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lunes, 2 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Derecho a roce




Dibujo de Sr. García para El País


"Cuando recibo un mensaje en el móvil, parpadea una luz azul. El resto del tiempo, la luz es verde -comenta la escritora Judith Duportail en el A vuelapluma de hoy lunes ("Amigos con derecho a roce, unámonos". El País, 28/2/2020)-. Esta noche, estoy con unos amigos en un café debajo de mi casa. Hablo, río, pido una cerveza, salgo a fumar un cigarrillo. Por fuera, parece que estoy presente. Pero, en realidad, estoy obsesionada con esa luz. Esa luz verde, otra vez verde, siempre verde. ¿Por qué no me escribe él? Él, un hombre al que he conocido a través de Tinder y que me gusta. Me dijo que me “tendría al corriente” de lo que iba a hacer esta noche. “Escríbele tú y ya está”, me indica una amiga. Me parece imposible. Ilegítimo. Porque estoy en el lado de las llamadas “amigas con derecho a roce”. Sí, es una expresión violenta. Vulgar. Deshumanizante, casi. Lo sé, y lo siento por la gente a la que sorprende. Pero lo uso a propósito. Para mostrar lo violento que es. Y para volver esa violencia contra la sociedad y no contra los que la padecen.

Como periodista especializada en el amor y las redes sociales, en L’amour sous algorithme investigué el funcionamiento de Tinder y su repercusión en nuestras vidas, incluso las de quienes no usan la aplicación. Una de las principales consecuencias observadas por los expertos es que se ha agudizado la separación entre vida emocional y sexual. Se ha agudizado la línea de fractura entre la pareja propiamente dicha y los amigos con derecho a roce. El compañero oficial frente a aquel al que no debemos nada. Casi como si fuera una nueva lucha de clases: la burguesía contra el proletariado emocional. Porque el problema de la relación de amigos con derecho a roce no es que sea sexo sin obligaciones, no; es que es sexo sin palabras. Sin derecho a hablar. El amigo con derecho a roce no está autorizado a expresarse, debe mantenerse confuso, sin que la claridad pueda tranquilizarle; solo está autorizado a esperar, mientras finge que no espera nada; no está autorizado a escribir mensajes. ¿Les parece anecdótico? Me parece todo lo contrario. Nunca me cansaré de repetirlo: nuestra vida digital es nuestra verdadera vida. No tener derecho a escribir un mensaje es no tener derecho a hablar.

He pasado tres años enganchada a Tinder porque fingía no esperar. Tinder, con su sistema de deslizar y coincidir, está pensado para engancharnos; es lo que los especialistas como la profesora estadounidense Natasha Dow Schüll llaman el diseño de la adicción. Uno de los mecanismos psicológicos más poderosos de la adicción es el principio de la recompensa aleatoria y variable. Todo se reduce al hecho de no saber si vamos a recibir una recompensa y de qué naturaleza. ¿Un mensaje? ¿Una coincidencia? ¿Pero de quién? Con cada notificación, se produce una nueva descarga de serotonina en nuestro cerebro, como cuando ganamos al Candy Crush. Es el mismo mecanismo que nos engancha a Instagram o Facebook. Si el mecanismo se ha apoderado tanto de mí es porque, para fingir que no esperaba, me dedicaba a conversar con otros hombres. Prefería volver a empezar de cero con otro antes que mostrarme vulnerable, atreverme a reconocer que estaba pendiente de la luz verde.

No creo que, en mi caso, fuera cuestión de orgullo, sino más bien de un profundo sentimiento de ilegitimidad. Como no estaba en una pareja tradicional, no tenía voz en el asunto. No me di cuenta enseguida, Fue cuando pedí mis datos personales a la aplicación y leí la totalidad de mis mensajes, unos detrás de otros, cuando comprendí que me había quedado estancada. Estaba atrapada en un bucle.

No se trata de escribir un alegato en defensa de que todas las relaciones sexuales desemboquen en el matrimonio, con peladillas y vestido de novia, salvo para quienes así lo deseen. Sin duda, es maravilloso poder hacer el amor sin formar necesariamente una pareja. ¿Pero por qué separar el sexo de las emociones? ¿Por qué convertirlo en un producto de consumo inmediato, que se desliza y se olvida a continuación? Por otra parte, ¿es humanamente posible separar el sexo de las emociones? “Como si pudiéramos verdaderamente acariciar la piel de un/a desconocido/a sin emocionarnos un poco”, escribe Victoire Tuaillon en Les couilles sur la table.

