Mientras el país se desenvuelve con normalidad, la dirigencia política, sin distinción de ideologías ni talantes, lo pretende empujar de manera constante hacia la confrontación y la desesperanza, escribe el periodista y académico de la Lengua Juan Luis Cebrián.
En el esperpento al que hemos asistido los últimos meses sobre los devaneos y esfuerzos para formar Gobierno en España, una sola palabra se ha hecho dueña del escenario, pronunciada ampulosamente por todos los intérpretes de la tragicomedia: responsabilidad. De modo que la derecha debe permitir gobernar a la izquierda por responsabilidad, y abstenerse de fornicar con la extrema derecha también por responsabilidad. Pero, a su vez, la responsabilidad de formar Gobierno es de la izquierda, porque así se lo ha encargado el Rey, en el ejercicio de uno de los eximios y simbólicos poderes que la Constitución le otorga. Habida cuenta del poco apego que nuestros líderes muestran por la excelencia intelectual —salvo en el caso de Pablo Iglesias, que ya se encargó de recordar sus méritos académicos frente a los deméritos de sus oponentes—, es comprensible el descuido semántico en el que han incurrido en este caso. La responsabilidad no es en principio una cualidad del comportamiento, sino la obligación de responder por algo ante alguien. O sea, que lejos de suponer que los que no siguen los deseos de quienes pretenden monopolizar hasta el sentido común son unos irresponsables, los políticos, todos los políticos, son responsables de sus actos mal que a veces les pese. Esta es, en definitiva, la grandeza de nuestro vilipendiado régimen: que en elecciones periódicas y libres han de someterse al examen de los ciudadanos, capacitados como están para echarlos de su empleo. De modo que la responsabilidad que el presidente en funciones demanda de los demás es la misma que los demás han de exigirle, y no es él, ni ninguno de los otros, quien define los límites de su ejercicio.
Como no todo son desventuras en nuestro devenir patrio, este fin de semana hemos tenido la grata sorpresa de que por fin los portavoces socialistas se han apeado también de una chorrada de su invención: el suponer que el llamado gobierno de cooperación define una política inteligible en el ejercicio del poder. Todos los que tienen acceso al mismo están habitualmente obligados a cooperar de un modo u otro con actores terceros para conseguir fines que consideren comunes. Pero en un Gobierno de coalición, que ahora parece anunciarse, el poder es compartido de manera efectiva. Y la política se dirige precisamente a las entrañas del poder: cómo conseguirlo y cómo ejercerlo. Eso explica la renuencia socialista a establecer una alianza semejante con Podemos, y la correosa insistencia de este partido por reclamar lo que objetivamente era lógico. Dada la actual fragmentación parlamentaria resultaba impensable un Gabinete monocolor, como soñaban los dirigentes del PSOE. Pero además era del todo inconveniente porque la fragilidad del Ejecutivo habría constituido una constante amenaza para la tan cacareada estabilidad. Constatada la cerril actitud de Ciudadanos y la ausencia de una oferta por parte del PSOE a ese partido, la solución menos mala para los intereses generales es la que ahora se vislumbra. Hay que decir además que en todo el proceso negociador el más coherente y consecuente con el manual del buen gobierno ha sido precisamente Pablo Iglesias. Otra cosa son los riesgos, para un partido sistémico como el PSOE, de sentarse a la mesa con un partido declaradamente antisistema.
