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lunes, 15 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] Casi nada es para tanto





Si hay un aforismo cierto es ese que dice que el mundo, nuestro mundo, hagamos lo que hagamos en él, va a seguir dando vueltas sobre su eje durante unos cuantos de miles de millones de años más después de que haya desaparecido de su superficie todo vestigio de la existencia humana... No deja de ser un consuelo.

Entre ruidos, luces, y un ir y venir a no sé dónde, cada noche, cuando echo las persianas de mi pensamiento, logro visualizar a aquel niño que fui y que me recuerda, inexorablemente, la importancia de que la sonrisa no se desinstale de mi cara, y menos si es para vestir un traje que no es de mi talla, comenta con ironía en El Mundo el humorista, actor y guionista José Mota.

Algo en mí se empeña, cada noche, abrazado a mi almohada, en no cambiar un ramo de sonrisas por un manojo de preocupaciones, comienza diciendo Mota. Desde que tengo uso de razón, siempre recuerdo haber abrazado el humor como si fuera la tabla de salvación de todos mis problemas y como la guinda que remataba todas las tartas de mis pensamientos. El humor acabó convertido, por necesidad, en el inevitable burladero donde refugiarme de las embestidas de la realidad. El humor me permitió moverme por el albero sin recibir una cornada. De manera inconsciente, me convertí es un espectador, que miraba con idéntica curiosidad al ruedo y al graderío. Supongo que, de alguna manera, todos buscamos ese burladero. Y burladero viene de burla, de broma, de comedia.

Cuando aquel niño, desde su parapeto, observaba las faenas de aliño de los grandes de la época, siempre sucedía algo inexplicable. En el momento en que, en la televisión de entonces, aparecían Gila, Tip y Coll, Andrés Pajares, Fernando Esteso, Tony Leblanc o Antonio Ozores, estallaba la magia. Literalmente, el mundo se paraba. Y, con el mundo detenido, el humor se colaba en el aire, impregnaba las respiraciones e inundaba los pulmones. Y cuando sonaba el teléfono de la imaginación, siempre se oía aquello de "¿está el enemigo? ¡Que se ponga!".

En la guerra de Gila la batalla la perdían los dos frentes y la ganaba la esperanza. Gila siempre fue el abrazo que nunca nos dimos, la burla de la vida, la patada en la cara y el empujón a lo establecido. Las balas que disparaba Gila eran metralla que curaba el alma, el bálsamo en las heridas de la tristeza, el ungüento que conseguía que todos nos mirásemos en el mismo espejo, y que lográsemos digerir el monstruito que cada uno de nosotros llevamos dentro.

A medida que el niño se convertía en adulto, el paisanaje de sus referentes se fue despoblando, cada vez que se marchaba alguno de los más grandes. Fueron otros, entonces, los que saltaron al ruedo de la sonrisa. Martes y Trece, Faemino y Cansado, Los Morancos, Pedro Reyes o Chiquito de la Calzada se encargaron de recoger el legado de Gila y disparar las balas que acarician el alma. El humor siguió siendo el bálsamo de la tristeza.

Todo aquello debería ser trasladable a nuestra realidad actual. Necesitamos el humor como el verano necesita al botijo, el mosquito al turista o el guantazo al pescuezo. El humor nos eleva sobre la vida misma y nos la hace contemplar a vista de pájaro. El humor nos libera y nos redime. Cada vez que se hace un chiste, siento que el mundo se vuelve un poquito mejor. El humor nos acompaña, constante y testarudo hasta el último instante. La muerte solo es el último chiste que nos cuenta la vida.Hasta hace poco más de un siglo, los científicos relacionaban el humor con la medicina. Los humores eran cada uno de los cuatro fluidos que recorrían el cuerpo humano: la sangre, la bilis amarilla, la bilis negra y la flema que, además, se correspondían con los cuatro caracteres humanos básicos: el sanguíneo, el colérico, el melancólico y el flemático. Cuando un humor era el causante de alguna enfermedad, se hablaba de humor pecante. Sin embargo, cuando la persona tenía equilibrados esos humores, se decía que estaba de buen humor. En nuestros días empieza a ser cada vez más común el humor pecante. Se peca, precisamente, de falta de humor. De buen humor. Para que al sanguíneo, al colérico, al melancólico y al flemático, los sustituyan el empático, el campechano, el espontáneo y el simpático. Sólo con el humor vamos a poder ver la otra cara de la moneda. Esa moneda que nos empeñamos en que solo tiene cruz. El humor nos ha ayudado siempre a digerir la vida. El humor nos estabiliza y nos da la serenidad para no alterarnos con la realidad. Una realidad que, a cada uno, nos afecta de una manera diferente. Hay una línea recta que va desde la frivolidad hasta la seriedad. Para el serio, no se debe bromear con nada, todo es intocable y cualquier cosa es ofensiva. Para el frívolo en cambio, nada merece respeto, de todo puede reírse uno y hasta lo más profundo soporta una carcajada. Afortunadamente hay muchos términos medios. En esa línea recta, entre lo serio y lo frívolo, se sitúan cada uno de nuestros sentidos del humor. El sentido del humor de un hombre, acaba en ese punto en el que una broma le resulta molesta.