De hecho, ¿existe el sexo por el sexo? Durante mi investigación me he encontrado con decenas, centenares de personas que desplegaban enormes energías para obligarse a no sentir nada. Como si no sentir nada fuera un logro. ¿Por qué? ¿Para qué hacer el amor si no es para ser visto/a, tocado/a, sostenido/a, abrazado/a por ser esa persona, precisamente esa persona y no otra? La periodista estadounidense Moira Weigel afirma en The Labor of Love que el capitalismo nos ha robado la revolución sexual. Convertir el sexo en un objeto de consumo como cualquier otro beneficia, por ejemplo, a aplicaciones como Tinder. Mientras deslizamos kilómetros y kilómetros de vacío, la aplicación saca provecho a nuestros datos y se transforma en la aplicación más rentable de la App Store.

Viví dos años en Berlín, considerada la capital europea de la diversión y la liberación sexual. La ciudad acoge unas veladas locas, magníficas y liberadas, con todos los excesos que eso entraña. Sin embargo, me pareció que era también la capital de la soledad. Participé en grupos de apoyo dedicados a Divertirse en Berlín, a los que acudían jóvenes llenos de angustia. Porque, en nuestra sociedad, optar por la libertad y rechazar la pareja tradicional es incorporarse al proletariado emocional. Si la expresión de las necesidades afectivas solo se considera legítima en el marco de la pareja, ¿cómo construir una vida segura cuando todas nuestras relaciones íntimas deben ser “ligeras”, “divertidas”, “desenfadadas”? Por supuesto, y afortunadamente, tenemos en nuestras vidas otras fuentes de felicidad y afecto: amigos, familias, incluso animales.

Pero es urgente que nos neguemos a la separación forzosa del sexo y las emociones, que inventemos nuevas maneras de conectar, aparte de, por un lado, el amigo con derecho a roce que solo puede callarse y, por otro, el vínculo oficial que tiene todos los derechos, a veces incluso demasiados (a aislarnos del mundo, vigilarnos, leer nuestra correspondencia). Rechazar esta división entre la sexualidad y las emociones, que rebaja las experiencias humanas plenas y las transforma en semiexperiencias, que empaña los amores de vacaciones, los besos a medianoche y las pasiones más deliciosas, y los convierte automáticamente en sucedáneos de relación. Este combate se libra en todas partes, en las palabras que empleamos para hablar de nuestras experiencias sexuales, en las películas, los libros y los relatos que se construyen. Pero creo que empieza en cada uno de nosotros. Cuando escribía L’amour sous algorithme me di cuenta de que el combate debía comenzar en lo más profundo de mi ser. Para empezar, frente a la intromisión de las voces dentro de mi cabeza: lo que Bourdieu llama la violencia simbólica, la interiorizacion de la dominación. Unas voces que me repetían que nunca sería suficientemente guapa, suficientemente divertida, suficientemente nada para poderme expresar con plenitud. Todos tenemos esas voces, hombres y mujeres, porque todos hemos crecido en una sociedad que nos llama al orden de forma brutal desde niños siempre que no respondemos por completo a las normas de la feminidad o la masculinidad y, más tarde, de la pareja. “Me han hecho falta muchos años para vomitar todas las porquerías que me habían enseñado sobre mí mismo”, escribió James Baldwin, el poeta afroamericano, en relación con lo que había sufrido por ser negro en Estados Unidos en los años cuarenta.

Sin poder imaginarme los horrores que sufrió él, creo que podemos inspirarnos en su lucha. Aprender a no despreciar nuestras emociones cuando se salen de la norma. Decir nuestra verdad. Escribir esos mensajes. Levantar la cabeza del móvil, dejar de obsesionarnos con las luces verdes, los “visto”, las V azules de WhatsApp. ¿Les parece anecdótico? Nunca me cansaré de repetirlo: nuestra vida digital es nuestra verdadera vida. Levantar la cabeza del teléfono es levantar la cabeza, sin más".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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domingo, 16 de febrero de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Un nuevo campo de batalla


Dibujo de Eduardo Estrada para El País


"La coherencia no es la virtud más extendida en el género humano. ¿Cómo es posible que en muchos países los trabajadores voten a la extrema derecha o que los varones se sientan agredidos, pese a la evidencia de su posición hegemónica? -escribe en el Especial de este domingo el profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco-. Podríamos citar otras incoherencias en el actual paisaje político que llaman la atención: elitistas que ganan elecciones con un discurso contra las élites, líderes que apelan a la religión al tiempo que desprecian los valores más elementales del humanismo, también hay quien ha ganado la batalla contra el terrorismo y se presenta como derrotado…

Reflexionemos un momento sobre la primera contradicción. ¿A qué se debe esa nostalgia por un tipo de liderazgo viril del estilo del que representan Trump, Salvini, Abascal o Putin? ¿Podríamos explicar su éxito si no fuera porque, además de que son votados por los tradicionales reaccionarios de la derecha, resultan políticamente atractivos para amplias capas de la población, incluidos aquellos trabajadores que en su momento pudieron votar a los comunistas?

