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domingo, 5 de mayo de 2019

[DOMINICAL] Las primeras madres





A todas las madres del mundo
HArendt

El mito (o timo) que cae sobre la idea de maternidad se ha mantenido intacto y medieval, dice Nuria Labari, escritora y periodista, y autora de La mejor madre del mundo (Literatura Random House). El Día de la Madre, comienza escribiendo Nuria Labari, es un buen día para regalar flores, para abrazar, para agradecer, para acompañar, para gastar, para comprar una joya, para ir a comer con la familia. Ese tipo de cosas.

Pero el Día de la Madre debería empezar a ser un espacio político y de lucha, porque muchas de las batallas más importantes por la igualdad y la justicia social nos las vamos a jugar precisamente ahí, en el espacio simbólico que ocupa la maternidad en la sociedad del siglo XXI. Y en el espacio social y político que le demos.

Muchas abuelas dicen que las madres de ahora estamos locas, que creemos que nadie ha tenido hijos antes. Y tienen razón, porque las madres de los 2000 nos sentimos, en muchos sentidos, las primeras madres del mundo. Lo que, desde luego, nos vuelve un poco idiotas. Pero lo cierto es que somos, por ejemplo, las primeras preocupadas en congelar nuestros óvulos porque sabemos que llegaremos tarde, las primeras que fichamos por empresas dispuestas a congelar nuestros óvulos (gratis) como una medida de conciliación laboral, las primeras en tener hijos con los óvulos donados de otras mujeres, las primeras en tener hijos con otras mujeres, las primeras en compartir de forma generalizada la custodia de nuestros hijos con nuestras exparejas.

Nosotras somos esas mujeres que estábamos un día viendo una serie en Netflix con nuestro compañero de piso y amor de la vida, cuando supimos que estábamos embarazados. Las que ganábamos igual que ellos en ese momento, las que habíamos estudiado lo mismo (o un poco más), trabajábamos las mismas horas y salíamos de fiesta juntos cuando nació el bebé. De hecho, nosotras somos las primeras que fuimos iguales que ellos hasta que tuvimos hijos. Porque fue entonces cuando el padre disfrutó de tres o cuatro días de baja de paternidad a modo de puente de la Constitución y nosotras nos quedamos solas en casa, criando y flipando. Menos mal que en eso algunas fuimos primeras y últimas. Porque juntos hemos conquistado esos dos meses de baja para ellos.

Seguimos siendo nosotras quienes nos quedamos más tiempo en casa con nuestros bebés y nos sentimos solas como nunca antes nos habíamos sentido. Muchas veces sin saber dónde van los niños en una ciudad donde ni siquiera crecimos. A menudo, en una ciudad realmente grande donde no hay ni guarderías suficientes para cuidar de nuestros niños, solo bares y asfalto de repente. La de al lado de mi casa recibió 264 solicitudes para 8 plazas cuando nació mi hija mayor.

También somos las primeras en tener hijos rozando los 50 años, incluso habiéndolos cumplido. Y somos también todas las que, por primera vez, habiendo elegido no tener hijos exigimos que no nos toquen la moral con el tema hasta más allá de la menopausia. Somos las primeras que reivindicamos un espacio para la no maternidad tan respetado como el de la no paternidad.

Somos las primeras hembras fértiles que vivimos en una sociedad abiertamente decidida a mercantilizar la maternidad, que ha puesto precio a la idea de ser madre. Un precio que, por lo demás, no todas podemos permitirnos. Pero sobre este asunto apenas hay debate, ni promesas en ningún programa político (por mucho que algunos defiendan las familias como un nuevo amanecer) porque, a fin de cuentas, si cada día tenemos menos hijos es por culpa de las madres perezosas que nos empeñamos en estudiar antes de parir. O sea, que si llegamos tarde a la maternidad, lo normal es que paguemos por ello.

