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sábado, 2 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Prioridades



Una mujer pasea por una calle de Ciudad de México. Notimex/DPA


Los grandes cambios de época no suceden de un día para otro y resulta atrevido sugerir que el coronavirus acabará con el modelo productivo actual, comenta en el A vuelapluma final de esta semana [Un largo adiós. El País, 24/4/2020] el historiador José Andrés Rojo. 

"El mundo avanza -comienza diciendo Rojo- y se transforma muchas veces gracias a pequeñas innovaciones. En la Edad Media, por ejemplo, el protagonismo de la caballería en las guerras en Europa occidental fue cada vez mayor gracias a un artilugio que llegó durante los siglos VII y VIII procedente de Persia: el estribo. Lo recuerda el historiador Gabriel Tortella en su libro Capitalismo y Revolución, donde observa que aquella novedad le daba al jinete un apoyo del que antes carecía, de manera que le permitía manejar mejor una lanza, una espada, una maza. “Esto daba al caballero una gran superioridad sobre el infante: no era ya solo que los jinetes fueron más veloces, es que podían descargar desde la altura golpes terribles que un infante difícilmente podía resistir, mientras su situación sobre el caballo los hacia casi invulnerables a los golpes enviados desde tierra”. Aquel simple cacharro reforzó la estrecha relación del hombre con el caballo, y cambió la suerte de los que se batían en el campo de batalla.

En tiempos de cuarentena cualquier lectura se ve inevitablemente trastornada por la presencia de ese minúsculo agente que tiene algo de burbuja con antenas, el coronavirus. Está ahí agazapado y salta a la mínima. ¿Cómo va a ser el mundo después de que ese bicho viniera a alterar las cosas metiendo durante una temporada a millones de personas en sus casas y parando de forma drástica la economía? Hace un tiempo se tradujo un ensayo que da cuenta de una larga despedida, de una de esas transformaciones que dejan a un mundo definitivamente atrás e inauguran uno nuevo. Adiós al caballo, del historiador alemán Ulrich Raulff, reconstruye la estrecha complicidad de siglos que existió entre équidos y humanos recurriendo a distintos saberes. El final de la era del caballo, dice, se ajusta al siglo XIX, ese periodo que empieza con Napoleón y termina con la Gran Guerra. La relación con ese animal, si embargo, es mucho más antigua; fue “durante 6.000 años nuestro medio primario de transporte”, escribe: “Nuestro amigo, nuestro compañero y nuestro maestro”.

Raulff cuenta un montón de episodios históricos y reúne anécdotas propias y ajenas e hilvana momentos literarios con obras artísticas y referencias científicas para poner en escena esa trágica separación. En uno de los pasajes de su libro recuerda una obra de Ernst Jünger en la que el escritor alemán reunió una colección de fotografías para atrapar el rostro de la Gran Guerra. En una de ellas, dos caballos muertos, uno blanco y otro gris moteado: era el fin. Aquellos corceles habían quedado barridos por el progreso. En septiembre de 1939, la carga de un destacamento de la caballería polaca contra tanques de la Wehrmacht fue la nota a pie de página que confirmaba lo ya sabido. La vibrante energía de los caballos nada pudo frente al acero de la modernidad. Los viejos colegas tomaban caminos diferentes.

Hay quienes dicen ahora que el coronavirus obrará el prodigio de dar el último empujón al capitalismo para que se precipite al abismo, y que se impondrá un nuevo orden de valores y prioridades. Quién sabe. Las cosas, por lo que se ve, suelen ir más despacio. Mientras tanto, ¿qué imagen —qué diagnóstico— resumirá esta época irreal y sobre qué estribos —qué recursos— nos alzaremos para medirnos con ese futuro lleno de sombras?".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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domingo, 26 de enero de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Rescatar la palabra




Dibujo de Eulogia Merle para El País


La posverdad ya no es una lacra a extirpar sino un instrumento para alcanzar objetivos individuales y grupales. Concebir la política como la guerra entre enemigos es lo más contrario a la busca del bien común. Hay que rescatar la palabra porque la posverdad ya no es una lacra a extirpar sino un instrumento para alcanzar objetivos individuales y grupales, afirma en el Especial dominical de hoy la filósofa Adela Cortina, catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. 

"Recurrir -comienza diciendo Cortina- al verso de Blas de Otero “me queda la palabra” en situaciones de desconcierto es un lugar común. “Si he perdido la vida, el tiempo, todo lo que tiré, como un anillo, al agua, si he perdido la voz en la maleza, me queda la palabra”, decía el bien conocido texto. Para disentir o para acordar, seguimos creyendo que siempre nos queda la palabra. El medio más propiamente humano para construir la vida compartida.

En efecto, ya en el Libro I de la Política recordaba Aristóteles que el ser humano es un animal social, y no simplemente gregario, porque cuenta con el logos, un término que significa a la vez “palabra” y “razón”. A diferencia de los animales que están dotados sólo de voz para expresar el placer y el dolor, las personas cuentan con la palabra, que les hace sociales, porque les permite deliberar conjuntamente sobre lo justo y lo injusto, sobre lo conveniente y lo dañino. Y ésta —la palabra— es la base de la familia y la amistad, es la base de la comunidad política, que congrega distintas familias y diversas etnias y se distingue de ellas porque tiende al bien común y debería esforzarse por alcanzarlo.

La palabra, por tanto, acontece en el diálogo, exige interlocutores; incluso nuestros monólogos son diálogos internalizados. Como bien decía Hölderlin, “somos un diálogo”. Y es esa palabra puesta en diálogo la que debería sustituir a la violencia a la hora de resolver los problemas que surgen de la vida común.

Pero la palabra puesta en diálogo tiene por meta la comunicación entre las personas y para alcanzarla ha de tender un puente entre el hablante y el oyente, o los oyentes. Un puente que, según acreditadas teorías, exige aceptar cuatro pretensiones de validez que el hablante eleva en la dimensión pragmática del lenguaje, lo quiera o no. Son la inteligibilidad de lo que se dice, la veracidad del hablante, la verdad de lo afirmado y la justicia de las normas. Si esas pretensiones se adulteran, no hay palabra comunicativa ni auténtico diálogo, sino violencia por otros medios, violencia por medios verbales: discurso manipulador, discursos del odio, que dinamitan los puentes de la comunicación y hacen imposible la vida democrática.

Poner el termómetro de estas cuatro pretensiones a los discursos que dominan nuestra vida compartida, a través de las redes sociales o de los medios de comunicación tradicionales, es necesario para descubrir la densidad de nuestra calidad democrática, para saber si, a pesar de los pesares, nos queda la palabra.

En lo que hace a la inteligibilidad, desde los años setenta del siglo XX se ha ido extendiendo —por fortuna— un movimiento en favor del Lenguaje Claro, convencido de que en sociedades democráticas la claridad no es sólo la cortesía del filósofo, sino sobre todo un derecho de la ciudadanía y un deber de los poderes públicos. La claridad en los documentos es un camino en el que queda mucho por andar, aunque se haya empezado a recorrer.

Pero siendo la inteligibilidad de lo dicho una pretensión difícil de satisfacer en la vida pública, más lo son las otras tres —veracidad, verdad y justicia— en tiempos en que se asume la posverdad, no como una lacra a extirpar, sino como un instrumento para alcanzar objetivos individuales y grupales. La “normalización” de la posverdad y de los bulos, el hecho de aceptarlos como un rasgo más de nuestra vida política, tendrá, entre otras, una nefasta consecuencia: que ni siquiera nos quede la palabra.