Estamos en los tiempos de navegar por esa línea recta. En los tiempos de frivolizar con lo terrible y tomarnos en serio las sonrisas. No hay nada como una buena carcajada para oxigenar la inteligencia, para desintoxicar la alegría y para despejar los silencios. A medida que aprendemos a reír con menos motivos, nos vamos volviendo más y más libres. Nunca es un mal momento para arquear los músculos de las mejillas.

Aprovechemos, además, que somos un pueblo que sabe reír, que ríe a conciencia y a pierna suelta. Cuentan que Ronald Reagan estaba dando una conferencia en Japón y un traductor iba traduciendo cada una de sus palabras al japonés. En un momento determinado, el presidente de EEUU soltó un chiste. El traductor lo trasladó al japonés y todos los presentes soltaron una sonora carcajada. Al finalizar la conferencia, Reagan felicitó personalmente al traductor por lo bien que había traducido aquel chiste y aquel buen hombre le respondió: "El chiste no tenía traducción. Yo les he dicho 'Aquí ha soltado una broma' y todos los japoneses se han reído, por educación".

En España nunca nos reímos por educación. Si soltamos una carcajada es porque nos sale del alma; porque llevamos el humor en el fondo de nuestra cultura; porque nuestro idioma lo han alimentado los Quevedo, los Jardiel o los Arniches, y lo han dibujado los Tono, los Mingote o los Ibáñez. Reírse en España siempre fue un presagio y hoy corre el riesgo de convertirse en un recuerdo.

Por eso hay que mirar a los nuevos caminos del humor, a los que desgranan sus monólogos, los que generan los memes, los que disparan los tuits. Hoy ya nadie compra cintas de chistes en las gasolineras; pero todos tenemos acceso a los canales de YouTube. Lo que antes corría de boca en boca, ahora corre de smartphone a tablet. El humor está aprendiendo hasta a reírse de sí mismo. Por eso, cada noche, abrazado a mi almohada, me empeño en no cambiar un ramo de sonrisas por un manojo de preocupaciones. Cuánto bien haríamos los españoles si nos pusiéramos esa tarea diaria. Si estuviéramos dispuestos a perder las batallas y a dejar que ganase la esperanza. Si lanzásemos balas para curar heridas y entendiésemos que tenemos poco más que la risa para enfrentarnos a la vida. Si fuéramos capaces de reírle las gracias al destino y si siempre tuviéramos la sonrisa dispuesta.

Qué distintas hubieran sido las últimas crisis políticas si cada protagonista se aferrase a su almohada y decidiese convertir las preocupaciones en sonrisas. Si los partidos apostaran por la alegría y los políticos se lanzasen chistes en lugar de insultos. Y no se trata de ser frívolos ni de tomarnos a broma la política. Se trata de que el humor pecante no sea la falta de respeto. No se trata de reírnos por educación, sino de estar educados para reírnos. Se trata de que se vuelva a parar el mundo. Se trata de abrazarnos a la risa. Porque, al fin y al cabo, casi nada es para tanto. 



Dibujo de Sean Mackaoui para El Mundo


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 4194
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 22 de diciembre de 2016

[A vuelapluma] ¡Hoy se juega el Gordo!





Hoy, 22 de diciembre, se juega el Gordo de la Navidad, el sorteo más popular (con un premio de 400.000 euros al décimo) de la Lotería Nacional de España. La Lotería Nacional es uno de los juegos de azar más populares en España, un juego de tradición centenaria y con gran arraigo en la sociedad española. La Lotería Nacional depende de Loterías y Apuestas del Estado (LAE) que a su vez depende del Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas. 