La primera explicación que se me ocurre tiene que ver con un mecanismo de compensación ante el desconcierto que produce la nueva reconfiguración de los papeles masculinos y femeninos, así como el avance de la lucha por la igualdad. Estamos en un momento histórico en el que se están volviendo a definir lo público y lo privado, la autosuficiencia y la dependencia, la soberanía y la cooperación, los principios y la negociación. En este contexto, el retorno del macho alfa o del cotidiano machirulo respondería a un intento de clarificación y vuelta a los patrones tradicionales. La dominación masculina se resiste a ceder y encuentra el sustento de amplias capas de la población que no saben cómo transitar hacia el nuevo reparto del territorio. El intento de conservar antiguos privilegios cuenta con el beneplácito de quienes se sienten inseguros en la nueva redefinición. Unos no saben cuál debe ser su nueva posición y otros lo saben demasiado bien y se resisten a ello. Porque no se negocia un simple reparto de tareas domésticas sino la definición de la propia identidad, algo que está produciendo nuevos perdedores y gente desconcertada e insegura.

El clásico combate por la igualdad mantenía la identidad de los combatientes, por lo que no resultaba demasiado desconcertante; ahora se discute también qué significa la masculinidad, en torno a las variantes de feminismo y la diversidad sexual. No es un combate de estereotipos sino contra ellos, porque el modo como el género se traduce en un estilo hace ya mucho tiempo que explotó en una variedad inclasificable. La cuestión es cómo equilibramos valores como el cuidado, la eficacia o la protección cuando ya no están asociados a ningún género en exclusiva.

Explicar los comportamientos sociales apelando a una incoherencia de los actores resulta demasiado fácil; es un modo de renunciar a entenderlos y, en su caso, a combatirlos adecuadamente. El caso de los trabajadores que votan a la extrema derecha tiene que ver concretamente con categorías simbólicas que actúan en el trasfondo de ciertos comportamientos elementales del ser humano. En su magna obra La distinction el sociólogo francés Pierre Bourdieu estudiaba con detalle hasta qué punto las clases populares han sido más rigoristas en lo que atañe a la sexualidad y a la división del trabajo entre los sexos, mientras que ese tipo de diferencias tiende a atenuarse a medida que se asciende en la escala social. En la clase dominante —señala Bourdieu a partir de diversas encuestas sociológicas— las mujeres tienden a atribuirse las prerrogativas mas típicamente masculinas, como fumar o vestir de modo garçon, mientras que los hombres no dudan en reconocer intereses y disposiciones en materia de gusto que los expondrían a pasar por afeminados, como pudiera ser un interés por la moda y algunas manifestaciones culturales. En este contexto no tiene nada de extraño que los trabajadores hayan considerado a las élites como burguesas y afeminadas; sus modales, su cosmopolitismo y su diplomacia aparecían en claro contraste con la fuerza y virilidad de quienes, como los trabajadores del campo o industriales, tienen una experiencia concreta de confrontación con el mundo material. En buena medida este antagonismo se reproduce hoy en el que enfrenta a globalistas y nativistas, con todos los atributos que podemos asociar a sus respectivas culturas políticas, sus diferentes estilos de comunicación y protección. En Francia un liderazgo como el de Macron, aunque solo sea implícitamente, recuerda al tipo de cosmopolitismo feminizante de ciertas élites y la circunstancia de que esté casado con una mujer mucho mayor que él no hace sino reforzar la “sospecha” acerca de su virilidad. En contraposición, Marine Le Pen aparece con todos los atributos de la masculinidad y esta puede ser la razón de que obtenga tantos apoyos electorales en los barrios obreros.

El capitalismo financiarizado implica, por así decirlo, una desmasculinización del trabajo. El momento reaccionario que vive hoy la América de Trump puede entenderse como una reacción a este fenómeno y responde muy adecuadamente al deseo de recuperar el contacto con la cultura material. Así lo plantea un filósofo como Matthew Crawford, que reivindica, frente al capitalismo de casino y la economía especulativa, el mundo industrial e incluso artesanal, tan propio de cierta cultura americana. Él mismo se define como un filósofo y reparador de motos, al tiempo que defiende un estilo de vida que conecta con el imaginario popular de la sociedad americana, tal como es presentado, por ejemplo, en esos programas de la televisión protagonizados por tipos duros y generosos, que ensalzan el bricolaje, la solidaridad vecinal y la lucha por la supervivencia en medio de una naturaleza hostil.