Como sabemos, los bulos son noticias falsas, propaladas con algún fin, cuyo emisor podría identificarse, aunque se necesitara para lograrlo mucho esfuerzo. Las noticias sobre la implicación de potencias extranjeras en elecciones y en acciones violentas en una inusitada cantidad de países, entre ellos España, son una prueba palmaria de ello. La posverdad, por su parte, es una “distorsión deliberada que manipula emociones y creencias con el fin de influir en la opinión pública”, una práctica usual de los demagogos. En realidad son mentiras, consisten en decir lo contrario de lo que se piensa con intención de engañar, buscando provecho propio, y están distorsionando la vida política y social.

El mecanismo es sencillo. Se trata de diseñar un marco de valores, simple, esquemático, desde el que los oyentes puedan interpretar los acontecimientos y en el que sólo juegan dos equipos, nosotros y ellos. No importa si hay dos partidos políticos o 20.000 fragmentados, la ancestral contraposición amigo-enemigo sigue siendo rentable para dotar a la ciudadanía de una identidad, sea desde la presunta izquierda o desde la presunta derecha. La creciente polarización de la escena política y social hace que la competencia se exprese en emociones binarias de simpatía/antipatía ante discursos, conductas y símbolos, cuando el pluralismo político reclama, en palabras de Ignatieff, “respetar la diferencia entre un enemigo y un adversario. Un adversario es alguien al que quieres derrotar. Un enemigo es alguien al que tienes que destruir”. Concebir la política como el juego de la guerra entre enemigos irreconciliables, y con ello, a la polarización de la sociedad, es lo más contrario a la busca del bien común, que es la meta por la que la política cobra legitimidad.

A todo ello se añade desde hace algún tiempo la profusión de prácticas que defienden la legitimidad de utilizar en el debate público términos con significantes ambiguos o vacíos, pero con una connotación positiva para la ciudadanía; significantes que permiten construir identidades con narrativas emocionalmente atractivas, aunque nada tengan que ver con los hechos. Se apela entonces a palabras biensonantes como “democracia”, “progreso”, “patria” o “soberanía”, que despiertan sentimientos positivos, pero a las que se ha vaciado de contenido, por eso se pueden utilizar en un sentido u otro según convenga. ¿Qué relación guarda todo esto con la veracidad y la verdad, propias del buen diálogo?

Recuperar en el mundo político el valor de la palabra, que es el medio más propiamente humano, como siguen recordando instituciones como la Fundación César Egido Serrano o la FAPE, exigiría precisar con claridad el significado de los términos que se utilizan: en qué consisten el progreso y ser progresista, de qué tipo de democracia hablamos, quiénes forman parte del pueblo, cómo se van a resolver problemas como el del desempleo, cómo articularemos las demandas legítimas de inmigrantes y refugiados, qué ideología está realmente detrás de cada propuesta y en qué instituciones cristalizaría. Pero también recordar que hablar es comprometerse, lo que obliga a cumplir las promesas generando confianza en una ciudadanía que, en caso contrario, queda estafada.

Y, por supuesto, atendiendo a la aspiración a la justicia, no confundir el auténtico diálogo, que es el que intenta llegar a decisiones que satisfagan los intereses legítimos de todos los afectados por ellas, con las negociaciones bilaterales con aquellos que tienen capacidad de negociar en su propio provecho. Tener presentes a los afectados por las decisiones es lo justo y lo conveniente, es el camino propio de la socialdemocracia, capaz de crear cohesión social. La agregación de intereses de quienes demandan privilegios es la vetusta práctica del clientelismo, un camino seguido bien a menudo por el individualismo neoliberal".



El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.



La filósofa Adela Cortina



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lunes, 13 de enero de 2020

[DE LIBROS Y LECTURAS] Hoy, con "El naufragio de las civilizaciones", de Amin Maalouf



El escritor Amin Maalouf


El escritor libanés Amin Maalouf lamenta en su último ensayo el colapso al que se dirige un mundo marcado por el repliegue identitario y asegura que no evitaremos el naufragio de la humanidad. 

Últimamente, no hay un solo día en que a Amin Maalouf (Beirut, 70 años) no le venga la misma imagen a la cabeza: un moderno transatlántico, considerado insumergible, avanza inexorablemente hacia el naufragio. Y los pasajeros somos todos nosotros. Lo cuenta el escritor y Premio Príncipe de Asturias de las Letras de 2010 en su último ensayo, El naufragio de las civilizaciones (Madrid, Alianza, 2019), en el que defiende que el fracaso de Levante —su región natal y cuna de las tres grandes religiones monoteístas— en articular un proyecto de coexistencia se sitúa, al menos parcialmente, detrás del violento repliegue identitario en el que se encuentra hoy inmerso el planeta.

"No sabemos de qué forma, pero el naufragio tendrá lugar", sentencia en una entrevista con El País en la sede de Casa Árabe de Madrid, donde este miércoles [octubre de 2019] mantendrá un encuentro con el periodista Guillermo Altares. Siguiendo con el símil marítimo, Maalouf lamenta la ausencia de un capitán que dé un golpe de timón a este Titanic ("miro a los líderes del mundo y me inquieto", admite) y la diferente velocidad entre los avances científico-tecnológicos de las últimas décadas y la "evolución de las relaciones entre las comunidades humanas".

Pregunta: Comencemos por la actualidad. Las protestas de estos días en Líbano, ¿son justo una prueba del fracaso de ese modelo de país del que habla en el libro?

Respuesta: Es evidente. Es un fracaso que viene de lejos. La gente tiene el sentimiento de que han sido robados, expoliados, de que hay una clase política incompetente y corrupta que les utiliza. Y tienen razón. La cuestión es saber en qué va a desembocar. No lo sé. Espero que produzca dirigentes que vengan de todas las comunidades, con una visión diferente. Siempre es más difícil para un movimiento espontáneo producir un liderazgo que expresar la cólera.

P.: "Las luces de Levante se apagaron. Luego las tinieblas se extendieron por el planeta. Y, desde mi punto de vista, no se trata de una simple coincidencia", dice en El naufragio de las civilizaciones. ¿Por qué esa centralidad de Levante?

R.: Es una región altamente simbólica. Es el lugar de nacimiento de las grandes religiones monoteístas. La región a la que miran cristianos, judíos, musulmanes. Si hubiera un ejemplo de coexistencia entre las comunidades locales, habría difundido al mundo entero un sentimiento constructivo, positivo. Y el hecho de que el mundo entero mire a Levante y vea cómo esas comunidades se masacran, no pueden hablar unas con otras y se odian de forma permanente... eso difunde al mundo algo extremadamente negativo, destructor. La influencia de Levante en el resto del mundo va mucho más allá de su peso económico o estratégico.

P.: Y no es optimista...

R.: No lo soy. Con el conflicto israelí-árabe ha habido momentos en que parecía que podíamos llegar a una solución, con los Acuerdos de Oslo [1993] y, lo más reciente, el discurso de Obama en El Cairo [2009], en el que expresó una visión de un Oriente próximo reconciliado que desgraciadamente no ha ido más lejos. Hoy tenemos la sensación de que no va a haber solución para la región. Los problemas van a seguir agravándose, así que es difícil ser optimista.

P.: ¿A qué se debe esa mirada diferente que se da hacia un país como Alemania y hacia el mundo árabe que menciona en el libro?

