Mostrando entradas con la etiqueta Mayo del 68. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Mayo del 68. Mostrar todas las entradas

martes, 10 de diciembre de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] El mes de mayo. (Publicada el 2 de mayo de 2009)




Sergio Ramos y Henry, en el partido de hoy


Escribo desde la euforia contenida y respetuosa, como no podía ser menos, de ese inolvidable 2-6 del Barcelona al Real Madrid en su casa que, casi, ha decidido la Liga 2008-2009. No comienza mal el mes de mayo, un mes especial, sin duda. Lleno de recuerdos entrañables y reminiscencias infantiles. La primera de todas el de ese "Venid y vamos todos con flores a porfía, con flores a María, que madre nuestra es"... Y el de las Primeras Comuniones, la propia y las de los hijos. Pero la edad de la inocencia pasa inexorablemente con los años y como el honor en los guardiaciviles, una vez perdida, resulta imposible de recuperar.

Y en otro mayo, aún sin entrar en la madurez, llegaron las escolares celebraciones patrióticas conmemorando las victorias de los aguerrido españoles sobre el temible ejército de Napoleón. Justamente hoy hace un año comentaba en el Blog que a mí el pasado no me producía melancolía o nostalgia. Que no era de los que dicen que "todo tiempo pasado fue mejor", pero, eso sí, que las conmemoraciones me ponían sentimental, quizá en exceso, a pesar de lo cual llevaba y sigo llevando una agenda bastante ordenada donde anoto los cumpleaños, onomásticas y aniversarios correspondientes a familiares, amigos, y acontecimientos que tienen o han tenido especial significado para mí, y que los paso de un año para otro a la nueva agenda. Justamente hoy hace un año veía en directo por Telemadrid los actos que se celebraban en el Ayuntamiento de Móstoles, con la presencia de la Familia Real al pleno, en conmemoración del bicentenario del famoso Bando de sus Alcaldes llamando a la rebelión del pueblo español frente a la ocupación francesa. Decía entonces que el aristócrata que lo redactó, Juan Pérez Villamil, y los alcaldes que lo suscribieron, Andrés Torrejón y Simón Hernández (Móstoles era en 1808 una localidad de no más de cien vecinos) no fueron conscientes de la trascendencia que ese Bando tuvo en la historia posterior de la Guerra de Independencia. Reelaborada o no esa historia con posterioridad, su llamamiento a la insurrección prendió una mecha que dio paso a un sentimiento nacional que no existía hasta ese momento, y que cuatro años más tarde daría lugar al nacimiento de la Nación española y a la primera Constitución liberal de Europa. Hoy, un año después me ha dado por pensar en los sucesos que ocurrieron en Madrid en mayo de 1808, y no tengo muy claro de haberme encontrado en ese momento y en ese lugar, que hubiera hecho yo. ¿Me hubiera puesto del lado de las gentes de orden, afrancesados en su mayor parte, horrorizados por el tumulto del populacho? ¿De parte de esos madrileños cabreados por la chulería de los gabachos y el secuestro de lo que quedaba de la Familia Real y su traslado a Francia? ¿O como hicieron la mayoría de los madrileños me hubiera quedado en casa, asustado, y viéndolas venir?...

Unos años más tarde, con la madurez recien estrenada, me acometió el fervor revolucionario desatado por las revueltas estudiantiles de mayo del 68 en Estados Unidos y en Francia. Lo recordaba también en el Blog al inicio del mes de mayo del pasado año: En mayo del 68 yo tenía 22 años y era completamente feliz. El año anterior había terminado mi primera titulación universitaria, tenía un buen trabajo, me había traslado a vivir de Madrid a Gran Canaria, me había casado con una compañera de trabajo que sigue siendo aún la compañera de mi vida y que pocos meses más tarde me haría padre de mi primera hija, y a cubierto de todo temor, asistía emocionado, a las revueltas estudiantiles de Berkely, en California, y de otras universidades europeas que culminaron con la asonada casi revolucionaria de los estudiantes franceses de París que a punto estuvieron de acabar con la V República. No estuve allí, pero casi. Al menos en espíritu, sí... De todo lo que se contó, se supo, se fabuló sobre Mayo del 68, me quedé con dos anécdotas: La primera, la película "Soñadores" (2003), de Bernardo Bertolucci, con una sensacional y espléndida Eva Green, de la que ya he escrito en este blog con anterioridad; la segunda, el lema oficioso de la revuelta estudiantil, promulgado en la Universidad de la Sorbona por un genial publicista anónimo provisto de un aerosol: "Sous les pavés, la plage" (Debajo de los adoquines, está la playa)... La playa no apareció, pero los adoquines sirvieron para levantar una barrera infranqueable para la policía antidisturbios. Y cuando todo terminó, nunca más fueron repuestos... Por si acaso... ¿Qué queda en nuestra juventud del espíritu de Mayo del 68?: Me temo que nada, o más bien poco... Pero aun visto desde lejos, fue precioso.

