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martes, 30 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Censura



Fotograma de la película Lo que el viento se llevó


La crisis aún en curso debiera hacernos recordar la recomendación procedente del siglo de las Luces, y aún antes de Locke: el conocimiento racional necesita acotar el objeto de conocimiento para proceder a su explicación, comenta en el A vuelapluma de hoy [La historia y la imagen. El País, 24/6/20] el historiador y catedrático de Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid, Antonio Elorza. 

"La crisis aún en curso debiera hacernos recordar muchas cosas, -comienza diciendo Elorza- y entre ellas la recomendación, procedente del siglo de las Luces, y aún antes de Locke, consistente en que el conocimiento racional necesita acotar el objeto de conocimiento para proceder a su explicación. La razón es como una antorcha que movemos en la oscuridad, o como la sonda del piloto en la navegación, que no puede ni debe iluminarlo todo, sino aquello que nos permite seguir caminando en la noche o navegando. La reflexión es aplicable a la difusión de la pandemia como explicación, y también como prevención. Atengámonos al “análisis concreto de la realidad concreta” (Lenin). La amalgama es siempre gratificante para el que la utiliza, pero solo lleva a la confusión. Así es cierto que la actual catástrofe nos invita a afrontar los gravísimos problemas de conservación de la naturaleza y del propio planeta, pero la expansión mortífera de la covid-19 no tiene nada que ver con eso, sino con la supervivencia de usos alimentarios arcaicos en un país desarrollado, para el caso China, en el marco de la mundialización de los transportes. Las costumbres chinas de consumir bichejos sin el menor control sanitario, como la de origen mágico que extingue los rinocerontes por la estimación de sus cuernos, implican un asalto a la naturaleza, solo que de carácter bien distinto al asalto que llevan a cabo los grandes países por productivismo, China incluida. La ceguera al ignorar la recomendación ilustrada tiene esos efectos y parece que seguirá teniéndolos.

El precepto debiera ser aplicado a otros fenómenos de nuestros días, sobre los cuales tiende a practicarse una aproximación unilateral, basada también en generalizaciones. Por supuesto, la prohibición de Lo que el viento se llevó tiene que ver con la vocación censoria que está acompañando a los movimientos reivindicativos actuales. Acabar con lugares de memoria dedicados a organizaciones y figuras políticas siniestros resulta lógico. No tiene sentido que las estatuas de quien asoló el Congo, de nombre Leopoldo II, presidan el centro de Bruselas, ni que en Bolzano se mantenga una inscripción donde es celebrada la conquista de España por el fascismo italiano, ni que Madrid, por simple ignorancia, conserve su calle a Charles Maurras, fundador del fascismo francés. Hay, en cambio, personajes ambivalentes, donde coexistieron grandeza y crimen. Sin ir más lejos Napoleón. Y si para el nacionalismo indigenista resulta lógico derribar las estatuas de Cortés, aquí deberíamos hacerlo con el monumento al cura Hidalgo, héroe de la independencia mexicana, y perpetrador de auténticas matanzas de civiles españoles, como en la alhóndiga de Guanajuato. La única solución es no dejarse arrastrar por una motivación excluyente, o en todo caso recurrir a la imaginativa solución cubana para justificar la supervivencia de una estatua de Fernando VII.

Volviendo a Lo que el viento se llevó, lo que asimismo interesa recordar es que la imagen también fabrica la historia. Fundamentalmente dos películas, la citada y la anterior El nacimiento de una nación, crearon un relato destinado a perpetuarse, según el cual existió una cosa estupenda llamada Ku-klux Klan en la de Griffith, y una feliz esclavitud negra presidida por caballeros y besos de Clark Gable, en la de Fleming. Los efectos están a la vista en el presente sureño, sin alteraciones: idealización del pasado y discriminación racial. Para entenderlo, resulta útil acudir a la distinción de Hirsch entre significado (meaning) y significación (significance), elaborada a partir de la conocida entre denotación y connotación. El significado remite al contenido del mensaje, tal como se ofrece a nuestra comprensión, distante en lo que toca a las citadas películas, aun cuando percibamos un racismo de fondo no compartido, pero la significación nos lleva al otro lado del espejo, a la integración en un contexto dado, y fue obvio que tanto en el norte como en el sur de Estados Unidos, las peripecias de Escarlata O’Hara tuvieron otra lectura y otras consecuencias históricas. Asentaron una tradición. ¿Sería aceptable una película sobre la tierna existencia de un nazi en la Cracovia de Strindberg?

No ha sido un fenómeno exclusivamente americano. El franquismo trató de hacer algo parecido sin lograrlo, ya que Alba de América era un petardo infumable, y cuando quiso seguir otros caminos, con aceptación del público, como Locura de amor, e incluso Agustina de Aragón o La leona de Castilla, el mensaje político era ambiguo o contradictorio, ya que ensalzar la lucha del pueblo vinculaba estas últimas a pesar de todo con la República del 36, y no con el sistema de valores de Raza o A mí la legión. Y respecto de los totalitarismos, sucedió algo muy curioso con la filmografía de intención crítica: ha sido machacada la imagen del nazismo como el mal en la historia, hasta culminar en Malditos bastardos, pero se ha escapado casi indemne el fascismo italiano, visto como creación extemporánea de un personaje histriónico. Novecento fue otra cosa, pero sin apuntar al vértice, igual que su representación en clave humorística por una filmografía de izquierdas, atada desde pronto por el propósito de reconciliación nacional (La marcha sobre Roma, Años rugientes y El federal ). ¿Quién iba a tomarse en serio a fascistas como Gassman y Tognazzi?

Sin olvidar el encubrimiento desde el exterior de los crímenes contra la humanidad cometidos por Italia : La mandolina del capitán Corelli. Del exterminio en Etiopía nada, salvo el simpático canto Facetta nera. Un olvido feliz generalizado. Claro que hubo excepciones, de La larga noche del 43 y El jardín de los Finzi Contini hasta la magistral Una giornata particolare, aunque siempre cortado el puente con el neofascismo desestabilizador de los setenta, cuyo enlace con el régimen de la Democracia Cristiana y la mafia apuntó Sorrentino en Il divo. Pensemos en la distancia entre la denuncia de Vincere y la subjetivación del caso Moro en Buenas días noche, ambas de Bellocchio, Las películas-documentales no cubrieron eficazmente el vacío y el lujoso chafarrinón del mismo Sorrentino sobre Berlusconi muestra que la confusión persiste. La distinción de Hirsch recuerda su operatividad. ¿Tendrá todo esto algo que ver con el ascenso de Salvini, y sobre todo de los Fratelli d’Italia de la Meloni ?