R.: Muchos pueblos pasan por periodos en los que tienen comportamientos que van contra lo que han mostrado en otras épocas históricas. Para Alemania fue el periodo del nazismo. Desde el mundo árabe han emanado en las últimas décadas comportamientos que, a mis ojos, no son la emanación natural de su historia. Y espero —y aquí formulo más una esperanza que una predicción— que un día el mundo árabe pueda superar el periodo actual. En el mundo árabe hay una tradición de coexistencia que nunca ha sido perfecta, ni en Al Andalus ni en ningún sitio, pero comparado a lo que había en el resto del mundo en la misma época era completamente honorable. Mi familia, que es cristiana, ha podido vivir durante siglos en un mundo en su gran mayoría musulmán. Si hubiese sido un musulmán de Sicilia, no habría podido quedarme siglos en mi pueblo.

Desgraciadamente, ha habido un retroceso mientras se avanzaba paralelamente en el resto del mundo. Occidente, que no había tenido necesariamente una actitud de tolerancia evidente, se ha convertido en mucho más tolerante; y el mundo árabe, que era relativamente tolerante, lo ha sido cada vez menos. Y el diferencial se ha convertido en algo extremadamente chocante.

Cuando miramos desde Occidente lo que sucede en el mundo árabe o musulmán, se tiene la sensación de que siempre ha sido así. En los últimos años ha habido un endurecimiento, una evolución hacia más intolerancia y más fanatismo, pero si eso ha cambiado, puede volver a hacerlo. El péndulo puede ir en la otra dirección. Es absurda la idea de que es una fatalidad.

P.: En su descripción, el mundo parece una especie de niño mimado que, justo cuando tiene todas las posibilidades técnicas para llegar a una edad de oro, se mueve hacia el lado contrario

R.: El mundo se ha desarrollado científica y técnicamente a una velocidad acelerada. Y esta evolución tendría que haber ido acompañada de una evolución paralela de la manera de gestionar las relaciones entre las comunidades humanas, en lo que ha habido un estancamiento, un retraso. Es bastante comprensible, pero no era inevitable. Cuando la evolución va muy rápido, no siempre tenemos el tiempo de adaptarnos intelectual y socialmente. Hay factores que han retrasado la toma de conciencia y la adaptación al cambio. Lo que ha pasado en Levante ha desempeñado un papel. Pero también la caída del Muro [de Berlín] y el comportamiento de Estados Unidos, que no ha construido verdaderamente un nuevo orden que funcione.

P.: ¿Y por qué es ahora más pesimista, justo cuando venimos del siglo de las dos guerras mundiales, del Holocausto...?

R.: Es verdad que hay mucha menos violencia en nuestro siglo que en el anterior. No lo dudo ni por un instante. Pero la diferencia es que en nuestro siglo hay una verdadera posibilidad de salir de una cierta manera de vivir la historia y construir algo diferente, porque la humanidad hoy tiene la necesidad de construir una visión diferente de sí misma. Soy más duro con este siglo porque tenemos posibilidades que no teníamos antes. Y es una pena malgastarlas. El mundo de hoy es completamente diferente y es normal que esperemos de él otra cosa que lo que nos pudo dar el siglo XX.

P.: ¿Por qué ve este periodo oscuro "destinado a durar", como señala en el libro?

R.: Porque, cuando miro a mi alrededor, no tengo la impresión de que haya una verdadera toma de conciencia. Miro a los liderazgos en el mundo y me inquieto. En Estados Unidos, Inglaterra, India, Brasil, Turquía... Estamos en un mundo un poco inquietante, en el que no hay mecanismos para salir de las crisis. Nadie tiene autoridad moral. No hay ninguna gran figura, ideología común, gran país que ejerza verdaderamente una autoridad moral. Nadie. El mundo va mal y acabará por salir de este periodo de turbulencias, pero supondrá tiempo, esfuerzo y sufrimiento.

P.: ¿Quién podría ser el capitán del barco?

El capitán del paquebote de la humanidad estos últimos treinta años tendría que haber sido Estados Unidos. Y ha fracasado. El copiloto ideal habría sido Europa, y no se ha dado a sí misma los medios para ello. En realidad, no hay capitán. Mi sentimiento es que no evitaremos el naufragio. Tendrá lugar, no sabemos en qué forma. No hay una toma de conciencia que permita evitarlo. Por ejemplo, en la cuestión climática se habla, habla, habla, y se finge, pero en realidad no se hace nada que pueda realmente evitar la deriva que ha comenzado. Es un cambio cosmético, mediático, sin nada de profundidad.

P.: ¿A qué se refiere cuando habla de naufragio?

P.: mNo sé qué forma puede tomar. Puede estar vinculado a las perturbaciones climáticas, puede haber cosas extremadamente graves. O a la carrera armamentística, que un día produzca efectos que den miedo a la gente. Puede ser también una gran crisis económica.

Hace unos años Amin Maalouf nos hablaba de que nuestra civilizaciones se agotan en sus libros El desajuste del mundo y en Identidades asesinas, y aportaba las razones de ello: la desconfianza generalizada hacia el "Otro", la xenofobia, la intolerancia política y religiosa, el populismo, el individualismo y la insolidaridad del nacionalismo, el racismo... Hoy en día Amin Maalouf nos habla ya directamente de un "naufragio inminente". No hay añoranza en sus palabras de un pasado mejor, solo le preocupa el futuro de esta época desconcertante, el porvenir de las nuevas generaciones, que pueda desaperecer todo aquello que ha dado sentido a la aventura humana hasta el presente. Tampoco se deja llevar por el pesimismo ni quiere predicar el desaliento. Solo hace una llamada lúcida a la responsabilidad colectiva, dejando entreabierta la puerta de la esperanza a que el mundo vuelva a orientarse, ya que como escribió en su novela Los desorientados: "Más vale equivocarse en la esperanza que acertar en la desesperación".

Cuando los espectaculares avances tecnológicos de nuestros días, puede leerse en la contraportada de El naufragio de las civilizaciones, nos han facilitado el acceso universal al conocimiento, que vivamos más y mejor, que el "tercer mundo" se desarrolle..., y que por primera vez se podria conducir a la humanidad hacia una era de libertad y progreso, el mundo parece ir en direccion opuesta, hacia la destrucción de todo lo conseguido. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? En el libro de Maakouf están algunas de las claves de ello. Los Reyes Magos me lo trajeron el pasado lunes y esta misma tarde he terminado de leerlo. Espero que podamos seguir hablando de él... A mí me ha resultado fascinante.





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miércoles, 12 de diciembre de 2018

[A VUELAPLUMA] ¿Dónde están los nuevos jipis?





¿Dónde están los nuevos jipis?, se preguntaba hace unos días el escritor Jordi Soler. La rebelión de los jóvenes que profetizó Octavio Paz, dice, ha quedado reducida a una rabieta ‘online’, pues el asesinato freudiano del padre quedó neutralizado cuando el progenitor se convirtió en su compadre

Octavio Paz escribió en su libro Corriente alterna, que publicó en 1967, un diagnóstico del futuro que resulta asombroso leer medio siglo más tarde, comienza diciendo Soler. El año crucial de 1968 estaba a punto de llegar y Paz, que entonces era embajador de México en la India, veía con toda claridad que el mundo estaba cambiando radicalmente: “Creo que el fragmento es la forma que mejor refleja esta realidad en movimiento que vivimos y que somos”, nos advierte en la primera página de este libro que es, en realidad, una antología de los artículos que publicaba entonces en revistas latinoamericanas y europeas, artículos escritos con la urgencia, y la frescura, de quien pretende capturar el momento en el que todo empezó a cambiar, a la manera de los pintores impresionistas que daban pinceladas precisas y veloces para capturar el instante en el que se manifestaba la luz.

