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jueves, 27 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] Destino pin





"Un partido político, Vox, -señala la escritora Leila Guerriero en el A vuelapluma de hoy jueves-, promueve en España la implementación del pin parental para oponerse al “adoctrinamiento en ideología de género que sufren nuestros menores en los centros educativos, en contra de la voluntad y contra los principios morales de los padres”. Propone que ante cualquier materia, charla o taller cuyo tema “afecte a cuestiones morales socialmente controvertidas o sobre la sexualidad que puedan resultar intrusivos para la conciencia y la intimidad de nuestros hijos” se solicite una autorización expresa a los padres. Del texto citado se desprende una convicción: que todo padre sabe con certeza lo que resulta conveniente para sus hijos y que estos, además, deben compartir sus principios morales. Es una idea rara.

La Convención sobre los Derechos del Niño considera a niños y niñas sujetos de derecho y no meros objetos de protección. Mis padres no pensaron en eso cuando colgaron sobre la cama de su dormitorio —qué lugar— un pergamino con las palabras de Khalil Gibrán: “Tus hijos no son tus hijos. Son hijos e hijas de la vida (…). Puedes darles tu amor, pero no tus pensamientos. Pues ellos tienen sus propios pensamientos”. Decía que mis padres no pensaron en eso cuando colgaron el cuadrito porque la Convención se firmó en 1989, cuando hacía cinco años que yo me había ido de esa casa, pero sobre todo porque no eran tan progresistas: a la hora de cuidar el himen y las apariencias —edad para tener novio, largo de la minifalda— estaban lejos de esa mirada zen e intentaban imponer su voluntad. Mi reacción, basada estratégicamente en el cuadrito, era gritar “¡No soy de ustedes y hago lo que quiero!”. Yo no hice del todo lo que quise. Y ellos tampoco. El resultado no fue tan malo. Pero muchos pagan aquella convicción —que todo padre sabe lo que resulta conveniente para sus hijos— con sangre y salud psíquica. En abril de 2019, la ONG Save the Children advirtió que uno de cada cuatro niños españoles sufre violencia por parte de sus tutores legales: abusos físicos y psicológicos. En una de cada cuatro familias los padres se imponen por la fuerza, con la certeza de saber qué es lo mejor. Porque, como dijo Negan en The Walking Dead, temporada 9, “uno nunca cree estar del lado de los malos, siempre cree que los suyos son los buenos”. Yo, por ejemplo, creo que los buenos fueron mi profesora de historia que se jugó el pellejo en abril de 1982 (el teniente coronel Galtieri, al frente de la dictadura que gobernó la Argentina entre 1976 y 1983, acababa de declarar la guerra al Reino Unido invadiendo las islas Malvinas), cuando nos dijo: “Hoy no damos clase. Vamos a hablar de por qué esta guerra es la locura de un demente”. O mi profesora de filosofía que, ante el estupor de todos, defendió ante las autoridades a una compañera embarazada a la que sus padres habían molido a golpes por haberse preñado. O la que me sugirió que, si no quería ser escolta de la bandera e ir a actos oficiales (yo no quería), me pintara las uñas de rojo para que no pudieran obligarme (durante la dictadura, los jeans y las uñas pintadas estaban prohibidos en el colegio). O la que nos habló con desprecio de los alumnos que habían escrito una frase cruel en el baño de hombres dirigida a nuestro profesor de dibujo, que era gay aunque no lo decía. La educación en mi casa era estimulante, mis padres eran ilustrados, no estaban a favor de la dictadura. Pero tampoco estaban de acuerdo con la pérdida de la virginidad antes del casamiento ni con que una chica de 15 se pintara las uñas, y la homosexualidad y la guerra eran cosas que les sucedían a otros. “Tus verdaderos educadores (…) te revelan (…) la materia básica de tu ser, algo en absoluto susceptible de ser educado ni formado, pero (…) difícilmente accesible, apretado, paralizado: tus educadores no pueden ser otra cosa que tus liberadores”, escribía Nietzsche. En plena dictadura, con gestos mínimos, algunos profesores me hicieron pensar en contra: de mis padres, de la época, de los prejuicios de mis padres, de los míos. Pero esas son antigüedades. Quienes promueven el pin parental son verdaderos hijos de su tiempo: un tiempo en el que sólo se degluten ideas de los que piensan como uno, se copula con prejuicios regurgitados y se rumia masturbatoriamente dentro de una jaula cómoda. El colegio no es un sitio ideal. Pero solía ser un sitio en el que se esperaba que aprendiéramos, entre otras cosas, que el ecosistema familiar no es el único que existe. Que no es, sobre todo, un destino al que debemos someternos".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 9 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Destrucción