Mayo es también el mes en que celebramos el Día de Europa (el próximo día 9). Una Europa que no pasa por su mejor momento pero a la que muchos (yo, entre ellos) seguimos soñando fuerte y unida en su diversidad. Y también el Día de Canarias (el 30 de mayo), de una Canarias que nos parece imposible de vertebrar políticamente y que se debate entre el esperpento y la tragicomedia de una clase política y un gobierno inoperantes, incompetentes y desvergonzados. Pero esas son otras historias y ya hablaremos de ellas, al menos así lo espero, en su momento... Sean felices. HArendt




Imagen de Eva Green en "Soñadores"


La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt




Entrada núm. 5526
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

sábado, 23 de junio de 2018

[A VUELAPLUMA] Cincuenta veces mayo





Continúo subiendo al blog artículos que conmemoran los sucesos de Mayo del 68 que sacudieron las universidades de Occidente, y sobre todo, París. Mayo del 68, comenta en El País el filósofo Antonio Valdecantos, permitió quedarse con lo mejor de una revolución desechando lo peor. Por fin la revolución podía dejar de ser una orgía de sangre. Pero, antes de darnos cuenta, la revolución neoliberal fue la que venció de manera implacable. 

La palabra “revolución”, comienza diciendo Valdecantos, sugiere la idea de una agitación histórica que rompe el ritmo consabido de los hábitos, logrando que la historia recorra en pocos días un camino que, de otro modo, habría costado décadas o no se habría transitado nunca. Pero esta noción tan familiar no es, en realidad, demasiado vieja: todavía en las vísperas de las dos grandes revoluciones del siglo XVIII perduraba el sentido tradicional de la palabra, conforme al cual la revolución es un vuelco de los tiempos que permite a estos regresar a algún estado anterior. No en vano se trata de una metáfora astronómica, tomada de las órbitas de los cuerpos celestes. La revolución consistía en detener los tiempos y volver atrás, algo muy distinto a la explosión de novedad que provocaron las revoluciones estadounidense y francesa.

Mayo de 1968 fue quizá una revolución, aunque lo fue de manera bien paradójica. Mientras que Raymond Aron se apresuró a llamarla “la revolución inencontrable”, Deleuze y Guattari sentenciaron, quince años después, que en realidad no había llegado nunca a darse. Los acontecimientos de mayo constituyeron un episodio esencialmente universitario, y lo fueron, sobre todo, porque estaban diseñados para ser objeto de inagotable comentario escolar y de fatigosa conmemoración cultural. Se responderá que casi todas las revoluciones de este mundo han sido prolijamente estudiadas y celebradas, pero el caso del 68 es harto singular, porque en mayo de aquel año el estar posando para la historia era el gesto al que todo lo demás tenía que subordinarse.

Comparando las dos grandes revoluciones del siglo XVIII, Hannah Arendt abogó por el modelo estadounidense contra el francés porque en el primero la “cuestión social” había estado ausente. La revolución francesa —la de verdad, no la de 1968— derivó pronto en una pugna de los pobres para dejar de serlo, mientras que la americana la ejecutaron hombres libres y bien alimentados para dar a los tiempos un inicio nuevo, algo que, según Arendt, constituye precisamente la esencia de la genuina revolución. La verdad es que estas revoluciones arendtianas poseen un aspecto más bien extravagante y quizá no resulten muy frecuentes, pero al menos la de Estados Unidos aspiraba al triunfo y lo logró. La gran diferencia entre la revolución estadounidense y la de mayo del 68 fue que en esta última daba igual ganar que perder, porque lo que importaba en ella era el acontecimiento mismo y su orgiástica intensidad. Es más: si hubiese triunfado como revolución (aunque no es fácil imaginar en qué habría podido consistir dicho triunfo), habría fracasado como acontecimiento.