La Constitución declara (artículo 97) que el Gobierno dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar, y la defensa del Estado, y a eso es a lo que van a ser convocados los ministros podemitas. Aunque enseguida advierte que es el presidente quien dirige la acción del Gobierno, no especifica mucho más sobre sus atribuciones. Tuvieron que pasar casi dos décadas hasta que en 1997, ya con José María Aznar en La Moncloa, se promulgara una Ley del Gobierno que configura el funcionamiento del mismo en torno a tres principios: el que “otorga al presidente la competencia para determinar las directrices políticas que deberán seguir el Gobierno y cada uno de los Departamentos; la colegialidad y consecuente responsabilidad solidaria de sus miembros, y, por último, el que otorga al titular de cada Departamento una amplia autonomía y responsabilidad en el ámbito de su respectiva gestión”. Dado el carácter de Aznar, es evidente la autoridad casi absoluta que dotó al presidente en el articulado de la ley. Esta preeminencia es fácil de mantener en un Gobierno monocolor, sobre todo mientras las cúpulas de los partidos mantengan el control de las listas electorales en comicios cerrados y bloqueados. Pero si se consuma una coalición, hay que decir que ni Iglesias ni Sánchez tienen por el momento un currículum reconocible en lo que se refiere a la búsqueda de consensos, ni siquiera en el seno de sus propias formaciones. Ambos han convocado, con mejor o peor fortuna, al ángel exterminador para afianzar su posición en sus respectivos partidos, con lo que ahora tendrán que someterse a un curso acelerado de humildad.
Por lo demás, ha sido tanto el ruido en torno a las peleas por los sillones, tantas las descalificaciones mutuas entre todos los protagonistas del entremés, tan desabridos y pobres comentarios del habitual coro mediático, que nos avecinamos a la investidura sin tener ni la más mínima idea de cuál es el programa que PSOE y Podemos son capaces de ofrecer a la representación en Cortes. Al margen de prometer un Gobierno progresista y generalidades así, es necesario que den a conocer las líneas vertebrales de la política que el nuevo equipo quiere acometer. Cabe esperar una clarificación precisa por parte de Pedro Sánchez en su discurso de investidura. A comenzar por qué se propone hacer con el problema más acuciante y serio para la supervivencia del Estado, cuya defensa le encomienda la Constitución: la revuelta secesionista en Cataluña. Acudir de nuevo a fórmulas buenonas, como la necesidad de diálogo y pronunciamientos de ese cariz, no vale ya para casi nada. La única solución durable para ese contencioso pasa por una reforma constitucional y todos y cada uno de los líderes políticos que hoy se sientan en el Congreso de los Diputados han dinamitado cualquier posibilidad de la misma a corto plazo. La base de un proyecto de ese género, proclamado por el PSOE desde hace más de una década, pasa por un acuerdo de mínimos que hoy por hoy no existe en absoluto.
La implementación de cualquier otra propuesta, desde la revisión del estatuto hasta la incoación de un referéndum consultivo, es indeseable si no cuenta cuando menos con la aceptación pasiva de la derecha. La realidad es que mientras el país se desenvuelve con normalidad, y hasta con algún viso de complacencia según en qué sectores, la dirigencia política, sin distinción de ideologías ni talantes, lo pretende empujar de manera constante hacia la confrontación y la desesperanza. ¿Qué se puede esperar de un Gobierno basado en la abierta desconfianza entre los mandamases de los dos partidos que lo encabezan? ¿Qué de un Parlamento que, lejos de controlar y exigir responsabilidades (de nuevo el vocablo) al Ejecutivo, es incapaz siquiera de llamarle a pedir explicaciones?
Estamos ante una crisis profunda del sistema, y la sentencia del juicio contra los cabecillas de la insurrección independentista se encargará en breve de ponerlo de relieve, cualquiera que sea la decisión de los jueces. Los líderes políticos pueden seguir unos mirando para otro lado todo el tiempo que quieran y otros desbarrando hasta el infinito pidiendo respuestas insensatas que profundicen los agravios en la comunidad catalana y la división y el enfrentamiento en la ciudadanía. El Gobierno tiene en cualquier caso la obligación constitucional y legal de la defensa del Estado. Ojalá el presidente hoy en funciones, que aspira a serlo de manera perdurable durante la presente legislatura, nos explique finalmente cómo piensa llevarla a cabo. Es su responsabilidad.
Dibujo de Eva Vázquez para El País
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