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sábado, 7 de octubre de 2017

[A vuelapluma] Una propuesta sensata: ganar en las urnas a los independentistas





Ganar a los independentistas en las urnas es la difícil pero sensata propuesta que formula en El País Alfredo Pérez Rubalcaba, profesor universitario, exsecretario general del PSOE, vicepresidente del gobierno con José Luis Rodríguez Zapatero y ministro de casi todo con Felipe González. Una personalidad de gran valía, sin duda, en el socialismo español, marginado como tantos otros socialistas de prestigio por la actual dirección del partido.

Una solución política debe incluir que votemos, primero juntos, una reforma de la Constitución y que luego los catalanes voten un nuevo Estatuto. Deberíamos defender que se vote sí o no a un nuevo pacto de convivencia entre españoles, comienza diciendo Pérez Rubalcaba. 

En el debate del estado de la nación de 2013 dije que existía una crisis de convivencia entre Cataluña y el resto de España, un desencuentro que exigía nuestra atención. Rajoy no me hizo caso. Ni él, ni muchos de los que hoy pueblan las páginas de periódicos y las tertulias hablando de imprevisión. Es un tema que ya aburre; a la audiencia no le interesa, decían. El tiempo, por desgracia, me ha venido a dar la razón, pero de nada sirve llorar sobre la leche derramada. Es preciso abordar este futuro incierto ante el que nos ha situado tanta irresponsabilidad y tanta ceguera.

Estoy convencido de que debemos ir más allá de los bienintencionados, y genéricos, llamamientos al diálogo que están en boca de muchos. Porque, sin duda, hace falta diálogo, y más política como también se reclama. Pero, ante todo, hace falta plantear un proyecto político.

Sucede que, ante la propuesta de independencia de Cataluña —que es lo que, ya sin tapujos, defiende el soberanismo catalán, y que en estos momentos tiene un atractivo innegable para mucha gente—, no bastan las clases de Derecho Político que con frecuencia oigo a muchos dirigentes políticos. Es evidente que el cumplimiento de la ley es esencial en una democracia, y, por tanto, que hay que denunciar, ante la opinión pública y ante los tribunales, los atropellos y las mentiras de un Gobierno, el catalán, que se cree por encima de las reglas democráticas, incluso de las votadas por ellos mismos.

Pero con ello no basta para contrarrestar un proyecto político, el independentista, que, nos guste o no —y a mí no me gusta nada—, ofrece una respuesta, tan universal como falaz, a casi todas las inquietudes que se han instalado entre una buena parte de los catalanes: la desafección ante el Estado tras el fiasco de la reforma del Estatut; los efectos del tramposo, pero eficaz, “España nos roba”; la corrupción de la derecha nacionalista catalana, a la que sus líderes tratan de dar carpetazo refugiándose en un repentino ataque de fervor independentista. Y también el malestar de los jóvenes en paro o con empleos precarios, de la gente de izquierdas cansada del Gobierno del PP, de sus continuas faltas de respeto hacia su cultura y su identidad. Y, por supuesto, las aspiraciones de los independentistas y los republicanos de toda la vida. A todos ellos puede dar cobijo el manto de la estelada, de un proyecto nacional teñido de un innegable atractivo populista.

