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lunes, 29 de octubre de 2018

[EUROPA] ¿Déficits democráticos en la UE? ¿Y en sus Estados, no?...



El rapto de Europa (1908), de Felix Valloton (Kunstmseum, Berna)


Inicio con esta entrada una nueva sección del blog dedicada a la política europea. Y lo hago con un artículo del eminente politólogo italiano Gianfranco Pasquino, profesor emérito de Ciencia Política de la Universidad de Bolonia, del que todos los estudiantes de Ciencias Políticas hemos utilizado con provecho su monumental Diccionario de Política: Madrid, Alianza, 1991. El artículo en cuestión apareció publicado hace unos días en el diario El Mundo, y está dedicado a comentar el tan traído y llevado asunto de los supuestos déficits democráticos en el funcionamiento de la Unión Europea, que Pasquino, pienso que con acierto, considera que son bastante menos deficitarios que los de algunos Estados miembros de la Unión. 

No es verdad que la Unión Europea sufra de un déficit democrático, comienza diciendo Pasquino. Ciertamente, en algunos Estados miembros la democracia funciona mejor que en la propia Unión Europea. Sin embargo, en no pocos Estados miembros -por ejemplo, Hungría, Polonia, Eslovaquia y también Italia- tanto la calidad de la democracia como su funcionamiento dejan mucho que desear. En estos casos, la comparación no es favorable, ni mucho menos, a los Estados. Los así llamados soberanistas no pueden presumir de unas credenciales democráticas superiores. La oposición de esos países, muy a menudo, puede dar testimonio de cuán difícil y dura es su vida (y no solo política). 

El valor de la democracia radica en su capacidad para reformarse y ello, en el caso de la Unión Europea, exige la condición de que el diagnóstico sea correcto y de que los reformadores sepan proponer los remedios adecuados. Antes de declarar, por tanto, la existencia de un déficit democrático en la Unión Europea es necesario valorar, con conocimiento de causa, a qué se refiere cuando se habla de tal déficit, dónde se ubica y cómo se manifiesta. ¿Cómo no puede ser considerado democrático el Consejo en el cual se reúnen (se confrontan y enfrentan) los jefes de Gobierno de los Estados miembros? Cada uno de ellos ha ganado las elecciones en su país, por lo tanto representa a una mayoría electoral y política que permanecerá en el Consejo mientras se mantenga. 

Podremos, en todo caso, hacer objeciones a los procedimientos decisionales del Consejo. De un lado, a la regla de la unanimidad y, de otro, a la modalidad con la cual los jefes de Gobierno alcanzan las decisiones. La unanimidad, por otra parte rara vez utilizada, tiene escasa legitimidad democrática en tanto que permite a un mandatario bloquear cualquier decisión que no sea de su agrado aunque todos los demás jefes de Gobierno hayan alcanzado un acuerdo. El jefe de Gobierno que disiente puede, en cualquier modo, chantajear al resto. Por lo tanto, los reformadores deberían eliminar esta regla. En cuanto a la modalidad de procedimientos decisionales, en el Consejo y, en menor medida, en la Comisión, estos procedimientos son muchas veces farragosos y poco o nada transparentes. 

Es verdad que en algunas materias políticas es oportuno, precisamente para servir al objetivo de alcanzar decisiones mejores, preservar espacios más o menos amplios de confidencialidad. Sin embargo, sería deseable que la mayor parte de los procedimientos decisionales se desarrollasen de tal manera que los ciudadanos tengan la posibilidad real de atribuir responsabilidades, positivas y negativas, sobre qué se ha decidido, qué no se ha decidido o se ha decidido mal. Aquéllos que consideran que la democracia se expresa de forma particular a través de las elecciones no pueden jamás sostener que el Parlamento Europeo es un organismo no democrático en el cual se manifestaría un déficit. Al contrario, la Eurocámara es un lugar muy significativo de representación de las preferencias y de los intereses de los ciudadanos europeos. En el curso del tiempo ha adquirido mayores cotas de poder tanto frente al Consejo como frente a la Comisión, controlando la actividad y evaluando los resultados. Si puede imputarse un déficit democrático al Parlamento europeo no es intrínseco a su naturaleza, sino que deriva de los partidos y los ciudadanos de los Estados miembros. Son los partidos, que hacen campañas electorales basadas en cuestiones y objetivos nacionales, a los que se debe imputar ese déficit. 

Paradójicamente, son menos responsables los partidos populistas y soberanistas, los cuales, haciendo campaña contra la Unión Europea, son más propensos a hablar propiamente de lo que Europa hace, no hace, hace mal y de cuánto mejor lo harían los Estados si recuperasen la soberanía cedida. Escribo "cedida", no perdida ni expropiada, porque cualquiera de los Estados miembros ha cedido, de manera consciente y deliberada, parte de su soberanía a la Unión para perseguir objetivos que de otra manera serían inalcanzables como Estado singular. Por tanto, los partidos nacionales son responsables de su incapacidad para convencer a los electores de ir a votar para elegir a sus representantes. Cuando, como en mayo de 2014, sólo el 44% de los electores europeos (porcentaje netamente inferior al que todos nosotros hemos estigmatizado respecto de los americanos en las elecciones presidenciales) va a votar, entonces tenemos un problema, pero que no es definible como déficit de las instituciones de la UE. Precisamente, se trata de un déficit de participación de los ciudadanos europeos a los cuales se necesitaría hacer saber, de alguna manera, que están perdiendo la facultad de criticar un Parlamento y unos parlamentarios que no han querido elegir. 

