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domingo, 7 de junio de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Una reflexión necesaria



Una alumna de la escuela primaria Alfieri, en Turín


El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura. El profesor y escritor italiano Marco Balzano, autor de ‘Me quedo aquí’ (Duomo), analiza en este Especial dominical [Educarse es amar: los retos de una sociedad en ruinas. Babelia, 3/6/2020] los desafíos a los que nos enfrentamos en la nueva era que ahora empieza. 

"Tengo un amigo poeta en Suiza -comienza diciendo Balzano- que me invitó a dar una charla a sus alumnos en el instituto cantonal de Lugano. Era el año 2010 y acababa de ver la luz mi primera novela, Il figlio del figlio. Lo había publicado hacía poco un pequeño editor de Roma y luego, por pura casualidad, Maja Pflug, que después se convertiría en mi traductora, había encontrado un ejemplar (creo que el único que quedaba a la venta en toda Italia) y le había propuesto a la editorial Kunstmann que lo tradujera al alemán. Aquel día de hace diez años se me ha quedado grabado y, como pueden comprobar, despierta otros recuerdos que hoy siguen siendo muy importantes para mí. Cogí el tren en Milán muy temprano para poder estar en Lugano a las diez. El trayecto dura poco, pero cuando llegué tenía la sensación de haber viajado horas y horas en tren. Soy profesor y, quizá por deformación profesional, siempre me fijo mucho en cómo son las escuelas. Estoy convencido de que es un punto de observación especialmente idóneo para comprender si nos encontramos en una sociedad verdaderamente interesada en el saber y la atención a sus ciudadanos. Creo que fue precisamente el hecho de dar una vuelta para explorar el centro lo que me hizo pensar que había realizado un largo viaje.

Aquel año, yo daba clase en un instituto pegado a una carretera de circunvalación, enfrente de un campamento gitano y con prostitutas no muy lejos de las verjas. El Gobierno acababa de recortar miles de puestos de trabajo, había agrupado las asignaturas de Historia y Geografía, había creado clases de treinta alumnos y otras muchas ocurrencias geniales que mejor les ahorro. Aquella mañana, en cambio, me encontré aulas con vistas al lago, de máximo veinte alumnos, una biblioteca impresionante y una cantina donde se comía bien. Aturdido por todo aquello, empecé mi charla con los alumnos soltando una regañina más digna de un superviviente que de un escritor de treinta años, pero les puedo asegurar que era sincero cuando dije, a través del micrófono: «Debéis ser conscientes de lo afortunados que sois al crecer en un sitio tan bonito y, en nombre de esa buena fortuna, tenéis la obligación de dar lo máximo de vosotros mismos cada día».

Cuando aquella misma tarde cogí el tren para volver a casa, no conseguí leer. Durante aquel breve y a la vez largo trayecto pensé en la atención. ¿Por qué en Italia no podemos dedicar la misma atención a un bien esencial como es la escuela? «Escuela» en griego significa «asueto», «comodidad», «tiempo libre»: los griegos eligieron esa palabra porque indica el periodo de tiempo que debe dedicarse a formar los instrumentos que permiten el acceso a la lengua, al pensamiento, al conocimiento de uno mismo con el fin de convertirnos en ciudadanos conscientes y partícipes. En aquel instituto de Lugano existía esa «comodidad» para aprender; en el mío de Milán, bastante menos. ¿Por qué? Hace años que me lo pregunto y la conclusión es la siguiente: donde no hay suficiente inteligencia política, no existe jamás una escuela que se corresponda con la idea griega, ni con la eficiencia y, por qué no, la belleza que todos necesitamos. Y donde no existe una escuela así, tampoco existe dinero para la investigación, ni una sanidad sólida. La combinación de esas carencias crea, por lo general, daños silenciosos que van erosionando día tras día tanto el patrimonio como las esperanzas. En tiempos difíciles, o en un periodo de emergencia como el que estamos viviendo, en cambio, los daños no permanecen bajo la piel, sino que afloran y se convierten en un elevado número de muertes. ¿Qué es lo que está sucediendo en estos días largos y agotadores? ¡Lo mismo que ha sucedido siempre hasta ahora! La diferencia es que si antes estábamos acostumbrados a repetir que una clase política poco ilustrada y de nivel mediocre reduce la calidad de vida, hincha la burocracia y provoca una fuga de cerebros, ahora podemos afirmar que esas mismas carencias siembran la muerte. Y aquí en Lombardía, donde yo vivo, han sembrado mucha muerte. Muchísima. El sonido de las sirenas se ha convertido en un ruido de fondo que no se interrumpe nunca, ni siquiera de noche. Son muchas las veces que me contengo para no ir a taparles los oídos a mis hijos. Si no lo hago, es solo porque quiero que tomen conciencia, desde pequeños, del mundo en el que viven: de lo contrario, nunca podrán encontrar la forma de intentar mejorarlo.