“Cuando ayer en Valle Giulia os pegasteis con los policías, ¡yo simpatizaba con los policías! Porque los policías son hijos de pobres”, apostrofó Pasolini a los estudiantes romanos en relación con los enfrentamientos del 1 de marzo de 1968, metiendo el dedo en los tiernos ojos de unos jóvenes en plena ebriedad de vivencias. Hasta entonces las revoluciones se habían hecho para lograr un triunfo que permitiera no tener que repetirlas. La necesidad de repetición era, como es natural, la señal más cierta de la derrota, mientras que la conveniencia de proseguir una revuelta se debía tan solo a no haber triunfado aún del todo. Además, cuando las revoluciones eran derrotadas, quienes habían participado en ellas se exponían a una crueldad descomunal, de manera que, para dar rienda suelta a la libertad revolucionaria, era preciso estar muy agobiado por la necesidad. Pero resulta claro que nada de esto ocurrió en aquel mes de mayo.

Cuando la revolución es una fiesta, lo que se desea es que no termine nunca y que se repita cuantas más veces mejor. Sin embargo, la idea de una “revolución permanente” se había inventado mucho antes de mayo de 1968. La tesis de Proudhon según la cual no hay sucesión de revoluciones, sino una única “en permanencia”, fue adoptada de manera célebre por Trotski: cuando el proletariado desencadena la revolución democrática, esta “se transforma directamente en socialista, convirtiéndose con ello en permanente”, lo cual quiere decir que “la conquista del poder por el proletariado no significa el coronamiento de la revolución, sino simplemente su iniciación”. Aunque nada de esto podía verse como un festival en 1930, fecha en que Trotski escribe La revolución permanente, lo cierto es que semejante cadena de guerras civiles y exteriores, que prometía más sangre después de la sangre, electrizó a algunas gentes y a innumerables intelectuales.

Esa pulsión revolucionaria, connatural a los tiempos modernos, no puede extinguirse sin enterrar la modernidad misma, pero la orgía de sangre preconizada por Trotski había perdido ya todo atractivo cuarenta años después. Mayo del 68 permitía, en aquella tesitura, quedarse con lo mejor de la revolución desechando lo peor. Por fin la revolución podía dejar de ser una orgía de sangre sin renunciar a ser una orgía. Bastaba con tomar esta última palabra en su sentido literal y darle un baño de prestigio político y filosófico. Desata tus instintos básicos de modo que tu experiencia pueda contarse como la mayor de las hazañas políticas y, al mismo tiempo, como una epopeya del pensamiento. ¿Quién podría resistirse a obedecer una consigna como esa? Lleva razón Raphaël Glucksmann: lo que hizo mayo del 68 fue “romper las antiguas reglas que obstaculizaban los cuerpos y los deseos”. Esa ha sido, en efecto, su herencia más duradera.

Pero lo ha sido de una manera que pocos podrían haber predicho hace cincuenta años. Resulta frecuente, desde luego, que los revolucionarios no sepan lo que hacen y hagan lo que no saben. Max Weber escribió en 1904 que los protestantes del siglo XVI quisieron una regulación total de la vida, mientras que nosotros nacemos obligados a tal cosa. Algo muy semejante puede decirse de nuestra relación con los revoltosos de 1968: ellos desearon convertirse en transgresores y nosotros estamos programados para serlo. La ideología profunda de nuestro tiempo exige cambiar permanentemente de reglas y sacar del cuerpo y del deseo el mayor partido posible, liberando todos sus impulsos y multiplicándolos, pero no para romper con los tiempos, sino para sobrevivir en ellos como cada cual pueda. No debe olvidarse que es hija de una revolución simulada —la del 68— y de una revolución de las de verdad, la neoliberal. A esta última sí que le importaba mucho triunfar, y lo hizo implacablemente, antes de que pudiésemos darnos cuenta. Es poco propensa a aniversarios y no los necesita en absoluto. Mientras tanto, la otra puede ser conmemorada sin descanso, hasta que llegue el día en que su evocación nos produzca un tedio infinito.



