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domingo, 18 de marzo de 2018

[A VUELAPLUMA] Los idus de marzo





El pasado día 15, los "idus" de marzo, Juan Luis Cebrián, presidente de El País y del Comité Editorial del Grupo Prisa, escribía en ese diario un artículo sobre la publicación del libro De héroes y traidores por el que fuera consejero de la Generalidad de Cataluña, Santi Vila. El libro de Santi Vila, comenta Cebrián, es una purga de su corazón como respuesta a las afrentas de los suyos, o de los que un día lo fueron, que le tacharon pública y privadamente de cobarde y traidor por no sumarse a la Declaración Unilateral de Independencia de su gobierno. 

Hoy es el día de los idus de marzo, comienza diciendo Cebrián, una fecha que durante mucho tiempo estuvo dedicado en el calendario romano a las buenas noticias, hasta que el azar lo convirtiera en el día de los traidores, ya que César cayó asesinado en tal fecha por sus lugartenientes. Y no debe ser casual que el exconsejero de la Generalidad catalana Santi Vila, único dimisionario del último gobierno de Puigdemont, haya elegido esta misma semana para el lanzamiento de su libro De héroes y traidores, en el que desvela su memoria personal sobre la deriva independentista en la comunidad autónoma. De inmediato me atrajo el título del libro, y no tanto la personalidad del autor, al que por otra parte considero uno de las personas más respetables de cuantas han chapoteado en el charco de la política catalana. La Historia de la Traición, así con mayúsculas, se encuentra intrínsecamente ligada a la del poder y la evolución del contencioso catalán, según se narra en la obra, mucho tiene que ver con las desavenencias, agravios, perjurios y deslealtades que han corroído las filas del soberanismo. De modo que los idus de marzo constituyen la mejor ocasión para reflexionar sobre ello.

Tesis central del libro, con la que concuerdo, es que la falta de un pensamiento liberal en España es el origen de todos los desajustes en nuestra convivencia cada vez que tiene lugar un experimento democrático. Pero la simple narración de los hechos recientes pone de relieve que el fracaso del procès, que amenaza ahora con producir un retroceso general en la calidad de nuestra democracia, tiene mucho más que ver con las manías, obsesiones, y ambiciones desmesuradas de un puñado de líderes mediocres, que con la flagrante ausencia de un proyecto político para Cataluña en manos de los independentistas. A mi ver la obra de Vila es sobre todo una purga de su corazón como respuesta a las afrentas de los suyos, o de los que un día lo fueron, que le tacharon pública y privadamente de cobarde y traidor por no sumarse a una Declaración Unilateral de Independencia (DUI). Trata por su parte, en cierta medida, de exculpar a unos y otros protagonistas, ni traidores ni héroes, o quizá las dos cosas según las circunstancias y momentos, dando a entender que la lucha entre los ideales y lo posible justificaría los despropósitos cometidos por sus compañeros de viaje. Sus intentos de reivindicar personalmente a Puigdemont, presentándole como un prisionero de las circunstancias, a Mas, como el político realista desbordado por los acontecimientos, o al propio Pujol, cuya codicia criminal estaría compensada por sus aciertos en la gobernación, forman parte por lo demás de un argumentario puesto al día por muchos líderes del separatismo catalán, que exhiben su condición de buenas personas, como si eso les eximiera de las responsabilidades penales. “Soy un buen hombre”, le dijo Oriol Junqueras al magistrado Llarena, como si lo que se juzgara fuera su condición moral y no su vulneración de las leyes. Tales actitudes, que algunos califican de ingenuas, son en realidad una demostración del pensamiento pre-político y casi medieval de quienes las ejercen. En según qué casos pueden ser también la prueba de un ánimo pusilánime a la hora de afrontar las consecuencias de los propios actos.

La traición es el quebranto de la lealtad debida, y también la ingratitud de los amigos, de la que obviamente se duele Vila. Pero es igualmente, y en este caso sobre todo, un delito contra la seguridad del Estado. A espera del pertinente juicio, y respetando su presunción de inocencia, puede asegurarse sin miedo a error que el expresidente Puigdemont y determinados pequeños secuaces son traidores al Estado, a la Constitución y al Estatuto de Cataluña, por más que el autor del libro trate de evitar una opinión al respecto. Es por eso por lo que les persigue la justicia, y sus cualidades humanas, su generosidad o educación, sus aficiones místicas o sus obras de caridad no atenúan en absoluto su eventual responsabilidad criminal. Siempre hay un gangster bueno en todas las películas. Echo a faltar en una obra que trata de traidores y héroes, o ni de lo uno ni de lo otro según quien la firma, esta consideración. La historia del procés es en definitiva una historia de traidores, pero no solo en el sentido moral o sentimental del término sino en el muy estricto de la definición de las leyes.