Puestos a encubrir con brillantez, Bertolucci lo logró con gran éxito en El último emperador. La China imperial agonizaba con su protagonista y la Revolución cultural se limitaba a ejercicios humanistas de reeducación. Nada peligroso. Excelentes películas chinas post Mao, como Vivir y La cometa azul, profundizaron en la significación del maoísmo, pero esto se ha acabado, y persiste su imagen, similar a la del fascismo, a modo de episodio exótico orquestado por un megalómano. Fue olvidada su dimensión nacionalista e imperialista, anclada en una mitología del pasado. A diferencia de Lenin, Mao se consideró descendiente de los emperadores (justo al hablar de Pu-Yi). Así como hubo una línea roja Zarismo-Stalin-Putin, la hay imperio del medio-Mao- Xi Jinping, solo que ahora la hegemonía agresiva no tiene por blanco la URSS, sino el resto del mundo. La imagen exterior seguirá correspondiendo a Las dagas voladoras".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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martes, 17 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Las fronteras de Internet



Fotografía de la Agencia de Seguridad de Internet en Corea (AFP)


Poco a poco -comenta en el A vuelapluma de hoy la escritora y periodista Ana Fuentes- el mundo digital se va pareciendo más a un conjunto de entornos aislados, controlados por un puñado de actores públicos y privados, donde los usuarios interactúan hasta donde pueden.

"En Rusia -comienza diciendo Fuentes- acaba de entrar en vigor la llamada Ley de Internet Soberana, que permite que el organismo que vigila a los medios, el Roskomnadzor, pueda bloquear todo contenido que considere sospechoso. No se necesita ni orden judicial ni pedir permiso a los proveedores de telecomunicaciones. En caso de “emergencia” (circunstancia que será determinada por el Kremlin), se puede dejar al país literalmente desconectado del resto del mundo. El presidente Putin está obsesionado con poder tirar del enchufe si lo necesita. Asegura que quiere evitar ciberataques, pero no olvida las movilizaciones online de 2011, cuando los internautas rusos colgaron en redes sociales documentos que probaban irregularidades en las elecciones. Entonces se tomaron las represalias habituales: detenciones, bloqueo de páginas, más censura. Ahora se quiere poner toda la infraestructura bajo control político.

Internet nació como una promesa de libertad y apertura. Pero 30 años más tarde el paradigma está en riesgo. La Red se ha ido haciendo más rápida y más barata, aunque no más libre. Le ha abierto ventanas al mundo a millones de personas y ha contribuido al desarrollo económico, si bien eso se ve amenazado por una creciente opacidad. Poco a poco el mundo digital se va pareciendo más a un conjunto de entornos aislados, controlados por un puñado de actores públicos y privados, donde los usuarios interactúan hasta donde pueden. Rusia fue uno de los países que en 2010 se plantaron en una agencia de la ONU para pedir fronteras soberanas en el mundo digital. No lo consiguieron.

Desde entonces se han ido inspirando en el modelo chino, el Internet autónomo y controlado por excelencia. Hay otros países con un Internet aislado, como Corea del Norte o Bielorrusia, pero no son representativos: China ha conseguido una Red censurada pero potentísima y con vida propia al mismo tiempo. Tiene sus propios buscadores, sus propias Apps, y una Gran Muralla digital que elimina el acceso a contenidos prohibidos desde mediados de los noventa. Muchas páginas extranjeras están bloqueadas, al igual que las informaciones sobre episodios históricos como la matanza de Tiananmen. A los usuarios se les exigen sus datos reales en redes sociales y los gigantes tecnológicos como Alibaba o Tencent, aunque sean independientes financieramente, mantienen una relación estrecha con el Partido Comunista Chino y su aparato de seguridad. La contrapartida es que en ningún otro punto del planeta se da una cultura online tan ingeniosa para hablar de lo prohibido.

La decadencia de la Red no viene solo de los sistemas autoritarios. Estados Unidos aplica la hipervigilancia a sus ciudadanos, como demostró Edward Snowden con sus revelaciones sobre la NSA. Otros Gobiernos están aumentando el control, aunque lo disfracen de lucha contra la desinformación. Y, pese a todo, solo podemos confiar en Occidente para dar un golpe de timón que redirija el rumbo de Internet".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








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domingo, 25 de agosto de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] Érase una vez...



El rapero C. Tangana


No olvidemos, volviendo a Tangana, que el arte es una finalidad sin fin y no un catecismo para la educación de almas bellas, escribe Manuel Arias Maldonado, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Málaga, comentado el acoso mediático al tenor Plácido Domingo y al rapero C. Tangana.
La novena película de Quentin Tarantino, que acaba de llegar a las salas, comienza diciendo el profesor Maldonado, se sitúa en un momento decisivo del pasado siglo: aquél en que el sueño de la contracultura hippie se da de bruces con una realidad brutal. Tras el asesinato de Sharon Tate y sus amigos a manos de la secta de Charles Manson, pudo afirmarse con propiedad que la fiesta ha terminado. Todavía durante los años 70 se mantuvo algo del espíritu emancipador de la segunda posguerra, pero cuando Antonioni filma la destrucción de la civilización americana en los desiertos californianos de Zabriskie Point no sabe hasta qué punto se trata del ocaso de su propio credo marcusiano: las cosas iban a cambiar.