Y a ese proyecto nuevo, sin estrenar, que tiene una épica poderosa, una estética llamativa y su particular ética, no basta con oponerle argumentos históricos, sociales, económicos o europeos, que los hay, y muy buen fundamentados. Hay que enfrentarle un proyecto político atractivo, también nuevo, un pacto de convivencia que renueve aquel que hicimos hace casi ya cuarenta años. Tenemos que sustituir el mensaje de “queremos vivir juntos” por el de “tal es nuestra voluntad de seguir juntos, que estamos dispuestos a cambiar nuestras normas de convivencia, el pacto territorial contenido en la Constitución, para poder hacerlo”. Y para eso, dialogar y pactar, y luego votar juntos para seguir juntos. Porque votar habrá que votar. Lo que debemos dirimir no es el derecho a votar, sino el contenido de lo que se vota y quiénes votan. Que se debe adecuar a nuestra Constitución, pero que también debe dar una respuesta a muchos catalanes que quieren seguir en España aunque, eso sí, cambiando las cosas. Y reformar nuestra Carta Magna, completando su carácter federal. Para incorporar a nuestro texto constitucional los preceptos que aseguren el respeto a la identidad de las distintas comunidades, a su lengua, a su historia, clarificar nuestro intrincado reparto competencial actual, convertir el Senado en una verdadera cámara territorial, perfilar mejor el sistema de financiación y garantizar la cooperación y la lealtad institucional. Y, por supuesto, para asegurar la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de sus derechos sociales básicos. En suma, para incorporar rasgos que, con sus respectivas especificidades, países federales como Alemania o Austria recogen en sus Constituciones.

Votar, primero juntos, una reforma de la Constitución, y luego los catalanes un nuevo Estatuto, para reforzar su autogobierno, desarrollar sus singularidades, que las tiene, por cierto, algunas reconocidas en los artículos del denostado Estatuto del año 2006, como el 5, que recoge los derechos históricos de Cataluña y que habría que constitucionalizar. Frente a los que quieren que se vote sí o no a la independencia, lo que deberíamos defender es que se vote sí o no a un nuevo pacto de convivencia entre españoles.

Una reforma como la que defiendo no solo podría encauzar la conflictividad con Cataluña, sino que además ayudaría a resolver muchos de los problemas de nuestro sistema autonómico. En otras palabras: todas las comunidades autónomas se beneficiarían de ella, también el Estado, es decir, el conjunto de los españoles. Y, por eso, me parece preferible a otras alternativas que reducen el contenido de las posibles reformas a los temas referidos estrictamente a Cataluña.

Soy perfectamente consciente de las dificultades que entraña un planteamiento como el que acabo de defender. Restablecer el diálogo en y con Cataluña es tan fácil de formular como difícil de conseguir. Para empezar, hay que hacer frente a la dramática situación que se vive en los momentos actuales en los que el Govern, una vez tomadas las instituciones, se ha decidido a ocupar la calle. Esto es lo urgente, sin duda. Pero creo que esta vez la actuación del Estado no debe limitarse a exigir, como es su obligación, el cumplimiento de la ley, sino que debe dejar claro que no es ese su único proyecto para resolver este conflicto. Que existe la voluntad política de emprender las reformas precisas en nuestras normas básicas de convivencia para hacer frente a un problema que, reconozcámoslo, se está yendo de las manos.

Hay quienes dirán, en Cataluña, que ya es demasiado tarde. A estos les respondería que nunca es tarde para evitar una catástrofe. Y les pediría, por ejemplo, que reflexionaran sobre el Brexit, que nadie sabe aplicar y del que muchos se han arrepentido ya. Y en el caso británico se trata de romper solo con 30 años de vida parcialmente en común. ¿Se imaginan lo que sería acabar con siglos de historia compartida? Desde “el otro lado” se argumentará que una reforma como la que planteo no contenta a los independentistas. Pero es que yo no quiero contentarles; quiero ganarles democráticamente. Hay, por último, problemas muy serios para poner de acuerdo a aquellos que dicen querer el mantenimiento de la unidad de España. Actores viejos y nuevos que seguro que comparten mi angustia. A los unos, los viejos, les sugeriría que echaran la vista hacia atrás, con un poco, solo un poco de visión autocrítica, y seguro que concluyen que no es bueno repetir los errores ya cometidos. Y a los nuevos les diría que cuando en un edificio aparecen grietas, tan insensato es olvidarse de ellas como volar hasta los cimientos para hacer un edificio nuevo, concluye diciendo.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos.  HArendt




HArendt






Entrada núm. 3896
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domingo, 10 de noviembre de 2013

La conferencia de los socialistas españoles: Nov. 2013. ¿Punto y aparte?