Llevo casi dos meses encerrado en casa y el tiempo empieza a confundirse. Los días corren el riesgo de parecerse demasiado entre sí y hace falta mucha buena voluntad para distinguirlos. Hay que esforzarse mucho por entretener a los niños y recrear una cotidianidad aceptable. No debemos olvidar que a ellos se lo han arrebatado todo: los compañeros de clase, los abuelos, el parque, el deporte, la primavera… Debo hacer lo posible para que no piensen que vivir es sobrevivir, me digo todas las mañanas para animarme mientras preparo el café. Empiezo a sentirme cansado, echo de menos estudiar y escribir, echo de menos a mis amigos, a alguien con quien reírme y desahogarme mientras tomamos una cerveza. Pero, por otro lado, siento que empiezo a acostumbrarme a esta soledad perfecta que yo mismo me he fabricado sin ser consciente de ello. Y cuando me doy cuenta de que estoy alcanzando un equilibrio, me asusto. Pienso en los más frágiles, en todas aquellas personas que tienen en casa un marido violento o alcohólico, un familiar con depresión, un anciano al que cuidar, un hijo discapacitado… Pienso en los daños de la inmovilidad y del aislamiento, en que estamos dejando de lado otras enfermedades… y nunca más que ahora me gustaría sentir la presencia y, por qué no, la cercanía y la empatía de las instituciones. Pero aparte de confinarnos en casa, sigue siendo un enigma comprender qué tienen pensado esas instituciones para hacer más llevadera la reclusión y qué proyectos están desarrollando de cara al futuro. El riesgo de esta escasa presencia de las instituciones es que cuando termine este confinamiento, los ciudadanos —desesperanzados y debilitados por una clausura forzada y unas perspectivas tremendamente confusas—, podrían empezar a salir valorando de forma individual la propia situación. Y un Estado así, evidentemente, no puede funcionar. Permítanme que lo repita una vez más: de cómo y en qué medida se ocupe un Estado de esos problemas, se desprende la atención que dedica a la personas y la visión del mundo que cultiva. Yo, sinceramente, ya no sé cuál es la de mi país y, en muchos sentidos, tampoco sé cuál es la visión que tienen Europa y el mundo occidental. Sinceramente, me da miedo que de esta situación no aprendamos nada. Es más, que empujados por la economía y el mercado, nos apresuremos en cuanto sea posible a olvidarlo todo para regresar a esa normalidad que ya no podemos aceptar ni llamar así. No cabe la menor duda de que la pandemia es un acontecimiento terrible e imprevisto para el cual no estaba preparado el planeta, pero la tragedia que se está produciendo en esta parte de Italia no es imputable solo a la letalidad del virus y a la dificultad para neutralizarlo. No es únicamente una cuestión médica: es, en primer lugar, un problema de gestión sanitaria. He luchado en todo momento para no sucumbir al tópico «esto solo pasa en Italia», porque no es verdad y porque somos capaces de hacer grandes cosas, pero esta vez la gestión ha sido un desastre. La pandemia está sacando a la luz, de un modo implacable, el estado de salud política de cada país. Las cifras tan dispares de contagio y de mortalidad en las distintas partes del mundo ponen de manifiesto significados claros, que se pueden ignorar en nombre de motivos individualistas y de liderazgo, pero que en sí no son difíciles de entender. En Italia no teníamos un plan de emergencia ensayado, no escuchamos las peticiones de integrar el personal médico, hicimos caso omiso de la opinión de los científicos y más de una vez nos reímos en la cara de la ciencia y el entorno. Aquí en Lombardía, la sanidad se ha ido privatizando más y más con el paso de los años, la medicina territorial se ha visto muy recortada y las camas en los hospitales públicos se han ido reduciendo progresivamente mientras las clínicas privadas surgían como setas. Y eso explica que el personal médico y de enfermería se haya visto abandonado a su suerte, que nadie les haga tests ni les dé los equipos de protección necesarios antes de mandarlos a los pasillos de los hospitales o a los ambulatorios. Muchos de ellos se compraban sus propias mascarillas y los que no conseguían encontrarlas en las tiendas, utilizaban fulares o retales de sábanas. Los tests, por otro lado, siguen haciéndose con cuentagotas, ni siquiera a personas con cuarenta de fiebre: esas personas se quedan sin la posibilidad de tener un diagnóstico fiable y el conjunto de la sociedad, sin la posibilidad de saber las cifras reales de contagios y casos curados.