Ahora bien: que cambiarían hasta el punto de que la izquierda aplauda la cancelación del concierto de C. Tangana en Bilbao invocando razones de moralidad pública o, en la misma semana, se lance a la yugular de Plácido Domingo a partir de un frágil conjunto de denuncias en su mayor parte anónimas, eso en cambio no podría haberlo anticipado nadie. Salta a la vista que en estos casos, al igual que en los precedentes y en los que puedan seguirles, se ponen en entredicho dos principios esenciales de la sociedad liberal-democrática: el ejercicio de la libertad de expresión y la vigencia de la presunción de inocencia. ¡Ahí es nada! Pero nótese que la libertad de palabra que se niega al cantante, so pretexto de su sobrenatural capacidad para pervertir a los jóvenes al modo de un Sócrates que hubiera aprendido a cantar trap, es entregada sin filtros periodísticos ni judiciales a un puñado de denunciantes anónimas que carecen de prueba alguna y sin embargo poseen la facultad de arruinar reputaciones.

Quien esto escribe ignora si Plácido Domingo es culpable de algo, pero se niega a aceptar que la manera de averiguarlo sea una campaña pública sin mediación judicial. Por desgracia, el debate sereno sobre estos asuntos es imposible y además será hipócrita mientras no aceptemos que el poder -¡también el poder de la belleza!- no solo puede abusar sino que también atrae: no hay famoso que duerma solo. Es sin duda benéfico que cambien algunas de las normas no escritas que venían regulando las relaciones hombre-mujer; no lo es que sustituyamos el imperio de la ley por la difamación anónima. Ni que olvidemos, volviendo a Tangana, que el arte es una finalidad sin fin y no un catecismo para la educación de almas bellas.






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sábado, 22 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Intimidades





Hablo hoy de intimidades de nuevo, pero no de las que comentaba hace unos días en relación con el psiquiatra y académico de la Lengua, Carlos Castilla del Pino, sino de las barbaridades que se perpetran a veces, quizá con la mejor intención, aunque como dice el refrán, el infierno está empedrado de buenas intenciones. Me refiero a la decisión tomada de manera cautelar por la Universidad de Alicante sobre el nombre de una persona que aparece en el sumario del Consejo de Guerra que condenó a muerte al poeta Miguel Hernández en 1940.

La Universidad de Alicante ha tomado la decisión de forma cautelar, que es la forma en que murieron muchos republicanos cuya memoria tampoco se hizo pública, escribe en El País el historiador Jorge M. Reverte.

El secretario del consejo de guerra que sentenció a muerte al poeta Miguel Hernández se llamaba Antonio Luis Baena Tocón y era alférez en el ejército franquista, comienza diciendo Reverte. Al menos, así se llamaba hasta ahora, porque la Universidad de Alicante ha accedido a eliminar su nombre de dos artículos en formato digital del profesor Juan Antonio Ríos Carratalá sobre el asunto. La decisión de la UA se ha tomado a petición del hijo de Baena Tocón, amparándose en la ley de protección de datos. Al parecer, según él y según ha aceptado la universidad, la acción de Baena Tocón era de carácter íntimo.

No está mal lo de la universidad, sobre todo porque abre una enorme posibilidad de intimidades de muchas clases, empezando por la violencia de género. ¿Cabe, por ejemplo, un acto más íntimo que matar a una mujer en un bosque después de violarla? Y no digamos si el asesinato se comete en la habitación conyugal.

Ya era hora de que se pusiera fin a tanto atropello. Antonio Luis Baena Tocón no hacía otra cosa que realizar en la intimidad un oficio que se exigía para que un juicio fuera legal en los tiempos íntimos del franquismo más virulento de la posguerra. La universidad ha tomado la decisión de forma cautelar, que es la forma en que murieron muchos republicanos cuya memoria tampoco se hizo pública. En algunos casos fue tan respetuoso el franquismo con los muertos, que no dijo ni en qué cuneta los tiraban.

Pero volvamos a lo contemporáneo. Vox ha descubierto en Andalucía, y el PP y Ciudadanos pueden ayudarle en el resto de España, la violencia “intrafamiliar”, que no tiene nada que ver con el machismo, como sabemos todos, y las muertas mejor que nadie. Es buena idea lo de las acciones íntimas. Si borramos los nombres de los asesinos, y decimos que se realizaron en la intimidad, se acabó el machismo como problema. Igual que se puede acabar el franquismo como problema, porque, dejando de lado al dictador asesino, nadie va a aparecer en los libros de Historia en relación con los crímenes cometidos durante la posguerra civil.

Atentos, pues, a lo que decida la UA dentro de un tiempo. Su decisión puede ser el momento que marque el comienzo de una nueva era indudablemente más feliz: España sin Historia ni machismo.

No estaría de más saber los nombres de quienes han tomado la decisión en la UA. ¿O era un acto íntimo?



Miguel Hernández en el frente, 1936



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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sábado, 24 de marzo de 2018

[PENSAMIENTO] El laberinto de la libertad (III)





El profesor Arias Maldonado culmina con esta de hoy la serie de entregas que ha ido dedicando estas semanas en su blog Torre de Marfil (Revista de Libros), que Desde el trópico de Cáncer ha reproducido con enorme satisfacción y que pueden leer en las entradas correspondientes de los días 2 y 13 de marzo, al asunto de los límites de la libertad de expresión, y por ende, de eso que hemos dado en llamar el laberinto de la libertad, del que la de expresión es su pilar fundamental.

Tal como corresponde a una sociedad cada vez más agonista, comienza diciendo Maldonado, cuyas dinámicas de atención siguen el ritmo sincopado de las redes sociales, el intenso debate público sobre los límites de la libertad de expresión se ha interrumpido bruscamente: ya no hablamos de Pablo Hásel ni de Valtonyc. O mejor dicho, el debate ha pasado a segundo plano ante la irrupción de otros Grandes Acontecimientos, todo ello mientras la vida sigue su curso fuera de la burbuja digital. Pero nada de eso va a impedirnos poner fin a esta serie, dedicada al problema de lo que puede decirse y lo que no en la esfera pública de las democracias contemporáneas. Y, con un poco de suerte, el asunto volverá a los titulares a finales de semana.

