a día y una incapacidad cerval para afrontar cambios, no extraña que crezcan las fuerzas que asedian su amenazada hegemonía, aun careciendo de programas precisos y de cuadros suficientes para afrontar un relevo en la gobernación de España, lo que los supedita a los arribistas de aluvión. Es verdad que el PP dispone de tiempo, habiendo por medio de unas elecciones municipales y autonómicas en las que la implantación territorial es clave, pero un partido acostumbrado a perder el tiempo nunca lo tendrá para afrontar los cambios que exigen su misma supervivencia. No atina tampoco en los modos de darle réplica a sus contrincantes paredaños, a los que el ministro Méndez de Vigo ningunea llamándolo el «partido ce ese» (que rememora lo de Alfredo Urdaci llamando «ce ce o o» a Comisiones Obreras) y que tuvo el antecedente de llamarlos en campaña como los «naranjitos».

Tras tener el cielo en sus manos, la suerte se le muestra ahora esquiva y huidiza al PP, confirmando su carácter tornadizo y caprichoso. El suelo antes firme se hunde a su paso como si recorriera las grietas de un cráter de profundidad ignota. No parece que, de pronto, y de manera imprevista, el cielo encapotado se despeje de nubes y recobre la luz pretérita, de modo que ese corredor de fondo que es Rajoy recupere el crédito tras salvar el escollo de unas elecciones municipales y autonómicas que no pintan bien. Para ello debe salir antes de su modorra una formación en la que todos enmudecen alrededor de su líder y cuando éste pregunta qué hora es -como en la ejecutiva que siguió al descalabro en la cita catalana del 21-D- obtiene parecida respuesta a la de Luis XIV: «La que vuestra majestad guste». Ya no son tiempos en los que este amante del ciclismo que es Rajoy pueda mover el manillar de la bicicleta guiado por la máxima de que «aquél que no busca nada termina encontrando lo que desea». Frase mamada de aquel genio de la política llamado Pío Cabanillas Gallas, prototipo de astucia gallega, pero que ahora resulta extemporánea para un jefe de filas que se juega el ser o no ser, si no quiere que su partido evoque los versos del dramático soneto de Rodrigo Caro mirando a las Ruinas de Itálica: «Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora / Campos de soledad, mustio collado, /Fueron un tiempo Itálica famosa»

Dibujo de Ulises Culebro para El Mundo


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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martes, 29 de septiembre de 2015

[Política] Ciudadanos: ¿Una marca blanca del PP?




Albert Rivera, líder de Ciudadanos



No tengo vocación de Casandra, la princesa troyana a la que los dioses maldijeron con el castigo de que nadie creyera sus certeras profecías, así que me importa más bien poco que me hagan caso o pasen de mí, pero presumo de tener buen olfato para algunas cosas, y tengo la impresión de que señalar a Ciudadanos como la "marca blanca" del PP comienza a resultar pueril, aparte de equivocado y peligroso. Al paso que van, pueden acabar fagocitando a más de uno a ambos lados de esa línea imaginaria que señala el centro político... De momento, le disputan, con acierto como acaba de verse en las elecciones catalanas, ese centro político al PSOE más que al PP, que más que a la derecha parece encontrarse al borde del abismo. Quizá habría que ir aceptando que uno, PSOE, es la izquierda del centro y, Ciudadanos, la derecha del centro, pero ambos centristas, y guste o no guste, las elecciones se ganan en el centro. Si tienen visión de futuro y generosidad mutua, pueden ser el primer gobierno de coalición de la historia reciente de España.

Dos semanas después de publicada esta entrada, un editorial de El País, analizando la última encuesta de Metroscopia, lo dejaba meridianamente claro, en el centro está la clave.

Hace unos días la prestigiosa Revista de Libros publicó un interesante artículo, firmado por el profesor de sociología de la Universidad de Zaragoza Pau Marí-Klose titulado "Génesis de un movimiento ciudadano", en el que este profesor aragonés reseñaba tres recientes libros que hablan del nacimiento, desarrollo y primeros triunfos del partido político Ciudadanos, escritos respectivamente por Antonio Robles: "La creación de Ciudadanos: un largo camino"Jordi Bernal: "Viajando con Ciutadans"; y José Lázaro y Jordi Bernal (eds.): "Ciudadanos. Sed realistas: decid lo indecible", los tres publicados por la editorial madrileña Triacastela entre 2007 y 2015.