Somos las primeras que asistimos a la regulación del precio que corresponde pagar a otra mujer para que geste los hijos que otras u otros no podemos parir. Y cuando la gestación no tiene precio (así, en plan canadiense), entonces se supone que tendrá un contrato firmado por la gestante, que viene a ser lo mismo. Un contrato que va mucho más allá del útero porque cede los derechos de filiación del nacido (sin consentimiento de la criatura, por supuesto) a otra persona y sin posibilidad de vuelta atrás. Es gracioso, porque la filiación implica derechos tan importantes para los hijos, como una parte legítima de la herencia de sus padres que nadie les puede arrebatar. Pero bueno, esto no tiene importancia mientras los vientres alquilados sean pobres o anónimos.

Muchas cosas han cambiado en torno al espacio que ocupan las madres en la sociedad. Sin embargo, el mito (o timo) que cae sobre la idea de maternidad se ha mantenido intacto y medieval. Nosotras, las madres, tenemos desde el momento en que parimos una capacidad de abnegación y sacrificio individual nunca vistas. A lo mejor por eso los anuncios que invitan a la compra el Día de la Madre dicen cosas como: ella nunca se queja, ella se come el peor filete cada noche, ella es una mártir… Ella es madre.

En fin. Con la que está cayendo, creo que este año no deberíamos conformarnos con una rosa. Pero esto es solo la opinión de una madre.



Mural en la ciudad de Valencia, de Mónica Torres


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 12 de diciembre de 2018

[A VUELAPLUMA] ¿Dónde están los nuevos jipis?





¿Dónde están los nuevos jipis?, se preguntaba hace unos días el escritor Jordi Soler. La rebelión de los jóvenes que profetizó Octavio Paz, dice, ha quedado reducida a una rabieta ‘online’, pues el asesinato freudiano del padre quedó neutralizado cuando el progenitor se convirtió en su compadre

Octavio Paz escribió en su libro Corriente alterna, que publicó en 1967, un diagnóstico del futuro que resulta asombroso leer medio siglo más tarde, comienza diciendo Soler. El año crucial de 1968 estaba a punto de llegar y Paz, que entonces era embajador de México en la India, veía con toda claridad que el mundo estaba cambiando radicalmente: “Creo que el fragmento es la forma que mejor refleja esta realidad en movimiento que vivimos y que somos”, nos advierte en la primera página de este libro que es, en realidad, una antología de los artículos que publicaba entonces en revistas latinoamericanas y europeas, artículos escritos con la urgencia, y la frescura, de quien pretende capturar el momento en el que todo empezó a cambiar, a la manera de los pintores impresionistas que daban pinceladas precisas y veloces para capturar el instante en el que se manifestaba la luz.

Octavio Paz escribe: “El gran problema a que se enfrentarán las sociedades industriales en los próximos decenios es el del ocio. El ocio había sido, simultáneamente, la bendición y la maldición de la minoría privilegiada. Ahora lo será de las masas”.

Cincuenta años más tarde nos encontramos con la evidencia de que nunca en toda la historia de la humanidad habíamos tenido tantas y tan diversas formas de canalizar el ocio, una bendición/maldición directamente relacionada con la realidad fragmentada que vislumbraba el poeta, pues buena parte del ocio se traduce en una multitud de individuos detrás de sus pantallas consumiendo, o interaccionando con ellos, los productos que ofrece la Red.

El fragmento es la forma que mejor refleja nuestra realidad, advertía Paz, sobre todo a partir de la irrupción de la Red, que atomiza a la sociedad, la divide en unidades, la neutraliza, sobre todo a la juventud de nuestro siglo, no a la de 1967 que se comportaba, todavía, como un amenazante colectivo capaz de sacudir el establishment.

Paz escribía entonces que las dos grandes transformaciones sociales de aquella época eran “la rebelión de los jóvenes y la emancipación de la mujer”. “La segunda es sin duda más importante y duradera”, sostenía el poeta, “es un cambio comparable al del neolítico”.

El Neolítico transformó la relación de nuestra especie con la naturaleza, del mismo modo en que la emancipación de la mujer ha ido, efectivamente, transformando la dinámica familiar, las relaciones sociales, el mundo laboral, etcétera. A pesar de que la igualdad entre los sexos tiene que recorrer todavía un largo camino, no puede ya compararse la vida que tenían las mujeres al principio de los años sesenta, con la que llevan en el siglo XXI.