Sería injusto, bien pensado, no mencionar un pequeño episodio reciente que guarda relación con nuestro tema. A saber: la multa impuesta por la Federación Inglesa de Fútbol a Pep Guardiola, entrenador del Manchester City, por lucir en su solapa el lazo amarillo que, en la cosmovisión nacionalista, equivale a la petición de libertad para los así llamados «presos políticos» que esperan juicio mientras se instruye su caso en la Audiencia Nacional. La política de la asociación británica estipula que ni entrenadores ni futbolistas podrán emitir «mensajes políticos» como el encapsulado en el lazo de marras. Guardiola se ha defendido de forma desconcertante ante quienes lo acusan de doble moral por callar ante los déficits democráticos del país que en la práctica le paga el sueldo, Abu Dabi, diciendo que cada sociedad decide cómo quiere vivir y su tarea es garantizar que España siga siendo una democracia. Es desconcertante, porque no se recuerda que nadie haya preguntado nunca a los habitantes de Abu Dabi cómo quieren vivir y porque los llamados «presos políticos» han violado el orden constitucional y democrático español, graves delitos que poco tienen que ver con la libertad de opinión.

En todo caso, lo que interesa del caso es el tipo de afirmación que realiza Guardiola cuando habla de los «presos políticos»; que es, por cierto, la misma que hacía Santiago Sierra en el cuadro que fue retirado de ARCO. Lo que está diciéndose, en una palabra, es que en España se encarcela a los disidentes políticos. Esto es una falsedad constatable con las leyes vigentes en la mano, pero una falsedad que se difunde con rapidez y produce en quienes se adhieren a ella benéficos efectos emocionales. En lo que aquí nos ocupa, es claro que la Federación Inglesa de Fútbol está aplicando el principio de neutralidad con objeto de evitar la instrumentalización política de un deporte de masas que pertenece a la categoría del entretenimiento. Nada nos dice, pues, sobre la conveniencia de que una opinión así pueda ser emitida por cualquiera y en cualquier momento. Pero el asunto ofrece un ángulo inesperado si tenemos en cuenta un matiz de la jurisprudencia constitucional alemana, cuya legislación y práctica sobre la materia traíamos a colación la semana pasada para ilustrar las diferencias entre los enfoques continental y anglosajón sobre la libertad de expresión.

El artículo 5 de la Ley Fundamental de Bonn protege la libertad de opinión, pero, como sucede en el caso de los «presos políticos» catalanes, salta a la vista que las opiniones se entremezclan a menudo con las afirmaciones factuales. Y éstas pueden ser verdaderas o falsas, así como tener su veracidad sometida a discusión. ¿Hasta qué punto ampara la libertad de opinión la afirmación de hechos falsos? La respuesta del Tribunal Constitucional alemán está en su sentencia sobre el negacionismo del Holocausto judío, donde se estipuló que las afirmaciones factuales no son ‒en sentido estricto‒ expresiones de opinión. Ya que, a diferencia de lo que sucede con las opiniones, un componente esencial de las afirmaciones factuales es la relación objetiva (u objetivable) entre la afirmación y la realidad, que es justamente lo que permite que podamos determinar su veracidad o falsedad. Eso no significa que las afirmaciones factuales queden fuera de la protección constitutional de la libertad de palabra, pero sí que esa protección no se extiende a aquellas afirmaciones factuales que no contribuyen a la formación «constitucional» de la opinión democrática. La libertad de expresión no ampara una afirmación factual que el opinante sabe falsa o que se ha demostrado falsa. Así sucede con la negación del Holocausto.

Si fuéramos estrictos, habríamos de incluir dentro de esa categoría la aseveración de que los secesionistas imputados son en realidad «presos políticos». Pero no somos estrictos y el mismísimo presidente del Parlamento de Cataluña puede emplear esa expresión en presencia de la cúpula del Poder Judicial en Cataluña, en el curso de un acto institucional, sin que se deduzca de ello consecuencia alguna. Nótese que esa afirmación supone acusar a los jueces de la Audiencia Nacional de prevaricación, si bien es dudoso que la mayoría de quienes manejan esa categoría en la esfera pública hayan descendido a ese nivel de detalle tipológico: más bien protestan contra una realidad que les disgusta. Santiago Sierra ni siquiera hace eso, sino que, como ya se señaló, hace un uso táctico de la libertad de expresión que anticipa la reacción de la opinión pública con objeto de producir un escándalo económicamente rentable. De alguna manera, en fin, el Tribunal Constitucional alemán está levantándose contra la famosa afirmación de Friedrich Nietzsche según la cual ya no existen hechos sino sólo interpretaciones. O, si se prefiere, está recordándonos que las interpretaciones deben hacerse sobre la base común y aceptada de los hechos demostrables, punto sobre el que había incidido ya Hannah Arendt en sus escritos sobre el tema. La singularidad de nuestra época estriba en que la tecnología digital multiplica la fuerza difusora de cualquier mensaje, lo que produce un doble efecto paradójico: incrementa el peligro de que circulen con normalidad las afirmaciones factuales demostrablemente falsas y dificulta sobremanera su persecución o ‒si se prefiere una aproximación más anglosajona‒ su derrota argumentativa. Y esto último debe tenerse en cuenta a la hora de diseñar cualquier política eficaz de regulación de la libertad de palabra.

¿Es hablar de presos políticos una afirmación factual palmariamente falsa que socava las bases de la formación constitucional de la opinión? Salta a la vista que esa posibilidad ni siquiera se plantea en España, donde la sensibilidad mayoritaria en estas materias se parece más a la anglosajona que a la alemana: nuestra cultura política está marcada por las restricciones de la libertad de opinión durante la dictadura franquista, y la sociedad alemana, con la mente puesta en el nazismo, presta más atención a la posible difusión de ideas tóxicas en contextos democráticos. Así lo demostraría la reciente ley federal que, aprobada no sin escándalo, obliga a los operadores digitales a borrar los mensajes que potencialmente incurran en un delito de odio; un odio que, se entiende, tampoco queda amparado por la libertad de palabra. Estas diferencias se ponen también de manifiesto en aquellos casos en los que la libertad expresiva se entreteje con el insulto o la ridiculización del adversario. En la jurisprudencia constitucional alemana, la legítima crítica política no abarca la denigración maliciosa que, expresada de manera despectiva, es marginal al mensaje político en cuestión o nada tiene que ver con él. De alguna manera está presumiéndose aquí que un debate enteramente civilizado es posible: como si las malas maneras no existiesen.

