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jueves, 27 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] Destino pin





"Un partido político, Vox, -señala la escritora Leila Guerriero en el A vuelapluma de hoy jueves-, promueve en España la implementación del pin parental para oponerse al “adoctrinamiento en ideología de género que sufren nuestros menores en los centros educativos, en contra de la voluntad y contra los principios morales de los padres”. Propone que ante cualquier materia, charla o taller cuyo tema “afecte a cuestiones morales socialmente controvertidas o sobre la sexualidad que puedan resultar intrusivos para la conciencia y la intimidad de nuestros hijos” se solicite una autorización expresa a los padres. Del texto citado se desprende una convicción: que todo padre sabe con certeza lo que resulta conveniente para sus hijos y que estos, además, deben compartir sus principios morales. Es una idea rara.

La Convención sobre los Derechos del Niño considera a niños y niñas sujetos de derecho y no meros objetos de protección. Mis padres no pensaron en eso cuando colgaron sobre la cama de su dormitorio —qué lugar— un pergamino con las palabras de Khalil Gibrán: “Tus hijos no son tus hijos. Son hijos e hijas de la vida (…). Puedes darles tu amor, pero no tus pensamientos. Pues ellos tienen sus propios pensamientos”. Decía que mis padres no pensaron en eso cuando colgaron el cuadrito porque la Convención se firmó en 1989, cuando hacía cinco años que yo me había ido de esa casa, pero sobre todo porque no eran tan progresistas: a la hora de cuidar el himen y las apariencias —edad para tener novio, largo de la minifalda— estaban lejos de esa mirada zen e intentaban imponer su voluntad. Mi reacción, basada estratégicamente en el cuadrito, era gritar “¡No soy de ustedes y hago lo que quiero!”. Yo no hice del todo lo que quise. Y ellos tampoco. El resultado no fue tan malo. Pero muchos pagan aquella convicción —que todo padre sabe lo que resulta conveniente para sus hijos— con sangre y salud psíquica. En abril de 2019, la ONG Save the Children advirtió que uno de cada cuatro niños españoles sufre violencia por parte de sus tutores legales: abusos físicos y psicológicos. En una de cada cuatro familias los padres se imponen por la fuerza, con la certeza de saber qué es lo mejor. Porque, como dijo Negan en The Walking Dead, temporada 9, “uno nunca cree estar del lado de los malos, siempre cree que los suyos son los buenos”. Yo, por ejemplo, creo que los buenos fueron mi profesora de historia que se jugó el pellejo en abril de 1982 (el teniente coronel Galtieri, al frente de la dictadura que gobernó la Argentina entre 1976 y 1983, acababa de declarar la guerra al Reino Unido invadiendo las islas Malvinas), cuando nos dijo: “Hoy no damos clase. Vamos a hablar de por qué esta guerra es la locura de un demente”. O mi profesora de filosofía que, ante el estupor de todos, defendió ante las autoridades a una compañera embarazada a la que sus padres habían molido a golpes por haberse preñado. O la que me sugirió que, si no quería ser escolta de la bandera e ir a actos oficiales (yo no quería), me pintara las uñas de rojo para que no pudieran obligarme (durante la dictadura, los jeans y las uñas pintadas estaban prohibidos en el colegio). O la que nos habló con desprecio de los alumnos que habían escrito una frase cruel en el baño de hombres dirigida a nuestro profesor de dibujo, que era gay aunque no lo decía. La educación en mi casa era estimulante, mis padres eran ilustrados, no estaban a favor de la dictadura. Pero tampoco estaban de acuerdo con la pérdida de la virginidad antes del casamiento ni con que una chica de 15 se pintara las uñas, y la homosexualidad y la guerra eran cosas que les sucedían a otros. “Tus verdaderos educadores (…) te revelan (…) la materia básica de tu ser, algo en absoluto susceptible de ser educado ni formado, pero (…) difícilmente accesible, apretado, paralizado: tus educadores no pueden ser otra cosa que tus liberadores”, escribía Nietzsche. En plena dictadura, con gestos mínimos, algunos profesores me hicieron pensar en contra: de mis padres, de la época, de los prejuicios de mis padres, de los míos. Pero esas son antigüedades. Quienes promueven el pin parental son verdaderos hijos de su tiempo: un tiempo en el que sólo se degluten ideas de los que piensan como uno, se copula con prejuicios regurgitados y se rumia masturbatoriamente dentro de una jaula cómoda. El colegio no es un sitio ideal. Pero solía ser un sitio en el que se esperaba que aprendiéramos, entre otras cosas, que el ecosistema familiar no es el único que existe. Que no es, sobre todo, un destino al que debemos someternos".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 27 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Los hijos que Pablo y Santi no tuvieron



Niños sevillanos. Fotografía de Paco Fuentes


Pienso en quién defenderá los derechos de la niña de 9 años que quiere casarse con su mejor amiga. O los del niño homosexual que se cría en una aldea de 150 habitantes heterosexuales, comenta en el A vuelapluma de hoy la escritora Nuria Labari a cuenta de la polémica levantada por el tema del Pin parental.