Pero Octavio Paz no acertó con la rebelión de los jóvenes, que al final ha quedado en breves episodios aislados de la historia reciente; y no acertó porque la sociedad occidental ha terminado siendo otra cosa distinta de lo que entonces prometía, en esa época en la que la juventud clamaba, dice Paz: “Yo no quiero ser parte de este mundo que ha inventado los campos de concentración y ha arrojado bombas atómicas sobre Japón”.

Los jóvenes de entonces se sabían herederos del desastre que dejaban sus mayores, cosa que podrían suscribir también los jóvenes de hoy, y veían con naturalidad la fantasía freudiana de asesinar al padre, “una realidad psicológica de la era industrial”, apunta Paz.

A través de la figura del padre asesinado se puede situar a la juventud de nuestro tiempo frente a la de los años sesenta; los adultos entonces eran más adultos, había una separación muy clara entre ellos y sus hijos y el asesinato freudiano no admitía ambigüedades: había que matar a ese otro que te heredaba un planeta lamentable con bombas atómicas y campos de concentración. Pero en el siglo XXI esa frontera se ha difuminado, las nuevas tecnologías, la bendición/maldición del ocio, han barrido las diferencias, padres e hijos tuitean, oyen música en Spotify, se tatúan una greca maya en la nuca y se visten con prendas parecidas. En estas condiciones la fantasía freudiana se ha desdibujado: el hijo mata a su padre, no a su compadre.

Los jipis son un buen ejemplo de lo que sucedía con la juventud hace cincuenta años, querían destruir el sistema, replantear los fundamentos de la economía, vivir en armonía con la naturaleza y además eran unos entusiastas del hedonismo y de la tribu familiar; pretendían, en suma, vivir de otra forma, corregir la deriva occidental hacia la ganancia y el progreso económico que ya desde la década de los sesenta era un escándalo. Todos los objetivos del jipismo, con la excepción quizá de su estética y de su consustancial cursilería, podrían retomarse hoy con más ímpetu, pues ha pasado medio siglo y el sistema que intentaron destruir sigue no solo de pie, sino más sólidamente establecido que nunca.

¿Por qué se fueron los jipis si no habían conseguido lo que buscaban? No se fueron, se disolvieron, se han ido diseminando en nichos que conservan ciertos elementos de su ideario de juventud; la cruzada ecológica, por ejemplo, la alimentación saludable y otros sucedáneos individuales de aquella gesta espiritual y colectiva como el yoga, el mindfulness y un largo, y muy rentable, etcétera. Los viejos jipis están hoy haciendo la flor de loto, el saludo al sol, la postura del guerrero después de una jornada extenuante de oficina, en los despachos del poder económico, mediático o político. La imagen del jipi, que hace años combatía al sistema desde la calle, practicando hoy la postura del guerrero en un salón de yoga climatizado, ilustra perfectamente la magnitud del caso.

Paz escribe unas líneas que parecen destinadas a explicar el auge de la espiritualidad New Age que inunda nuestra época, uno de los tentáculos más redituables del ocio: “También las doctrinas de Buda y del Mahavira nacieron en un momento de gran prosperidad social y las ideas de ambos reformadores fueron adoptadas con entusiasmo no por los pobres sino por la clase de los mercaderes. La religión de la renuncia a la vida fue una creación de una sociedad cosmopolita y que conocía el desahogo y el lujo”.

De una sociedad, diríamos, que tenía un nivel de bienestar como el que hoy tienen los países europeos, que permitía a los ciudadanos grandes dosis de tiempo ocioso, solo que en nuestro siglo, aquí en Occidente, el ocio se purga mayoritariamente en la pantalla que nos atomiza y nos fragmenta en miles de millones de terminales. Al final la rebelión de los jóvenes no produjo una transformación tan grande como preveía Paz, en nuestro siglo esa rebelión ha quedado reducida a la rabieta individual online.



Dibujo de Eulogia Merle para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

miércoles, 20 de junio de 2018

[A VUELAPLUMA] La pesadilla





El gran triunfo de las máquinas sobre los humanos en el siglo XXI no son las noticias falsas, sino la docilidad con la que nos hemos adaptado a ellas. Ya no es importante decir la verdad, sino que te crean, comenta en El País el escritor Jordi Soler reseñando al poeta William Blake. 