Mi conclusión de esta pequeña teoría del machirulo es que nos encontramos en un nuevo campo de batalla que tenemos que diagnosticar adecuadamente; no es exactamente una lucha de géneros, tampoco se trata del clásico combate por la igualdad, sino la confrontación de tipos de poder y valores tradicionalmente asociados a los hombres y las mujeres. De ahí también que surjan combinaciones insólitas, incomprensibles desde nuestras viejas clasificaciones de la realidad. No estamos solo ante la tarea de luchar contra unos extremistas o convencer a electorados confusos sino también y fundamentalmente en medio de una gran transición en la que rivalizan culturas políticas diferentes, modos de concebir el gobierno, tipos de liderazgo, valores, maneras de comunicación y mando, estilos emocionales y formas de entender la protección. Aquí se libra una contienda que a mi juicio será más decisiva que la estereotipada contraposición entre la izquierda y la derecha".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.




El profesor Daniel Innerarity


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viernes, 24 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Infancia eterna





"Pasé mi infancia y adolescencia intentando comprender ese gran misterio de la vida, -comenta en el A vuelapluma de hoy la escritora Laura Freixas-. A ese misterio, por ­entonces –años sesenta, ­setenta– se le llamaba “de dónde vienen los niños”. Un día mi padre, de­cidido a ­pasar el mal trago, se sentó con­migo y me lo explicó en diez minutos.

Lo entendí perfectamente, como habría entendido el funcionamiento de un destornillador o un abrelatas; sólo que no era eso lo que yo quería saber. Estaba muy bien, sí, conocer la mecánica del asunto, pero lo que yo quería entender era otra cosa. Algo tan complicado como ordenar el puzle desconcertante que componían Simplemente María, Playboy , el barrio chino, el mandato de virginidad para las chicas, el miedo a la violación, el consultorio de Elena Francis, La vie en rose, los cursillos prematrimoniales, las bodas de penalti, los guiños de los hombres cuando se les preguntaba cuántos hijos tenían y contestaban “dos... que yo sepa”... y así, hasta un millar de piezas. Lo que yo quería entender, en suma, era qué sentido tenía todo aquello. Y por cierto, si había alguien que yo no quería que me lo explicara, era mi padre. O mi madre. Entre otras cosas, porque tenía clarísimo –antes de saber formularlo con palabras– que la sexualidad es lo que nos hace personas adultas, autónomas, desgajadas de nuestra familia.

Y todo eso que yo necesitaba entender, ¿dónde aprenderlo? La escuela habría sido lo mejor: un entorno neutro, aséptico, con adultos ajenos a nosotras. Pero parece que no hay manera de que se implante en España, con normalidad, la educación afectiva y sexual. En vez de avanzar en ese campo, como habría sido de esperar, resulta que retrocedemos: ahora la derecha quiere dar a los padres el poder de impedir, mediante el pin parental , que sus hijas e hijos reciban esa enseñanza. Curiosamente, no se atreven a discutir sus contenidos –¿será que no quieren reconocer lo que de verdad piensan del tema? ¿será que sus ideas les avergüenzan?...– y prefieren rechazarlo sin explicaciones, esgrimiendo un supuesto derecho de los padres a elegir la educación de sus hijas e hijos. Como si estos no fueran personas con sus propios derechos: el derecho a saber, el derecho a entender una dimensión fundamental de su persona, el derecho a escoger cómo desarrollarla. En vez de eso algunos padres quieren, por lo visto, una inocente escuela Pin y Pon que mantenga a sus criaturas en una eterna infancia".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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sábado, 18 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Querrás tragártela enterita



Fotograma de la serie Sex Education, de Netflix


'Sex Education', comenta la escritora Nuria Labari en el A vuelapluma de hoy,   es una serie de televisión mucho más moderna que la burda y zafia publicidad que la promueve, y es una pena, porque no se la merece. 

"El Círculo de Bellas Artes de Madrid -comienza diciendo Labari- ha amanecido cubierto con esta ocurrente frase de la campaña para la serie de Netflix Sex Education. El juego de palabras es muy divertido porque no sabemos si se refiere a una serie o a una polla. Y eso hace gracia.