A tan solo unos días de las elecciones autonómicas catalanas, dice al comienzo de su artículo el profesor Marí-Klose, los sondeos preelectorales pronostican, con un buen margen de confianza, que Ciudadanos está a punto de convertirse en la segunda fuerza política de Cataluña, sólo por detrás de una amplia coalición de partidos y entidades sociales que abogan por la independencia (Junts pel Sí). A tres meses de las elecciones generales, todo parece indicar que Ciudadanos será también una pieza imprescindible para formar nuevo gobierno en la próxima legislatura. Y todo ello, añade, en algo menos de diez años desde el congreso fundacional del partido, y poco más desde que sus promotores cobraran conciencia de la necesidad de gestar un nuevo proyecto político en un entorno que era absolutamente hostil a la emergencia de un partido de esa naturaleza.

Los tres libros que reseñamos, sigue diciendo, ofrecen un relato de primera mano de la forja de un partido político a partir de un movimiento social, que recogen testimonios directos, declaraciones y documentos fundacionales. El lector encontrará muchas claves sociológicas para entender los primeros pasos de un movimiento social y su transformación en un actor político. En este sentido, como pone de manifiesto la literatura académica sobre movimientos sociales, en el relato aparecen tres elementos cruciales para entender su gestación: 1) unas visiones intelectuales que proporcionan un «encuadre» (framing) para entender la realidad y empujan a la «insurgencia»; 2) una cierta capacidad organizativa y de movilización de recursos preexistentes; y 3) una estructura de oportunidades políticas propicia.

En el nacimiento de Ciudadanos, continúa diciendo, desempeña un papel de primer orden una visión intelectual singular sobre la realidad catalana, que entra en contradicción con la que se predica desde espacios hegemónicos. Su principal reivindicación es la llamada a construir una sociedad posnacionalista, en la que los elementos de adscripción étnica puedan seguir siendo constitutivos de las identidades personales de los ciudadanos, pero, en acertada expresión de Fernando Savater, «no salpiquen» y «no provoquen un lío con eso», aspirando a una nueva política en la que las principales cuestiones que entren en el debate y en la agenda gubernamental no conciernan a dimensiones de la identidad nacional que, a juicio de estos intelectuales, estarían eclipsando y postergando la atención a otros problemas más urgentes.

Al igual que sucede en la gestación de muchos movimientos sociales y partidos, los intelectuales desempeñan un papel crucial de vanguardia ilustrada. El éxito inicial de Ciudadanos es inconcebible sin el impulso de un grupo de escritores, dramaturgos, periodistas y profesores universitarios que aportan, en un momento propicio, elementos motivadores al discurso con el fin de arrastrar a colectivos más amplios a la acción política. Ciudadanos es, en buena medida, producto de artículos periodísticos, pequeños opúsculos, charlas públicas y manifiestos de una indudable calidad argumental y eficacia instigadora. Los quince intelectuales que intervienen en la gestación de Ciudadanos se reúnen periódicamente, mantienen correspondencia electrónica, contemplan diversas opciones de movilización y, en algún caso, se comprometen directamente en la articulación de las estructuras del partido (incluso, a tenor del testimonio de Antonio Robles, intervienen activamente en la elección de los primeros líderes). Muchos de ellos participan en los primeros actos de agitación y las actividades de campaña electoral tras la constitución del partido.

Son un grupo indudablemente eficaz, añade, que atesora grandes dosis de talento y carisma. Pero no están solos. Gracias al testimonio de Antonio Robles, sabemos que Ciudadanos es producto de la confluencia de estas energías intelectuales con otras de carácter más prosaico, pero absolutamente necesarias para articular el proyecto. El libro de Antonio Robles es un extraordinario recordatorio del papel de pequeños agitadores sociales, casi anónimos, integrados en estructuras organizativas precarias, que permanecen semilatentes durante largos períodos, pero que pueden cobrar un protagonismo inusitado cuando entran en contacto con esas energías intelectuales catalizadoras y, en el espacio político, aparecen «ventanas de oportunidad». En esas células se gestan ideas, pero, sobre todo, se reclutan y coordinan activistas, se captan recursos, se desarrollan actividades de divulgación y propaganda, y se diseñan estrategias de acción política.

La gestación de Ciudadanos, sigue diciendo, no es un proceso lineal ni exento de tensiones. No todos los promotores comparten el mismo proyecto ideológico y estratégico. El libro de Robles, añade el profesor Marí-Klose, nos ofrece interesantes estampas de enfrentamientos y refriegas derivados del choque de proyectos personales, talantes y visiones programáticas. Especialmente destacable es el dualismo ideológico, que a veces desemboca en conflicto abierto, entre promotores de corte «liberal» (con Arcadi Espada a la cabeza) y socialdemócratas (capitaneados por Francesc de Carreras). En palabras de Robles, los primeros querían diseñar una plataforma política fuera de las coordenadas izquierda/derecha, donde encontraran acogida ciudadanos que se sintieran abandonados o traicionados por las opciones políticas en el mercado, ya fueran de izquierda o de derecha; los segundos ponían el acento en construir un alternativa progresista al Tripartito, pero sin renunciar a sus valores sociales y su estética. La verdadera ambición de estos últimos, de acuerdo con Robles, era ofrecer una alternativa en el espacio político desocupado por el Partido Socialista de Catalunya una vez comprobado –fehacientemente– que los socialistas habían traicionado los valores ilustrados que se le presuponían.