William Blake, comienza diciendo Soler, fue hijo y detractor de la Revolución Industrial. El tránsito del siglo XVIII al XIX lo hizo asombrado por la velocidad con la que Europa empezaba a mecanizarse y la rapidez con la que las máquinas comenzaban a desplazar a las personas de sus puestos de trabajo. Como también harían Byron o Shelley, el poeta Blake comenzó una resistencia artística, propiamente romántica, contra la mecanización de Europa, que pronto sería la de Occidente, y que a él le parecía un derrotero nefasto de la civilización.

Veía con toda claridad que entregarse a la industria y al progreso era una opción poco afortunada, y en todo caso pensaba que la revolución de la industria debía tener el contrapeso de una revolución cultural, para que la civilización occidental no quedara atrapada en la pura mecanización, en la producción en masa, en la acumulación de capital, en el progreso a toda costa.

Sin el antídoto de la revolución cultural que intentaron los poetas románticos, el mundo que quedó es precisamente el que tenemos ahora, un mundo cada vez más mecanizado en donde las máquinas no solo siguen desplazando a los hombres, sino que ya las tenemos incrustadas en la rutina cotidiana; no solo hacen buena parte de nuestro trabajo, sino que, además, en el caso de los ordenadores, con la humanidad entera prisionera de sus redes, han conseguido que la ciudadanía piense, opine, se exprese y actúe dentro del marco que establece la máquina.

El ordenador con sus redes hubiera sido, seguramente, la pesadilla más espesa de William Blake; en una sola sesión con esta máquina, el poeta hubiera podido comprobar el triunfo inapelable de la Revolución Industrial y la ingenuidad romántica de su revolución cultural. Además, hubiera podido verificar esa realidad diabólica que los habitantes de este milenio vivimos con una desenfadada normalidad: la máquina que piensa por ti acaba contagiándote su forma de pensar. ¿Cuántas veces al día Google, o Waze, o Shazam, o el iluminado de turno en Twitter, piensa por nosotros?

“Debo crear un sistema o ser esclavizado por el de otro hombre. No me interesa razonar y comparar: lo mío es crear”. Esta idea de Blake es toda una invitación a pensar fuera de la máquina, a desconfiar de la fuente de la que todos abrevan y a crear nuestros propios pensamientos. Las redes sociales han pasado de ser el espejo del mundo a convertirse en su directriz, comenzaron reflejando la vida real y ahora son ellas las que nutren la realidad con sus modos, sus formas y sus tics; es como si el ordenador nos devolviera nuestra propia realidad jerarquizada de otra forma, como si la máquina, como temía el poeta, nos indicara qué pensar y a qué parcela de toda la información que circula de red en red nos está permitido asomarnos.

La brevedad que imponen las redes ha cambiado ya, por ejemplo, la manera de comunicarnos con otra persona; la brevedad del whatsapp empieza a desterrar al e-mail, que ya es visto como una no práctica antigualla que venimos arrastrando desde el siglo XX, aunque en su tiempo fue la maravilla hipermoderna que aniquiló las cartas de papel. La secuencia de la carta, el e-mail y el whatsapp es cristalina, e indica que cada vez se escribe menos en mensajes más cortos que llegan más rápido; ya no importan la forma, la sintaxis, ni el estilo, ni la ortografía, lo que importa es que el mensaje, que es invariablemente urgente, llegue rápido, tan rápido que a veces ni siquiera hay que escribirlo, basta con insertar un emoticono. Pero quizá lo que de verdad indica esta secuencia es que la máquina nos señala el camino.

La brevedad en Twitter es imprescindible, la idea que triunfa en esta red social es la que va encapsulada en una frase corta y contundente, y la longitud y la contundencia están por encima de la verdad, un valor que a estas alturas del milenio ya ha perdido un buen porcentaje de su jerarquía. Si la frase es deslumbrante, pero rebasa los 100 caracteres, tendrá menos quórum que una breve, aunque sea opaca; y si lo que se ha tuiteado es un linka un texto largo ya podemos despedirnos de la mayoría de nuestros seguidores.