Somos reacios, sin embargo, a tomar nota de los errores, incluso cuando suponen un coste en vidas humanas. Y, por tanto, más que reflexionar sobre las equivocaciones, se prefiere dirigir la atención hacia la retórica de los héroes. Todos son héroes: enfermeros y enfermeras, médicos y médicas, personal hospitalario… ¿Y se contentan con los héroes? ¿Les basta con lo que los griegos llamaban mythos? Yo creo que no. Creo, en cambio, que es indispensable —y hoy más que nunca— que nos mantengamos firmemente aferrados a la dimensión del logos, de la investigación y de la ciencia, ir a buscar las causas y las responsabilidades, que unas veces afloran y otras hay que desenterrar trabajosamente. Y creo también que habría que devolver la luminosidad a una palabra que hemos interpretado erróneamente: «copiar». Permítanme una pequeña digresión, que considero importante. Estoy acostumbrado, por mi profesión, a fijarme en el mundo de las palabras y a razonar partiendo del lenguaje y, en este caso, me ha dado por pensar que el equívoco nace de lo que la palabra «copiar» evoca. Si bien el significado no es en sí negativo —significa «reproducir», «duplicar»—, en nuestra educación esa palabra ha adoptado repentinamente una acepción más negativa porque ilustra un acto que no debe cometerse o debe realizarse de forma clandestina. Y es así ya desde los pupitres del colegio, donde el acto de copiar está demonizado: el niño aprende a asociarlo a una especie de hurto mediante el cual se roba a otro aquello que, por motivos diversos, no se sabe. No es frecuente que se legitime ese gesto en nombre de compartir el saber y de la solidaridad entre iguales. No es frecuente subrayar que, desde un punto de vista pedagógico, copiar es un modo de aprender y de trabajar en colaboración con los demás. Se prefiere inculcar la idea de que tenemos que hacer las cosas nosotros solos y que el saber es propiedad privada, como el dinero. Y así es como hemos eliminado lo que de bueno tiene ese término: el espíritu de colaboración, la emulación, el hecho de compartir. Porque copiar, en realidad, es un acto repleto de humildad e inteligencia, es un reconocimiento de nuestros límites y de nuestras necesidades, de la capacidad de observar a los demás y contener la envidia. Es la demostración de que nos queda mucho por aprender y de que los demás pueden enseñarnos algo. No es el copiar-pegar del ordenador, ni la deslealtad del plagio, se trata más bien de dialogar con una fuente para adaptarla a nuestras necesidades y aprovechar todo lo bueno que puede ofrecernos. Y precisamente ahora que estamos descubriendo la importancia de dejar la palabra a los expertos, precisamente ahora que nos damos cuenta de que las vacilaciones o la puesta en práctica de estrategias mal diseñadas puede provocar daños gravísimos, podría resultar útil echar un vistazo más allá de nuestras fronteras, observar quién está gestionando de forma más efectiva las dificultades y quién ha puesto en práctica estrategias exitosas. Del mismo modo, también resultaría útil restituir a determinadas palabras su verdadero valor y eliminar esa capa de polvo, formada por prejuicios y moralismo, que nos impide verlas tal y como son: una prueba de humildad, la posibilidad de un diálogo inteligente, una ayuda concreta para empezar de nuevo. Solo después de haber reflexionado sobre las acciones y las palabras, solo después de haber hecho todo lo posible para coger lo mejor de nosotros mismos y de los demás, podemos permitirnos acceder a la dimensión emotiva del mythos, alabar con orgullo a esos hombres y mujeres valientes que han muerto haciendo su trabajo y llorar la pérdida de una parte importantísima de una generación que ha sido la espina dorsal del siglo XX. Una generación cuyo funeral no hemos podido celebrar y en cuya tumba no hemos podido depositar flores.

Contemplo desde la ventana el parque al que normalmente llevo a mis hijos después del colegio. Está completamente vacío. La luz tibia del sol se refleja en el tobogán y el viento de primavera mece la hierba. Sin el confinamiento, a estas horas el parque estaría a rebosar de niños, y mi mujer y yo estaríamos allí charlando con otros padres. Piero Calamandrei, uno de los padres de nuestra Constitución, decía que «la libertad es como el aire, te das cuenta de que la necesitas cuando te falta». Me repito esas palabras mientras escribo: hoy 25 de abril, día de la Liberación en Italia, se conmemora el fin del régimen fascista y de la ocupación nazi. El año pasado fuimos a la manifestación y había muchísimas familias con niños. Aquel también fue un día soleado, pero estuvo repleto de sonrisas y cánticos. Caminábamos unos junto a otros y la expresión «distancia social» era algo que jamás habíamos escuchado, algo que carecía de sentido. Espero que cuando Caterina y Riccardo vuelvan a jugar en los columpios con sus compañeros de clase y me griten sin aliento «más alto, más alto», no se encuentren un mundo peor. El riesgo de que tengamos miedo de los demás, de que convirtamos a las personas en posibles focos de contagio, que ya no las veamos como amigos, parientes o nuevas amistades, es lo que más miedo me da. Ahora que, mediante la trágica paradoja de la covid-19, se ha hecho realidad el proyecto soberanista —todos en casa, recelosos de quienes están fuera—, ahora que se ha comprobado que los virus no entienden de muros ni fronteras, espero que seamos más conscientes del hecho de que solo construyendo sociedades más solidarias y conectadas entre sí podemos salvarnos. Y en ese sentido, a Europa le queda mucho trabajo si no quiere convertirse en un precioso sueño roto. Si pierde esta ocasión, lo único que quedará es el esqueleto. La Unión Europea solo tiene sentido si es equitativa y está unida, si favorece el humanismo y el intercambio de ideas, el diálogo y la ayuda recíproca. El prolongamiento de los escenarios que se han sucedido estos días —donde no solo cada Estado sino también cada región actúa según sus propios recursos, su propio dinero y hasta sus propios científicos—, creo que decretaría el fin de la Unión Europa por falta de confianza y de sentido.