El caso de la caricatura del presidente de Baviera Franz-Josef Strauß, publicada en 1981, viene perfectamente al caso. La revista satírica alemana Konkret representó a Strauß con la figura de un cerdo que copulaba con otro cerdo, ataviado este último con una toga judicial. Al tratarse de una sátira, la caricatura estaba inicialmente cubierta por la protección constitucional de la libertad de expresión. Sin embargo, el Tribunal Constitucional concluyó que las características propias de la sátira ‒exageración, distorsión, alienación‒ se veían aquí sobrepujadas por el derecho a la propia dignidad. Su razonamiento podría tal vez aplicarse al caso de la portada del semanario satírico español El Jueves en la que el entonces príncipe de Asturias era representado mientras mantenía relaciones sexuales con su esposa, la reina Letizia. La intención de los caricaturistas en el caso Strauß, razonaban los jueces de Karlsruhe, no era otra que atacar la dignidad personal de la persona caricaturizada, como se demostraría en el hecho de que no usaran sus peculiaridades humanas, sino que subrayaran sus rasgos «bestiales» e hicieran uso de un aspecto de la vida personal ‒la conducta sexual  que forma parte del núcleo de la intimidad y es, por tanto, digna de protección. Dado que se trata de devaluar a la persona caricaturizada, de privarlo de su dignidad humana, concluía el Tribunal Constitucional alemán, semejante retrato no puede ser aprobado por un sistema legal que sitúa la dignidad del ser humano como su valor más elevado. Una cuestión de prioridades.

En Estados Unidos, la realidad jurídica ha solido ser muy diferente. Tomemos un caso relatado cinematográficamente por Milos Forman en su retrato de Larry Flynt, el editor de Hustler, que tiene claras concomitancias con el de Strauß. El conocido telepredicador Jerry Falwell fue representado en Hustler mientras tenía una cita sexual con su madre, borrachos ambos, en una letrina. Igual que en el caso alemán, esta parodia constituye antes un juicio de valor que una afirmación factual. Un tribunal inferior condenó a la revista por «infligir intencionadamente estrés emocional», causa que no exige demostración factual alguna. Pero el Tribunal Supremo anuló la condena invocando el estatus de Falwell como figura pública, que por definición supone una mayor exposición a la crítica en cualquiera de sus formas. Incluso una crítica desligada de todo apoyo factual encontraría así acomodo en la aproximación anglosajona a la libertad de expresión.

En cualquier caso, si atendemos a la realidad de la esfera pública contemporánea, nos encontramos con un panorama muy distinto al de primeros de los años ochenta. En esta breve serie se ha insistido en la necesidad de reconocer que la digitalización ha alterado las categorías con que ordenábamos el debate sobre la libertad de expresión. Ya se ha dicho que la capacidad de difusión de la falsedad se ha multiplicado; a eso hay que añadir la evidente degradación del debate público que trae consigo ‒por el momento‒ su democratización. Eso significa que la función moderadora de los viejos medios se ha debilitado, ampliándose, en cambio, la capacidad de influencia de los discursos situados en los extremos: ya sea por el contenido de los mensajes, por la forma en que se difunden, o por ambos motivos. Y aquí nos encontramos con el factor fundamental de la escala. Siendo la relación entre escala y democracia una vieja relación: si tenemos democracias representativas, es porque la escala de la sociedad moderna no admite ninguna otra posibilidad. En el terreno de la libertad de palabra, el cambio de escala viene dado por la generalización de una tecnología que nos convierte a todos en emisores. Quizá sea pronto para extraer conclusiones definitivas, pero si la proporción de los actos de comunicación malintencionados, deliberadamente falsos o vocacionalmente ofensivos aumentase de manera significativa en relación con el total, podríamos encontrarnos con un grave problema ambiental. Ya se ha apuntado más de una vez en este blog que la digitalización de la esfera pública parece estar provocando el desplazamiento de las esferas públicas liberales hacia el modelo agonista. Y, si bien la vitalidad cultural y política de las sociedades liberales necesita de ese excéntrico al que ya elogiase John Stuart Mill, pudiéndose decir lo mismo de eso que los anglosajones denominan un contrarian, figura pública caracterizada por su oposición a las visiones mayoritarias, mal podrían funcionar nuestras sociedades si todos fuéramos disidentes a tiempo completo.

Sucede que, al mismo tiempo, nuestras sociedades están experimentando un fenómeno que apunta en la dirección contraria y, de hecho, constituye un freno a la libertad de palabra: una hipersensibilización que puede entenderse como efecto de la convergencia de la doctrina de la corrección política y las políticas de la identidad. Ya hemos hablado aquí antes de esta tendencia, que proporciona a cualquier individuo o colectivo una herramienta insuperable para la presentación de demandas en la esfera pública: el victimismo. ¡Dame una víctima y moveré el mundo! Es evidente que la victimización universal plantea problemas para las víctimas particulares, objetivables, que ven devaluada su justa causa si su condición es apropiada por los demás y, con ello, frivolizada. En lo que aquí nos interesa, parece que cualquier argumento susceptible de ofender a alguien debe entenderse como literalmente impresentable. De manera asombrosa, esta susceptibilidad ha alcanzado incluso a Lolita, la novela de Vladimir Nabokov, acusada en este caso de promover una cosmovisión sexista y poseer, por tanto, efectos pedagógicos negativos. El hecho de que la novela sea narrada por un hombre enloquecido sobre cuyo relato de los hechos ha de sospecharse no parece tener la menor importancia; que hablemos de ficción literaria y no de un discurso moral prescriptivo, según parece, tampoco.