Yo paseo por la calle y recibo esta sentencia desde mi cuerpo de mujer como una orden. No solo desde la acera por la que camino sino también desde mi smartphone, porque la frase corre como la pólvora en las redes sociales. Me llega en media hora por cuatro grupos de WhatsApp distintos. Debo confesar que no me queda claro si la palabra “querrás” funciona en esta oración como imperativo o como presagio sobre mi voluntad. En todo caso, en ambos escenarios termino tragando. Eso es muy de mujer. Lo de tragar, digo. Primero en la cama y luego donde toque. Tragar series, digo.

La ocurrencia no es casual y tiene que ver con una concepción muy arraigada respecto de qué actitud sexual se presupone de un hombre y de una mujer. A nosotras se nos supone pasivas y a ellos, nuestros opuestos complementarios, sujetos activos siempre dispuestos para la acción. Y por acción, en este obsoleto modelo, entendemos penetración. Por eso el anuncio funciona, porque conecta con el imaginario sexual colectivo. Que, si bien empieza en la cama, se ha extendido, durante siglos, a muchas otras esferas. Así, las mujeres hemos sido excluidas de muchas actividades culturalmente inapropiadas para nuestra condición. Igual que los hombres han sido obligatoriamente incluidos en otras en nombre de su hombría, como ir obligatoriamente a la guerra durante siglos, por ejemplo. Porque un hombre lo ha de ser de la batalla a la cama.

Por eso marchito cuando asisto al éxito de la última campaña de Netflix, bañando de viejas convenciones sexuales las modernas redes sociales. Hay muchas más frases ocurrentes, a parte de la ya citada, en esta campaña de marketing. Todas, eso sí, basadas en el mismo y obsoleto modelo. Aquí va otra buena. “La realidad supera a la fricción”. ¿Qué realidad? ¿Qué clase de sexo es el que supera la fricción? Poca realidad conocen los que han redactado esta sentencia.

El problema es que según esta gramática sexual, los hombres avanzan siempre hacia la penetración y nuestra es la responsabilidad de pararlos cuando sea menester. Por eso es tan importante gritar no muy alto y muy claro cuando no queramos ser penetradas, no vaya a ser que nos violen sin querer.

Sin embargo, el hecho cierto es que las relaciones sexuales entre hombres y mujeres no son como nos venimos imaginando. En realidad, nuestros sexos son física y científicamente bastante parecidos y se comportan de manera semejante. Por desgracia, la investigación que lo demuestra no comenzó hasta 1998 y sus resultados no se publicarían hasta 2005. Fue entonces cuando el estudio de la doctora Helen E. O’Connell descubrió al mundo que el clítoris de una mujer mide entre 7 y 10 centímetros siendo la parte visible, el glande del clítoris, el vértice de donde parten dos pilares que se extienden hacia atrás y abrazan los costados vaginales. O’Connell demostró cómo todo el órgano se hincha y aumenta de tamaño con la estimulación, dado que el clítoris tiene erecciones cuando una chica se excita y se mantiene duro hasta el orgasmo. Es decir, que funciona exactamente igual que un glande. Deberíamos imaginar el acto sexual como el cuello de dos cisnes que se abrazan y se tensan y estallan cuando no pueden más, de placer. Imaginemos nuestras propias actitudes sexuales si pensáramos el sexo desde esta nueva imagen. La vida cambiaría mucho porque, tal y como señala Michu M. Sayal en su libro “Violación”: “La forma en que imaginamos algo influye en la forma en que existe en el mundo”. Así imaginamos el sexo, así será.

Y la campaña de Netflix ha venido a echar leña al fuego patriarcal. Una verdadera pena siendo que la serie va dirigida a un público adolescente, del que caben esperar nuevas actitudes y lenguajes. Mención especial merecen los mupis instalados en el metro de la capital en los que podemos leer “Cuidado para no introducir el _____ entre ______ y _______”. Otra vez el pene como centrito del mundo. O la frase de inicio de campaña que implica también a un macho empotrador: “Cuenca, te vamos a poner mirando a Netflix”.

Que moderno todo ¿no? Después de mucho buscar, encuentro una sola valla protagonizada por dos chicas. Suya es la frase más soft de toda la campaña, la más cursi. Ellas dicen: “Vamos a pasarlo genital”. Chupi, pirata, que es a lo máximo donde podemos llegar las chicas sin ayuda de un buen _____. Lo peor de todo es que la serie es mucho más moderna que esta burda publicidad que no merece. Una pena. Ahora ya solo pueden arreglarlo con lonas del mismo tamaño impresas con un mensaje claro: "El sexo patriarcal me como el _____".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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miércoles, 27 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Como acabar en el cuartelillo





A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellos tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy, escrito por el periodista Joaquín Luna,  en el que ironiza sobre el hecho de que algunos urólogos vayan diciendo que el sexo oral aconseja el uso de preservativo, y de que a causa de ello exista el riesgo de que el colectivo de españoles aprensivos monte un grupo de WhatsApp o una plataforma digital y cunda el pánico. 