En el banco de los imputados por el déficit democrático parece muy fácil poner, y hacerlo en bloque, a la Comisión Europea, y en particular a los comisarios. Les falta algún tipo de legitimación democrática. Serían, como afirman demasiados críticos mal informados y con prejuicios, burócratas o, incluso peor, los tecnócratas que los populistas consideran una raza maldita. Sobre todo porque anteponen sus conocimientos a las preferencias y experiencias del pueblo sin haber tenido nunca un mandato democrático (electoral). La verdad es que, prácticamente siempre, han adquirido el cargo de comisario mujeres y hombres que provienen de cargos políticos y de gobierno, incluso al más alto nivel, en sus respectivos países. Por lo tanto, nunca son burócratas sino políticos, y frecuentemente con conocimientos de alto nivel. Deben su puesto al nombramiento y obra de los jefes de Gobierno de todos los Estados miembros, pero, como ya he comentado, éstos están legitimados democráticamente. Aun más, cada uno de los comisarios debe superar, o ha superado, un examen relativo a sus conocimientos y a su grado de europeísmo desarrollado frente al Parlamento europeo. Además sabe que, una vez confirmado, en su acción deberá prescindir de cualquier preferencia nacional. Deberá operar en el nombre de los intereses de la Unión Europea. Oso afirmar que la gran mayoría de los comisarios de los últimos 60 años ha tenido, de verdad, el proceso de la unificación política de Europa como estrella polar. En cuanto al presidente, a partir de 2014 se ha establecido que cada una de las familias políticas europeas pueda presentar un candidato a la Presidencia. El candidato de la familia que ha obtenido más votos es designado presidente, pero incluso en su caso debe superar el escrutinio del Parlamento europeo. Frente a estos procedimientos, cada uno con su evidente nivel de democraticidad, resulta ciertamente absurdo sostener que la Comisión no tiene signos democráticos, que existe una carencia democrática, cuando no por añadidura ilegítima. Obviamente, la Comisión, el verdadero motor institucional y en parte también política de Europa puede ser, por su parte, criticada por aquello que hace, no hace o hace mal.

Por tanto, ¿va todo bien en la Unión Europea? Ciertamente, no. Sin embargo, el problema no se llama déficit democrático. Se llama déficit de funcionalidad. Seguramente hay mucha burocracia en la Unión Europea, demasiada red tape, como han sostenido constantemente los ingleses (a los que echaremos de menos y que están dándose cuenta de que echarán de menos a Europa). Hay demasiado espacio para los lobbies, para los grupos de interés. Demasiada lentitud a la hora de tomar decisiones. Demasiada opacidad. Son inconvenientes que, asimismo, pueden ser seguramente afrontados y resueltos desde dentro de la Unión. No podrán hacerlo, desde luego, aquellos que reclaman irse fuera. Y menos aún podrán resolver estos y otros problemas -empezando por la inmigración y siguiendo con el crecimiento de las economías europeas y la regulación y la tasación de las grandes corporaciones- aquéllos que obstaculizan la Europa que existe. A pesar de los soberanistas, ningún Estado solo podrá hacer más y mejor de lo que ya ha hecho y podrá hacer en los próximos años la Unión Europea por la vida de sus ciudadanos. Serán los ciudadanos europeos, aquéllos que se interesan por Europa, que se informan, participan y votan, los que decidirán, democráticamente, qué Europa quieren. Y serán responsables de aquello que hagan, de lo que voten o dejen de votar. Tal y como ocurre en las (mejores) democracias.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

lunes, 30 de julio de 2018

[TEORÍA POLÍTICA] La labor de la oposición



La muerte de Sócrates, por Jacques-Louis David (1787)


Pocos días después de la llegada de Pedro Sánchez a la presidencia del gobierno el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga Manuel Arias Maldonado, reiteradamente citado en Desde el trópico de Cáncer, reflexionaba en su blog  en Revista de Libros sobre dicho acontecimiento, y siguiendo al famoso politólogo italiano Gianfranco Pasquino, sobre la labor de la oposición en política. 

El éxito de la moción de censura presentada por el PSOE de Pedro Sánchez, comenzaba diciendo, que ha convertido al PP en oposición y al PSOE en gobierno, ha llamado la atención acerca de las capacidades de los partidos que no ostentan el poder. Para explicarla, se ha hablado de la «deselección» teorizada por Pierre Rosanvallon, de las coaliciones negativas que aglutinan el rechazo a un líder o proyecto, e incluso de la «vetocracia» descrita por Francis Fukuyama: estado en que se coloca al sistema político cuando sus actores dejan de cooperar entre sí y emplean las instituciones para vetarse recíprocamente. Por mi parte, quisiera estudiar este asunto a partir de las reflexiones vertidas por el politólogo italiano Gianfranco Pasquino en un breve opúsculo publicado originalmente en 1995 (que aparece en España tres años después, en Alianza Editorial) y titulado sencillamente La oposición. Que el trabajo fuese publicado a mediados de los años noventa no le resta interés, sino quizá lo contrario: es lo bastante cercano para permitirnos apreciar aquello que haya podido cambiar desde entonces.