Octavio Paz escribe: “El gran problema a que se enfrentarán las sociedades industriales en los próximos decenios es el del ocio. El ocio había sido, simultáneamente, la bendición y la maldición de la minoría privilegiada. Ahora lo será de las masas”.

Cincuenta años más tarde nos encontramos con la evidencia de que nunca en toda la historia de la humanidad habíamos tenido tantas y tan diversas formas de canalizar el ocio, una bendición/maldición directamente relacionada con la realidad fragmentada que vislumbraba el poeta, pues buena parte del ocio se traduce en una multitud de individuos detrás de sus pantallas consumiendo, o interaccionando con ellos, los productos que ofrece la Red.

El fragmento es la forma que mejor refleja nuestra realidad, advertía Paz, sobre todo a partir de la irrupción de la Red, que atomiza a la sociedad, la divide en unidades, la neutraliza, sobre todo a la juventud de nuestro siglo, no a la de 1967 que se comportaba, todavía, como un amenazante colectivo capaz de sacudir el establishment.

Paz escribía entonces que las dos grandes transformaciones sociales de aquella época eran “la rebelión de los jóvenes y la emancipación de la mujer”. “La segunda es sin duda más importante y duradera”, sostenía el poeta, “es un cambio comparable al del neolítico”.

El Neolítico transformó la relación de nuestra especie con la naturaleza, del mismo modo en que la emancipación de la mujer ha ido, efectivamente, transformando la dinámica familiar, las relaciones sociales, el mundo laboral, etcétera. A pesar de que la igualdad entre los sexos tiene que recorrer todavía un largo camino, no puede ya compararse la vida que tenían las mujeres al principio de los años sesenta, con la que llevan en el siglo XXI.

Pero Octavio Paz no acertó con la rebelión de los jóvenes, que al final ha quedado en breves episodios aislados de la historia reciente; y no acertó porque la sociedad occidental ha terminado siendo otra cosa distinta de lo que entonces prometía, en esa época en la que la juventud clamaba, dice Paz: “Yo no quiero ser parte de este mundo que ha inventado los campos de concentración y ha arrojado bombas atómicas sobre Japón”.

Los jóvenes de entonces se sabían herederos del desastre que dejaban sus mayores, cosa que podrían suscribir también los jóvenes de hoy, y veían con naturalidad la fantasía freudiana de asesinar al padre, “una realidad psicológica de la era industrial”, apunta Paz.

A través de la figura del padre asesinado se puede situar a la juventud de nuestro tiempo frente a la de los años sesenta; los adultos entonces eran más adultos, había una separación muy clara entre ellos y sus hijos y el asesinato freudiano no admitía ambigüedades: había que matar a ese otro que te heredaba un planeta lamentable con bombas atómicas y campos de concentración. Pero en el siglo XXI esa frontera se ha difuminado, las nuevas tecnologías, la bendición/maldición del ocio, han barrido las diferencias, padres e hijos tuitean, oyen música en Spotify, se tatúan una greca maya en la nuca y se visten con prendas parecidas. En estas condiciones la fantasía freudiana se ha desdibujado: el hijo mata a su padre, no a su compadre.

Los jipis son un buen ejemplo de lo que sucedía con la juventud hace cincuenta años, querían destruir el sistema, replantear los fundamentos de la economía, vivir en armonía con la naturaleza y además eran unos entusiastas del hedonismo y de la tribu familiar; pretendían, en suma, vivir de otra forma, corregir la deriva occidental hacia la ganancia y el progreso económico que ya desde la década de los sesenta era un escándalo. Todos los objetivos del jipismo, con la excepción quizá de su estética y de su consustancial cursilería, podrían retomarse hoy con más ímpetu, pues ha pasado medio siglo y el sistema que intentaron destruir sigue no solo de pie, sino más sólidamente establecido que nunca.

¿Por qué se fueron los jipis si no habían conseguido lo que buscaban? No se fueron, se disolvieron, se han ido diseminando en nichos que conservan ciertos elementos de su ideario de juventud; la cruzada ecológica, por ejemplo, la alimentación saludable y otros sucedáneos individuales de aquella gesta espiritual y colectiva como el yoga, el mindfulness y un largo, y muy rentable, etcétera. Los viejos jipis están hoy haciendo la flor de loto, el saludo al sol, la postura del guerrero después de una jornada extenuante de oficina, en los despachos del poder económico, mediático o político. La imagen del jipi, que hace años combatía al sistema desde la calle, practicando hoy la postura del guerrero en un salón de yoga climatizado, ilustra perfectamente la magnitud del caso.

Paz escribe unas líneas que parecen destinadas a explicar el auge de la espiritualidad New Age que inunda nuestra época, uno de los tentáculos más redituables del ocio: “También las doctrinas de Buda y del Mahavira nacieron en un momento de gran prosperidad social y las ideas de ambos reformadores fueron adoptadas con entusiasmo no por los pobres sino por la clase de los mercaderes. La religión de la renuncia a la vida fue una creación de una sociedad cosmopolita y que conocía el desahogo y el lujo”.

De una sociedad, diríamos, que tenía un nivel de bienestar como el que hoy tienen los países europeos, que permitía a los ciudadanos grandes dosis de tiempo ocioso, solo que en nuestro siglo, aquí en Occidente, el ocio se purga mayoritariamente en la pantalla que nos atomiza y nos fragmenta en miles de millones de terminales. Al final la rebelión de los jóvenes no produjo una transformación tan grande como preveía Paz, en nuestro siglo esa rebelión ha quedado reducida a la rabieta individual online.



Dibujo de Eulogia Merle para El País



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jueves, 13 de septiembre de 2018

[DE LIBROS Y LECTURAS] Hoy, con "En defensa de la Ilustración", de Steven Pinker





Como las casualidades existen, subo al blog esta entrada justamente al día siguiente de terminar de leer las 549 páginás (sin contar las de notas y bibliografía) del último libro de Steven Pinker, el psicologo social de Harvard del que llevo hablando durante varias semanas. Pinker es para el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado, un paladín del progreso. Al menos lo define como tal en la reseña que hace en Revista de Libros de su reciente obra En defensa de la Ilustración. Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso (Barcelona, Paidós, 2018), sin que algunas justificadas críticas que hace al mismo desmerezcan su reconocimiento general a lo expuesto por Pinker con tanta brillantez como atrevimiento. Yo lo he disfrutado enormemente, y como hace unos días comentaba en otra entrada del blog Arcadi Espada, les animo a "no ser" uno de esos millones de personas que no han oído hablar de este fascinante alegato en defensa de la Ilustración y en pro de la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso, y que si han oído a hablar de él no han tenido el coraje de enfrentarse a su lectura. Y aunque la frase de Bill Gates de que es "el mejor libro que ha leído nunca" me parezca exagerada, les aseguro que merece la pena el tiempo dedicado a leerlo. Sin duda alguna les ayudará a pensar para comprender y a comprender para actuar en defensa de los ideales de la Ilustración, que creo que son los que mejor nos definen como personas y como especie.