Solo desde esta asunción se puede emprender con buen tino el camino de las reformas y la recuperación de la tercera vía a la hora de definir el futuro de Cataluña y de toda España en la línea que Santi Vila sugiere. Coincido con él en que el inmovilismo de Rajoy y el despertar de la España profunda, alentado irresponsablemente por la derecha carpetovetónica, son también muy culpables de la esperpéntica situación que se vive en Cataluña; pero es imposible suponer equidistancia alguna entre los errores de unos y los delitos de los otros. El autor parece reconocerlo cuando escribe que “…el espíritu de la Transición española a la democracia hizo posible la superación de la dictadura y las mejores cuatro décadas de libertades y progreso jamás conocidas en la historia de la península Ibérica”. Pero no solo el espíritu, sino sobre todo la letra de la Constitución, que es la ley que ampara nuestras libertades, y no tanto de la península Ibérica, como de España, un Estado-nación cuya identidad, y la de sus ciudadanos, incluye a Cataluña desde que se fundó.

La Transición española definió por eso, entre otras cosas, un proyecto para Cataluña que ahora amenaza con truncarse por la confrontación entre pasiones y extremismos de uno y otro signo. Pero no es la sociedad, pese a tantas manipulaciones y demagogias a la que se ve sometida, lo que está en crisis, sino la arquitectura institucional y el liderazgo de quienes aspiran a ocupar el poder, agitadores de “el filibusterismo de los intereses concretos” en acertada y benévola expresión de Vila, que solo olvida la moderación del lenguaje a la hora de describir la personalidad de Marta Rovira como irascible y fanatizada, y a la que acusa de aullar en los mitines. En ese magma de vanidades, miserias, vergüenzas e inconfensables posturas, anida la otra especie de traidores por la que se duele Santi Vila; un panorama caracterizado por la cobardía moral, y que enseñorea no solo el mundo de la política, sino el del trabajo, las relaciones familiares o el del simple compañerismo. El filibusterismo de los pequeños egoístas, los compañeros de partido o de pupitre en el aula, los amigos que no lo eran o los colegas del café, que desaparecen en los momentos de dificultad o descubren que el mal ajeno puede ser la oportunidad del propio éxito, frente a los que relucen “los amigos de verdad, los que me ayudaron a pagar la fianza y salir de la cárcel”, que son los que “pueden contar conmigo”. Es como si Santi Vila hubiera leído a William Hazlitt, en El placer de odiar cuando dice que los amigos de toda la vida son como “las comidas muchas veces repetidas: desagradables y desabridas”, y decidiera por eso, lo que no espero, abandonar para siempre la vida política.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt





Entrada núm. 4382
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 16 de septiembre de 2015

[Política] Sobre la reforma de la Constitución. Tres opiniones distintas





Viñeta de Forges


Esta entrada es continuación premeditada y alevosa de la del pasado día 9, titulada "Sobre la reforma de la Constitución. Cuestiones previas". Y si aquella se centraba sobre todo en las cuestiones previas de procedimiento que deberían abordarse a la hora de plantear cualquier posible (y deseable y necesaria) reforma de la Constitución de 1978, esta de hoy se centra ya en cuestiones más concretas. Por ejemplo las que han planteado en estos días tres personalidades del mundo académico, político y profesional: Joseba Arregi (1946), ensayista y exconsejero del gobierno vasco; José María Ruiz Soroa (1947), abogado y exprofesor universitario; y Gabriel Tortella (1936), economista e historiador.

El artículo de Joseba Arregi se titula, también, "Cuestiones previas". Fue publicado en el diario El Mundo el pasado día 1 y comienza diciendo que desde el momento en el que el PP parece haber asumido la necesidad y la posibilidad de la reforma de la Constitución -aunque últimas voces parecen restringir dicha posibilidad-, todo apunta a que en la próxima legislatura los partidos políticos presentes en la cámara de los diputados van a tratar de buscar los acuerdos necesarios para iniciar el proceso de alguna reforma constitucional. Pero la imperiosa necesidad de reforma, que para muchos es evidente, viene acompañada de la distancia insuperable que parece existir entre las distintas propuestas de reforma que se manejan en los distintos partidos. Y pudiera ser que el fruto de tanto debate al final no sea otro que el de una nueva frustración colectiva, algo que debiera evitarse a toda costa.