La lotería llegó a España, como la tradición nacional de los Belenes, de la mano de Carlos III, que la importó de Nápoles, en donde había sido rey antes que en España, y que era igual que la ahora llamada Lotería Primitiva. El primer sorteo se llevó a cabo el 10 de diciembre de 1763.

La lotería moderna, tal cual la conocemos, nació en Cádiz en 1811, por iniciativa de Ciriaco González Carvajal, para aportar fondos a la Hacienda Pública que se quedó resentida por la Guerra de la Independencia. La Real Lotería Nacional de España fue creada por instrucción de 25 de noviembre de 1811. Concebida como «un medio de aumentar los ingresos del erario público sin quebranto de los contribuyentes», tiene lugar en Cádiz el primer sorteo el 4 de marzo de 1812. Circunscrita en principio a Cádiz y San Fernando, salta después a Ceuta y a toda Andalucía, conforme avanzaba la retirada de los ejércitos napoleónicos. El 28 de febrero de 1814 se celebró el primer sorteo en Madrid, desde entonces sede de la Lotería Nacional. 

Con la vuelta al poder de Fernando VII, se impone el nombre de "Lotería Moderna" hasta que durante el Trienio Constitucional, se vuelve a "Lotería Nacional", pasando otra vez a "Moderna" a la vuelta del absolutismo hasta que después de la muerte de Fernando VII ya pasa definitivamente a "Nacional", incluso en el período de la Guerra Civil, donde cada bando tenía su propia "Lotería Nacional".

El "décimo" es el documento mínimo necesario para participar en los sorteos de la Lotería Nacional de billetes. Un billete son diez décimos de un mismo número y serie. La serie es cada una de las sucesiones de billetes numerados del 00000 al último, el 99999. La fracción identifica a cada uno de los diez décimos de un mismo billete, de manera que cualquier décimo es distinguible de cualquier otro, incluso aunque sea del mismo número y de la misma serie.

En el sorteo de Navidad se juegan 100.000 números (del 00000 al 99.999) con una emisión de 160 series formando cada una de las series un billete. Esto implica que de cada número se emiten 160 billetes. Cada serie consta de 10 fracciones. Así cada número se juega en 1.600 décimos. El total de décimos emitidos es de 1.600 x 100.000 = 160.000.000

Los billetes de la Lotería Nacional se consideran valores del Estado, y su falsificación o enmienda se sujetan a las prescripciones del Código Penal. Además, los billetes son documentos al portador, por lo que no se reconoce más dueño de ellos que la persona que los presente, sin perjuicio de derecho de tercero, con intervención de los Tribunales ordinarios.

¿Por qué jugamos los españoles a la Lotería, y especialmente a la de Navidad? Dos recientes artículo de opinión en el diario El País analizan la cuestión. El primero, de Víctor Lapuente Giné, comienza diciendo que tres de cada cuatro españoles no pueden estar equivocados. Si tantos compran la Lotería de Navidad, es por algo. Pero los números no dan. Es miles de veces más probable morir en un accidente de coche que ganar la lotería. Entonces, ¿por qué caemos en la tentación?

Comprar lotería tiene un elemento patológico, añade. Nos dejamos llevar por una emoción. Ya sea positiva, como una esperanza hipertrofiada. O negativa, como la “envidia preventiva” de la que habla el sociólogo José Antonio Gómez Yáñez. Compramos lotería por si acaso les toca a quienes nos rodean. Los anuncios de Lotería de Navidad explotan esa envidia sin pudor alguno, poniendo el énfasis no tanto en los agraciados con el Gordo, sino en los desgraciados que, habiendo podido, no compraron el décimo ganador. Ocurre también en otros países, donde las loterías se centran en códigos postales, hurgando en los celos vecinales. No quieres ser el único del barrio al que no le toca.

La lotería se aprovecha de que los humanos no somos robots racionales, sigue diciendo. Para verlo, respondamos a estas preguntas: a) ¿Qué preferimos: ganar 1.000 euros con una probabilidad de 0,001 o ganar un euro seguro? y b) ¿Qué preferimos: perder 1.000 euros con una probabilidad de 0,001 o perder un euro seguro? Si fuésemos fríamente racionales seríamos indiferentes en las dos cuestiones, porque el valor esperado en cada disyuntiva es el mismo (un euro). Sin embargo, la mayoría escogemos ganar 1.000 euros con una probabilidad baja en la pregunta a y perder un euro en la b. Estamos pues programados para comprar tanto boletos de lotería como seguros contra los imprevistos. Aunque los números no den.