Fotografia de la Agencia Getty-Images


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de las autoras cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellas tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy  sobre  el amor, el dolor y el abandono, de la escritora argentina Leila Guerriero.

¿Qué recuerdo? Cada parte -comienza diciendo Guerriero-. La muesca que se le dibujaba junto a la boca al encender un cigarro; la forma en que fruncía el ceño cuando se reía con pavor, como si se escandalizara por reírse tanto. La raíz espléndida del cuello, la clavícula como una cruz pagana. Tenía unos hombros inexplicables, los hombros de alguien que sufre mucho pero que quiere seguir vivo. Yo era muy joven y él también, y a veces, antes de acercarse, me miraba como si estuviera por cometer un acto sagrado o un sacrilegio. Tenía en el rostro un dolor clásico, una elegancia drástica. Me gustaba, como nos gusta a tantos, que fuera un hombre herido y viera en mí una posibilidad de redención (que yo no iba a darle). Estaba roto, como yo lo estaba, pero su catástrofe era serena y yo, en cambio, era un diablo emergido de una pampa quemada sin sitio al cual volver. Al principio quiso irse, pero lo retuve de manera simple, diciéndole: “Si te vas me da igual”. Hasta que quiso quedarse irreversiblemente. Yo me sentía curiosa y cruel, pero también gentil y emocionada. Había algo en él. Una especie de calma dramática, contagiosa. Un día llegó a mi trabajo con un ramo de flores. Yo no lo esperaba. Sonriendo, tímido y sin trampas, me dijo cosas. Todas las cosas que todos quieren oír alguna vez. Yo reaccioné como una hiena espantada, como un chorro de luz negra, muriática. Recuerdo que en el antebrazo tenía un músculo magnífico. Cuando se tensaba hacía pensar que todo en él estaba hecho de un material fresco, noble y tenaz: que podía llevar la carga. Era un hombre. Al que severa, grave, meticulosamente hice pedazos. No he venido aquí a pedir disculpas sino a decir que arrojen la primera piedra. Todos hemos sido, alguna vez, el monstruo de alguien".






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martes, 22 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Conductora



Fotografía de Máximo García para El País


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de las autoras, sobre todo autoras -algo que estoy seguro habrán advertidos los asiduos lectores de Desde el trópico de Cáncer- cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellas tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy.