Los periódicos, uno de los últimos bastiones de la prosa larga, han adoptado ya la frase eficaz de Twitter, la nota condensada y la promiscuidad temática característica de la red social. Los nuevos lectores ya son incapaces de orientarse en las enormes hojas de papel de los periódicos, necesitan la eficacia del link y la velocidad y la ligereza con la que viajan de una noticia a la otra.

En unos cuantos años, la velocidad y la eficacia se han implantado como los valores supremos de nuestro tiempo, se nos inoculan cada vez que dejamos que entre el wifi, y ya han llegado a territorios tan aparentemente ajenos como el del tenis; este deporte ha cedido a la presión, y hoy un tenista, para triunfar, más que talento necesita potencia, resistencia y agresividad, la misma eficiencia que se le exige al tuitero o al periodista o al político para que logren obtener muchos seguidores; porque la máquina nos adiestra cada día con la idea de que el éxito se mide por la cantidad, por el número. En el tenis de este milenio ya no hay espacio para los golpes artísticos, el revés a una mano; la suerte más hermosa de este deporte está en un acelerado proceso de extinción, porque la mayoría de los jugadores eligen el revés a dos manos, que es menos plástico, pero tiene más potencia, es simple y eficiente como un tuit. ¿A quién le importa hacer un golpe bello cuando lo único que importa es triunfar?

¿Y a quién le importa decir la verdad cuando lo único que importa en el siglo XXI es que te crean? El gran triunfo de la máquina sobre nosotros no son las fake news, las mentiras que se multiplican hasta que se convierten en verdad, sino la docilidad con la que nos hemos adaptado a ellas. William Blake, ese poeta que era capaz de vislumbrar el mundo entero en una flor, vería con desconcierto cómo la máquina ha conseguido ya imponernos la brevedad y la velocidad como valores primordiales, y cómo va consiguiendo poner en entredicho la verdad y normalizar la mentira en la vida pública sin que nadie se escandalice. Y, desde luego, no le gustaría nada la devaluación que ha sufrido la palabra, que ya vale poco si no va montada en un tuit.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




Harendt






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Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)

viernes, 25 de marzo de 2016

[Pensamiento] Política y democracia para el siglo XXI







Concluyo con esta entrada mi reseña de La política en tiempos de indignación (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2015), del profesor Daniel Innerarity, que me ha ocupado estas últimas semanas. Remito a lo dicho en entradas anteriores para una mejor comprensión de la misma.

Dice Innerarity (página 236), que según las encuestas la política se ha convertido en uno de nuestros principales problemas, y se pregunta si en esa opinión se expresa una nostalgia por la política desaparecida, una crítica ante la mediocridad de la actual, o más bien un desprecio antipolítico hacia algo cuya lógica no se acaba de entender. En cualquier caso, añade, los ciudadanos tendríamos más autoridad con nuestras críticas si pusiéramos el mismo empeño en formarnos y comprometernos. Y tal vez entonces, sigue diciendo, caeríamos en la cuenta de que nos encontramos en la paradoja de que nadie confía a la política lo que solo la política podría resolver.

Inmediatamente antes (página 233) ha aclarado que la democracia no es la presencia de los ciudadanos en los lugares donde se toman las decisiones, sino más bien el hecho de que las instituciones electivas y los electos puedan ser juzgados por la ciudadanía. Y en una opinión que comparto plenamente añade que, aunque suene paradójico, no hay otro sistema mejor que la democracia indirecta para proteger a la democracia frente a la ciudadanía, contra su inmadurez, debilidad, incertidumbre e impaciencia.

Al final del libro (páginas 348-350), en el capítulo titulado "La política como actividad inteligente", añade que la cuestión de como configurar democracias inteligentes, una inteligencia en red o una smart governance es un asunto crucial de nuestros días que algunos han formulado como la idea de una wiki-government. En cualquier caso, sigue diciendo, hay que volver a diseñar las instituciones de gobierno en la era de las redes. La gobernanza efectiva en el siglo XXI, dice, requiere colaboración organizada. Se trataría, sigue diciendo, de transformar las jerarquías en ecosistemas de conocimiento colaborativo y cambiar así, radicalmente, la cultura de gobierno desde un saber experto centralizado a otro en cuyo diseño la revisabilidad ocupe un lugar central. Los aprendizajes en política, dice, requieren procesos de reflexión en los que se observen las consecuencias de los cambios introducidos, los posibles efectos no deseados y se elabora una evaluación compartida de las políticas públicas.