Para ello no estará de menos analizar y tratar de aclarar, sigue diciendo, algunas cuestiones previas. La primera, rememorar en qué consiste la constitución de una comunidad política o nación política, que para él es transformar lo que es una realidad histórica contingente y particular, por medio del sometimiento al imperio del derecho, en una comunidad política, superadora de contingencias e identidades culturales particulares, y por ello tendencialmente universal. 

La segunda de las cuestiones previas para que cualquier proceso de reforma de la Constitución pueda tener visos de éxito, añade, es reconocer que todos los que participan en el acuerdo básico constituyente son acreedores a la misma legitimidad democrática. No tiene sentido proceder, dice, a una reforma de la Constitución, a consolidar la nación política ya constituida, si uno de los partidos básicos del sistema desconfía radicalmente de la fidelidad constitucional del otro partido básico, y si éste cae permanentemente en la tentación de negar legitimidad democrática al primero.

La tercera cuestión previa consiste en deslindar lo que debe entrar en el proceso de reforma y lo que no, y tener muy claro lo que implica que una determinada cuestión entre o no entre en la reforma: lo que el Estado nunca puede hacer, y lo que el Estado no puede dejar de hacer.

El segundo artículo al que hago referencia, el de José María Ruiz Soroa, se publicó el pasado 14 de agosto en el diario El País bajo el título de "Iguales y diferentes", y se inicia con una rotunda declaración de principios cuando dice que conviene no perder de vista que el reto del presente no es tanto el admitir que España es plurinacional como el tomar conciencia, con todas las consecuencias, de que igual o más plurinacionales son las naciones que reclaman su reconocimiento. Se ha instalado en el discurso público acerca de la reforma constitucional del sistema territorial, dice, una especie de falsa alternativa, la que pretende contraponer la exigencia de igualdad ciudadana con la constatación bastante obvia de que las partes que componen eso que llamamos España son diferentes entre sí, en algún caso muy diferentes, tanto en lo histórico como en lo político, en lo cultural como en lo institucional. Por eso, el dogma políticamente correcto de los reformistas es el de que igualdad sí… pero respetando la diferencia. Esa pretendida dicotomía entre igualdad y diferencia, añade, es en términos directos y claros, un error conceptual craso, ya que el antónimo de la igualdad no es la diferencia, sino la desigualdad. Y el contrario de la diferencia no es la igualdad sino la homogeneidad. Por lo que contraponer igualdad y diferencia como si fueran vasos comunicantes, de manera que a más de una menos de la otra, es un dislate.

Igualdad y diferencia, continúa diciendo, son conceptos que pertenecen a lenguajes diversos. El de diferencia es un término descriptivo, que hace referencia a una realidad empírica: las personas, y las regiones también, son muy diversas entre sí en muchos de sus rasgos vitales. En cambio, la igualdad que proclaman las leyes pertenece al lenguaje normativo: no pretende describir un hecho, sino prescribir un concreto tipo de trato. Cuando la ley dice que todos los ciudadanos somos iguales no pretende describir una realidad, ni pretende convertirnos de facto en seres homogéneos idénticos unos a otros, sino que enuncia un valor: a pesar de que somos de hecho diferentes, debemos ser tratados todos por igual, con arreglo a una norma universal que abstrae cualquier diferencia contingente. La garantía de la diferencia como hecho se encuentra, añade, en la igualdad como derecho: podemos ser empíricamente diferentes, ajustar nuestra vida a los valores y pautas culturales que deseemos, precisamente porque todos somos tratados por igual en lo público, sin tomar esas diferencias como criterios normativos que exigieran un trato desigual por el mero hecho de existir. Es de observar, dice, que la diferencia que se proclama hace siempre referencia a lo colectivo, mientras que la igualdad lo hace a lo individual: la diferencia la poseen los pueblos y las tierras mientras que la igualdad es una exigencia (sobre todo y ante todo) de ciudadanía. Mientras las personas no se vean discriminadas en su estatus ciudadano básico, ningún reparo puede ponerse a cuanta diferencia quiera encontrarse en los marcos colectivos en que habitan.

Las regiones, comunidades, Estados o naciones componentes de España —aplique el lector el nombre a su gusto— dice, pueden ser todo lo diferentes que la historia o la voluntad de sus habitantes les hayan hecho, pueden tener un idioma vernáculo y un Derecho Privado o Público propio, una institucionalidad tradicional u otra: esto es un hecho que no se puede sino respetar. Pero todos sus habitantes deben ser tratados con el criterio de la igualdad en sus derechos como ciudadanos: ninguna persona puede ostentar más o mejores derechos que otra por el solo hecho de ser vecino de uno u otro lugar. Puede ser diferente pero no puede ser privilegiado. 