"Fue en Colombia -comienza diciendo la escritora argentina Leila Guerriero-. Llovía. Ella llegó a mi hotel dando grititos como si fuese un juguete histerizado, tapándose el pelo con las manos para no mojarse. Me di a conocer y caminamos apuradas de regreso a su taxi. El trayecto era largo, conversamos. Me contó que tenía 40 años, marido, tres hijas. Me preguntó si viajaba mucho y le dije que sí. Me preguntó si me gustaba y le dije que más o menos. Me preguntó si no extrañaba a mis hijos y le dije: “No tengo hijos”. Me dijo: “Oh”, como quien da el pésame. Me preguntó si tenía marido. Le dije: “Estoy en pareja”. Me preguntó: “¿Y lo deja solo?”. Le dije: “Yo también estoy sola, pero ¿por qué pensás que es ‘él’ y no ‘ella’?”. Me dijo: “Eso se nota enseguida”, impostando la voz al decir “eso”, de modo que sonó como “esa asquerosidad”. Me preguntó si me gustaba pasear. Le dije que sí, pero que no tenía tiempo. Me dijo que, si yo quería, ella podía llevarme a sitios en los que no me iba a sentir cómoda yendo con un hombre. Le pregunté: “¿Por ejemplo?”. “El mall. Las mujeres somos muy antojadas y demoramos comprando cositas: el recuerdito, el regalito para la mamá. El hombre no tiene paciencia”. Le dije que el hombre con quien vivo demora más que yo en decidirse por un par de zapatillas, que el mall me deprime, que no tengo “mamá” y que cuando la tenía no le compraba cosas en los viajes. Dijo: “Así somos las mujeres. Nos gusta regalar, pero más nos gusta que el marido nos regale”. Me acordé del reguetón aquel —“tú vas a extrañarme cuando abras la cartera y no tengas nada”—, y llegamos a destino. Me dijo que la llamara, que “entre mujeres nos sentimos más cómodas”, anotó su teléfono, me lo dio y se fue. Sentí un impulso maligno, como si las vértebras se me transformaran en cuchillos. Después, a lo largo del día y mientras trabajaba, pensé mucho en esa palabra difícil: sororidad".







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viernes, 11 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Sobrevivir



Fotografía de Getty Images


Esa vez esperé un rato, respiré hondo y me puse en marcha, trepando sobre mí, caminando sobre todas las cosas como un jinete salvaje, comenta la escritora argentina Leila Guerriero.

"No podías saber —no supiste nunca— que aquella fue la primera vez que escuché el verso de Pessoa: “No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo”, -comienza diciendo Guerriero-. Estábamos en un café y vos citaste ese poema que, vergonzosamente, yo no conocía. Al escucharlo sentí que el mundo cobraba sentido. Fue como despertar al revés. Como caer hacia dentro. Como ver desde lejos, con una lucidez borracha, el orden de las cosas. No duró mucho. ¿Una hora, dos? Después, todo se desarmó de nuevo, perdió sus bordes, cayó en la secuencia de los días enhebrados por hilachas. No sé por qué recuerdo eso ahora. Hoy, desde temprano, me ronda un recuerdo. Estaba sola en Nueva York, en algún lugar de Broadway. Hacía un frío sólido y maligno, un frío como un insulto. A mis espaldas había un enorme negocio de artículos electrónicos donde los televisores y los equipos de música se amontonaban con prepotencia. Yo contemplaba esa mole de metal y plástico como si fuera el rugido de la soledad. A mi lado, un tipo muy hermoso tocaba la guitarra. Pensaba en mi casa mirando el cielo, oscuro como el interior de un horno cubierto de cenizas, sintiendo la orfandad en los huesos. Llevaba unos guantes de cuero que no me abrigaban nada, unas botas de mala calidad. Aparte de eso, tenía en mí todos los sueños del mundo. Así que esa vez, como otras, esperé un rato, respiré hondo y me puse en marcha, trepando sobre mí, caminando sobre todas las cosas como un jinete salvaje, una walkiria rara. Solo que a veces, como hoy, eso no me sale. “Hoy estoy lúcido, como si estuviera a punto de morir / y no tuviera más hermandad con las cosas / que una despedida”, escribía, en ese poema descomunal, Fernando Pessoa.





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sábado, 5 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] El pacto