"Todos tenemos algún conocido aprensivo -comienza diciendo Luna- dispuesto a recordarnos que el café que estamos bebiendo altera el riego cerebral, eleva el colesterol o rebaja el apetito.

En contra de su naturaleza, el aprensivo suele vivir muchos años y barrunto que muere el último, sobre todo si está casado, porque los casados siempre tienen obligaciones pendientes. Esperar que la niña se case y sea madre, terminar de pagar alguna hipoteca o ver al Euro­pa de nuevo en Primera División, un siglo más tarde.

El último aprensivo que saludé me alertó, con el altruismo característico de este tipo de personas, de que su urólogo le había comentado, de pasada, que el sexo oral tiene riesgos médicos y es aconsejable el empleo de un preservativo.

Yo, naturalmente, le vine a decir que los médicos son como los periodistas –hablamos por no callar– y traté de rebajar la credibilidad del comentario, del que espero un desmentido rotundo en las próximas horas si algún facultativo tiene la gentileza de leer esta columna y ya de paso estima a bien echar un capote humanitario a la humanidad.

Los urólogos no deberían hacer estos comentarios tan alegremente porque existe el riesgo de que el colectivo de españoles aprensivos monte un grupo de WhatsApp o una plataforma digital y cunda el pánico. O bien que un industrial profiláctico difunda una campaña en prensa, radio y televisión con el objetivo legítimo de subir las ventas.

A diferencia de las advertencias sobre el café, la carne roja o los yogures bífidos –o lo que sea–, el comentario no cayó en saco roto porque tiene su aquel. La medicina con fines preventivos nunca renuncia a asustar al personal en aras de la salud nacional y de paso la reducción del trabajo y el gasto sanitario.

Pero ¿y si los efectos de este tipo de palabras consiguen lo contrario?

Ya me veo las consultas de urgencias colapsadas por hombres de vida alegre que, a toro pasado, quieren garantizarse la integridad de su salud, a la par que su bienestar.

–Doctor, anoche disfruté mucho con mi novia de Burgos en el sofá...

¿Atenderían los servicios de urgencias las dudas de semejantes pacientes o les darían lo que vulgarmente decimos una patada en el culo? Sin descartar esa costumbre médica –y periodística– de deslegitimar al colega como el que silba.

Algo me dice que el paciente sería derivado conforme a algún protocolo. Derivado ¡al cuartelillo!".







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jueves, 10 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Eyaculadora



Fotografía de Getty Images


Desde una supuesta idiosincrasia sufridora, nos disculpamos por gozar. Yo no quiero fingir ni en lechos ni en tribunas, afirma la escritora Marta Sanz, habitual en este blog. Quiero ser mujer disfrutona y dialogante que no siente vergüenza ni de sus argumentos ni de sus orgasmos vertiginosos.

"En La mujer helada, -comienza diciendo Sanz-, escribe Annie Ernaux (1940): “Marine, que se ha acostado al menos con tres tíos, es una puta. Me preocupo, ¿no seré yo un poco puta, según ellos?”. Anne Sexton compone La balada de la masturbadora solitaria: “Dedo a dedo, ahora es mía. / No está tan lejos. Es mi encuentro. / La taño como a una campana. Me detengo / en la glorieta donde solías montarla. / (…) / De noche, sola, me caso con la cama”. Un poema de desamor a la vez es poema de dedos que tañen campanas en los rincones del cuerpo femenino. Anne Sexton se suicidó en 1974. Margaret Atwood en Alias Grace describe el sonambulismo erótico de una mujer que finge estar dormida al experimentar el orgasmo. No quiere parecer sucia. Cristina Fallarás escribe Mi vulva para la antología feminista Tsunami. Laurie Penny, nacida en los ochenta, frente al pudor, subraya lo abyecto. Hacer y decir. Decir para hacer sin estigmas.