Justo al lado del parque está mi coche, aparcado ahí desde hace no sé cuántos días. Por la noches, cuando hablamos por teléfono, mi padre me pregunta si bajo a ponerlo en marcha de vez en cuando y yo le miento y le digo que sí. Me pregunto cuándo volveré a cogerlo para ir al instituto. He leído en una página web que casi novecientos millones de estudiantes del mundo entero están en casa. Novecientos millones… ¿Quién es capaz de cuantificar esos daños? Son daños psicológicos, sociales, económicos, culturales e incluso morales. Los contenidos son importantes, desde luego, pero no son lo que más me preocupa. La escuela es, sobre todo, comunidad, relación, encuentro entre iguales. Más que contenidos, necesitamos relación y educación. Qué útil resultaría, y no solo en esta situación que estamos atravesando, que en la escuela se enseñase el significado de cuidar de los demás y las formas de llevarlo a cabo, que a veces contemplan la cercanía además de la distancia, a veces la asociación además del aislamiento. Que se enseñase, por ejemplo, cómo funciona nuestro sistema sanitario y cómo funciona el de otros muchos países, para que de ese modo comprendiéramos la suerte que tenemos al disponer de atención sanitaria gratuita (en Italia siempre ha sido así) y las responsabilidades que debemos asumir para que ese derecho siga siendo gratuito para todos, especialmente los más frágiles. ¿No sería bonito que en nuestra formación la asignatura Educación en Valores Sociales y Cívicos fuese una materia esencial y no secundaria? Sí, porque sin valores sociales y cívicos, existe el riesgo —pese a tantos años de estudio— de que nos convirtamos en adultos especializados pero incapaces de razonar sobre lo que ocurre, en profesionales muy formados pero con dificultades para codificar la complejidad de mundo y pensar en otros términos que no sean puramente individualistas. Quien mejor lo explicó fue un sacerdote, don Milani, uno de los mejores educadores italianos del siglo pasado: «He aprendido que mi problema es el mismo que el de los demás. Solucionarlo todo juntos es política. Solucionarlo solos es avaricia». Educarse es el mejor modo de prepararse para amar a los demás y al mundo. Tengo ganas de volver al instituto para contar a mis chicos que la educación tiene mucho que ver con el amor. Es más, cuando publique mi próxima novela y mi amigo poeta me invite de nuevo a Suiza para dar una charla a sus alumnos, tengo que acordarme de decírselo también a ellos".




El profesor Marco Balzano



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domingo, 3 de mayo de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Lectores




Dibujo de Fernando Vicente para El País


El hermano Justiniano me enseñó a leer, comenta en el Especial dominical de hoy [El hermano Justiniano. El País, 5/4/2020] el escritor Mario Vargas Llosa, y por eso lo recuerdo con gratitud. Un buen lector es el ciudadano ideal de una democracia: nunca se conforma con aquello que tiene. Sin esos inconformes sería imposible el progreso verdadero. 

"Recuerdo con exactitud -comienza diciendo Vargas Llosa- las diez cuadras que había entre la casa de los Llosa, en la calle de Ladislao Cabrera, y el colegio de La Salle. Yo tenía cinco años y, sin duda, estaba muy nervioso. Ese día, mi primer día de colegio, las recorrí con mi madre que, incluso, me acompañó hasta el aula y me dejó en manos del hermano Justiniano. Este me presentó a quienes serían mis amigos cochabambinos desde entonces: Artero, Román, Gumucio, Ballivián. Al más querido de ellos, Mario Zapata, el hijo del fotógrafo que había documentado todas las bodas y primeras comuniones de la ciudad, lo matarían de una puñalada, años después, en una picantería de Cala-Cala. Como era el niño más pacífico del mundo, siempre he pensado que su horrible muerte fue por defender el honor de una muchacha.

El hermano Justiniano era un ángel caído en la tierra. Tenía los cabellos blancos y unos ojos dulces y entrañables. Nos tomaba de la mano y con él cantábamos y bailábamos rondas repitiendo el abecedario y las conjugaciones, y así, jugando, a los seis meses sabíamos leer. El cartero depositaba cada semana cuatro revistas en la casa, tres argentinas y una chilena: Leoplán, para el abuelo Pedro, Para Ti, que leían la abuelita Carmen, la Mamaé, mi mamá y la tía Lala, y, para mí, Billiken y El Peneca. Esperaba esas revistas como maná del cielo y las leía de principio a fin, incluidos los avisos.

Mi mamá tenía un profesor de guitarra y era una lectora empedernida. Me prestó El árabe y El hijo del árabe, pero me tenía prohibido que leyera Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, un libro azul de letras amarillas que escondía en su velador y releía en las noches: entre bostezos, yo la oía. Por supuesto que lo leí, a escondidas, y allí había unos versos que, yo estaba seguro (“Mi cuerpo de labriego salvaje te socava / y hace saltar el hijo del fondo de la tierra”), eran pecado mortal.

Aprender a leer es lo más importante que me ha pasado en la vida y, por eso, siempre recuerdo con gratitud al hermano Justiniano y las rondas entre las carpetas cantando y bailando mientras memorizábamos las conjugaciones. Debido a la lectura, ese mundo pequeñito de Cochabamba se volvió el universo. Gracias a los signos que convertía en palabras y en ideas, viajaba por el planeta y podía, incluso, retroceder en el tiempo y convertirme en mosquetero, cruzado, explorador, o viajar por el espacio hacia el futuro en naves silenciosas. Mi mamá dice que la primera manifestación de lo que, con los años, sería una vocación literaria, fue que, cuando los finales de los cuentos y novelas que leía no me gustaban, con mi letra torpe de entonces los cambiaba. Yo no lo recuerdo, pero sí las horas que me pasaba leyendo cada día, después de volver de La Salle y tomar mi vaso de leche fría con canela, mi alimento preferido. El abuelito Pedro se burlaba de mí: “Para el poeta la comida es prosa”. Pero yo no escribía versos todavía en Cochabamba; eso vendría luego, en Piura.

Ahora que, por culpa del coronavirus y el aislamiento forzoso al que estamos sometidos los madrileños, leo desde el amanecer hasta el anochecer, diez horas diarias en un estado de felicidad absoluta (morigerada por el miedo a la plaga), aquellos días cochabambinos vuelven a mi memoria con los fantasmas borrosos de las primeras lecturas que me devuelve el subconsciente: la orgullosa Diana Mayo caía rendida en brazos de su secuestrador Ahmed ben Hassan en los desiertos de Argelia; el espadachín que nació en una celda y, como los gatos, veía en la oscuridad; el Judío Errante y su peregrinación incesante por el mundo. Los niños de entonces —por lo menos en Cochabamba— no leíamos tiras cómicas sino libros, y, sin duda, por eso jamás contraje la adicción al Pato Donald o al Ratón Mickey ni a Popeye, el marinero musculoso. Pero sí a Tarzán y a Jane, con los que volé, de árbol en árbol, por las selvas del África.