Getty Images


Vengo aquí. Saqueo mi vida. Ahí la tienen. ¿Para qué la quieren? Yo, a veces, le prendería fuego, comenta la escritora Leila Guerriero. Aquí yo, otra vez, comienza diciendo, arrastrándome en el pantano de los rotos o flotando feliz entre la euforia de los vivos, idéntica a mí, la muy sincera, la muy falsa, la esquiva, la insensible, la mísera, la idiota, la astuta, la excesiva, la austera, la retrógrada, la feminista, la jurásica, la iracunda, la violenta, la agresiva, la suave, la tan suave, aquí yo, yo, yo, la egocéntrica, la narcisa, la modesta, la muy humilde, la tan humilde, la soberbia, la confundida, la preclara, la confusa, la confesa, la caníbal, la cobarde, la cursi, la que habla de sí, la que no habla de sí, la que solo habla de sí, la impávida, la fría, la muy cálida, la kitsch, la ruda, la bruta, la brutal, la que vive en sosiego, la desasosegada, la que te tiene harto, la que no sabe lo que dice, la que no dice lo que sabe, la que lo cuenta todo, la que no cuenta nada, la que lo cuenta todo pero no cuenta nada, la que no sabe escribir, la que escribe como puede, la que no escribe en absoluto, la que no piensa, la que no sabe pensar, la enredada, la vacua, la precisa, la justa, la tan justa, la honesta, la muy insoportable, la rastrera, la infame, la insumisa, la blasfema, la que pide y no da, la que da pero no quiere, la que lo quiere todo, la que nunca da explicaciones. “Mi propósito” —dice Balder, uno de los personajes de la novela El amor brujo, del escritor argentino Roberto Arlt— “es evidenciar de qué manera busqué el conocimiento a través de una avalancha de tinieblas y mi propia potencia en la infinita debilidad que me acompañó hora tras hora”. “Poco a poco tendré que ir saqueando mi propia vida para ofrecerla al mejor postor”, escribe Andrés Felipe Solano en su libro Corea, apuntes desde la cuerda floja. Vengo aquí. Saqueo mi vida. Ahí la tienen. ¿Para qué la quieren? Yo, a veces, le prendería fuego.





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lunes, 8 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] La tecla





Me pareció que había entendido cosas que realmente importan, pero al día siguiente las olvidé, comenta la escritora y periodista argentina Leila Guerriero.

Llegué a su casa a la una de la madrugada, comienza diciendo Guerriero, y salió a recibirme mientras hablaba por teléfono. Con un gesto me indicó la puerta que da a la cocina. Entramos y miré asombrada esa parte que no conocía del departamento en el que había estado varias veces: salas y mesas que parecían replicarse al infinito. Cuando colgó, nos saludamos con un abrazo fuerte. Hablamos brevemente de cosas que habían sucedido. Después pasamos al comedor donde me presentó a los demás. Las ventanas estaban abiertas y la noche entraba como el cauce de un río. A eso de las tres de la madrugada él se puso de pie y caminó hasta el piano con ese andar tan suyo, como si apartara multitudes. Empezó a tocar. Cantó canciones de otros —no las suyas, las que lo transformaron en leyenda—, y de pronto me señaló y dijo: “Vení, tocá conmigo”. Me retraje, como siempre hago cuando los focos se vuelven hacia mí. Contesté: “No, no sé tocar el piano”. Con un escepticismo divertido, como quien dice: “¿Quién sabe realmente hacer algo?”, me respondió: “Dale, vení”. Me senté en la banqueta, a su lado. Me indicó: “Tocá la melodía”, como si eso lo explicara todo. Fue como estar al volante de una Ferrari sin saber manejar, con alguien que convertía cada una de mis maniobras escandalosas en algo hermoso. Hasta que, de pronto, toqué una tecla negra que saltó por el aire y terminó sobre la tapa del piano de cola Yamaha que debe costar una fortuna. Me quedé paralizada. Él tomó la tecla, se la puso en la boca a modo de cigarro, me miró con aire rufián y me dijo: “No pasa nada”. Me fui a las cinco. Mientras volvía a casa en taxi recordé los años en los que esta ciudad era mi tumba, en los que el futuro parecía un insulto. Me sentí como una vasija, limpia y sencilla, dispuesta a inaugurarlo todo. Me pareció que había entendido cosas que realmente importan. Al día siguiente las olvidé.







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jueves, 6 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Cumbres





Busqué en la imagen de la cumbre del Everest alguna épica floja, pero sólo encontré patetismo y gente humillando a una montaña, comenta en el El País la escritora argentina Leila Guerriero.