Irónicamente, una de las cosas que ha pasado en este tiempo es que España ha empezado a parecerse un poco más a Italia, al menos en lo que a su vida parlamentaria (notables diferencias al margen) se refiere. Y eso da actualidad a un librito que, como subraya María Luz Morán en el prólogo, es «profundamente “italiano”», suscitado como está por la peculiar coyuntura política de Italia a comienzos de los años noventa. En este prólogo, redactado en 1997, se añade que Pasquino escribió el libro poco después de la victoria de Forza Italia, es decir, de Berlusconi, tras unas elecciones consideradas el punto culminante de la desintegración del viejo sistema político que había surgido en la reconstrucción de la democracia tras la derrota del fascismo y como el inicio de un nuevo período en el que [...] parecía existir un acuerdo básico de que la principal tarea a abordar era la de la creación de una «nueva política».

¡Vejez de la nueva política! Pasquino escribe así tratando de contribuir al debate acerca de cómo alcanzar ese objetivo regenerador y, de paso, insinuando posibles vías para la renovación de la izquierda en una época posmaterialista (o que entonces lo parecía). No obstante, lo que aquí interesa sobre todo es lo que este ensayo tiene de meditación acerca de la democracia y sus instituciones, en especial la oposición. El politólogo italiano escribe convencido de que la realización de la esencia de la democracia está vinculada con la idea de la alternancia en el gobierno, y sorprendido, en consecuencia, de que el papel de la oposición en regímenes democráticos no haya merecido especial atención por parte de los científicos de la política. Su enfoque, por lo demás, entronca con los planteamientos de la teoría pluralista de la democracia que tuvo en pensadores como Robert Dahl, Seymour Lipset o Arend Lijphart a sus principales exponentes, lo que explica la primacía de la perspectiva institucional en su análisis.

Pero, ¿qué dice Pasquino? Pues, para empezar, que ninguna oposición puede renunciar a su propia piel dejando, sin más, que el gobierno gobierne. O, mejor dicho: la oposición debe impedir que el gobierno malgobierne. Y sugiere que la «buena oposición» será aquella que aplique la enseñanza de Maquiavelo sobre el zorro y el león: combinando la astucia político-parlamentaria y su fuerza político-social. Su misión será contender con el gobierno en materia de reglas y en materia de políticas:

Serán absolutamente intransigentes cuando el gobierno se proponga establecer reglas que destruyan la posibilidad misma de la alternancia. En cuanto a las políticas, las oposiciones serán críticas de los contenidos que propone el gobierno y propositivas de contenidos distintos, pero también conciliadoras cuando existan espacios de intervención, mediación, colaboración y mejoras recíprocas.

En otras palabras, la oposición controla, critica y propone. Tiene así el deber de enfrentarse al gobierno, demostrando ser ella misma un gobierno alternativo. Obsérvese una de las paradojas que aquejan a la función de la oposición: está obligada a enfrentarse al gobierno haga el gobierno lo que haga. Pues si aplaude lo que hace el gobierno, o deja de controlarlo, no ejercerá su función y dejará coja a la propia democracia. Y es que, si resulta inimaginable una democracia sin gobierno, también debe serlo una democracia sin oposición; porque un gobierno que no encuentra oposición puede fácilmente abusar de su poder. En todo caso, Pasquino es perfectamente consciente de que el papel de la oposición puede variar, para empezar, dependiendo del sistema institucional en que se inserte: siguiendo a Lijphardt, no es lo mismo una democracia mayoritaria que una democracia consensual. Si en las primeras la oposición tiene un cometido más difícil y se ve obligada a estructurarse como alternativa, en las segundas la oposición tiene mayor margen de acción, pero menos incentivos para cualificarse como tal alternativa. En ambos supuestos, el arraigo institucional de la oposición será mayor cuanto mayor sea su arraigo social; y viceversa. Pasquino, por cierto, incluye a España y a Alemania entre las democracias mayoritarias.

Nuestro autor advierte de que la oposición no puede ‒o, mejor dicho, no debe‒ limitarse a aplicar la estrategia del «cuanto peor, mejor». Sobre todo, porque eso le impide hacer visible su alternativa de gobierno. La dificultad estriba en que la oposición no puede quedarse al margen del juego de las relaciones con el gobierno, a riesgo de ser culpada de la parálisis institucional, mientras que persigue al tiempo objetivos propios: mantener su pureza ideológica, preservar su identidad política, conservar su cohesión organizativa. Y ello sin olvidar que ninguna oposición puede renunciar a adquirir recursos para quienes la sostienen; recursos que, huelga decirlo, son más abundantes cuando se gobierna. En todo caso, lo que dice Pasquino es que ninguna oposición parlamentaria «puede ni debe ser jamás antagónica por completo [...] si es consistente y responsable». Se trata de un condicional formidable, pues si la oposición es siempre antagónica, ¿será necesariamente castigada por los votantes? Cuando menos, apunta, los representantes de la oposición habrían de colaborar realizando enmiendas, comentarios, críticas y sugerencias durante la formación de leyes, un aspecto central, aunque poco publicitado en los media, de la lógica parlamentaria. Sin embargo, la oposición ha de preparar la alternancia; por esta razón, no puede colaborar demasiado alegremente con el gobierno. Siguiendo en esto a Joseph Schumpeter y Anthony Downs, entre otros, subraya Pasquino que la competición democrática produce vitalidad y es, al mismo tiempo, síntoma de la vitalidad del sistema, precisamente cuando se exterioriza en el paso decisivo de un gobierno a la oposición y de una oposición al gobierno, con una periodicidad ni muy frecuente ni muy rara.