En la biblioteca con telarañas de la Universidad de San Marcos leí mi primera obra maestra: el Tirant lo Blanc, en la edición de Martín de Riquer de 1948. Antes todavía, cuando cadete del Leoncio Prado, devoré la serie de los mosqueteros de Alejandro Dumas, y soñaba con D’Artagnan todas las noches.

Nada me ha dado tanto placer y felicidad como los buenos libros; nada me ha ayudado tanto como ellos a sortear los momentos difíciles. Sin la literatura me habría suicidado en ese periodo atroz en que supe que mi padre estaba vivo, cuando me llevó a vivir con él y me hizo descubrir la soledad y el miedo. William Faulkner me cambió la vida en plena adolescencia; lo leí con lápiz y papel para identificar sus cambios de narrador, los saltos temporales, los remolinos de esa prosa que mezclaba personajes, tiempos y lugares y aparecía, de pronto, en la novela un reordenamiento de la historia todavía mejor que el cronológico.

Para leer a Sartre, Camus, Merleau-Ponty, Simone de Beauvoir y demás colaboradores de Les Temps Modernes, aprendí francés, e inglés para entender a Hemingway, a Dos Passos, a Orwell y a Virginia Woolf, y descifrar el Ulises de Joyce (lo conseguí a la tercera vez). En una cabañita de Perros-Guirec, en Bretaña, en el verano de 1962 leí el tomo de La Pléiade dedicado a Tolstói y desde entonces Guerra y paz me parece la cumbre de la novelística, con el Quijote y Moby Dick. Entre las del siglo XX, nadie ha superado, a mi juicio, La condición humana, de Malraux, con excepción de La montaña mágica de Thomas Mann. En París, el primer día que llegué, en agosto de 1959, descubrí a Flaubert y me pasé toda la noche, en el Wetter Hotel, leyendo Madame Bovary. Fue para mí el más fructífero de los descubrimientos: gracias a Flaubert supe el escritor que quería ser y el que no quería ser.

Las buenas lecturas no sólo producen felicidad; enseñan a hablar bien, a pensar con audacia, a fantasear, y crean ciudadanos críticos, recelosos de las mentiras oficiales de ese arte supremo del mentir que es la política. La vida que no vivimos podemos soñarla, leer los buenos libros es otra manera de vivir, más libre, más bella, más auténtica. Esa vida alternativa tiene, además, la suerte de estar fuera del alcance de las plagas demoníacas que aterraron siempre a los seres humanos porque en ellas veían a los diablos, que, a diferencia de los enemigos de carne y hueso, eran difíciles de derrotar.

Un buen lector es el ciudadano ideal de una sociedad democrática: nunca se conforma con aquello que tiene, siempre aspira a más o a cosas distintas de las que le ofrecen. Sin esos inconformes sería imposible el progreso verdadero, el que, además de enriquecer la vida material, aumenta la libertad y el abanico de elecciones para ajustar la vida propia a nuestros sueños, deseos e ilusiones. Karl Popper tenía razón: nunca hemos estado mejor que ahora (en los países libres, se entiende).

El coronavirus ha resucitado la barbarie en lo que creíamos la civilización y la modernidad. Hemos visto en Madrid cosas horribles, como en las residencias: ancianos abandonados al parecer por cuidadores que no tenían mascarillas ni remedios ni ayuda alguna. Los muertos conviviendo con los vivos, durmiendo en las mismas camas. El horror siempre supera al horror, no importa el tiempo histórico. Aun así, con toda la ruina económica y social que traerá al país esta plaga inesperada, si, luego de sobrevivir a ella, hay en España un millón más de españoles, o por lo menos cien mil, ganados a la buena lectura gracias a la cuarentena forzada, los demonios de la peste habrán hecho un buen trabajo".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.




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jueves, 27 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] Destino pin





"Un partido político, Vox, -señala la escritora Leila Guerriero en el A vuelapluma de hoy jueves-, promueve en España la implementación del pin parental para oponerse al “adoctrinamiento en ideología de género que sufren nuestros menores en los centros educativos, en contra de la voluntad y contra los principios morales de los padres”. Propone que ante cualquier materia, charla o taller cuyo tema “afecte a cuestiones morales socialmente controvertidas o sobre la sexualidad que puedan resultar intrusivos para la conciencia y la intimidad de nuestros hijos” se solicite una autorización expresa a los padres. Del texto citado se desprende una convicción: que todo padre sabe con certeza lo que resulta conveniente para sus hijos y que estos, además, deben compartir sus principios morales. Es una idea rara.