Es irónico, concluye su artículo, que quienes más invocan la diferencia o diversidad como título para desconocer la igualdad ciudadana son precisamente quienes más porfiadamente se hacen los ciegos ante la diversidad interna de su propia nación, o emprenden costosas políticas de construcción nacional para acabar con ella y lograr una sociedad culturalmente homogénea. Por eso, planteado correctamente, el reto del presente no es tanto el admitir que España es plurinacional como el tomar conciencia, con todas las consecuencias, de que igual o más plurinacionales y diversas son las naciones que reclaman su reconocimiento, por lo que no puede entregarse a las élites locales la competencia exclusiva y excluyente para reconstruirlas como si fueran densas y homogéneas bolas de billar. Ninguna sociedad moderna lo es ni puede ya llegar a serlo.

El tercer artículo al que hago referencia, el de Gabriel Tortella, apareció publicado en el diario El Mundo de hoy miércoles con el título "Dos referéndum para Cataluña". Muy crítico con el gobierno de la Generalidad de Cataluña, el ilustre profesor catalán señala que resulta obvio que muchos catalanes consideran la Constitución como algo que no va con ellos, porque realmente, no va con ellos. Es cierto, añade, que la Constitución española, como la de cualquier otro país, menos la inglesa -que, por no estar escrita, es como de chicle-, no prevé la autodeterminación de sus regiones o provincias. No obstante, dice, la situación política de Cataluña ha alcanzado tales niveles de conflictividad que la simple remisión a los preceptos constitucionales no parece convincente a una parte sustancial de la población catalana. Hay una razón muy clara, continúa diciendo, para que esto sea así, y se trata de algo que es responsabilidad de los gobiernos españoles, de Felipe González en adelante. Esta razón es que, desde que Jordi Pujol alcanzó el poder y, especialmente, desde que el caso 'Banca Catalana' se cerró en falso, por medio de una demostración de demagogia multitudinaria y victimismo rampante a finales de mayo de 1984, los gobiernos españoles firmaron un pacto tácito con el entonces 'molt honorable' por el cual ellos no interferirían en la política interior de la Generalitat mientras esta no se manifestara abiertamente separatista. Tal falta de interferencia implicaba el renunciar a hacer cumplir la Constitución y muchos otros aspectos de la legislación española, incluidas las resoluciones judiciales, incluso, en algunos casos, las del Tribunal Constitucional.

En virtud de todo esto, sigue diciendo, a uno le parece cuando menos comprensible que muchos catalanes, aunque sus padres la hubieran votado masivamente, consideren la Constitución española como algo que no va con ellos; realmente, no va con ellos, y los gobiernos españoles así parecen haberlo aceptado. Venirles ahora a los catalanes con que la Constitución no permite un referéndum de autodeterminación les puede parecer un pretexto arbitrario y otra muestra de opresión. "¿Si no se cumple el artículo 3, por qué ha de cumplirse el 2?", pueden preguntarse con cierta razón. De este atolladero no se sale con más pasividad. El nacionalismo se retroalimenta y a ello contribuyen las concesiones, el apaciguamiento y el 'dolce far niente'. 

Ha llegado la hora de la verdad, la hora de que los separatistas catalanes afronten las consecuencias reales de sus exigencias. Si quieren referéndum, que lo tengan, concluye, pero en condiciones previamente pactadas con el Estado: la pregunta tiene que ser clara, y la mayoría por la independencia tiene que ser también clara: un 60% del censo electoral y un 75% de los votantes. Y el referéndum debe ir precedido de un año, al menos, en que los unionistas tengan armas informativas con las que hacer frente al bombardeo propagandístico al que los separatistas, con el apoyo de la Generalitat, han sometido a la población durante años y años. Ahora bien, sigue diciendo, como esto no está previsto en la Constitución, se necesita un referéndum previo, de acuerdo con el Art. 92, en que el pueblo español se pronuncie sobre la admisibilidad de un referéndum catalán con estas características. Y, en el caso muy probable de victoria del 'no', el Gobierno español debería comenzar a exigir el cumplimiento de la legalidad española en Cataluña, pero el gobierno español debiera poner todos los medios legales a su alcance a favor del sí, y en cualquier caso, cumplir su juramento de velar, en todo momento por la aplicación de toda la ley en toda España, porque esa es la esencia de la democracia y el buen gobierno.

Nada que objetar por mi parte a lo expuesto por tan ilustres opinantes. En todo caso, recomendarles la lectura íntegra de los textos citados en los enlaces de más arriba. 

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 




Viñeta de Peridis



Entrada núm. 2443
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