Dibujo de Enrique Flores para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





Harendt






Entrada núm. 4487
elblogdeharendt@gmail.com
Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)

martes, 6 de mayo de 2008

USA: Mayo del 68




París, mayo de 1968



Leer al sociólogo británico Anthony Giddens es siempre interesante. Y a veces, hasta entretenido. Hoy publica El País un artículo suyo sobre el mítico mayo del 68, en California, que vivió en primera persona como profesor de la Universidad de California-Los Ángeles. Merece la pena leerlo. Quizá comprendamos un pocmejor la diferencia de como se vivió y pervivió Mayo del 68 en América y Europa. 

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt 



Bandera del Estado de California (E.U.A.)



"Aquel Mayo del 68 en California", por Anthony Giddens

París fue el foco de la conmoción de 1968 desde una perspectiva europea. Pero California fue más lejos: si eras un radical tenías que serlo no sólo políticamente, sino en todos los aspectos de la vida cotidiana.

Corre mayo de 1968. No estoy en París sino a casi 10.000 kilómetros de distancia, en California, conduciendo de Vancouver a Los Ángeles. Acabo de poner fin a nueve meses de lectorado en la ciudad canadiense y voy a pasar un año y medio en un puesto similar en la Universidad de California-Los Ángeles. Dos días después de ponerme en camino, llego a mi destino a media tarde y me dirijo a Venice, una localidad costera en la que he alquilado un apartamento.

Al llegar al mar asisto a una escena como extraída de la Biblia. Hasta donde se pierde la vista, toda la playa está llena de personas con largas túnicas de múltiples colores, que sin embargo están gastadas y descuidadas. Todos son blancos, no se ven minorías étnicas. En lugar de respirarse aire puro, apesta a marihuana. Detrás de la multitud, sobre la acera, hay una fila de coches de policía y en cada uno de ellos un agente que saca su ametralladora por la ventana. En la atmósfera se palpa una incipiente violencia. Hasta ese día, del mismo modo que nunca me había topado con la marihuana, tampoco había escuchado la palabra hippies, que me dijo un transeúnte al preguntarle quién era esa gente. En ese momento, el término apenas se utilizaba en Gran Bretaña o Europa. Para mí fue la bienvenida a la revolución a la usanza californiana.

Desde una perspectiva europea podría parecer que París fue el foco principal de 1968, pero créanme que no fue así. En Europa los radicales eran bastante tradicionales. Se proclamaban heraldos de una nueva era, pero se comportaban de forma muy similar a la de los radicales de toda la vida. Eran estudiantes que asolaban todo a su paso y su radicalismo no profundizaba. En California, al menos para mucha gente, si eras radical tenías que serlo hasta el fondo, no sólo políticamente, sino en casi todos los aspectos de tu forma de vida. Incluyendo la educación. Lo que estaba de moda era no poner notas y concederle a todo el mundo la máxima calificación, porque cualquier otra práctica habría sido discriminatoria; mayormente, las lecciones se abandonaron y se optó por grupos de discusión abiertos.

Conocí a un estricto profesor de matemáticas, con su típica camisa de cuello abotonado, pelo bien cortado y saludable vida matrimonial, que desapareció del campus durante varios meses. Un buen día iba caminando a clase cuando una especie de Cristo apareció por encima de una colina. La melena rubia le caía por debajo de los hombros, lucía una larga barba y llevaba una túnica amplia y sandalias abiertas. Hasta que no se paró y me saludó no le reconocí. Había dejado las matemáticas y la universidad, también a su esposa y sus hijos, y se había trasladado al desierto de Nuevo México, donde trabajaba como artesano en una comuna. Muchos otros hicieron cosas parecidas.

Los experimentos con la forma de vida, la sexualidad, las relaciones, las comunas y las drogas también cundieron entre quienes pertenecían a grupos políticos más comprometidos. Sin embargo, en Estados Unidos los sesentayochistas eran un grupo muy diverso en lo tocante a sus credos o filiaciones de índole política. Fue una época en la que surgieron multitud de movimientos sociales; 1968 tuvo su origen en el movimiento sureño de defensa de los derechos civiles, iniciado unos años antes, y también en el que abogaba por la libertad de expresión, cuyo epicentro fue la Universidad de California-Berkeley, situada al otro lado de la bahía de San Francisco.