La Convención sobre los Derechos del Niño considera a niños y niñas sujetos de derecho y no meros objetos de protección. Mis padres no pensaron en eso cuando colgaron sobre la cama de su dormitorio —qué lugar— un pergamino con las palabras de Khalil Gibrán: “Tus hijos no son tus hijos. Son hijos e hijas de la vida (…). Puedes darles tu amor, pero no tus pensamientos. Pues ellos tienen sus propios pensamientos”. Decía que mis padres no pensaron en eso cuando colgaron el cuadrito porque la Convención se firmó en 1989, cuando hacía cinco años que yo me había ido de esa casa, pero sobre todo porque no eran tan progresistas: a la hora de cuidar el himen y las apariencias —edad para tener novio, largo de la minifalda— estaban lejos de esa mirada zen e intentaban imponer su voluntad. Mi reacción, basada estratégicamente en el cuadrito, era gritar “¡No soy de ustedes y hago lo que quiero!”. Yo no hice del todo lo que quise. Y ellos tampoco. El resultado no fue tan malo. Pero muchos pagan aquella convicción —que todo padre sabe lo que resulta conveniente para sus hijos— con sangre y salud psíquica. En abril de 2019, la ONG Save the Children advirtió que uno de cada cuatro niños españoles sufre violencia por parte de sus tutores legales: abusos físicos y psicológicos. En una de cada cuatro familias los padres se imponen por la fuerza, con la certeza de saber qué es lo mejor. Porque, como dijo Negan en The Walking Dead, temporada 9, “uno nunca cree estar del lado de los malos, siempre cree que los suyos son los buenos”. Yo, por ejemplo, creo que los buenos fueron mi profesora de historia que se jugó el pellejo en abril de 1982 (el teniente coronel Galtieri, al frente de la dictadura que gobernó la Argentina entre 1976 y 1983, acababa de declarar la guerra al Reino Unido invadiendo las islas Malvinas), cuando nos dijo: “Hoy no damos clase. Vamos a hablar de por qué esta guerra es la locura de un demente”. O mi profesora de filosofía que, ante el estupor de todos, defendió ante las autoridades a una compañera embarazada a la que sus padres habían molido a golpes por haberse preñado. O la que me sugirió que, si no quería ser escolta de la bandera e ir a actos oficiales (yo no quería), me pintara las uñas de rojo para que no pudieran obligarme (durante la dictadura, los jeans y las uñas pintadas estaban prohibidos en el colegio). O la que nos habló con desprecio de los alumnos que habían escrito una frase cruel en el baño de hombres dirigida a nuestro profesor de dibujo, que era gay aunque no lo decía. La educación en mi casa era estimulante, mis padres eran ilustrados, no estaban a favor de la dictadura. Pero tampoco estaban de acuerdo con la pérdida de la virginidad antes del casamiento ni con que una chica de 15 se pintara las uñas, y la homosexualidad y la guerra eran cosas que les sucedían a otros. “Tus verdaderos educadores (…) te revelan (…) la materia básica de tu ser, algo en absoluto susceptible de ser educado ni formado, pero (…) difícilmente accesible, apretado, paralizado: tus educadores no pueden ser otra cosa que tus liberadores”, escribía Nietzsche. En plena dictadura, con gestos mínimos, algunos profesores me hicieron pensar en contra: de mis padres, de la época, de los prejuicios de mis padres, de los míos. Pero esas son antigüedades. Quienes promueven el pin parental son verdaderos hijos de su tiempo: un tiempo en el que sólo se degluten ideas de los que piensan como uno, se copula con prejuicios regurgitados y se rumia masturbatoriamente dentro de una jaula cómoda. El colegio no es un sitio ideal. Pero solía ser un sitio en el que se esperaba que aprendiéramos, entre otras cosas, que el ecosistema familiar no es el único que existe. Que no es, sobre todo, un destino al que debemos someternos".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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viernes, 24 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Infancia eterna





"Pasé mi infancia y adolescencia intentando comprender ese gran misterio de la vida, -comenta en el A vuelapluma de hoy la escritora Laura Freixas-. A ese misterio, por ­entonces –años sesenta, ­setenta– se le llamaba “de dónde vienen los niños”. Un día mi padre, de­cidido a ­pasar el mal trago, se sentó con­migo y me lo explicó en diez minutos.

Lo entendí perfectamente, como habría entendido el funcionamiento de un destornillador o un abrelatas; sólo que no era eso lo que yo quería saber. Estaba muy bien, sí, conocer la mecánica del asunto, pero lo que yo quería entender era otra cosa. Algo tan complicado como ordenar el puzle desconcertante que componían Simplemente María, Playboy , el barrio chino, el mandato de virginidad para las chicas, el miedo a la violación, el consultorio de Elena Francis, La vie en rose, los cursillos prematrimoniales, las bodas de penalti, los guiños de los hombres cuando se les preguntaba cuántos hijos tenían y contestaban “dos... que yo sepa”... y así, hasta un millar de piezas. Lo que yo quería entender, en suma, era qué sentido tenía todo aquello. Y por cierto, si había alguien que yo no quería que me lo explicara, era mi padre. O mi madre. Entre otras cosas, porque tenía clarísimo –antes de saber formularlo con palabras– que la sexualidad es lo que nos hace personas adultas, autónomas, desgajadas de nuestra familia.