Con motivo del fallecimiento de Gustavo Bueno, comienza diciendo el profesor Arias Maldonado, alguien rescató la contestación que diera el filósofo riojano cuando se le preguntó qué libros, entre los que había escrito, consideraba todavía válidos al final de su vida: «Con fecha, todos; sin fecha, ninguno». Viene a cuento este juicio tan severo por la publicación en España, apenas unos meses después de su aparición en lengua inglesa, del último libro del psicólogo norteamericano Steven Pinker. Y es que este voluminoso manifiesto sobre las bondades de la modernidad ilustrada presenta la peculiaridad de ser simultáneamente un libro con fecha y sin fecha. Es un libro con fecha porque trata de dar respuesta al pesimismo agresivo que caracteriza a nuestra época, pero también porque sitúa en el centro de su argumentación un abrumador conjunto de datos empíricos que exigirán ser actualizados en futuras ediciones. Sin embargo, es también un libro sin fecha, pues aquello que quiere reivindicar no conoce limitaciones temporales: los principios de la Ilustración tienen un origen histórico, pero resulta difícil concebir una sociedad donde no puedan aplicarse o, cuando menos, reivindicarse. Cuestión distinta es que su defensa sea exitosa. Y a esta pregunta sólo puede responderse con los debidos matices.

Matices que, vaya por delante, se ahorran muchos de sus críticos. Ese curioso subgénero literario que podríamos denominar «desprecio de Pinker» ha renacido con fuerza tras la publicación de esta obra, que su enemigo íntimo John Gray ha descrito como «un sermón racionalista dirigido a una congregación de almas dubitativas». No es que Pinker haga esfuerzos por limar asperezas: desde su aparición en el firmamento ensayístico, ha arremetido con dureza contra buena parte del establishment intelectual y hecho esfuerzos por demoler las bases culturalistas que han dominado las humanidades y las ciencias sociales durante las últimas décadas. En esta ocasión, invocar la Ilustración con todas sus letras siendo psicólogo y no filósofo ni historiador de las ideas ha descubierto un flanco débil aprovechado por sus detractores. A cambio, en su defensa se ha movilizado ese «pinkerismo» más o menos ortodoxo que aguarda sus monografías como aliado imprescindible en la lucha contra la posmodernidad y la corrección política. Así que una evaluación desapasionada de este último trabajo exige tomar distancia tanto de unos como de otros. La fórmula es sencilla: no hay que pedir a Pinker lo que no puede dar, por más que él se empeñe en darlo, ni dejar de apreciar aquello que sólo él es capaz de dar.

La tesis principal del libro se deja enunciar con sencillez: la evaluación negativa del estado del mundo es un error intelectual si se atiende a la realidad empírica del mismo, que nos muestra, por el contrario, una evolución decidida hacia mejor desde que el racionalismo ilustrado se convirtiera en la base de su organización social entre los siglos XVIII y XIX. Frente a quienes enarbolan el rechazo de la modernidad de cuño occidental, la Ilustración habría funcionado y sus ideales merecen por ello ser defendidos ante el avance contemporáneo del autoritarismo populista. Se trata de una tesis plausible, que Pinker tiene el mérito de poner sobre la mesa en un momento de debilidad de las sociedades liberales. Más problemáticos resultan, en cambio, algunos de los argumentos, y en especial las omisiones, que acompañan a esta idea. Pero vamos por partes.

Toda la fuerza del libro depende, en última instancia, de la elocuencia de su aparato estadístico. Pinker pone sobre la mesa datos que avalan la naturaleza incontestable del progreso experimentado por las sociedades humanas durante los últimos dos siglos. Pero eso no significa que los datos mismos sean incontestables. Tal como ha señalado el historiador de la ciencia David Wootton, quizá Pinker no debería dar por supuestos los datos que nos ofrece: que los comienzos de la ciencia estadística allá por 1850 coincida con el espectacular aumento del progreso material humano no deja de ser llamativo. Pero, ¿acaso los gráficos mienten? Tal vez los críticos puedan demostrar su falsedad o sus deficiencias con más éxito que el cosechado por Nassim Taleb en su ataque a Los ángeles que llevamos dentro, el libro dedicado por Pinker a mostrar el descenso paulatino de la violencia en las sociedades humanas; mientras tanto, su tenor general habrá de ser aceptado. Por lo demás, no son estadísticas confeccionadas por Pinker himself, sino tomadas de fuentes diversas y reputadas. Con todo, que este conjunto de tablas equivalgan a una demostración del progreso humano tampoco puede darse por sentado, sino que será necesario explicar qué se entiende por tal. Pinker lo hace, formulando una advertencia sobre los límites de nuestro conocimiento: Lo que es bueno para la humanidad no siempre es bueno para la ciencia social, y puede ser imposible deshacer el nudo de correlaciones entre todas las formas en que la vida ha mejorado y establecer con un cierto grado de certidumbre la dirección de las flechas causales.

Lo que propone el pensador canadiense es una razonable concepción minimalista del progreso, basada en la cuantificación de bienes y males. Identifica así un conjunto de variables que atañen directamente al bienestar social e individual, para a continuación tratar de discernir cuál ha sido su evolución histórica: esperanza de vida, longevidad, consumo alimenticio, riqueza, igualdad, salud, seguridad, democracia, conocimiento, paz, medio ambiente, calidad de vida... Si esos indicadores han mejorado, sostiene, es que hay progreso. Y lo han hecho, en algunos casos de manera espectacular. Hay ejemplos significativos: la expectativa de vida ha pasado de 35 años en 1750 a 71,4 en 2015, gracias sobre todo al descenso de la mortalidad infantil; los antibióticos y las vacunas han salvado miles de millones de vidas y siguen haciéndolo, como muestra el descenso en un 60% de las muertes por malaria entre 2000 y 2015; el porcentaje de personas malnutridas era del 50% en 1947 y hoy se sitúa en el 13%, a pesar de que la población mundial no ha hecho más que aumentar desde entonces y que Malthus había advertido que algo así no sería posible (el secreto está en la productividad alimentaria combinada con la tecnología: a mediados del siglo XIX se necesitaban veinticinco hombres a jornada completa para cosechar y trillar una tonelada de grano, ahora puede hacerlo una sola persona en seis minutos manejando una cosechadora); el PIB mundial se triplicó entre 1820 y 1900, luego volvió a hacerlo pasados cincuenta años, y otra vez en los siguientes veinticinco y treinta tres, respectivamente; en los últimos doscientos años, la extrema pobreza ha pasado del 90% al 10%, con la mitad de ese descenso concentrado en los últimos treinta y cinco años; las sociedades son más seguras, porque hay menos guerras, menos homicidios y menos accidentes; el mundo es más tolerante hacia las minorías, que gozan de más derechos, además de más democrático, siendo los regímenes autoritarios menos represivos que los totalitarismos de antaño; etcétera. A esta suma de bienes, ciertamente, podemos llamarlo progreso humano.