En fin de cuentas, la democracia no es sólo un conjunto de leyes, sino también la encarnación de un conjunto de valores. De manera que la alternancia no es un fin en sí mismo, sino el mejor medio para lograr que se realicen esos valores. Ocurre que, si el buen funcionamiento del régimen democrático depende en buena medida de la calidad de su oposición, las instituciones deben hacer más fácil que la oposición se comporte apropiadamente. Y eso, para Pasquino, pasa por un rediseño de las mismas que las aproxime al llamado «modelo Westminster». Pero el italiano arranca aquí de una premisa algo dudosa, a saber: «El problema en los regímenes democráticos es que hay quizá poca oposición». ¿Poca oposición? ¡Si los gobiernos no encuentran tregua!

Pasquino explica esta idea, en primer lugar, cuantitativamente: muchos de los opositores potenciales al gobierno, o incluso al sistema, habrían encontrado nichos gratificantes en su interior, mientras que los oponentes reales (el tercio más pobre de la sociedad, en su formulación) tienen cada vez menos recursos con los que organizarse. En segundo lugar, existiría también un problema cualitativo, derivado de la convergencia ideológica en el centro, que debilita la oposición al sistema y reduce el rango de los desacuerdos a una disputa por la distribución de los recursos económicos estatales; la revolución ya es sólo una pose. Por último, habría «poca» oposición porque a ésta «le faltan los instrumentos institucionales en sentido amplio para “dramatizar” su existencia, para comunicar sus programas, para afirmar lo que tiene de distinto». Se encontraría la oposición enjaulada en un sistema democrático que la convierte en copartícipe y responsable del funcionamiento del sistema y de su administración: un rehén del gobierno. A ello habría que sumar la inevitable fragmentación de la oposición, más visible en los sistemas proporcionales, derivada del aumento de la complejidad social. En este punto, Pasquino dice algo que nos recuerda las tesis de Ernesto Laclau sobre el populismo, así como la urdimbre de la reciente moción de censura en España (la cursiva es mía): la oposición se vería tentada de proporcionar una representación parcelada a todo grupo social que proteste por sentirse insatisfecho con la actividad del gobierno u olvidado y abandonado, prescindiendo de la calidad de los intereses que ha de representar. Si lo hiciera así, la oposición se transformaría en una especie de conglomerado o sumatoria de las insatisfacciones sociales [...]. Naturalmente, sobre tales fundamentos, la oposición no podría desarrollar un programa coherente.

Estas tendencias, sugiere Pasquino, sólo puede contrarrestarlas la oposición tratando de ser más institucional y más previsible: más «gubernamental», podría decirse. Y por eso recomienda, en lo que a la oposición se refiere, generalizar el modelo de shadow cabinet o gobierno en la sombra propio del modelo británico, capaz de proporcionar una respuesta satisfactoria a las necesidades  personalización de la política, vale decir de atribución de responsabilidades personales, visibles y explícitas, controlables y verificables, a los gobiernos en la sombra.

Entre otras virtudes, el gobierno en la sombra convierte a la oposición en aquello que ha de ser: no sólo alternativa, sino programática y propositiva en sentido fuerte. No le bastaría entonces con un no a las iniciativas del gobierno, sino que a ellas habría de contraponer una alternativa de cosecha propia. Sólo así podrá la oposición mejorar la calidad de la democracia, llegue o no al gobierno, mediante su actividad de control, crítica y propuesta.

Finalmente, y esto presenta especial interés, Pasquino añade algunas consideraciones sobre los mecanismos de la democracia mayoritaria. Estas se caracterizarían por la posibilidad de la alternancia o, cuando menos, por la legítima expectativa de la alternancia de partidos y coaliciones. Pensemos en Andalucía o Baviera: no hay alternancia, pero nada impide que la haya. Y en estas democracias, la oposición sustituye al gobierno mediante un episodio electoral decisivo. ¿Siempre? No: la excepción a esta regla viene representada por el cambio de gobierno que se produjo en Alemania en octubre de 1982, cuando los liberales abandonaron a los socialdemócratas de Helmut Schmidt y formaron una coalición con los democristianos de Helmut Kohl por medio de una moción de censura constructiva. En aquella ocasión, el cambio de mayoría se verificó en las urnas en marzo de 1983, cinco meses después del éxito de la moción. Los liberales habían dicho a sus electores que gobernarían con los socialdemócratas, y, al cambiar de criterio, entendieron que debían interrogar al electorado: El cambio de la mayoría, aunque efectuado mediante el instrumento constitucionalmente correcto del voto de censura constructivo, se vería mejor ratificado por el voto popular. Y así fue.

Pero, añade Pasquino, el voto de censura constructivo puede emplearse, en clave de democracia mayoritaria, no para realizar un cambio de mayoría, sino para prepararlo. Y aquí es donde nuestro autor pone de ejemplo a España. No sólo la célebre moción de censura planteada por el joven Felipe González contra Adolfo Suárez en mayo de 1980, que no tenía posibilidad de victoria, pero que sí acreditó la competencia de González como líder de gobierno, sino también el fracasado intento del popular Antonio Hernández Mancha en marzo de 1987, que tuvo el efecto de renovar el liderazgo en el centro-derecha y allanó el camino a una oposición más efectiva. Resulta de aquí una enseñanza para las democracias mayoritarias (la cursiva es, otra vez, mía): Si el gobierno es producto de una victoria en las urnas y, por tanto, se sostiene sobre una mayoría parlamentaria, la oposición no sólo carece por lo general de la posibilidad de sustituirlo durante la legislatura, sino que me atrevería a decir que no debe hacerlo. Con todo, debe continuar actuando para derrotarlo, obligándolo a dimitir.

