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miércoles, 9 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] El viaje como libertad



Ilustración de la Iliada por Jacques Louis David (1776)

Toda lectura, o toda vida que empieza a adentrarse en lo desconocido, es una promesa de felicidad, afirma el escritor nicaragüense y Premio Cervantes 2017, Sergio Ramírez.

"La convalecencia en una cama de hospital, -comienza diciendo Ramírez-, incita a pensar en la libertad de los viajes, los que deparan los libros, y la propia vida. Y anclado así en la cama, le he pedido a mi mujer que me traiga ciertos libros que quiero, indicándole dónde buscarlos en los estantes por el momento lejanos de mi biblioteca.

Cuenta Plutarco que Pompeyo Magno veía que los marineros de su armada no querían hacerse a la mar tempestuosa, y entonces los arengó, y una de las frases de esa arenga ha quedado para siempre: “navegar es necesario, vivir no es necesario”.

Fernando Pessoa la transformó siglos después: “quiero para mí el espíritu de esta frase, transformada/La forma para casarla con lo que yo soy: vivir no es necesario; lo que es necesario es crear…”

Crear viajando, crear leyendo, crear escribiendo. Crear viviendo.

Ismael, el marinero que nos cuenta la historia del viaje fatal del Pequod en Moby Dick, la novela de Melville, explica desde la primera página el porqué de sus ansias de navegar: “…cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes…entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda”.

El capitán Ahab quiere llegar cuantos antes a su destino para encontrarse con la ballena blanca, que años atrás le arrancó una pierna. Este será un viaje poco placentero, pero uno de los grandes viajes de la literatura. Ismael, que cuando se pone melancólico piensa en ataúdes, salvará su vida en el naufragio agarrado a un ataúd fabricado por el carpintero de abordo, que aparece flotando a su lado.

Joseph Conrad fue él mismo un viajero buena parte de su vida, como marino mercante. En El corazón de las tinieblas, Marlow navega a través del río Congo, en tiempos de la brutal colonización belga en África, cumpliendo el encargo de buscar a Kurtz, que ha enloquecido. Es otro viaje. No hacia la venganza, sino hacia la violencia, la explotación, y la ambición de poder y riqueza.

Simbad el Marino, "poseído con la idea de viajar por el mundo de los hombres y de ver sus ciudades e islas", se encuentra de repente en una la isla que no es sino el lomo poblado de árboles de una ballena dormida, que de pronto despierta y se adentra en la profundidad del mar”. Un viaje a lo imposible esta vez, como son siempre los viajes de la imaginación.

Son libros que llamamos clásicos, porque según Ítalo Calvino siempre tienen algo nuevo que enseñarnos. Han sido leídos generación tras generación, desde La Odisea a La isla del tesoro de Stevenson, y eso los hace clásicos también, la repetición.

Quizás Melville nunca imaginó que Moby Dick se convertiría en un libro para niños, y tampoco Homero pudo vislumbrar que Ulises llegaría a ser un personaje de películas de dibujos animados.

O que las tramas que inventaron se volverían patrones de conducta en la literatura, en el cine, en las series de televisión que se multiplican hoy en día, en las telenovelas, en los comics. Si hay un viaje, hay obstáculos. No hay viajes placenteros donde los amaneceres se sucedan un día tras otro sin sorpresas urdidas por malvados, o por el destino mismo.

El gusto de leer, y el de vivir, están en las interrupciones de la felicidad. Toda lectura, o toda vida que empieza a adentrarse en lo desconocido, es una promesa de felicidad; y en la medida que esas interrupciones se multipliquen, mejor disfrutaremos como lectores, y seremos, igual que los personajes, víctimas del destino y sus desatinos.

Ulises quiere llegar cuanto antes a su hogar en Ítaca, descansar en el regazo de su mujer, abrazar a su hijo tras diez años de ausencia. Pero no puede. Tendrán que pasar otros diez años de obstáculos, peligros de muerte, aventuras amorosas, secuestros, naufragios, el descenso a los infiernos. Si no, no habría historia que contar.

La felicidad prolongada se queda fuera del viaje, y fuera de las páginas del libro. La frase “y vivieron felices para siempre” cierra el relato, y lo que ocurra después ya no nos incumbe, ya no nos interesa porque la dicha sin obstáculos no es literaria, como tampoco los viajes sin tropiezos ni sorpresas.

Y desde la cama del hospital, lejos de la libertad, uno oye el canto terrible y seductor de las sirenas, igual que Ulises amarrado al mástil de su nave".





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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jueves, 6 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Cumbres





Busqué en la imagen de la cumbre del Everest alguna épica floja, pero sólo encontré patetismo y gente humillando a una montaña, comenta en el El País la escritora argentina Leila Guerriero.

¿Serán los nacidos en el siglo XX los últimos humanos capaces de distinguir una experiencia de un simulacro?, se pregunta al inicio de su artículo Guerriero.  Mi padre, dice, quiere ir a un pueblo al que se puede llegar en 4x4 o en mula. Le pregunto: “¿Vas a ir en 4x4?”. Me dice: “¡En mula! Hay que vivir la aventura”. “Aventura” fue la palabra que más escuché en la infancia. “¡Aventura!”, decía mi padre en 1981 y subíamos —él, mi madre, mi hermano y yo— a una camioneta y cruzábamos los Andes por un paso a 4.736 metros de altura, reservado solo para camiones mineros. Tomábamos precauciones, pero una vez arriba éramos nosotros y la falta de oxígeno y un paisaje que parecía el ojo de una sirena demente y varada. Nos perdimos mucha veces, y cada vez mi padre revisaba el mapa de un baqueano y decía: “¡Aventura!”. Cuando esperamos días para cruzar en balsa a Paraguay porque el río se había llevado un puente y tuvimos que racionar víveres y agua; cuando bajamos de noche desde la Quebrada de Humahuaca en medio de un diluvio con el parabrisas hecho pedazos: mi padre gritaba: “¡Aventura!”, y nosotros, muertos de miedo, gritábamos con él ejerciendo una respetuosa forma de coraje. En agosto se cumplen 39 años del día en que Reinhold Messner alcanzó solo y sin oxígeno la cima del Everest. Hoy casi nadie sube sin su tanque, sin su sherpa. Días atrás, 200 personas hicieron fila a 8.884 metros de altura para llegar a la cumbre y el atasco provocó seis muertos. La foto era patética: apiñados en el lomo de lo que alguna vez fue un monstruo y hoy es un parque temático, cientos se aferraban a una cuerda servil. Busqué en la imagen alguna épica floja, pero solo encontré patetismo y gente humillando a una montaña. Pienso en mi padre, que nos procuró batallas modestas, humildes resplandores que nos permitieron ser, por unos segundos, la apoteosis de nosotros mismos y que aún habitan en mí.



La cumbre del Everest, atestada (22/5/2019)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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