Nada más comprensible, pues, que sentirnos confundidos. La vulgarización del debate público, con el condigno aumento del discurso del odio y la mayor difusión de ideas que atentan contra los principios democráticos, coincide en el tiempo con la victimización identitaria y la hipersensibilización tribal. Todo ello facilitado por la digitalización del debate público y en el marco de una crisis democrática que conviene tomarse en serio. Por eso sugería en las entradas anteriores establecer una distinción entre las ideas incómodas (pero aceptables y, de hecho, necesarias) y peligrosas (por tanto, inaceptables), preguntándome de paso si las democracias liberales no debían convertirse, todas ellas, en democracias militantes. La distinción es delicadísima y no puede hacerse sino en atención a los casos concretos, a la manera de la jurisprudencia. Y lo mismo sucede con la colisión entre los derechos expresivos y los derechos de la personalidad: sólo cabe ponderarlos cuidadosamente. A su vez, esto significa que no puede aplicarse de manera automática ninguno de los marcos normativos disponibles. Uno, el que afirma, en todo caso, la primacía de la libertad de expresión, como si siguiéramos combatiendo a los totalitarismos de entreguerras y no hablásemos más bien de sociedades libertarias donde cada smartphone es un arma de realización narcisista. Otro, el que recomienda restringirla de manera fuerte, bien para evitar sentimientos de ofensa o en nombre de proyectos educativos abanderados por ideologías concretas (causa de los recelos provocados por Lolita).

Se hace, por tanto, necesario defender a la democracia pluralista de sí misma, o, si se prefiere, defenderla de las consecuencias del pluralismo beligerante. La dificultad es palmaria: no sólo disfrutamos cuando podemos acogernos espuriamente al estatuto de víctimas, sino que también lo hacemos cuando creemos luchar contra un poder injusto ante el que podemos rasgarnos las vestiduras en nombre de la libertad. ¡España es una dictadura! Bien, pero cualquier ciudadano español recordará los benéficos efectos que tuvo en su momento la Ley de Partidos que ilegalizó a Batasuna, pese a los temores que despertó entre los más acendrados defensores de la libertad de opinión. Estos últimos años están recordándonos algo que habíamos olvidado, a saber, cuán frágiles pueden ser los regímenes democráticos cuya existencia dábamos ya por supuesta. Defender la libertad de palabra a la manera tradicional es tentador, pero quizás incongruente. Ya no estamos en el mundo épico de antaño, donde una vanguardia trataba de garantizar la libertad; ahora esa libertad está generalizada ‒aunque pueda estar desigualmente distribuida‒, pero se ejerce con escaso sentido de la responsabilidad. Es decir: con escasa autoconciencia. ¿Cuándo vamos a dejar de hablar de libertad (en sentido romántico) para hablar de libertad (en sentido democrático)? Para que, por ejemplo, el artista que se lanza a emitir opiniones políticas a través de su arte haga un esfuerzo por conocer la realidad social y no confíe el contenido de su discurso a la mera «intuición» o a la visita de las musas.

Simultáneamente, empero, no vivimos en sociedades redondas y acabadas, sino en sociedades perfectibles que requieren de una esfera pública vibrante donde pueda hacerse política presentando visiones alternativas de la realidad. ¡Seguimos necesitando disidentes! Dicho esto, el ideal regulativo de la esfera pública siempre ha sido optimista acerca de las posibilidades del debate ordenado y racional. Si Jürgen Habermas habla de la fuerza del mejor argumento identificado en el marco de la deliberación pública, John Rawls se refiere al desacuerdo razonable y al deber de civilidad. En la práctica, el debate democrático no puede cumplir con esos estándares, aunque el ideal que representan tampoco admite reemplazo alguno. Obviamente, puede discutirse sin insultar ni injuriar; a menudo insultos e injurias no expresan más que un tribalismo moral carente de argumentos. Pero no parece fácil limitar su número, por aconsejable que resulte.

Sea como fuere, no parece que haya necesidad de crear nuevas categorías jurídicas para ordenar la esfera pública en la era digital. Basta con las existentes, derechos incluidos, ponderados con arreglo a las nuevas circunstancias. Porque una cosa es la imprescindible diversidad de opiniones y otra que aceptemos como opiniones lo que en realidad es otra cosa: la difusión deliberada de falsedades factuales, la incitación a la violencia, el ataque personal desligado de cualquier propósito argumentativo. Que nada de esto debería formar parte del debate democrático parece evidente; que seguirá formando parte del mismo también lo es. Pero seamos, al menos, conscientes de ello.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 13 de marzo de 2018

[PENSAMIENTO] El laberinto de la libertad (II)





Segunda entrega del profesor Arias Maldonado en Revista de Libros (la primera pueden pueden leerla si lo desean en este enlace) sobre el asunto de los límites de la libertad de expresión en las sociedades democráticas. Y promete una tercera...

La realidad puede moverse más rápido que el pensamiento, comienza diciendo el profesor Arias: si en la entrada anterior de este blog dejábamos en el aire varios interrogantes concernientes al ejercicio de la libertad de expresión en las sociedades democráticas, el tiempo transcurrido desde entonces nos ha traído nuevas noticias al respecto. Se trata de una efervescencia demostrativa de la actualidad del asunto, al menos en unas democracias occidentales sacudidas por el impacto casi simultáneo de la digitalización de las comunicaciones y los efectos de la crisis económica, entre ellos un despertar del populismo político certificado por los inquietantes resultados de las elecciones italianas del pasado domingo.

Por una parte, la Audiencia Nacional ha ratificado la condena contra el rapero Pablo Hásel por enaltecimiento del terrorismo, injurias y calumnias contra la Corona y las instituciones del Estado, por entenderse que adopta posiciones que van más allá de la protesta pacífica. Hásel, que ha reaccionado a la ratificación de su sentencia llamando «fascistas de mierda» a los jueces y anunciando que «jamás claudicará», habría traspasado esa línea en tuits en los que manifestaba su apoyo a miembros del grupo terrorista GRAPO o imputaba delitos de tortura y asesinato a las fuerzas de seguridad. Por otra, contrariamente, la tuitera Cassandra Vera ha sido absuelta por el Tribunal Supremo tras ser condenada en las instancias inferiores por enaltecimiento del terrorismo, tipo penal que se entendía contenido en sus chistes sobre el asesinato de Carrero Blanco en 1973. En este caso, la sentencia recuerda que no todo mensaje inaceptable es delictivo: lo decisivo está en los matices, que nos permiten distinguir entre mensajes que expresan animadversión o resentimiento y aquellos otros que supuran «un odio que incita a la comisión de delitos», sembrando «la semilla del enfrentamiento y erosionando los valores esenciales de la convivencia». Es un tipo de odio, este último, que los tribunales sí pueden perseguir penalmente con la legislación vigente en la mano.