Esos movimientos se continuaron o fundieron con el de oposición a la guerra de Vietnam, catalizador de muchas propuestas radicales. Se solaparon con el de los hippies, aunque éstos estuvieran en su mayoría en contra del poder político y de toda clase de autoridad. Había también grupos de maoístas, aunque tenían menos influencia que en Europa. Estaban además los Panteras Negras y otros grupos disidentes negros, que en ocasiones se habían convertido al islam. Y por supuesto el feminismo, de una tendencia mucho más incluyente que las vistas hasta entonces. Fue más una derivación de 1968 que una parte de él. Varias de las feministas más destacadas de esta nueva vertiente se radicalizaron al contacto con los sesentayochistas, aduciendo que la revolución se estaba haciendo por y para los hombres.

Diez años después recibí una carta del conocido que había experimentado la conversión. Había vuelto con su esposa, a su corte de pelo de siempre y a su ropa pija, también a su antigua casa, y buscaba trabajo en su antiguo departamento. ¿Cómo fue posible que todo ese radicalismo y las grandes esperanzas de 1968 desaparecieran tan pronto como habían surgido? Las razones son tan diversas como el propio fenómeno. El fin de la guerra de Vietnam privó a la disidencia de una importante fuerza motriz. A los Panteras Negras los disolvieron las autoridades por las buenas o por las malas. Se conoció el carácter represivo y homicida del maoísmo. Y en cuanto a los hippies, muchos de sus experimentos personales y sociales acabaron mal. La explotación sexual continuó existiendo bajo el nombre de amor libre; las comunas se disolvieron y sus integrantes se enfrentaron entre sí, y las drogas generaron más adicciones que vías de liberación del espíritu.

Lo más importante es que los sesentay-ochistas pasaron por alto, o trataron de eliminar, algunos de los rasgos principales que hacen civilizada a una sociedad y, dentro de límites bastante amplios, también justa y equitativa. Se envolvieron en un manto antiburocrático (que, contra toda lógica, retomó después la derecha), pero en las sociedades complejas es indispensable cierto grado de coordinación administrativa. Las universidades caerían en el caos si los trabajos y exámenes no recibieran calificaciones justas y rigurosas, y sin la autoridad que tienen los profesores en sus especialidades. Ninguna sociedad puede funcionar amparándose únicamente en los derechos por los que entonces pugnaban multitud de movimientos sociales. Para que la solidaridad social no zozobre, los derechos siempre deben compensarse con obligaciones.

De los movimientos que sobrevivieron a 1968, el principal fue el feminismo, y ello se debe a que ese momento histórico, más que integrarlo en su seno, lo provocó. Lo importante de 1968 no fueron sólo sus movimientos, sino la amplitud de los cambios soterrados que la sociedad venía experimentando desde finales de la década de 1950 y de los que dichos movimientos eran un reflejo. Hoy apreciamos en toda su extensión la profundidad de dichos cambios y seguimos tratando de lidiar con ellos. Afectan a la naturaleza de la familia, que ha dejado de girar en torno al matrimonio para hacer hincapié en la calidad de las relaciones, y conceden una renovada importancia a la sexualidad, que ahora, al tiempo que entra en decadencia el doble rasero, es un aspecto cardinal del proceso de cambio. También se manifiestan en una entrada masiva de la mujer en el mercado de trabajo, en un descenso de los índices de natalidad y en el fenómeno del "hijo más deseado": los hijos ya no "vienen", sino que ahora elegimos si los tenemos y cuántos queremos. Por último, está no sólo la posibilidad sino la necesidad de elegir una forma de vida, y no de heredarla, junto a la aparición de la política de la identidad, el declive de la deferencia y un enfoque más crítico de la elección política.

Para la izquierda 1968 tiene una mística que no se merece, pero los derechistas que le echan la culpa de todos nuestros males también se equivocan. De todos sus movimientos, los de más éxito fueron los que tenían más claro su objetivo; fue muy importante, por ejemplo, que hubiera protestas bien articuladas contra la guerra de Vietnam. Podríamos optar por detenernos aquí y dejar de lado a quienes querían radicalizarlo todo, considerándolos románticos estériles o incluso peligrosos. Sin embargo, yo les tengo algo más que una ligera simpatía. Su liberación era falaz, pero cuestionaba la vida cotidiana, algo que la mayoría dábamos por sentado. Hasta los que, como yo, discrepaban de sus ideas se vieron obligados a pensar y discutir algunos de sus presupuestos, y con frecuencia para defenderlos, aunque de otra manera. (El País, 6/5/2008)




Anthony Giddens


elblogdeharendt@gmail.com
"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)