Hay indicadores más controvertidos. Quizá ninguno de ellos más que la desigualdad, cuyo aumento admite Pinker antes de quitarle importancia. Es cierto que ha aumentado en el interior de los países ricos, pero ha disminuido entre países. Y también lo es que la desigualdad constituye un efecto automático de la riqueza. Pinker subraya que quienes han salido perdiendo con la globalización, en términos relativos, son las clases medias-bajas de los países desarrollados, en contraposición a la ganancia obtenida por el resto, en especial los habitantes de los países en vías de desarrollo. Ese descenso relativo de la renta disponible, a su manera de ver, debería cualificarse atendiendo a la variación en los estándares de vida: cuando la desigualdad se mide en términos de lo que consumimos y no de lo que ganamos, la tasa de pobreza en Estados Unidos habría descendido un 90% desde 1960 (al pasar del 30% al 3%). Y es que un dólar compra mucho más bienestar que antes: ha mejorado la calidad de los bienes en la cesta de consumo y se inventan bienes nuevos, lo que dificulta analizar con rigor la evolución del bienestar a lo largo del tiempo. Ni siquiera el famoso 1% de los superricos inquieta a nuestro autor, quien apunta que, al referirnos a ese porcentaje, hablamos de rangos estadísticos más que de individuos concretos. No es que Pinker niegue el problema de la desigualdad: más bien trata de presentarlo en los términos que le parecen justos. A saber: aceptando la premisa de que la desigualdad de ingresos no es un componente básico del bienestar (en línea con el suficientismo de Harry Frankfurt) y asumiendo la «curva de Kuznet» con arreglo a la cual el aumento general de la riqueza termina beneficiando a todos los miembros de una sociedad. Este enfoque de apariencia utilitarista, que subyace a su entera concepción del progreso, revela carencias en la sensibilidad política del psicólogo de Harvard, incapaz de comprender que tantos ciudadanos se resistan a aceptar un razonamiento tan sencillo.

Pinker está convencido asimismo de que somos cada vez más inteligentes, no por un cambio de la naturaleza humana, sino gracias a la educación y la mejora en las condiciones de vida. De hecho, el llamado «efecto Flynn» −que designa el carácter hereditario de la inteligencia− se debilita en aquellos países que llevan más tiempo experimentándolo. A su juicio, la mejor prueba de esa mayor inteligencia está menos en los hábitos de lectura que en el desarrollo de nuevas capacidades a través de la educación y el hábito, entre ellos el de manejarnos con facilidad con las nuevas tecnologías digitales: aunque no leemos La Celestina, sabemos actualizar un sistema operativo. En cuanto a la felicidad, Pinker rechaza rotundamente la idea de que la modernidad haya generado una epidemia de malestar, soledad y tendencias suicidas: los datos no avalan semejante tremendismo. Igual que no avalan −al menos los que él maneja− la famosa «paradoja de Easterlin», según la cual la felicidad no aumenta con la riqueza una vez se ha alcanzado cierto umbral de renta. En ocho de nueve países europeos, por ejemplo, la felicidad aumentó en tándem con el PIB entre 1973 y 2009. Y es conocida la divergencia que se produce cuando los individuos son interrogados por su felicidad individual y la colectiva: solemos ser optimistas como individuos y pesimistas en relación con nuestra sociedad. ¿No dicen los españoles que son felices o muy felices cada vez que se les pregunta? Problema distinto, que Pinker reconoce, es que la modernidad ha expandido la libertad individual de un modo que conduce, casi forzosamente, a mayores tasas de ansiedad y depresión: fuera de los cómodos raíles de la tradición, elegir tiene costes psicológicos y emocionales. Pinker desmiente asimismo que disfrutemos de menos tiempo libre, fuera de un conjunto específico de profesiones, desmiente los efectos depresivos de las redes sociales y elogia el mayor cosmopolitismo gastronómico de nuestras ciudades, de las que, por añadidura, podemos huir gracias al turismo de masas. Deprimirse en la sociedad liberal, viene a decirnos, es un crimen.

Su optimismo racional, por emplear la expresión acuñada por Matt Ridley, hace una excepción con el cambio climático. Fiel a su confianza en la ciencia, Pinker admite que el calentamiento global es un fenomenal problema colectivo que exige medidas inmediatas. Su aproximación a los problemas medioambientales responde, en líneas generales, al enfoque ecomodernista que niega −razonablemente− que existan tantos límites «naturales» al progreso social como sugiere el ecologismo clásico, depositando así su confianza en un desarrollo tecnológico orientado a la sostenibilidad. Se trata, sin duda, del planteamiento más realista y uno que, en contra de las caricaturas que se hacen del mismo, se preocupa por la conservación del mundo no humano. Curiosamente, la conservación no parece figurar entre las preocupaciones de Pinker; su deseo por enfatizar los aspectos positivos de la modernidad deja poco espacio al bienestar animal o la preservación de los espacios naturales: se limita a mencionar en algún momento que el humanismo no excluye «por principio» la preocupación por el mundo animal. De nuevo, nuestro autor constata lo obvio: que los problemas medioambientales pueden solucionarse con el conocimiento. Pero olvida algo que también es obvio: que el conocimiento no es lo único que hemos de tener en cuenta a la hora de afrontar los problemas. En este caso, sin ir más lejos, su preferencia por un impuesto global al carbón será tan aplaudido como discutida su razonable defensa de la energía nuclear, y no digamos su apuesta por las formas moderadas de la geoingeniería del clima o los alimentos transgénicos: porque no todos pensamos lo mismo ni queremos usar los mismos medios para alcanzar fines sobre cuya deseabilidad sí parecemos estar de acuerdo.

Pero si todo va bien, ¿cómo es que tantos piensan lo contrario? Es justo matizar que Pinker no es indiferente a los muchos problemas sociales que esperan solución: hay cosas que están mal. Tanto en los países ricos como, sobre todo, en los que no lo son: pobreza extrema, malnutrición, muertes por neumonía, Estados autocráticos, analfabetismo. Su propósito es más bien resaltar el progreso alcanzado con la esperanza de que eso sirva para que éste pueda continuar en el futuro. Su mirada es de largo alcance y por eso espera que continúe sucediendo aquello que, pese a la posibilidad siempre latente de la regresión ocasional, ha venido sucediendo desde los inicios de la modernidad; que hayamos padecido dos guerras mundiales, sin ir más lejos, no nos ha impedido retomar nuestro rumbo hacia lo mejor. Para ello bastaría con maximizar los beneficios derivados de los procesos sociales mientras minimizamos sus perjuicios: tal cosa es el progreso. Y las dificultades para lograrlo son, a sus ojos, las mismas que explican el pesimismo colectivo: el desconocimiento de los datos sobre la realidad social y el olvido del progreso ya alcanzado. A ratos, se percibe la desesperación del racionalista: ¡casi la mitad de la población cree que los tomates ordinarios no tienen genes y por eso se rechazan los tomates transgénicos! Del mismo modo, el hecho de que el progreso borre sus propias huellas hace que sus críticos sólo tengan ojos para las injusticias existentes y tiendan a minusvalorar lo mucho que ya se ha logrado. Somos ingratos con nuestros propios éxitos.