Ahora bien, para que pueda aplicarse el delito de enaltecimiento del terrorismo ‒afirma el Tribunal Supremo‒, debe producirse una manifestación del discurso del odio que «propicie o aliente, aunque sea de manera indirecta, una situación de riesgo para las personas o derechos de terceros o para el propio sistema de libertades». Estaría alentándose, en otras palabras, una conducta criminal. Y ese fomento de las acciones terroristas no se produce, a ojos de los magistrados, en el caso de Cassandra Vera y sí, en cambio, en los de Pablo Hásel o el también rapero Valtonyc, cuyos versos comportarían ‒según la sentencia correspondiente‒ «una alabanza, no ya de los objetivos políticos, sino de los medios violentos empleados por las organizaciones terroristas y contienen una incitación a su reiteración». No se mide aquí cuál es la probabilidad de éxito que tendrán los versos de Valtonyc a la hora de convencer a los terroristas existentes o potenciales para que se lancen a la comisión de atentados, sino que se valora la peligrosidad de que esos mensajes se conviertan en expresiones normalizadas de la libertad de palabra. Y ello porque, tomados literalmente, suponen una incitación a la violencia.

Cuestión distinta es que quien emite esos mensajes fomente el terrorismo de manera figurada y no literal, una distinción que podría ampararse ‒al menos en el caso de los raperos‒ en el hecho de que está ejerciéndose la libertad artística. Ésta, de creer a sus practicantes, sería menos un subtipo de la libertad de expresión que una libertad superior que les permitiría ir más lejos que los demás ciudadanos en el empleo de sus potencialidades expresivas. Tal como se sugirió la semana pasada, el artista funcionaría como un visionario emancipado de constricciones en el uso de sus derechos: la libertad, y sólo la libertad, sería su signo distintivo. De tal manera que, si Marcel Duchamp hizo que un urinario fuese arte colocándolo en un museo, una frase de apoyo al GRAPO no sería una frase de apoyo al GRAPO si está incluida en una canción o, rizando el rizo, constituye el contenido de un tuit cuyo autor es un artista. Si esa misma frase hubiera sido tuiteada por un fontanero, la protección jurídica que le asiste podría verse reducida, por ser también inferior su estatuto moral. ¡Pista, que viene el artista!

Según The Economist, en línea con lo que advertía el diario El País recientemente, el aumento de las sentencias de este tipo indica que España padece un ataque de intolerancia. Los jueces, a los que atribuye exceso de celo conservador, estarían dañando la imagen de nuestra democracia ante el mundo en un momento político delicado. Pudiera ser, aunque ya vimos que los problemas que aquí se ponen sobre la mesa no pueden minusvalorarse ni resolverse mediante una genérica apelación a la primacía de la libertad de expresión: es necesario discutirlos en detalle y responder, o intentar responder, a los graves interrogantes que plantean en relación con el funcionamiento de la democracia liberal.

Ya se ha insinuado aquí: continuar aplicando el principio volteriano según el cual hemos de defender la libertad de otros de decir aquello que nos disgusta como si siguiésemos combatiendo el absolutismo monárquico quizá resulte un poco anacrónico. Diríase que, al menos en las democracias occidentales, las circunstancias han cambiado. Y la cuestión no sería tanto ganar libertades expresivas frente al Estado, cosa que, en cambio, sucede en los regímenes autoritarios y en los que experimentan regresiones iliberales, como gestionar la sobreabundancia expresiva con objeto de evitar que esta última dañe la convivencia democrática y refuerce la creciente conflictividad de unas sociedades que se nos antojan, ahora mismo, más agonistas que liberales. Eso no implica bajar la guardia ante las posibles extralimitaciones del Estado, pero no parece que se trate del principal problema de la esfera pública digital. El gran interrogante es si una sociedad democrática debe amparar cualquier uso de la libertad de expresión o, más bien, tiene que restringir algunos usos de ella para protegerse a sí misma. Pero no, claro, por integrismo democrático, sino con objeto de proteger los valores cuya realización justifica la superioridad de esta forma de organización política sobre otras: de la tolerancia a la autonomía, de la igualdad al autogobierno, sin olvidar la convivencia pacífica y el disfrute de mejores condiciones materiales de vida.

Pero, ¿es que acaso puede restringirse la libertad de expresión en nombre de la tolerancia o la autonomía personales? Claro que se puede. De hecho, la libertad de expresión no ha sido nunca absoluta, como no lo ha sido el ejercicio de casi ningún derecho: conocía ya limitaciones relativas al honor y la intimidad personales, a las que se han añadido recientemente las concernientes a las manifestaciones de odio contra grupos sociales concretos. No se trata de constricciones cuya delimitación sea siempre sencilla, ni que puedan desligarse de la evolución de las costumbres sociales: el escándalo de ayer es la rutina de hoy. Pero eso no suprime la principal dificultad que aquí se plantea cuando hablamos de proteger a la democracia de sí: la sutil distinción entre las ideas incómodas y las ideas peligrosas. La distinción no parece imposible: incómoda será aquella idea que atente contra las convicciones más o menos establecidas; peligrosa será la que socave los fundamentos del régimen democrático. O, lo que es igual, las ideas peligrosas serían aquellas que fomentan la destrucción de la democracia o el empleo de medios no democráticos para la persecución de fines políticos, mientras que las ideas incómodas desafían los valores dominantes, pero respetan el marco democrático. Sucede que el propio marco democrático ha cambiado con el tiempo, por ejemplo ampliando el rango de la participación política informal; y sucede, también, que la democracia se traicionaría a sí misma si impidiese defender la ida de que existen otros órdenes políticos concebibles. Ciertamente, no deja de apreciarse una cierta contradicción ‒acaso insalvable‒ en el hecho de que esas alternativas habrán de fructificar, llegado el caso, mediante procedimientos democráticos. Y claro, los enemigos de la democracia ‒a izquierda y derecha‒ no siempre se andan con tantos remilgos, de manera que las ideas peligrosas pueden defenderse como si fueran ideas incómodas, aprovechándose de la democracia para menoscabarla. Es lo que podríamos considerar un empleo táctico de la libertad de palabra. Algo parecido a lo que hizo Santiago Sierra, en clave mercantil, en su enésima provocación a cuenta de los llamados «presos políticos» del independentismo.