Mi amigo Carlos —hay tres Carlos importantes en mi vida— y yo intercambiamos opiniones sobre lactancia, eyaculación, líquidos, pezones y disfunción eréctil. Comentamos los típicos asuntos de los que se habla por WhatsApp adornándolos con biberones, berenjenas o plantas del pie. Descubro que uno de mis sueños sería convertirme en eyaculadora precoz. Eyaculadora velocista con capacidad de regenerarse. Pertinaz, fácil, multiorgásmica, la antítesis de esa mujer que alcanza el clímax difícilmente o finge para complacer al otro paliando su propio aburrimiento deportivo. Frente al mito de la intensidad epifánica, místico éxtasis de santa Teresa, yo me pido disfrutar del orgasmo y eyacular precozmente con leve roce, mirada, soplidito, dedo tonto —o listo—, cruce de muslos, fabulación, retorcimiento de la costura de una braga, instante de amor verdadero. Eyacular, sin modestia ni moderación, sin esperar a nadie y vuelta a empezar. Con facilidad y alegría. Sin atender a historias bárbaras de clítoris alargados como si un clítoris visible y sensible fuese una cruz y no una alegría de la huerta.

Al expresar mi deseo de eyacular precozmente mientras chupeteo la pinza de cigala, busco como mujer cambiar el significado de lo obsceno, pornográfico, del humor inteligente y lo soez. De la narración de nuestro placer y de nuestro placer mismo. Modificar los códigos de cortesía. Cuáles son las palabras, temas y actitudes que ensucian mi boca y no la de un hombre. Quiero usar esas palabras y dominar los rituales de la conversación pública. Desparpajadamente. Morirme de gusto mientras hablo. Sin miedo. No lavarme nunca más la boca con agua y con jabón. La cortesía es problema lingüístico, y lo más maleducado y abyecto es, desde una supuesta autoridad profesoral y masculina, explicarle a una mujer, que peina canas y sabe latín, lo que ella en realidad ha querido decir. El mansplaining existe. Muchas aún nos disculpamos al hablar en público, como si robásemos un espacio que no es nuestro. También, desde una supuesta idiosincrasia sufridora, nos disculpamos por gozar. Yo no quiero fingir ni en lechos ni en tribunas. Quiero ser oradora que no tiembla como junco, y exhibe su risa y sus palabras sin tantas precauciones ante el escrutinio de licenciados Vidriera. Mujer disfrutona y dialogante que no siente vergüenza ni de sus argumentos ni de sus orgasmos vertiginosos. De contarlos para poderlos disfrutar sin culpa. Obscena y charlatana, hedonista y pensadora, eyaculadora precoz".





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sábado, 21 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] In porno veritas



La ex actriz porno Mia Khalifa


El autor del artículoFerrán Caballero, profesor de Filosofía,  reflexiona sobre la naturaleza de la pornografía y critica a quienes la denuncian como violenta explotación de la mujer. 

La discusión sobre el topless en las piscinas públicas, comienza diciendo Ferrán Caballero, en seguida dio paso a la prescripción del topless entre niñas preadolescentes. Se trataba, según leí, de evitar que el bikini de dos piezas erotizase el pecho femenino. Cabe preguntarse por qué.

La preocupación no venía de la mirada que ese pequeño e inútil sujetador pudiese suscitar en el bañista sino de la actitud que fomenta en las niñas. Se trataba, se trata, de educarlas para que conciban sus pechos en plena igualdad con los pechos masculinos. Sin carga erótica suplementaria. Es el mismo principio que alienta la campaña free the nipple contra la censura y por la libre exhibición del pecho femenino en las redes sociales. También esta campaña insiste en la comparación con el pecho masculino, demostrando hasta qué punto buena parte del feminismo ha hecho suya la convicción, asumamos que católica, de que lo erótico debe mantenerse oculto. Se permite e incluso se reivindica la libre exhibición del pecho femenino, pero a condición de deserotizarlo. Es una concepción equivocada tanto de lo erótico como de lo libre.

De entrada, porque los pechos no pueden (des)erotizarse a conveniencia de la última moda ideológica. Los pechos son eróticos por naturaleza. Han evolucionado para ser más grandes que los de nuestros lejanos parientes, precisamente para ser más atractivos para los hombres. Para ser indicadores de madurez sexual. Cuando se da, claro. Cuando todo lo que se da es una niña que insiste en llevar el sujetador del bikini, lo único que señalan es una niña que quiere parecer mayor. Cuando lo que se da es una madre empeñada en politizar el asunto, lo único que tenemos es una madre que quiere que las niñas sigan siendo niñas, quién sabe hasta cuándo.

