Cuidado con las palabras que terminan en “fobia”. El uso de ese elemento indica que se quiere ganar en la retórica lo que se sabe perdido en la argumentación, escribe la filósofa Amelia Valcárcel.
Cuando queremos comprender algo, comienza diciendo Valcárcel, nos servimos de conceptos. Tenemos un buen arsenal para abordar las realidades que se nos vayan presentando. De hecho estamos, desde que la democracia preside nuestro campo de lenguaje, conceptualizando sin tregua. Cuando comparece el concepto, cambia lo que había. La “corrección marital”, esto es, golpear a la mujer propia, se convierte en “violencia doméstica”, y lo que antes se admitía, ahora se reprueba. El “piropo” y las “bromas” sexuales ahora son acoso en el ámbito público, y así sucesivamente. Los conceptos no se producen sin publicidad o debate. Ese es su modo normal de venir a la existencia. Han de ganarse el uso.
Otras expresiones, sin embargo, tienen diferente origen y vienen por otros caminos. Son lo que puede llamarse “expresiones felices”. Vienen de la creatividad lingüística. A veces han sido cuidadosamente pensadas y acuñadas en lugares expertos. Lakoff nos enseñó bastante sobre el asunto. Se fabrica una expresión feliz y se lanza al ruedo. Es un neolenguaje que busca tener efectos sin necesidad de padecer el debate de su formación. Bajas los impuestos a los ricos y lo llamas “alivio fiscal”, por ejemplo. Y así, a cada medida contraria a lo socialmente fácil de aceptar se le inventa un nombre que la encubra lo bastante. En realidad ya lo había visto Orwell, que nombró a los ministerios de su tremenda distopía con nombres perfectamente contrarios a su verdadera función. El ministerio de la verdad fabricaba mentiras. El del amor torturaba.
Pues algo hay ahora: cada vez que alguien sueña con mantenerse por encima de la opinión bien formada o del debate moral toma una venerable palabra médica, “fobia”, y la hace aparecer al final del asunto que quiere amurallar. Así hemos ido oyendo que existe la “islamofobia”, la “pornofobia”, la “transfobia” y hasta la “putofobia” y la “surrofobia”. De esa mineralogía tenemos varias palabras. La máquina puesta en funcionamiento parece haber entrado en galope y estar a término de desbocarse. Porque la palabra “fobia” tiene un claro contexto de uso, el directamente médico. Es una fobia el miedo irracional que se manifiesta violentamente y cuyas consecuencias físicas son perceptibles: sudor, temblor de manos, boca seca son sus síntomas primarios. Las tres características del miedo extremo. Es una reacción desorbitada a algo que no la merece. Hay fobias conocidas: aracnofobia, claustrofobia, la fobia a los espacios abiertos, fobia y ahogo cuando se está entre multitudes, fobia a la visión de la sangre. Otras menos, amaxofobia, miedo a conducir. Siempre miedo irreprimible a algo que, sin embargo, no presenta un peligro verdadero. El asunto de la fobia es la carga emocional.
Pues bien, fuera de tal contexto, de marcas claras, el uso de “fobia” o palabras que la contengan es meramente retórico. Por raro que parezca, se usa para fobizar. Significa directamente una disuasión. Hay gente que cuando quiere impedir un debate, hablar a fondo sobre una cuestión importante, decide evitarlo usando un concepto nuevo que resulte fóbicofeliz. Se pronuncia “fobia”, asociada al objeto escamoteable, y se espera el resultado. En las sociedades abiertas, por supuesto. En otras me temo que no tenga caso. Porque prohibir un debate en las sociedades abiertas no es fácil. Pero la acusación de falta de respeto o de tolerancia sí es una de las severas. De ahí el uso sustitutivo de ese venerable término médico. Con él se apunta a esas dos prohibiciones y además se insinúa falta de raciocinio. Acusas a alguien de una insensata conducta irracional contra algo que no da motivo y, por tanto, avisas de que sus palabras deben impedirse. Es un “cállate”. Casi un ejecutivo austineano. Un “cállate” absoluto. Si algo no te gusta o no te convence, nada de criticar, cállate.
Pero en una sociedad abierta, mandar callar casi no entra dentro de las atribuciones de nadie. Es casi imposible. Las ideas, religiosas y no religiosas, no son de suyo respetables; las respetables serán, en todo caso, las personas que confiadamente las mantienen. El negocio de los gabinetes publicitarios es la fabricación de términos, expresiones felices y eslóganes. Para ello usan las palabras forzando su contexto. O decididamente las inventan. Es un asunto entre la publicidad y el debate moral abierto. Pero la democracia no pica. La palabra “fobia”, fuera de su contexto, no es una cerradura, sino la señal de que existe una prohibición de libertad de palabra que se hace por las bravas y sin fundamento. Indica que se quiere ganar en la retórica lo que se sabe perdido en la argumentación.
Protesta en apoyo de Mmame Mbage (Foto de Marcos del Mazo)
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