Acabó la conferencia política de los socialistas españoles que durante tres días ha tenido lugar en Madrid. Tiempo habrá del análisis pormenorizado de la misma, aunque yo no tengo mucho ánimo para ello, escaldado como estoy de expectativas anteriores. Si lo tiene, por ejemplo, el profesor de la Universidad noruega de Gotemburgo, el español Víctor Lapuente Giné, con unas más que razonables objecciones que formula a las conclusiones de la misma en su artículo "La carga del hombre rojo", que resume en dos puntos: 1) el coste de la propuesta se hace recaer de nuevo en "otros" en vez de pedir sacrificios a los "nuestros"; y 2) hubiese sido más práctico salir de la conferencia con una buena brújula que con un mapa tan detallado. También opina sobre la conferencia política socialista Antonio G. Maldonado, en su blog "Despachos de letras", con un sarcástico artículo titulado "El PSOE de Brian. La Conferencia Política del Frente Judaico".

Lamentablemente, y por culpa de mi escepticismo visceral, creo que ambos tienen razón. En todo caso, tengo claro que la resurrección de la izquierda democrática española pasa necesariamente por el PSOE: por otro PSOE, renovado hasta los tuétanos, o no pasa; y ya me puedan contar desde IU y adláteres lo que quieran, que no hay otra.

Hace unos años vi por televisión una película del director francés Claude Chabrol titulada "Le fleur du mal" (2002). Su personaje principal era una aún joven mujer, esposa de un destacado miembro de la alta burguesía provinciana francesa y concejala en el ayuntamiento de su localidad que decide presentarse como candidata independiente a la alcaldía. En un momento de la película, su marido le pregunta por qué ha decidido presentarse si a ella nunca le ha gustado la política; la respuesta de la esposa es: "lo que yo hago, no es política"... Ganó la alcaldía.

Reproduzco la acepción de político que recoge el diccionario de la Real Academia Española: "persona que interviene en las cosas del gobierno y negocios del Estado". Quizá el personaje tuviera razón en lo que decía...

Por esas mismas fechas (lo recuerdo bien porque ya escribí sobre ello en el blog) oía por la radio las declaraciones de un concejal del ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria que anunciaba que iban a promover la creación de un "metro", de ocho líneas, en la capital insular. Le preguntaba el locutor, supongo que con ingenuidad: "¿Con la financiación del Estado, no?". Y la respuesta fue: "Sí, claro". Sin comentarios. ¿Político o imbécil?... Esa es la clase de "políticos" que no deberíamos permitir que volvieran.

También en noviembre de 2008 publicaba en El País el profesor Ramón Vargas-Machuca, catedrático de Filosofía Política y exdiputado socialista durante cuatro legislaturas, un artículo titulado "Decálogo del buen político". Decía en él, que al buen político cabía exigirle profesionalidad, talento, información, eficiencia, innovación, decisión, prudencia, astucia, responsabilidad y persuasión...

Creo que son cualidades necesarias, pero no suficientes, porque a ellas habría que añadirle dos supuestos externos a él mismo: primero, una retribución justa, equilibrada y suficiente, establecida con carácter previo por un organismo supervisor e independiente de la Administración Pública, gracias a la cual el ejercicio de la actividad política no le resultara lesivo a sus intereses personales y profesionales; y segundo, una taxativa limitación en el número de mandatos en el ejercicio del cargo. A lo mejor así se animarían a dedicarse a la política buenos profesionales ajenos a ella, reticentes a hacer del "servicio público" una forma de vida o de vivir de él... Haberlos, haylos, seguro. Como las meigas, en Galicia, y las brujas en mi tierra, aunque no crea en ellas.

Les recomiendo la lectura de los artículos de los profesores Lapuente y Vargas-Machuca en los enlaces de más arriba; hoy, con más razones que nunca.

Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt



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jueves, 19 de julio de 2012

Rubalcaba en el Congreso: "El Gobierno, como los malos toreros, se ha quedado solo"