El intenso debate que ha tenido lugar en los últimos años en torno a las posibilidades de transformar "deliberativamente" la democracia, sigue diciendo, se inscriben en ese concepto. Las sociedades aprenden a través de procesos de inteligencia colectiva, añade. Entre esas "comunidades epistémicas", dice, destacan los procedimientos de deliberación política a través de los cuales se combate colectivamente la perplejidad y se forma el juicio cívico. Si tiene sentido ese esfuerzo común, continúa diciendo, es porque la ignorancia a la que ha de hacer frente la política es descomunal. La inteligencia es algo que solo se ejerce compartidamente, añade. Una sociedad madura, dice, ensaya procedimientos, ámbitos e instituciones para experimentar acerca de sí misma, para dotarse de espacios de reflexión y deliberación. Y eso es algo, dice, que solo puede hacerse comunicativamente porque -no lo olvidemos- comunicar es lo que se hace cuando se ignora y se quiere superar esa ignorancia. Lo demás, añade, son rituales de notificación.

La idea de una democracia deliberativa, continúa, subraya la centralidad de los procesos y las instituciones para formar una voluntad común frente a un modelo de democracia entendida como meras negociación de opiniones y preferencias ya establecidas. La esfera pública, dice, es un espacio donde podemos convencer y ser convencidos [la misma opinión que mantenía sobre la política Hannah Arendt], o madurar juntos nuevas opiniones. Los debates sirven precisamente, continúa diciendo, para generar una información adicional que puede confirmar pero también modificar nuestros puntos de partida. En el modelo "republicano" de esfera pública lo que está en un primer plano no son los intereses de los sujetos ya dados de una vez por todas o visiones del mundo irremediablemente incompatibles, sino procesos comunicativos que contribuyen a formar y transformar las opiniones, intereses e identidades de los ciudadanos. El fin de tales procesos, añade, no es satisfacer intereses particulares o asegurar la coexistencia de diferentes concepciones del mundo, sino elaborar colectivamente interpretaciones comunes de la convivencia. Los procesos son decisivos, dice, ya que los intereses y las preferencias de los ciudadanos no están predeterminados ni constituyen, por lo general, un todo coherente. Con mucha frecuencia, añade, los actores no saben con exactitud lo que quieren ni en qué consiste su interés más auténtico. En otras palabras, dice, es el proceso democrático el que permite que los participantes se aclaren respecto de sí mismos y se formen una opinión acerca de aquello que está en juego. La fuerza política de la deliberación, concluye, se acredita precisamente en su capacidad de institucionalizar el descubrimiento colectivo de los intereses.

En el último párrafo de su libro el profesor Innerarity recuerda que comenzó diciendo que la principal perspectiva social y política que tenemos actualmente, nuestro principal desafío, es, a su juicio, desarrollar una política inteligente y reflexiva, situar a la política a la altura de las exigencias que plantea una sociedad del conocimiento. Ahora bien, se pregunta para concluir, ¿se puede pensar en medio de la política? De entrada, añade, no parece esa una actitud propia de la mayor parte de los actores políticos, dominados por una agitación superficial y especialmente sometidos a la dictadura de lo inmediato. Pero en el fondo, sigue diciendo, todos sabemos que con el activismo no se combate la perplejidad, solo se disimula. Nunca vamos tan rápido como cuando no sabemos adonde vamos. Por eso, añade, una de las tareas de todas crítica política es desenmascarar esa falsa movilidad, aquellas formas de pseudoactividad cuya aceleración y firmeza se deben precisamente a que no se tiene ni idea de lo que pasa. Puede que en otras épocas, termina diciendo, pensar fuera una pérdida de tiempo; en la nuestra, dice, cuando no podemos contar con la estabilidad de marcos y conceptos, ni confiar cómodamente en las prácticas acreditadas, pensar es un ahorro de tiempo, un modo radical de actuar sobre la realidad. 

De nuevo Hannah Arendt, a quien citaba al comienzo de su libro, sacada a relucir: comprender es pensar... Espero que les haya resultado interesante.



Daniel Innerarity


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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