Bajo esta óptica, la operación relámpago que ha llevado a Pedro Sánchez a la Moncloa, con ser tan legal como legítima ‒si entendemos la legitimidad como una derivación del cumplimiento de la legalidad constitucional‒, presenta algunos problemas conceptuales. O los presenta, si se quiere, a la vista del deseo expresado por el mismo Sánchez de mantenerse en el cargo sin convocar elecciones que validen el cambio operado en el gobierno. Por mucho que se invoquen los principios de la democracia parlamentaria, el sistema español ha desarrollado ‒como tantos otros‒ rasgos presidencialistas. De ahí que la moción no pueda evaluarse únicamente en términos de su ajuste a los procedimientos constitucionales, sino también a la luz de la finalidad de esa singular figura del parlamentarismo racionalizado que es la moción de censura constructiva. Y vaya por delante que eso no excluye que esta última pueda ser empleada instrumentalmente, como hicieron González (con éxito) y Hernández Mancha (sin él). De lo que se trata con la moción es de instaurar un gobierno alternativo, como sucedió en Alemania en 1982, sustituyéndose una coalición formal por otra; pese a lo cual, como se ha dicho, el país celebró prontas elecciones.

En nuestro caso, el problema viene dado ya desde el origen por el hecho de que ninguna coalición formal de gobierno haya gobernado aún en nuestro país, hecho en buena medida atribuible a la renuencia de los partidos-bisagra nacionalistas, que con cada vez mayor desparpajo se desentienden de la gobernabilidad de España influyendo simultáneamente en ella. A veces, como en esta última ocasión, de forma decisiva: cambiando un gobierno por otro tras haber apoyado (en el caso del PNV) los presupuestos generales una semana antes. Pasquino no da ninguna razón por la cual la oposición no deba sustituir al gobierno, pero el hecho de que la moción de censura sea «constructiva» da una pista: el sistema requiere de una estabilidad que sólo una mayoría alternativa puede proporcionar. Es evidente que Sánchez solo ha articulado una coalición de rechazo a Rajoy, como ha señalado, entre muchos otros, Santos Juliá, sin disponer de tal mayoría alternativa: a un gobierno que podía contar con 170 diputados (PP y Ciudadanos tras su acuerdo de legislatura) y mayoría absoluta en el Senado le sustituye otro que goza de 84 diputados y un Senado donde la mayoría absoluta la conserva el partido al que ha desalojado del gobierno. Ciertamente, el escrúpulo de los liberales alemanes, que habían anunciado a sus electores con quién gobernarían, no es aplicable en nuestro caso: nadie dijo con quién pactaría o dejaría de pactar antes de ir a elecciones. Y no parece que las afirmaciones recientes de distintos dirigentes del PSOE, Pedro Sánchez incluido, en el sentido de que con los partidos independentistas no podría siquiera hacerse una moción de censura, cuenten como compromiso preelectoral. Sin embargo, la trascendencia del cambio operado en el gobierno parecería aconsejar la convocatoria de elecciones, dada la precariedad parlamentaria del gobierno entrante. De otro modo, no se ve claro cómo podría juzgarse «constructiva» la moción triunfante, si tenemos en cuenta que la han apoyado partidos que mantienen un contencioso con el Estado de carácter existencial. No hay, así, en la moción problema formal alguno, pero, si tomamos como referencia el escrúpulo de los liberales alemanes, no estaría de más que los votantes pudieran refrendar este súbito cambio de orientación. Todo indica que, si esas elecciones no se celebran, es debido a las malas expectativas electorales del partido que ya gobierna.

Quienes celebran el cambio de gobierno, en fin, encontrarán sin dificultad argumentos de peso en favor del mantenimiento de la nueva situación: desde la emergencia moral creada por la sentencia del caso Gürtel a la literalidad de los procedimientos parlamentarios. No se trata de discutirlos, sino sólo de señalar de qué modo el acceso al gobierno por esta vía contradice algunos de los postulados de la «buena oposición» formulados por Gianfranco Pasquino. Entre ellos, como vimos más arriba, la inconveniencia de que la oposición se despliegue como sumatorio de insatisfacciones sociales o extraiga su única razón de ser del rechazo a quien gobierna. Es verdad que el caso español expresa igualmente el efecto de cambios sociológicos de amplio espectro con influencia sobre el funcionamiento de las democracias: la mayor fragmentación partidista, que dificulta sobremanera la formación de gobiernos allí donde no existe una cultura consensual o de coalición; la digitalización de la conversación pública, que refuerza la polarización ideológica y alienta las pasiones adversativas de los electores; o el impacto psicopolítico de la Gran Recesión, que ha alentado las actitudes antisistema, con su correspondiente traducción en los sistemas de partidos. Y ello sin entrar a considerar las especificidades de las distintas culturas políticas nacionales.