De ahí que la noción de la «democracia militante», o democracia que permanece atenta a su propia supervivencia ejerciendo la defensa activa de sus valores, no carezca de sentido. España, si atendemos a los pronunciamientos de nuestro Tribunal Constitucional, no lo es; Alemania, como veremos enseguida, sí. Y merece la pena cuestionarse si no habrá llegado el momento de que todas las democracias sean militantes en la defensa de sí mismas, no sea que, en momentos de turbulencia política, terminen por perder la vida «par délicatesse», como dice el verso de Rimbaud que cita con delectación el joven Michi Panero en El desencanto, la película de Jaime Chávarri. ¡Mejor militantes que inexistentes!

En el asunto que nos ocupa, la «militancia» de la democracia alemana ‒que elabora su Carta Fundamental en la segunda posguerra con la intención de diferenciarse del régimen nazi e impedir toda posibilidad de que algo parecido a aquello suceda otra vez‒ se muestra en la principal limitación que sufre el derecho a la libertad de palabra. Viene determinada esta última por el concepto del «Estado libre y democrático de Derecho», cuyo punto de partida es la posibilidad ‒memento Weimar‒ de que cualquier libertad, entre ellas la libertad de expresión, pueda ser empleada con el objetivo de abolir la libertad. De ahí que se conceda al gobierno la facultad de proteger los fundamentos del orden político. Tal como señala Winfried Brugger en su iluminador estudio sobre el tema, esto distingue a Alemania ‒y, en general, a la tradición continental‒ del más relativista concepto anglosajón de democracia, donde, de acuerdo con las palabras de Oliver Wendell Holmes, el famoso juez del Tribunal Supremo, las minorías podrían llegar a ser suprimidas por las mayorías:

Si, a largo plazo, las creencias expresadas en la dictadura proletaria llegan a ser aceptadas por las fuerzas dominantes de la comunidad política, el único significado de la libertad de palabra será darles su oportunidad y dejarlas prevalecer.

Algo que Alemania, allá por 1949, no tenía tan claro. La posición norteamericana, derivada de su texto constitucional, se deja ver en aquellos países donde la libertad de expresión encuentra menos restricciones, e incluso un ejercicio de la misma que incluya «discursos de odio» será generalmente aceptado; por el contrario, la posición alemana, compartida por los miembros del Consejo de Europa (incluida España) y Canadá, entre otros, considera que la libertad de expresión debe conocer algunas limitaciones, lo que incluye la protección de la dignidad e igualdad de quienes son objeto de esos discursos de odio. Nótese que, como se sugirió la semana pasada, se trata de ponderar el sentido de estas restricciones sea cual sea la orientación ideológica de las opiniones en juego, en lugar de limitarse a querer solo para nosotros la libertad que no querríamos conceder a otros. Ramón González Férriz recordaba hace poco que el pluralismo tiene que ver con la tolerancia, es decir, con la necesidad de aceptar la libre expresión de aquello que nos molesta, o entonces no es tal pluralismo. La dificultad estriba, de nuevo, en diferenciar entre lo incómodo y lo peligroso: entre lo que cabe dentro del pluralismo y lo que amenaza al pluralismo. En su contribución al número especial de la revista Prospect dedicado a las «guerras de la libertad de palabra», la activista pro-derechos humanos Afua Hirsch llamaba la atención sobre la necesidad de impedir la normalización de ciertas ideas bajo el pretexto del pluralismo democrático:

Tratar el racismo como una opinión como cualquier otra ‒como si se tratase de una visión alternativa que equilibrase el debate, no de un sistema de opresión‒ produce una suerte de amplificación cultural [de las ideas racistas].

Así es. Pero, ¿puede decirse lo mismo del nativismo que desearía restringir la inmigración por razones de pureza cultural? Seguramente no, por mucho que nos espante la propuesta. Distinguir lo incómodo de lo peligroso: he ahí una tarea permanente para las sociedades democráticas que no se despreocupan del contenido de las ideas que circulan en su interior. En caso de duda, habrá de prevalecer la libertad de palabra; dar por sentada prima facie esa prioridad, sin embargo, supone ignorar los conflictos que se producen en el interior del cuerpo democrático como efecto de la colisión entre sus valores nucleares. A pesar de los impecables principios que justifican este principio general, la salida es demasiado fácil y no se aleja tanto ‒en su espíritu‒ de la descrita cláusula de «excepción artística» que exime al artista de los deberes que rigen para el ciudadano común.

Por el contrario, es necesario enfrentarse al choque de valores y hacerlo en relación con casos concretos. Al Tribunal Constitucional alemán corresponde, así, decidir si el derecho de opinión prima sobre otros intereses constitucionales con los que puede entrar en conflicto: la dignidad y el honor, la igualdad y la protección de la infancia, la paz social y la civilidad. Ninguno de estos principios es absoluto; todos estos derechos y libertades se complementan mutuamente. Por eso, la priorización ‒que se lleva a cabo mediante una ponderación de los bienes en conflicto‒ es tan importante: son los matices de los que habla también nuestro Tribunal Supremo en la sentencia que absuelve a Cassandra Vera y que difieren de los que concurren en otros casos.

El problema es que los matices no caben en los titulares ni en los tuits. Podríamos incluso decir, parafraseando a Cesare Pavese, que los matices cansan. ¡A todos! Pero este tema, como tantos otros, no puede abordarse sin ellos: no pueden los jueces ni podemos los demás. Quien tenga la paciencia suficiente, se encontrará aquí con nuevos matices dentro de una semana, cuando trataremos de recoger los cabos que han ido quedando sueltos para bosquejar algunas conclusiones, siquiera tentativas, sobre un tema acerca del cual será, en todo caso, imposible ponerse de acuerdo.



El músico Pablo Hásel



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 4366
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