¿Serán los nacidos en el siglo XX los últimos humanos capaces de distinguir una experiencia de un simulacro?, se pregunta al inicio de su artículo Guerriero.  Mi padre, dice, quiere ir a un pueblo al que se puede llegar en 4x4 o en mula. Le pregunto: “¿Vas a ir en 4x4?”. Me dice: “¡En mula! Hay que vivir la aventura”. “Aventura” fue la palabra que más escuché en la infancia. “¡Aventura!”, decía mi padre en 1981 y subíamos —él, mi madre, mi hermano y yo— a una camioneta y cruzábamos los Andes por un paso a 4.736 metros de altura, reservado solo para camiones mineros. Tomábamos precauciones, pero una vez arriba éramos nosotros y la falta de oxígeno y un paisaje que parecía el ojo de una sirena demente y varada. Nos perdimos mucha veces, y cada vez mi padre revisaba el mapa de un baqueano y decía: “¡Aventura!”. Cuando esperamos días para cruzar en balsa a Paraguay porque el río se había llevado un puente y tuvimos que racionar víveres y agua; cuando bajamos de noche desde la Quebrada de Humahuaca en medio de un diluvio con el parabrisas hecho pedazos: mi padre gritaba: “¡Aventura!”, y nosotros, muertos de miedo, gritábamos con él ejerciendo una respetuosa forma de coraje. En agosto se cumplen 39 años del día en que Reinhold Messner alcanzó solo y sin oxígeno la cima del Everest. Hoy casi nadie sube sin su tanque, sin su sherpa. Días atrás, 200 personas hicieron fila a 8.884 metros de altura para llegar a la cumbre y el atasco provocó seis muertos. La foto era patética: apiñados en el lomo de lo que alguna vez fue un monstruo y hoy es un parque temático, cientos se aferraban a una cuerda servil. Busqué en la imagen alguna épica floja, pero solo encontré patetismo y gente humillando a una montaña. Pienso en mi padre, que nos procuró batallas modestas, humildes resplandores que nos permitieron ser, por unos segundos, la apoteosis de nosotros mismos y que aún habitan en mí.



La cumbre del Everest, atestada (22/5/2019)



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miércoles, 15 de mayo de 2019

[A VUELAPLUMA] El desencuentro





Al final, habrá un largo rastro de descuidos como animales aplastados, comenta la escritora argentina Leila Guerriero. Empieza por la comida. Un día, cuando él regrese tarde del trabajo, váyase a dormir sin dejarle la cena lista, una alteración en el hábito de todos esos años durante los cuales, siempre que él llegó tarde, usted dejó comida hecha. Esa madrugada, cuando él se meta en la cama, despiértese y recuerde cómo, hasta hace poco, cuando eso sucedía usted lo abrazaba como si tuviera hambre o sed. Ahora dígale: “Ponete de costado, así no roncás”. En la mañana, durante el desayuno, pregúntele —intentando que en su voz se note una molestia inexplicable— qué cenó. Escuche cómo él responde sin encono, genuinamente distraído: “Piqué algo en el trabajo. No tenía hambre”. Sienta furia y cansancio. Prepare café sólo para usted y no le ofrezca. Una semana más tarde, olvide el día de su cumpleaños. Recuérdelo a último momento y dígase, irritada, “tengo que comprarle algo”. Interrumpa lo que está haciendo. Vaya al mall. Sienta, mientras compra, que está perdiendo el tiempo. Recuerde la felicidad iridiscente que le producía, años atrás, planificar el regalo, escribir la tarjeta. Elija cualquier cosa, fastidiada. Al pagar, sienta que está desperdiciando su dinero. Ya en su casa escriba, en un papel usado, ¡Feliz cumpleaños! Deje el regalo sobre la mesa, de cualquier manera. Piense: “Cuando llegue lo va a ver, no va a ser una sorpresa”. Piense: “Qué importa”. Un día, perciba que él ya no tiene champú, ni crema de afeitar, ni queso del que le gusta. Cuando vaya al supermercado, no compre nada de todo eso. Piense: “Que se lo compre él”. Una tarde él dirá: “Me duele el cuello”. No se disponga, como siempre, a hacerle un masaje. Dígale: “¿Tomaste ibuprofeno?”. Caiga en la cuenta de que hace meses que él no la llama —“¡Amor, llegué!”— al entrar en la casa. Piense: “Mejor”. Pregúntese cuánto falta.