"Tengo la sensación de que últimamente no hablamos de otra cosa que de los hijos de Pablo Casado y Santiago Abascal, -comienza diciendo Labari- dos políticos que han confundido el grupo de WhatsApp de padres del cole con la agenda política de sus respectivos partidos. “Mis hijos son míos y no va a venir un socialista o un comunista a decirme cómo educarlos”, sentencia Pablo Casado. Y la expresión se le derrite en la boca, como si se le fuera a caer la baba. “A mis hijos no los va a educar tu secta comunista”, escupe Santi Abascal vía Twitter a Pablo Iglesias. Como si el pin parental fuera el resultado de un ego paterno mal digerido.

Lo que yo me pregunto es cuándo llegará el momento de hablar de todos los niños que no son hijos de Santi Abascal ni de Pablo Casado. Quién defenderá los derechos de todos esos menores en medio de un debate colapsado por el linaje de estos dos sementales. Pienso, por ejemplo, en quién defenderá los derechos de la niña de 9 años que quiere casarse con su mejor amiga. O los del niño homosexual de 12 que se cría en una aldea de 150 habitantes heterosexuales y necesita conocer su cuerpo y entender su subjetividad. Pienso en el derecho de sus compañeros a respetar la igualdad y celebrar la diferencia.

Me pregunto también quién hablará del niño transgénero que intenta sentirse a gusto en su cuerpo si es que ese niño trans no tiene la suerte de ser hijo de Pablo Casado. Que entonces sí, entonces seguro que Pablo se sacaba de la manga algún programa diseñado para los intereses de “su hijo trans”. Y pienso en todas las niñas, claro está. Porque hasta ahora Pablo y Santi solo han nombrado a sus hijos, a pesar de que también tienen hijas. Pero ellos son los padres y nombran a su prole como quieren y en sus términos, que para eso son suyas. De todas formas, los discursos de Pablo y Santi me recuerdan el derecho de todas las niñas a ser nombradas en femenino. También pienso en el derecho de todas a crecer en un mundo sin violencia ni agresión sexual. En que todas tengan herramientas para identificar la agresión siempre que les roce. Porque en este país, eso ya lo sabemos, les rozará a casi todas y les tocará a muchas. A algunas hasta las matará.

Como madre puedo decir que, cuando te pones a pensar en todos los hijos que no son tuyos la realidad se hace cada vez más grande, el horizonte cada vez más amplio y complejo. A lo mejor por eso he pensado estos días en todos los niños y niñas que fueron violados en escuelas franquistas por curas pederastas. Me he acordado de cuando la ignorancia y el oscurantismo sexual favorecía los abusos sexuales en este país. Y he sentido el peso del silencio de años sobre los hombros de todos esos niños, hoy ya viejos. Son ellos quienes me han llevado a pensar en todos los niños que han sido víctimas de abusos sexuales en España en lo poco que llevamos de 2020. En todos esos niños invisibles que están siendo violados aquí y ahora. Los pienso haciendo su mochila para ir al colegio, poniéndose la bufanda, saltando los charcos. Me pregunto si entienden lo que les ha pasado, si saben ya que ninguna caricia puede ser secreta por mucho que un adulto les haya pedido que no digan nada. Pienso si alguien les ha explicado ya en casa o en el colegio cómo defenderse de algo así. Pienso si saben que pueden (y deben) hablar para salvarse.

Y estoy segura de que Santi y Pablo cambiarían su discurso si estuvieran hablando para todos estos niños, para todos los niños. Pero ellos solo cuidan de su prole. Ellos son machos muy machos y han tenido los mejores hijos. Ellos sienten que con una herencia genética (y fiscal) como la suya, sus hijos lo tienen ya todo hecho. Y solo les queda trabajar para que el sistema los respete y no los estropee.

Los pobres Santi y Pablo no han entendido nada. Porque el hecho cierto es que sus hijos, también los suyos, tienen el derecho a ser educados en igualdad de oportunidades solo por el hecho de haber nacido en España. La educación va justo de eso en nuestro país. Es lo que está por encima de la herencia y del linaje. Es lo que garantiza la igualdad de oportunidades y por tanto lo que sostiene la esencia misma de la democracia. Sin igualdad de oportunidades no hay democracia posible. Por eso la ultraderecha quiere colocar ahí su dichoso pin, justo en la línea de flotación del sistema. Ellos saben que no podemos vivir en democracia si las oportunidades se conceden en el nombre del padre. Y eso es justo lo que a ellos les gustaría. De nosotros dependerá que lo hagan posible".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt









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