Y todo eso que yo necesitaba entender, ¿dónde aprenderlo? La escuela habría sido lo mejor: un entorno neutro, aséptico, con adultos ajenos a nosotras. Pero parece que no hay manera de que se implante en España, con normalidad, la educación afectiva y sexual. En vez de avanzar en ese campo, como habría sido de esperar, resulta que retrocedemos: ahora la derecha quiere dar a los padres el poder de impedir, mediante el pin parental , que sus hijas e hijos reciban esa enseñanza. Curiosamente, no se atreven a discutir sus contenidos –¿será que no quieren reconocer lo que de verdad piensan del tema? ¿será que sus ideas les avergüenzan?...– y prefieren rechazarlo sin explicaciones, esgrimiendo un supuesto derecho de los padres a elegir la educación de sus hijas e hijos. Como si estos no fueran personas con sus propios derechos: el derecho a saber, el derecho a entender una dimensión fundamental de su persona, el derecho a escoger cómo desarrollarla. En vez de eso algunos padres quieren, por lo visto, una inocente escuela Pin y Pon que mantenga a sus criaturas en una eterna infancia".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







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martes, 17 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Tsunami



Fotografía de Sonny Tumbelaka, AFP. Indonesia, Diciembre, 2018


La educación no sirve para identificarnos narcisistamente con nuestra casa, sino para volver a ella sanos y salvos, afirma el filósofo Fernando Savater. Llevo tanto tiempo escribiendo sobre y, en general, contra las mismas cosas (infructuosamente) que a veces me tienta acudir al archivo y reestrenar un artículo de hace meses o años que conviene impecablemente a la actualidad. Algo por ejemplo sobre la manía autonómica de excluir del currículo escolar cuanto no tiene label de autenticidad local. O sea, no enseñar en Aragón más que los afluentes del Ebro que recorren tierra aragonesa y cosas parecidas. O el problema que tuvieron hace tiempo unos editores amigos con el manual de historia: ilustraron la lección sobre el románico con una foto de San Martín de Frómista, lo que suscitó una reconvención de la consejería andaluza porque esa bella iglesia no está en Andalucía. Ellos arguyeron que no había fotos equivalentes de románico andaluz (?) y no sé cómo acabó la cosa. Yo les aconsejé que pusieran el patio de los Leones de la Alhambra con un pie explicando que precisamente eso no era románico pero ayudaba a hacerse una idea a sensu contrario.O algo así...

Mi heroína escolar predilecta, que quisiera ver convertida en santa patrona de la escuela moderna, es una chica de Liverpool de 12 o 13 años, que pasaba sus vacaciones en una playa de Indonesia con sus padres. Leyó en el mar burbujeos, en el aire ráfagas inquietantes y les dijo: “¡Tsunami! Mejor nos vamos”. Los papás la sabían aplicada e hicieron caso. Y el resto de los bañistas de la playa también. Fue de los pocos lugares donde no hubo víctimas durante la terrible catástrofe.

En Liverpool no hay tsunamis, claro, pero conviene saber reconocerlos por si uno viaja. Porque la educación no sirve para identificarnos narcisistamente con nuestra casa, sino para volver a ella sanos y salvos.





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sábado, 8 de diciembre de 2018

[A VUELAPLUMA] La misión de la escuela





Dice la pensadora Hannah Arendt en La crisis de la cultura (1958), que la principal responsabilidad de la escuela no es liberar a los hijos de la influencia de sus padres, sino introducirlos en el mundo real. Otra definición mucho más concreta de la escuela es la que defiende Michel Young en Bringing Knowledge Back (2008): la de enseñar lo que los niños pobres no pueden aprender en otros lugares: el conocimiento que los capacite para generalizar, formar conceptos y comprender cómo funciona el mundo (y quizás cambiarlo)

En el año 2011, escribía hace unas semanas Gregorio Luri Medrano, profesor de filosofía español, doctor en filosofía por la Universidad de Barcelona y licenciado en Ciencias de la Educación, en unas jornadas organizadas por el Colegio de Doctores y Licenciados de Cataluña en la Seu d'Urgell, Alejandro Tiana, actual secretario de Estado de Educación, nos dijo, para ponernos al día, que algunos profesores están representando a Hamlet y andan tan metidos en su papel que no se dan cuenta de que les han cambiado el decorado a sus espaldas y que ahora en lugar del castillo de Elsinor tienen un McDonalds. Estas dos imágenes son importantes porque nos indican un radical vaciado de algo que fue importante y su sustitución por otra cosa cuyo contenido no es fácil de definir. 

Este mismo año, Alessandro Baricco se preguntaba en la Leopolda de Florencia: "¿En qué nos hemos equivocado?" La voluntad de trabajar en defensa de los desfavorecidos es un espléndido punto de partida, pero los desfavorecidos no se defienden fomentando la mediocridad o el miedo al riesgo. "Lo mejor que se puede hacer por los débiles es concederles un sistema dinámico, no un sistema garantista. Un sistema garantista, paraliza un país, paraliza el crecimiento, paraliza el entusiasmo, la esperanza, las posibilidades de cambio. No permite la movilidad social, encadena la capacidad, es un sistema asfixiante". Tampoco, añadía Baricco, "hemos sabido pronunciar las palabras que se correspondían con el nombre de las cosas". La izquierda no ha sido capaz de pronunciar la palabra "meritocracia", pero no ha sabido hallar una palabra alternativa, "por lo que no hemos hecho aquello a lo que la palabra corresponde". 