Pinker no anda desencaminado. Es absurdo afirmar, como hacen algunos críticos de la modernidad, que el progreso es una ilusión: los datos no avalan esa idea y sería absurdo hacer depender el juicio sobre la modernidad de las percepciones subjetivas de los individuos. Pinker culpa de esa inclinación −con frecuencia nostálgica− a los sesgos racionales y afectivos. Por ejemplo, al que nos lleva a dar más peso a los argumentos pesimistas; o a la heurística por la que recurrimos a las impresiones o datos que nos vienen antes a la cabeza. Sobre todo, porque los medios de comunicación se encargan de que esos datos e impresiones que están más disponibles sean los más negativos. ¿Acaso no pertenece a la lógica del subsistema mediático, tan bien descrita por Niklas Luhmann, la preferencia por lo sensacional y dramático? Para más inri, la «minería de sentimientos» que hace posible el análisis de big data revela que durante las últimas décadas se ha producido un incremento de las malas noticias en el sistema de medios. De manera que la «progresofobia» sería, en buena medida, un efecto mediático. A ello habría que sumar el pesimismo de la clase intelectual, que insiste en alimentar las corrientes antiilustradas que recorren la modernidad como un doble perverso: románticos, declinistas, teístas, colectivistas, comunitaristas. Todos ellos desdeñarían, al decir de Pinker, los ideales ilustrados: la razón, la ciencia, el humanismo. ¡Enemigos del progreso! Intelectuales y medios de comunicación serían así responsables de haber presentado nuestras democracias como regímenes disfuncionales e injustos, creando las condiciones para el ascenso del populismo autoritario mediante el tremendismo narrativo. Pinker atribuye el crecimiento del populismo −apoyándose en los trabajos de Ronald Inglehart y Pippa Norris− a la competencia cultural antes que a la desigualdad económica, pero es escéptico respecto de la amenaza que representa. Más bien confía en que la razón prevalecerá en el medio y largo plazo, sobre todo si somos capaces de atenuar la polarización abrazando una idea más realista del cambio social: «Las democracias liberales pueden hacer progresos, pero sólo en el marco de una reforma constante y un compromiso desordenado». Es dudoso, sin embargo, que ese argumento sea persuasivo: si lo fuera, no estaríamos donde estamos.

Sea como fuere, nos encontramos hasta aquí con una vigorosa defensa del progreso en la modernidad, basada en datos cuantitativos a partir de un enfoque utilitarista matizado por el realismo. Matizado, porque se equivocan quienes acusan a Pinker de olvidar las tragedias individuales que afligen a quienes se encuentran en el lado sombrío de las estadísticas en nombre de los efectos agregados. Es el caso de Jennifer Szalai, quien ha lamentado que Pinker encuentre causa para la celebración −a la vista de la mayor ganancia del mayor número− incluso en el hecho de que los chinos se hayan enriquecido a costa de la clase trabajadora norteamericana. Algo de eso hay: la lógica del trade-off introduce consideraciones cuantitativas allí donde no todo se puede cuantificar. Nos lo dejó claro Rafael Sánchez Ferlosio en Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado, librito donde afeaba a los defensores del progreso universal que conviertan en protagonista de «la aventura humana» a un sujeto único que abarca desde el cavernícola descubridor del fuego hasta un ingeniero de la NASA, modelados todos ellos con arreglo al burgués europeo de finales del siglo XVIII. De ahí que, concluye Ferlosio, la cuestión ética por excelencia es justamente desmontar de una vez esta mentalidad contable [...], que se va haciendo, o más bien ya se ha hecho, la forma más universal de la conciencia humana y que consiste en hacer de la felicidad y del dolor partidas mutuamente reductibles por relación de intercambio.

Se describe ahí una tensión irresoluble del progreso: la que existe entre las ganancias sistémicas y las tragedias individuales, que no pueden subsumirse en aquellas sin riesgo de quedar justificadas en nombre del avance colectivo. Tal como vimos con la «revolución permanente» del comunismo soviético, esa concepción de la historia abre la puerta a una visión providencial de la historia como juggernaut que avanza por aplastamiento: aquello que contempla horrorizado el famoso ángel de la historia de Walter Benjamin. Pero la tensión es irresoluble, porque, si bien nadie preguntó a los mayas si deseaban ser conquistados por los españoles, tampoco nadie se había dirigido a los pueblos que los mayas sojuzgaban ni a los niños que sacrificaban. Algo parecido puede decirse, cinco siglos más tarde, de las nuevas tecnologías: las plataformas digitales que hacen posible la economía colaborativa y proporcionan nuevos servicios a los consumidores han generado asimismo una «uberización» del empleo, mientras que la robotización que amenaza con llevarse por delante innumerables puestos de trabajo contiene la bendita promesa de acabar con el trabajo repetitivo propio de las cadenas de montaje.

Es por esto que Samuel Moyn ha recomendado a Pinker repasar la nada complaciente visión del progreso que tenían los pensadores ilustrados. ¿Acaso no escribió David Hume que no hay ventajas puras en este mundo? Son reproches injustos: Pinker no escribe antes de que el ideal del progreso se despliegue en el curso de la modernidad, sino en un momento en el que se pone en duda ese progreso. Después de Auschwitz, no parece necesario enfatizar en cada página que aquél es ambiguo y propenso a regresiones. Y, sobre todo, resulta pueril condicionar la defensa del progreso como tal a la existencia de un progreso absoluto que no cause perjuicios a ningún grupo ni individuo. Ese progreso no es de este mundo, ni sabemos de ningún sistema socioeconómico que haya sido remotamente capaz de proporcionarlo. El progreso que describe Pinker es el progreso realmente existente: desigual, dificultoso, ambiguo. Otra cosa es que tal progreso, inevitablemente, genere tensiones sociales y políticas a pesar de que merezca la pena tenerlo en lugar de lo contrario. Es obvio que un trabajador norteamericano que ha perdido su trabajo con la globalización no encontrará consuelo en el crecimiento económico de Asia. Ya se ha apuntado que Pinker demuestra poca sensibilidad política, esperando que el hecho del progreso baste para contrarrestar un malestar subjetivo en ocasiones injustificado: si un dólar compra mejores bienes que antes, ¿importa que tengamos menos dólares en el bolsillo? La respuesta es que sí: una lectura de Hobbes basta para comprenderlo. Y hay que contar con las expectativas frustradas, en buena medida creadas por una versión electoralista del progreso.

Si Pinker hubiera recortado trescientas páginas a su libro y lo hubiera dejado aquí, el resultado habría sido más que satisfactorio. En cambio, nuestro autor resulta mucho menos convincente cuando se dedica al análisis de los fundamentos filosóficos del progreso que describe con acierto. O lo que es igual, cuando se adentra en materias que no son exactamente su fuerte. ¿Zapatero a tus zapatos? Desde luego, una cosa es afirmar de manera genérica que la irrupción histórica de eso que llamamos Ilustración hace posible un espectacular cambio de rumbo para las sociedades humanas a partir del siglo XIX y otra muy distinta proporcionar los detalles correspondientes: filosóficos, históricos, institucionales. Vaya por delante que Pinker no es tan ingenuo como para sostener que los filósofos ilustrados creían de forma ciega en la cualidad racional de los seres humanos, sino que más bien sostenían que podemos y debemos ser racionales. En ese sentido, alguien le ha recordado que Hume describía a la mente como esclava de las pasiones; sin embargo, eso no convierte a Hume en un irracionalista: sólo es un racionalista atento a la importancia de las sinrazones. De hecho, Pinker brilla cuando ejerce como psicólogo del conocimiento −un saber que debe mucho al pensador escocés− y nos recuerda que la razón funciona peor cuando opera en modo ideológico: cuando creemos algo porque lo creen los demás o porque señaliza nuestra pertenencia a una tribu moral. ¿Hay mejor ejemplo de esta inclinación que la ideologización de las opiniones sobre el cambio climático?