Así desde el principio de los tiempos, concluye diciendo. Y es que, en el fondo, los Estados son vendedores de ilusiones y seguros a gran escala. Durante siglos, los gobernantes nos han ofrecido, por un lado, seguros de protección contra las malas cosechas, la violencia o la enfermedad. Y, por el otro, boletos de lotería para financiar sus proyectos, de la Gran Muralla China a hoy, pasando por Carlos III. Sabían que los ciudadanos lo daremos todo por acercarnos a la rueda de la fortuna y alejarnos de la ruleta rusa. 

El segundo de los artículos citados, de Jesús Mota, parte, dice, de un axioma inicial: en una lotería cuanto más juegas más pierdes. Fue enunciado por el economista Edwin Cannan, ilustre profesor de la London School of Economics allá por los años veinte del siglo pasado. Cannan se limitó a reunir las evidencias disponibles. Hoy, con información estadística sofisticada, es fácil observar los límites de esa afirmación, básicamente cierta. Si tomamos como ejemplo la Lotería Nacional (próximo sorteo, pasado mañana jueves), resulta que la probabilidad de que un número reciba el premio gordo —¿por qué gordo y no grande, o supremo?— es de una entre 100.000. Al 86% de quienes apostaron dinero en décimos o series no les tocará ni un euro; al 5% de los jugadores le tocará algo —tocar en este caso rememora el dedo de la Fortuna, que señala al afortunado, o la varita mágica de las hadas— y el 9% aproximadamente recuperará algo de lo gastado en décimos. Este es el balance real —y racional— de la ruleta que gira cada 22 de diciembre.

Pero entonces ¿qué impulsa a los españoles a jugar a la lotería?, se pregunta. Si excluimos los motivos clínicos (existe una ludopatía difusa que cristaliza cuando una fecha señalada proporciona una coartada), las causas principales son la costumbre y la ansiedad. Para muchos españoles, en Navidad se juega a la lotería por el mismo motivo que se mastican langostinos cocidos, se compran gorros ridículos y se soportan —incluso se promueven— discusiones con la familia política. Un décimo de lotería está admitido y apreciado como un regalo social. La mayoría no quiere ni puede resistirse a una costumbre.

Más complejo es el factor de la ilusión, añade. La expectativa de hacerse rico sin trabajar confirma la percepción inconsciente en el jugador de que la suerte compensará algún día las injusticias que soporta en su vida cotidiana. Igual que en el universo existe una radiación de fondo como residuo del big bang, en las sociedades avanzadas sobrevive la superstición de fondo de que los buenos serán premiados y los malos, castigados. La lotería juega sin tapujos con la idea de que todos podemos enriquecernos sin esfuerzo y de que ese poder procede del impulso de una sentimentalidad elemental. Para algunos, riqueza significa comprar de un jet privado, para otros contratar un personal shopper y para la mayoría tapar agujeros, ese concepto que si un día quiso resumir “pagar la hipoteca de la vivienda” y deudas varias, hoy, debido a la devastación social de la crisis y a la incapacidad de los gestores políticos para repararla, puede significar disponer de dinero para pagar la luz y el agua.

La ilusión es solo una manifestación de la ansiedad, concluye diciendo; una forma de aceptarla y soportarla. Obedece al mismo resorte que repiquetear los dedos sobre la mesa, mover compulsivamente las piernas o aplicar disciplinas repetitivas en el Ejército. La ilusión del 22 no se convierte en frustración el 23 porque se aplica otra letanía repetitiva: “Lo que importa es tener salud”. Nueva frustración, porque el paradigma neoliberal ya ha decretado que la pobreza es una enfermedad incurable; los agraciados con el gordo tendrán más probabilidades de mantenerse sano.

En cualquier caso, me gustaría terminar esta entrada de hoy, añado yo, recordando aquel famoso chiste del humorista Eugenio en el que relataba la historia de un hombre que, desesperado, le pide a Dios que le conceda sacarse el Gordo de la Lotería, al que Dios, exasperado ya de su insistencia, le responde: "¡De acuerdo, concedido, pero por lo menos, compra el décimo!"... Buena suerte y feliz sorteo. 


Niñas del Colegio de San Ildefonso de Madrid, cantando la Lotería Nacional



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt




Entrada núm. 3107
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