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miércoles, 20 de marzo de 2019

[A VUELAPLUMA] Los amantes





Un día él se sienta a su lado, la mira, le aparta el pelo de la cara y le dice, por primera vez, “te amo”. Siente que un anzuelo tira desde el exacto lugar donde tiene el corazón. Sonríe, cierra los ojos. Pero sabe que no hay nada más allá de eso que acaba de obtener y que en breve empezará el hastío..., escribe la periodista y escritora argentina Leila Guerriero.

Él está en pareja, comienza diciendo Guerriero, usted también. Se ven desde hace algunos meses. Es la clase de hombre que le gusta, un homme blessé, un animal que se lame cicatrices: huérfano de niño, muerta su primera mujer, lleno de enormes frustraciones, triste. Harto de su matrimonio pero blindado a cualquier afecto. Para usted, estar con él es como comer chocolates a puñados. Siente una atracción corrupta, adictiva. Compre ropa interior nueva, sólo para él, y note que eso, más que excitarlo, lo emociona. Un día, mientras esté mirando la televisión con su pareja, piense en él y pregúntese cómo sería vivir juntos. Fantasee largo rato con eso. Sienta una emoción profunda e, inmediatamente después, reconozca en usted la voz realista y desengañada que le dice que es una fantasía estrafalaria, ridícula, infantil. Pero, cada vez que se encuentren, lleve la conversación, con metáforas y rodeos, hacia la idea de “cómo sería si”. Sienta que de a poco, con movimientos de remero hábil, logra que él comience a pensar seriamente en eso. Él ha empezado a reírse mucho —y le dice que no se reía desde hacía tiempo, y usted siente un regocijo inflamado—, y ha vuelto a escribir —y le dice que no escribía desde hacía tiempo, y usted siente un orgullo insectívoro, perverso—. Cada tanto mírelo largamente, con miradas cargadas de martirio, sin decirle nada. Después, acurrúquese en su abrazo como si dijera “Dios, cómo estamos sufriendo por esto”. Sepa qué ha ido a buscar, espérelo como a un gran pez salido de las profundidades. Un día —están en el hotel, ya vestidos, por irse—, él se sienta a su lado, la mira, le aparta el pelo de la cara y le dice, por primera vez, “te amo”. Sienta que un anzuelo tira desde el exacto lugar donde tiene el corazón. Sonría, cierre los ojos. Sepa que no hay nada más allá de eso que acaba de obtener. En breve empezará el hastío.







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miércoles, 1 de febrero de 2017