Esta constatación tiene un doble efecto en la argumentación de Pinker. Por una parte, trata de distanciarse de la disputa entre conservadores y progresistas, defendiendo que «un enfoque más racional de la política consiste en tratar las sociedades como experimentos en marcha y aprender las mejores prácticas con la mente abierta, sea cual sea la parte del espectro político de la que provengan». Ahora que la polarización política aumenta y la mentira adquiere una capacidad de difusión extraordinaria a través de las redes sociales, ese pragmatismo debería ser bienvenido. Por otra, en cambio, no se ve claro cómo podría llevarse eso a la práctica, ni de qué manera podrían erradicarse los conflictos de valor que subyacen a las diferencias ideológicas. La recomendación de Pinker, que ha de interpretarse en el contexto de la vetocracia radical en que se ha convertido Estados Unidos durante la última década, es decepcionante: «despolitizar los problemas». ¡Hombre! Ocurre así que su empeño por defender la cualidad no política de los ideales de la Ilustración le incapacita para reconocer la cualidad política de los ideales de la Ilustración. Lo que hace sospechar que Pinker ha leído poca filosofía posterior a 1945.

Por añadidura, la propia Ilustración se convierte en sus manos en una suerte de bloque monolítico dedicado a la defensa de las posibilidades inexploradas de la razón en heroica lucha contra la superstición. Pero, como han mostrado pensadores que van de Ernst Cassirer a Jonathan Israel, la Ilustración es un fenómeno intelectual y social de extraordinaria complejidad, cuyo comienzo está lejos de constituir un corte súbito en la historia europea. Hay precedentes que Pinker ni siquiera menciona, pese a que, por ejemplo, es difícil comprender la Ilustración sin el Renacimiento: de Copérnico a Erasmo, pasando por Savonarola o el nacimiento de la banca moderna. Por otro lado, no hay una sola Ilustración, sino varias. Esto vale especialmente para la teoría política, donde se produce una bifurcación entre los ilustrados radicales que aspiraban a la democratización plena y aquellos otros, más moderados, que defendieron instituciones mixtas y se resistieron inicialmente a aceptar la plena igualdad de derechos. No obstante, aun aceptando su apretada síntesis del ideal ilustrado como una necesidad argumentativa, Pinker peca por omisión cuando deja fuera del libro las fatales ambivalencias inherentes a la práctica de los valores ilustrados. Insiste, por ejemplo, en separar cuidadosamente la eugenesia nazi del ideal científico, atribuyendo esa aberración al influjo maligno de las fuerzas contrailustradas. Y lo mismo cabe decir del desprecio racionalista por otras culturas, etnias o seres: la Ilustración nada tendría que ver con esas perversiones. Pinker aplica una lógica ventajista: si la Ilustración defiende el recto uso de la razón y la ciencia, el uso desviado de la razón y la ciencia no pertenece a la Ilustración.

Es aquí donde las acusaciones de «cientifismo» que Gray dirige a Pinker parecen justificadas, pues el canadiense parece por momentos sugerir que la ciencia es moralmente neutral e incapaz de producir mal alguno. Por decirlo con una fórmula, Pinker tiene razón ante Thomas Kuhn pero no ante Günther Anders: la existencia de la «verdad científica» y la innegable eficacia de la tecnología no deben excluir la reflexión moral sobre eso que Jürgen Habermas llamó «ideología científico-técnica». Tal vez se llegaría con ello a unas conclusiones no muy distintas de las que propone nuestro autor, pero esa tradición de pensamiento no puede ignorarse; confrontarse seriamente con ella habría proporcionado al libro una mayor autoridad. Como le ha afeado William Davies, Pinker sitúa a la Ilustración y la ciencia del lado bueno de todos los conflictos de los últimos doscientos años, resistiéndose a admitir que −como Zygmunt Bauman dejó establecido antes de convertirse en profeta de la liquidez− la modernidad es, sobre todo, ambivalente: a la vez liberadora y amenazante. Escondiendo bajo la alfombra el problema del mal, Pinker incurre por momentos en una cierta banalidad del bien. Y lo mismo vale para los agujeros negros del humanismo: en tiempos no muy lejanos, la categoría de «hombre» o «ser humano» excluía a individuos pertenecientes a amplios grupos sociales y aún hoy sirve para establecer una separación demasiado tajante respecto a los seres no humanos. Recuérdese a Auguste Comte, promotor de un programa positivista bien poco liberal para la organización de las sociedades humanas, o las pretensiones de un Marx que decía hacer «socialismo científico». Aunque conviene evitar el presentismo a la hora de juzgar estas desviaciones, la razón no puede dejar de hacer crítica sobre sí misma, gusten o no las consecuencias filosóficas de ese programa. Así que el empeño del autor por arremeter contra el posmodernismo filosófico, que adquiere tonalidades caricaturescas cuando convierte a Nietzsche en origen de todos los males («Drop the Nietzsche», exhorta), conduce a una simplificación que no podrá dejar de advertir ningún lector mínimamente avezado de filosofía o teoría política.

En realidad, se trata de argumentos conciliables. Pinker acierta en lo esencial cuando describe los principios de la Ilustración: el uso de la razón y de la empatía, el desarrollo sistemático de una ciencia que incluye las ciencias humanas, la creencia en el universalismo y en la posibilidad del progreso, el análisis racional de la prosperidad, el rechazo del tribalismo y el pensamiento mágico. Estos principios suministran la estructura básica de la modernidad. Pero no porque la razón hubiera estado del todo ausente durante los dos milenios previos, sino porque la Ilustración propulsa −o viene acompañada de− una auténtica revolución política en la que Pinker apenas hace hincapié. Las distintas revoluciones de la época moderna, henchidas de inevitables contradicciones, consagran el principio de igualdad y el gobierno representativo, abriendo la puerta a la dificultosa cohabitación de los principios liberal y democrático en el marco de unas sociedades de complejidad creciente, en buena parte debido al impulso generado por el desarrollo tecnológico y el crecimiento económico. Es en el interior de esa estructura donde estallan las tensiones de la Ilustración: el racionalismo produce romanticismo, el mercado libre genera externalidades, el universalismo sofoca los particularismos. Y, como ha advertido Alison Gopnik, se echa de menos en el libro un juicio más ponderado sobre los apegos humanos de orden comunitario −familiares, locales, tribales− que tan destacado papel desempeñan en nuestras vidas: hablar de un «florecimiento humano» que privilegia los valores cosmopolitas resulta algo tramposo. Finalmente, el intento por «actualizar» los valores ilustrados en el marco de la Tercera Cultura, que Pinker pone en relación con los conceptos de entropía, información y evolución, produce unos resultados desiguales. Resultan interesantes sus consideraciones sobre el papel clave que desempeñan las capacidades humanas de almacenar energía y producir información como medios para reducir la entropía, pero el conjunto se ve lastrado por el excesivo peso que otorga a la psicología evolucionista en detrimento de formas más sofisticadas de entender la evolución humana: de la epigenética a las teorías de la construcción de nicho.

En último término, Pinker ha entregado un vigoroso manifiesto cuyos méritos descansan, sobre todo, en la elocuencia de su aparato estadístico y en el desacomplejado entusiasmo con que se defiende la superioridad de la sociedad moderna frente a sus enemigos. Se trata de una obra de combate, más oportuna que oportunista ahora que el combate contra las fuerzas regresivas del populismo y el nacionalismo conoce un nuevo e inesperado episodio. Su optimismo es menos complaciente que condicional, si aceptamos la distinción de Paul Romer: el progreso depende de que se mantengan las condiciones que lo hacen posible, mientras que complaciente es creer que las cosas irán bien hagamos lo que hagamos. Por eso nada desea Pinker con mayor fervor que hacer justicia al progreso, reconociendo su existencia y su alcance: para evitar ponerlo en peligro de ahora en adelante. Este libro, pese a sus defectos, puede contribuir a ello.



El psicólogo social Steven Pinker



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 4583
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"Atrévete a saber" (Kant); "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire); "Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)