No hay espacio aquí para seguir ahondando en la delicadísima relación entre democracia, gobierno y oposición. Delicadísima, porque su centro es paradójico: la oposición debe oponerse al gobierno, aunque el gobierno lo haga bien, del mismo modo que ningún gobierno, por mal que lo haga, cederá su lugar a la oposición. Se derivan de aquí unas necesidades escénicas que, en la era de la campaña electoral permanente, convertida la política en una rama del entretenimiento gracias al smartphone, plantea no pocos problemas de orden sistémico. Sobre todo allí donde, como sucede cada vez con mayor frecuencia, no existen mayorías parlamentarias absolutas ni demasiados incentivos ‒remember Nick Clegg‒ para forjar coaliciones de gobierno. En este contexto, sin embargo, hay un criterio de análisis que se mantiene estable, al margen de las modas y los cambios sociales, en el que Pasquino, quizá debido a su vocación constructiva, no pone demasiado énfasis. Y es que, si bien la oposición es una función democrática indispensable, su actor es siempre un partido (o varios). Lo cual no puede dejar de tener consecuencias si tenemos presente que, por muchas funciones que puedan predicarse de los partidos, cualquier partido quiere, ante todo, dos cosas: sobrevivir y alcanzar el poder. Entre otras cosas, porque si no ostenta el poder no podrá jamás realizar su programa ni proveer de recursos a sus miembros. De donde se deduce que hacer oposición no será jamás un fin en sí mismo, sino un medio para lograr esos otros fines: si aplicamos la lógica maquiaveliana, será «buena» la oposición que lleve a un partido al poder y «mala» la que fracase en el intento, con independencia de los efectos que ello pueda tener para el sistema democrático en su conjunto. Sin introducir esta dosis de realismo, ningún análisis será capaz de dar cuenta del modo en que la oposición ‒al margen de las prescripciones normativas que indican el modo en que «debería» comportarse‒ se desenvuelve en la práctica. Y ese rasgo «egoísta» de la oposición no es ni bueno ni malo, sino inevitable: un rasgo consustancial a las democracias.




Rafael Hernando, exportavoz parlamentario del PP en el Congreso



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






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domingo, 1 de noviembre de 2009

Calidad democrática (y III)




"Y nuestra Constitución se llama Democracia porque el poder no está en manos de unos pocos sino de la mayoría" (Tucídides: "Historia de la Guerra del Peloponeso", II, 37)




A pesar de la horrísona algarabía política de la semana que termina reconozco que mi desapego por la mayor parte de los políticos de este país, sin distinción de colores partidistas, no supone desafección hacía la Democracia que les da a ellos y a sus críticos amparo y cobijo.

Es cierto que el sistema político español necesita retoques urgentes en cuanto a su funcionamiento, transparencia y accesibilidad ciudadana, pero son los políticos con su comportamiento los que hacen que el sistema chirríe, y ellos también los que denigran a la democracia y avergüenzan a los ciudadanos que aún creen en eso que se ha venido en llamar virtudes cívicas o republicanas de la política.

Esa es también la opinión del profesor español Ignacio Sotelo (1936) politólogo, escritor, ensayista y catedrático de Sociología en la Universidad Autónoma de Barcelona y de Ciencias Políticas en la Universidad Libre de Berlín y miembro de la Academia Europea de Ciencias y Artes, del que sólo he leído su interesante libro "El desplome de la izquierda: modalidades españolas del fin de una época" (Akal, Madrid, 1994), que el pasado día 29 de octubre escribía un muy crítico artículo en el diario El País sobre la clase política española, titulado "El descrédito de la política", que reproduzco más adelante.

Ese mismo día, leía también, y casi por casualidad, en el Boletín núm. 313 de la Fundación "Safe Democracy" (Foro para una democracia Segura) otro demoledor y crítico artículo sobre la política y los políticos italianos, y de paso españoles, europeos y latinamericanos, escrito por el argentino Fabián Bosoer, profesor de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales en las Universidades de Buenos Aires y de Belgrano y editorialista de Opinión del diario Clarín de Buenos Aires, escrito con motivo de la conmemoración del centenario, el pasado 18 de octubre, del nacimiento del gran teórico de la Democracia Norberto Bobbio (1909-2004), jurista, filósofo y politólogo italiano, y uno de los más eminentes pensadores de la segunda mitad del siglo XX. Llamado por muchos el «filósofo de la democracia», en materia política Bobbio tendió siempre a la defensa de tres ideales autoimplicativos y que él mismo reconoció expresamente como los de democracia, derechos del hombre y paz. De él he leído con enorme placer su pequeño librito (no por ello menos enjundioso) titulado "Derecha e Izquierda" (Taurus, Madrid, 1998) y consultado numerosas veces y siempre con provecho los dos tomos de su imprescindible "Diccionario de Política" (Siglo XXI, Madrid, 1994), escrito en colaboración con los profesores Nicola Mateucci y Gianfranco Pasquino.

Espero que disfruten de ambos artículos; les aseguro que merecen la pena. Y sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. (HArendt)





El profesor Ignacio Sotelo





"EL DESCRÉDITO DE LA POLÍTICA", por Ignacio Sotelo
EL PAÍS - Opinión - 29-10-2009

Uno de los síntomas más preocupantes del estado actual de las democracias es el creciente desprestigio de los políticos, a los que se les considera tan ineptos como corruptos. De poco sirve escudarse en que no todos los políticos son iguales, una obviedad manifiesta, ni advertir de las fatales consecuencias para la estabilidad del orden político establecido, una amenaza que al menos tiene la virtud de mostrar lo hondo que esta opinión ha calado.

Empero, lo más grave de la situación radica en que la clase política esté poco dispuesta y menos capacitada, no ya para enfrentarse, sino ni siquiera para detectar las causas de este desprestigio, cuyas perversas secuelas, por otro lado, a nadie se le ocultan. La mala fama de los políticos, que deteriora ya las instituciones, hunde sus raíces en dos malformaciones propias de las democracias contemporáneas: las competencias del Parlamento en buena parte las ejercen los partidos, y éstos no respetan la democracia interna.