Después, porque se percibe lo erótico como algo que esclaviza a la mujer y la convierte en objeto sexual al servicio del hombre. Esta es una visión muy pobre tanto de la naturaleza de eros como del hombre y que en pocos asuntos se hace tan manifiesta como en la discusión sobre la pornografía. Lo hemos vuelto a ver en reacción a una entrevista en la BBC a Mia Khalifa, ex actriz porno americano-libanesa, retirada y arrepentida, que se hizo famosa por rodar unas escenas con velo.

La entrevista es interesante por su denuncia de la industria y debería servir como advertencia a cualquier joven que, como ella, pretenda "hacer porno como su pequeño y sucio secreto". Pero todos sabemos que los debates sobre la industria suelen ser excusas para denunciar la pornografía y su naturaleza supuestamente violenta, explotadora y sexista. Por eso, aunque Khalifa asume "al 100%" la responsabilidad de sus errores, sus defensoras hacen con ella como suelen hacer con prostitutas e incluso azafatas: les niegan la libertad en nombre de la liberación. Si no pueden aceptar que estas mujeres sean libres es porque no pueden reconocerse en sus decisiones. Es un razonamiento equivocado pero comprensible, porque aunque la libertad propia parece evidente en la duda y en el arrepentimiento, la de los demás es siempre misteriosa. Uno puede explicar cualquier conducta del prójimo, como mal hacen ellas, como el resultado lógico y necesario de presiones sociales, prejuicios, etc. Y es así, con este paternalismo metafísico, como suelen hablar del porno, del que tienen una visión tan negativa que les resulta inconcebible que nadie en su sano juicio se dedique a él voluntariamente. Es algo que sólo explicarían el trauma o la coacción.

Es una postura tan injusta con el porno como con sus actores. Porque, contra quienes lo denuncian como violenta explotación sexual de la mujer, lo que muestra la mayoría de las escenas no es tanto el poder de la violencia masculina como su límite. Es habitual ver al hombre sobrepasado y a merced de unas pulsiones y de unas mujeres que es incapaz de controlar. E incluso en esas escenas violentas tan denunciadas, lo que empieza como agresión masculina suele terminar en una subversión de la relación de poder y en la restauración de la normalidad de la relación sexual, donde también la mujer satisface sus bajas pasiones y sus oscuras fantasías. El hombre que usa la violencia como último recurso para satisfacer sus impulsos se descubre ante una mujer deseosa y segura de sí misma y en una situación en la que se sigue haciendo lo que a ella le da la gana.

La libertad de las mujeres será invisible, pero su liberación es, de hecho, el argumento (implícito) de casi todas las escenas, donde la protagonista actúa descaradamente en contra de lo esperado, lo prohibido y lo establecido ante la estupefacción de todas y cada una de las figuras que se pretenden de autoridad. Principalmente, claro está, las masculinas. En pocos ámbitos es tan ridículo hablar de sexo débil como en este, donde es precisamente a través del sexo que la mujer toma el poder. En esto el porno es subversivo, y precisamente a esta subversión le debe Mia Khalifa su fama. El velo no hacía más que teatralizar la liberación, ¡antipatriarcal!, ante todo aquel que no finja ignorar la relación entre el velo islámico y la conducta sexual que se espera, que se exige, de sus portadoras. Es algo que no ignoraron los islamistas que la amenazaron y que no deberían ignorar las feministas que ahora pretenden defenderla.

Es algo que tampoco debería ocultarse cuando se discuten los efectos, digamos pedagógicos, de la pornografía. El porno no es más que caricatura de la naturaleza un poco grotesca y profundamente tragicómica de la sexualidad humana, y por eso las expectativas y frustraciones que genera sobre la vida sexual son sólo tan graves como las que generan las comedias románticas sobre el amor. Son las inevitables frustraciones de madurar para descubrir que ni el mundo ni las mujeres están obligados a satisfacer nuestros anhelos.

Es una lección desagradable y es normal que no quieran verla. Es la lección que tanto le costó aprender a Khalifa y que consiste en descubrir que la tan ansiada libertad tiene precio y unos efectos a menudo inesperados e indeseables. El intento de deserotizar los pechos no es más que un intento de infantilizar, de negar la naturaleza para olvidar que el verdadero peligro no viene de lo erótico o lo patriarcal sino de la inexorable impotencia de la libertad. Antes se entendía el topless, el free nipple, como un acto de empoderamiento de la mujer, que se exhibe libre y segura de sí misma, conocedora del efecto que provoca en los hombres y del poder que le confiere sobre ellos. Ahora se empeñan en deserotizar, en convertir a mujeres adultas en inocentes niñas que corretean en tetas por la playa, sin entender que eso las deja sin dominio sobre su cuerpo, su libertad y su poder.





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