[A vuelapluma] Una infancia feliz





A punto de cumplir los 71, no me avergüenza reconocer que fui un niño con una infancia muy feliz. Nacido en el seno de una familia de militares sin muchos posibles (como todas las familias de militares), y con dos hermanos mayores que yo en 11 y 13 años, mi infancia transcurrió en cuarteles de Andalucía, Asturias, Castilla-La Mancha y Madrid hasta cumplir los nueve años y en viviendas militares hasta los veintiuno. Antes de cumplir los cuatro, ya asentados en Madrid, me echo mi primera novia, Merceditas; aprendo las primeras letras (nunca me acordaba de la "y") en el parvulario del cuartel, y luego, hasta los 9, hago la primaria en un colegio público de la misma calle. Mi juego, nuestros juegos (pues somo varios los niños que estamos en la misma situación) son cazar gorriones con escopetas de perdigones, martirizar gatos callejeros (quizá por eso ahora los quiero con locura), jugar a "Diego Valor" y sus compis en el espacio exterior (dibujando con tizas naves espaciales en los pasillos y patios del cuartel), entrar a escondidas en los pabellones de los oficiales (nadie cerraba con llave sus viviendas) a buscar galletas, dulces y chucherías, hacer hogueras en las cuadras donde descansaban los caballos de las unidades móviles, jugar a escondidas con las armas (las reales, no las de mentirijillas) de nuestros padres, o bajar tres pisos hasta el suelo descolgándonos como Indianas Jones minúsculos por los cables de los pararrayos. Todo ello, entre los cuatro y nueve años de edad. Después, en la pubertad, leyendo a escondidas la erótica versión de Las Mil y Una Noches de Blasco Ibáñez de la biblioteca familiar, ojeando las revistas de chicas desnudas de mis hermanos, devorando (a un par por día) las novelas del Oeste de Marcial Lafuente Estefanía, los tebeos (ahora comics) de Hazañas Bélicas, Roberto AlcázarEl príncipe ValienteSupermán y El capitán Trueno, o leyendo con fruición La isla del Tesoro, Tarzán de los monos o la edición de la Divina Comedia de Editorial Juventud. No me quedó ningún trauma de aquella época. Pero reconozco que recordarlo me provoca una risa tonta que tiene bastante de asombro por una infancia que parece sacada de la ficción aunque fuera absolutamente real. Los niños de ahora ya no juegan en las calles: porque no saben o porque no les dejamos (que es peor). 

La escritora argentina Leila Guerriero (1967), columnista habitual de El País, escribía hace unos días en ese diario un artículo titulado Infectada, que suscribo de principio a fín, en el que criticaba con ironía y cierto punto de sarcasmo ese mundo aséptico, y como de cuarentena permanente, que estamos creando y en el que estamos educando a nuestros niños sin querer darnos cuenta de que con ello estamos empobreciendo hasta límites casi castrantes su experiencia vital.

Me gusta mi mundo sucio, contradictorio, mugriento y bajo, dice en su artículo Leila Guerriero. No lo cambio por el lugar desinfectado que, dentro de poco, será. Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain, y Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, comenta, fueron retirados de los programas escolares de un condado de Virginia por quejas de una madre cuyo hijo adolescente se perturbó ya que incluían “insultos raciales y palabras ofensivas”. Sucede en Estados Unidos pero, como allí empieza todo (del nacionalismo recio al blanqueamiento dental), hacia allí vamos. Por eso quiero dejar expuesto mi pecado, del que no me arrepiento: para recordarme a mí misma, cuando los adolescentes sean almas tan sensibles que no puedan leer Platero y yo sin ir al psiquiatra, cómo era este mundo cuando podía lastimarte pero valía la pena. No me pesa, señor, ni me arrepiento de haber hojeado, siendo pequeña, libros que mis padres me pedían que no leyera porque tenían escenas de sexo o de violencia, ni de haber leído los cuentos bestiales de Horacio Quiroga donde nenitas preciosas eran degolladas por sus hermanos con deficiencias mentales, ni del chorro de entrañas de Santiago Nasar. No sé qué de todo eso me hizo lo que soy, alguien que era feliz incluso cuando creía que no lo era, que alguna vez leyó, asociada con Jack London, la frase “ningún hombre sobre mí” y la hizo su escudo. Pero no me arrepiento. De chica leí libros que me destrozaron —Los niños terribles, de Cocteau—, que me produjeron pesadillas —El país de octubre, de Bradbury—, o que no entendí —Muerte en Venecia, de Thomas Mann—. Y no estuve en el infierno pero sé cómo es porque leí El pozo y el péndulo, de Poe. Cuando este sea un mundo repleto de adolescentes hipersensibles que no puedan comer un pollo sin echarse a llorar, yo seguiré con mi presa entre los dientes, viviendo de la forma en que los libros me enseñaron a vivir. Me gusta mi mundo sucio, contradictorio, mugriento y bajo. No lo cambio por el lugar desinfectado que, dentro de poco, será, termina diciendo. Yo, tampoco.






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