Y de ambas, los ganadores, pero también los perdedores, son los políticos, presos de una aporía de la que no pueden librarse. Su legitimidad proviene de representar al conjunto de los ciudadanos, cuya voluntad soberana expresa el Parlamento; pero, los que deberían actuar según los dictados de su conciencia, según reza la Constitución, poco pueden hacer en este sentido. No sólo los reglamentos regulan el comportamiento de los grupos parlamentarios, sin dejar apenas resquicio para una actuación individual responsable, sino que se trata a los parlamentarios como si hubieran recibido un mandato imperativo que restringe casi por completo su libertad, máxime si en las próximas elecciones pretenden mantenerse en las listas.

El mayor acto de libertad individual que le queda al parlamentario es abandonar el grupo en cuya lista ha sido elegido, una decisión que, no importa cómo la justifique, la opinión pública y los partidos consecuentemente la rechazan por no encajar en el sistema de listas cerradas y bloqueadas, pero sin preguntarse si el principio constitucional de actuar según la propia conciencia no fuese tal vez incompatible con la elección en listas cerradas. Nadie accede al Parlamento por méritos propios -aunque algunos, o muchos, puedan tenerlos-, sino por la voluntad de aquellos que los colocan en la lista en un puesto de salida.

Algunas consecuencias graves, que permanecen en una discreta penumbra, se derivan de este modelo electoral. Una vez que dada la complejidad de las sociedades modernas, el Parlamento no parece el instrumento adecuado para legislar y controlar al Ejecutivo, es perfectamente coherente el que se impida el acceso a los que pretendan responder ante su conciencia. Probablemente, un Parlamento de personas libres,elegidas en virtud de su cualificación y con un apoyo popular individualizado, resultaría ingobernable. Pero ante uno de autómatas, la gente no se libra de la impresión de que se obtendría el mismo resultado, y sobre todo sería más barato, si quedase reducido a las cabezas de grupo, aduciendo cada uno el número de escaños con que cuenta.

Antes de ocupar la secretaría general del partido, en sus muchos años de parlamentario, como la mayor parte de sus colegas, el señor Rodríguez Zapatero no tuvo la menor oportunidad de darse a conocer. Aunque se supone una mayor legitimidad democrática en el representante de la nación que en el que asciende en la jerarquía del partido, únicamente se logra una cierta visibilidad cuando se llega a la cúspide de la organización. La parte más dura, y la decisiva, en la vida de un político se realiza con la mayor opacidad de puertas adentro. Se puede llegar al poder sin haber tenido apenas contacto con el país real y desconociendo por completo lo que ocurre fuera de nuestras fronteras. A veces ni siquiera se guardan las formas, y el jefe nombra directamente a su sucesor, el "dedazo" que dicen los mexicanos, que practicó tanto González con Almunia, como Aznar con Rajoy.

El que el Parlamento ya no sirva de plataforma para seleccionar a los líderes explica que el debate político, salvo en ocasiones excepcionales, se haya trasladado a los medios. Algunos comentaristas, tertulianos o columnistas, son más conocidos e influyentes que la mayor parte de los parlamentarios. Agazapados en sus escaños y callados como muertos ante escándalos de los que todos hablan, menos ellos, terminan por tragar todo lo que les echen ¿Saben de algún político del PP que se haya posicionado ante las noticias escalofriantes que a diario nos proporcionan los periódicos? En conversaciones privadas, y algunos más privilegiados en los medios, todos expresamos una opinión, menos la inmensa mayoría de los políticos, que se han convertido en los únicos ciudadanos a los que parece que no les concierne nada de lo que sucede.

Callar por miedo a los altos costos personales que habría que pagar si se cumpliera con esta obligación implica un tipo de corrupción que el derecho penal no castiga, pero que fomenta el que se expandan otras formas punibles. Una clase política, dispuesta a asumir sin el menor filtro crítico todo lo que dicte la cúpula, ampara la corrupción, al fomentar el marco de silencio que necesita para reproducirse. Cuando se ha renunciado a manifestar lo que se piensa, echando por la borda principios y convicciones, la única compensación es asegurarse un beneficio personal.

Los políticos que tenemos son producto de los dos hechos enunciados: pérdida de la centralidad del Parlamento, desplazado a mero instrumento de ratificación de lo decidido fuera de su órbita, y el que en los partidos la democracia interna haya quedado reducida a mínimos. Los políticos son los ganadores de esta situación, en cuanto muchos, si otras hubieren sido las vías de acceso, no habrían llegado a los cargos que ocupan, pero también son los perdedores, porque una vez instalados perciben en su propia carne hasta qué punto les perjudica cualquier intento de sobresalir o tan sólo mostrar alguna ambición. El Parlamento, lejos de ser la plataforma en la que poner de manifiesto la valía personal, se rige por la consigna de que "el que se mueva, no sale en la foto".

El desprestigio creciente de los políticos tiene su fundamento en un sistema de selección y promoción que no favorece a los mejores, aunque algunos de primera hayan sabido acoplarse a las condiciones impuestas, conscientes de que no se puede navegar contra viento y marea. A éstos les favorecería un cambio en las reglas de juego, pero la más pequeña innovación que promoviese una mayor competitividad interna no parece viable, al oponerse con gran tesón la cúspide de los partidos.