Entre Tiana y Baricco parece moverse la voz del conocimiento en la socialdemocracia. Dejo de lado a quienes, situados más allá de McDonalds, postulan una pedagogía basada en una "epistemología de los conocimientos ausentes". No dudo que las diferentes propuestas están guiadas por las mejores intenciones. Lo mismo pienso cuando escucho a la ministra de Educación y Formación Profesional, Isabel Celaá, anunciar que se otorgará el título de Bachillerato a los que "tengan una asignatura no del todo satisfactoriamente aprobada", para hacer "un gran favor a los alumnos" y no rebajarles la autoestima. La ministra entiende que la medida se legitima por el hecho de que en la universidad "también se puede aprobar por compensación". Seguro que está pensando honestamente en lo mejor para los jóvenes y no meramente en maquillar el fracaso escolar de nuestro sistema educativo. Alejo pues de mí la tentación de verla como uno de esos profesores que, para no frustrar a sus alumnos, no se atreven decirles que se han equivocado. Sospecho que Tiana y Celaá están movimos por el deseo de contrarrestar el preocupante hecho de que el fracaso escolar crece a medida que el bienestar económico de las familias disminuye. Su ideal es la equidad. Y aquí es donde veo lo interesante, pues llevamos décadas preguntándonos si el fracaso escolar de los más pobres es "culpa" de los pobres (porque, por ejemplo, su lenguaje está muy alejado del académico) o de la escuela (que daría forma a sus contenidos académicos de forma arbitraria pero selectiva, para que sean más fácilmente accesibles a ricos que a los pobres). ¿Y si lo que la escuela define como "conocimiento" está sesgado ideológicamente? ¿Y si los pobres en lugar de tener capacidades inferiores a los ricos, tienen capacidades diferentes que la escuela es incapaz de reconocer y evaluar? 

Son cuestiones éstas a las que todo estudiante de magisterio se ha visto obligado a enfrentarse, estimulado por las mejores intenciones de sus profesores. La posibilidad de que la escuela esté actuando como una factoría de producción en serie de diferencias sociales y de que todo aprobado sea un robo al que suspende fue formulada de forma precisa en un libro de Pierre Bourdieu y Basil Bernstein titulado Knowledge and Control (1971), cuya introducción estaba escrita por un joven licenciado en Sociología llamado Michael Young. Pocos libros han tenido mayor influencia que éste en las facultades de Pedagogía y en la conformación de la imaginación pedagógica de la socialdemocracia moderna. The Wall, de Pink Floyd es su banda sonora. Han pasado los años. Han muerto Bernstein y Bourdieu. Y Young, que parecía destinado a ser su heredero, es profesor emérito del Instituto de Educación de la Universidad de Londres y ha cambiado radicalmente de parecer sobre el papel del conocimiento y la escuela. Hoy defiende que ni se debe trivializar el valor del conocimiento ni confundir conocimiento y experiencia; que los alumnos, especialmente los pobres, necesitan muchos conocimientos y que la mejor forma de adquirirlos es a través de las disciplinas tradicionales. Donde antes hablaba del "conocimiento de los poderosos" ahora habla del "conocimiento poderoso". Su libro Bringing Knowledge Back (2008) debería interesar a todos los que continúan leyendo Knowledge and Control en el reclinatorio. La obligación de la escuela, defiende Young, es enseñar lo que los niños pobres no pueden aprender en otros lugares: el conocimiento que los capacite para generalizar, formar conceptos y comprender cómo funciona el mundo (y quizás cambiarlo). La justicia social exige que los niños de bajos ingresos, yendo más allá de su experiencia particular de su mundo, tengan libre acceso al conocimiento. No podemos hacer a las nuevas generaciones ignorantes del enorme capital de saber acumulado que tienen a su disposición, ni educarlas como si no fueran responsables de su transmisión. 

Cuando le preguntan a Young qué le hizo cambiar de opinión, responde siempre lo mismo: "Convertirme en padre". A mi me pasó lo mismo. Young sigue militando en el Labour Party; como militó toda su vida Tony Judt, crítico de los progressive educationist y las comprehensive schools, porque, a su juicio, han sido insensibles a la diferencia existente entre la excelencia y la mediocridad y han confundido el igualitarismo cultural con un populismo antielitista. El lema que le permitió al heterodoxo Tony Blair ganar las elecciones fue education, education, education y sus objetivos, conseguir "altos estándares para todos" y hacer efectivo el ideal meritocrático. Añadamos a lista de críticos con la ortodoxia pedagógica de la socialdemocracia el nombre de Jaap Dronkers, uno de los sociólogos de la educación más relevantes de las últimas décadas, que dedicó su vida al estudio de las desigualdades sociales y ha sido un firme crítico de los "métodos suaves" en educación porque, a su juicio, en lugar de contribuir a mitigar las diferencias sociales, las ahondan. Así pues, cuando nos digan que determinada política educativa es de izquierda, preguntemos: ¿De qué izquierda?. También estoy convencido de que las mejores intenciones están detrás de las propuestas, cada vez más descaradas, de reducir drásticamente la autonomía de las familias a la hora de elegir escuela. Sin embargo, como ya viera Hannah Arendt en La crisis de la cultura (1958), la principal responsabilidad de la escuela no es liberar a los hijos de la influencia de sus padres, sino introducirlos en el mundo real. 

Los educadores, muy especialmente si son funcionarios, no tienen por misión hacer de la escuela el ariete de sus particulares y legítimos sueños políticos. Son los representantes de un mundo que evidentemente no han construido, con el que es muy probable que se encuentren insatisfechos y contra el que tienen derecho a protestar, pero fuera de la escuela, en su condición de ciudadanos. Ante las nuevas generaciones son educadores, es decir, embajadores de la realidad. Y si no quieren serlo, deberían cambiar de trabajo, añade Arendt. Leo a Arendt y pienso en una niña de primaria que le preguntaba confundida a su maestra: "¿Seño, tenemos que hacer hoy también lo que queramos?" Efectivamente, Elsinor se va desdibujando, y con él se va debilitando la voz del conocimiento. Estamos perdiendo así los caminos que podrían redimir a los pobres de su realidad, mientras cada vez se van haciendo más diáfanos los que conducen a un puesto de trabajo en un McDonalds.



Dibujo de Ajubel para El Mundo


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt





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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)