Ciudadanos no podía haber aparecido en el panorama político en cualquier momento. Como nos relata Robles, antes de la gestación de Ciudadanos se habían producido diversos intentos de articular instrumentos políticos para hacer frente al nacionalismo, pero ninguno se había materializado en una opción electoral con posibilidades de alcanzar representación parlamentaria. Robles los califica como «años perdidos» y relata cómo muchos de los promotores posteriores de Ciudadanos (comenzando por Francesc de Carreras) tenían depositadas sus esperanzas en la llegada del Partido Socialista de Catalunya a la Generalitat. En este sentido, dice, el triunfo electoral de Pasqual Maragall en las elecciones autonómicas de 2003 provocó el entusiasmo de muchos militantes de la causa antinacionalista. Un entusiasmo que no tardó en tornarse en frustración y toma de conciencia sobre la necesidad de abandonar cualquier expectativa de que el Gobierno del PSC (junto a sus socios ecosocialistas e independentistas) iba a representar un cambio de rumbo drástico respecto al nacionalismo pujolista.

Los movimientos sociales son algo más que ideas y promotores que tienen la capacidad de propagarlas. Los movimientos cristalizan cuando aparecen espacios de oportunidad política. Sin esas ventanas que se abren de manera muchas veces inesperada, el embrión de cualquier movimiento social está abocado a una vida generalmente corta. El principal hito que precipita el cambio de estrategias políticas dice, es el resultado electoral del PSC en 1999: victoria en votos, derrota en escaños. En ese contexto, señala, el PSC lanza la propuesta de reforma del Estatuto de Autonomía para favorecer el acuerdo con ERC y dificultar la relación entre independentistas y nacionalistas de CiU, sin que existiera realmente una demanda social transversal a favor de esta iniciativa.

La formación del Tripartito en 2003, continúa diciendo, consolida este cambio de la dinámica de competición partidista, que otorga un protagonismo creciente al eje centro-periferia y provoca la radicalización de programas y estrategias. En este proceso, todos los partidos van a verse empujados a catapultar al primer plano el eje identitario. Las tensiones en torno al intento de reforma del Estatut terminan provocando la salida de ERC del gobierno tras una rebelión interna contra la postura de la dirección. 

En este marco de radicalización nacionalista de la oferta partidista y exacerbación de las tensiones territoriales, Ciudadanos encuentra rápidamente un nicho electoral que no existía. Se trata de un espacio vacío, desalojado por el PSC, donde se atrinchera una bolsa importante de votantes, activistas anónimos e incluso militantes y cuadros políticos frustrados y dispuestos a pasar página. Los promotores de Ciudadanos, sin duda, se atreven a «decir lo indecible», y los pequeños héroes casi anónimos que colaboran en la logística realizan un esfuerzo ímprobo por dar a conocer y suscitar simpatías por el nuevo partido, pero sin esa «ventana de oportunidad política» que aparece, Ciudadanos no se habría convertido en la maquinaria política que alcanza representación parlamentaria en Cataluña en 2006 y hoy aspira a convertirse en opción de gobierno en el conjunto del Estado.

Ciudadanos vuelve a reclutar fundamentalmente segmentos que se sienten traicionados por las políticas del Gobierno, concluye diciendo. Pero, esta vez, el relato es mucho más prosaico. No abanderan causas marginalizadas, ni pretenden cultivar retóricas de resistencia y asedio. Los destinatarios de sus mensajes regeneracionistas son, a tenor de lo que nos dicen los sondeos, votantes centrados, de predisposición crítica y lealtades hasta hace poco volátiles a los dos partidos mayoritarios. Ciudadanos es una nueva criatura política. A diferencia de lo que sucedía en Cataluña en 2005, sus discursos y propuestas no provocan rechazo. Hasta donde podrán llegar lo dirán los electores y el tiempo. De momento, por lo que parece, llevan buen rumbo.

Pocos días después de publicada esta entrada, Albert Rivera hacía unas declaraciones al diario El País que merece la pena leer con interés. A la vista de ellas reconozco que me parece imposible que alguien pueda seguir considerando a Ciudadanos una marca blanca del PP. Y si es así, tengo claro que estoy sordo y ciego, sin remisión.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 




Congreso de los Diputados (Madrid)




Entrada núm. 2454
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