Aunque seguirá creciendo el distanciamiento de la población ante los políticos, mientras la participación no baje de un 50% y se mantenga una polarización visceral entre las sedicentes izquierda y derecha que refuerza la cohesión interna; mientras que la política social, gobierne el que gobierne, descienda a un ritmo tolerable y se perfeccionen los canales por los que transcurre la corrupción, de modo que los escándalos se dosifiquen en el tiempo, y sobre todo sigamos con una Ley Electoral tan injusta como poco apropiada para restablecer el prestigio de los políticos, me temo que los partidos esperarán a que pase el chaparrón y se apacigüen los ánimos, sin emprender nada que pueda disminuir el poder acumulado.





El profesor Norberto Bobbio





"EL CENTENARIO DE NORBERTO BOBBIO, TAN LEJOS Y TAN CERCA", por Fabián Bosoer
Safe Democracy Foundation - Foro para una Democracia Segura
Boletín núm. 313 - Jueves, 29 de octubre

Las ideas del gran teórico italiano de la democracia contemporánea mantienen su vigencia en el contraste con la galería de escándalos y caricaturas que ofrece la política europea actual, panorama que se replica (claro) al otro lado del Atlántico.

Se cumplieron, el pasado domingo 18, cien años del nacimiento del gran teórico de la democracia y filósofo político italiano Norberto Bobbio. La evocación coincide en estas semanas con los veinte años de la caída del muro de Berlín y subraya, a contraluz, la vacancia actual de grandes pensadores y el marasmo en el que discurre la política europea (y de más allá) entre otras cosas, por la corrosión de las ideologías y los usos y abusos de poder que ganan estado público.

Allí están los italianos, con Silvio Berlusconi -“Il Cavaliere”-, nuevamente en la picota, debatiendo si la anomalía es el decisionismo personalista que él encarna salpicado de promiscuidad desenfadada, o la ingobernabilidad facciosa que, según algunos dicen, sobrevendría si saliera del gobierno. Allí están los franceses, tan lejos del presidente estadista que fue Francois Mitterrand y más cerca de su sobrino, el ministro de Cultura del actual presidente Nicolás Sarkozy obligado a explicar sus preferencias sexuales ante la hija del neofascista Jean-Marie Le Pen. O el propio Sarkozy haciendo gala del más abierto nepotismo en la promoción de su hijo al frente de la administración de la City parisina. Y allí están los españoles, con una oposición conservadora enlodada por el peor escándalo de corrupción, el “caso Gürtel”, que incluye coimas, fraude fiscal, asociaciones ilícitas y festicholas a todo trapo, con prostitución incluida y dirigentes antisemitas. Los vicios privados, en todos estos casos, parecen ocupar la escena ante la escasez de virtudes públicas, o develando la hipocresía de quienes dicen defenderlas.

El panorama de la política europea se replica en la política latinoamericana, con presidencialismos exacerbados, gobernantes devenidos en demiurgos del pueblo, omnipotentes o impotentes; Congresos colonizados por los intereses económicos o políticos de baronías privatizadas o feudos provinciales y crudas disputas de poder revestidas de batallas por las libertades republicanas o la redistribución de la riqueza. Mientras tanto, la utilización del espionaje y los servicios de inteligencia para intimidar y controlar actividades políticas, periodísticas y económicas traspasa la legalidad democrática instrumentando modos de funcionamiento más propios de los regímenes totalitarios.

Viene a cuento, entonces, recordar algunas claves del pensamiento de Bobbio, quien supo explicar la distancia entre las promesas de la democracia y los grises y opacidades del ejercicio del poder. En “El futuro de la democracia” (1984), una de sus obras más conocidas, proponía “hacer descender la democracia del cielo de los principios a la tierra donde chocan fuertes intereses”, abriéndose paso “entre la lección de los cínicos y el catecismo de los iluminados”. Primera lección: el paso de aquellos polvos a estos lodos no es el que va de la teoría a la práctica, o de las leyes existentes a su permanente incumplimiento, sino el que va de de una realidad indeseable a otra que mejore un poco las cosas.

Se refiere Bobbio, específicamente, a la democracia como “el gobierno del poder público, en público”. Es el régimen del poder visible y se opone, como tal, a los poderes invisibles y los secretos de Estado en los cuales se suelen escudar los gobernantes y grupos de poder para eludir el control y la evidencia de sus actos.

Aquí la segunda lección: lo que distingue al poder democrático de uno autocrático es que sólo el primero permite formas de “desocultamiento” por medio de la crítica libre y el derecho de expresión de los diversos puntos de vista. En “El pensamiento de Bobbio en la cultura iberoamericana” (Fondo de Cultura Económica, 2006) señalan Alberto Filippi y Celso Lafer que en una época dominada por la paradojal negación de algunos de los pilares conceptuales de la filosofía de este gran pensador –el constitucionalismo republicano, el ejercicio de los derechos fundamentales, el logro y el mantenimiento de la paz, la efectividad de la democracia sustancial y formal- su aplicación representa un desafío ineludible.

Las reflexiones de Bobbio, que murió a los 94 años en el 2004, son siempre un buen ayuda memoria para este tiempo por momentos tan desmemoriado: desconfianza hacia la política demasiado ideologizada que divide el universo en partes que se excluyen mutuamente; defensa del gobierno de las leyes por sobre el gobierno de los hombres, y del espíritu crítico contra los dogmatismos opuestos; elogio de la templanza, entendida no sólo como actitud y comportamiento individuales sino también como categoría política y virtud social: respetar las ideas de los demás, detenerse ante el secreto de cada conciencia, comprender antes de discutir, discutir antes de condenar.




"La Libertad guiando al pueblo" (Eugene Delacroix, 1830)




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Entrada núm. 1241 -
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