Fotografía de Manuel Bruque para El Mundo
El mar es ese lugar en el que un hombre o una mujer amplían la nostalgia de sí mismos contemplando el horizonte de espaldas a lo vivo, escribe el poeta y periodista Antonio Lucas.
En algún lugar, comienza diciendo Lucas, lo dejamos escrito: "Cuando un hombre observa el mar amplía la nostalgia de sí mismo". El mar es una conciencia individual y cada sujeto se adentra en él a su manera, haciendo con el pecho una frontera de agua. Es difícil tener una sola idea del mar, y esa falta de dogma se nota. En la orilla hemos visto naufragar olas, hemos levantado promesas, hemos gozado amores que juramos guardar toda la vida, sin saber aún qué era la vida más allá del perímetro de esta bahía. Al mar uno llegaba para inundarse con un apetito lúdico de desalmado.
Con la edad las células del cuerpo se sobrecargan y degeneran, pero algo permanece en lo hondo del cerebro más allá del desengaño de envejecer: los días acumulados en ese mismo mar lleno de música y tiempo, lento de oficio y querencia, quieto de mar y regresos donde fundaste una parte de tu existencia y a donde cada año vuelves para desenterrar al muchacho que creíste ser con el corazón un poco apache.
En el mar se concentra también el desafío de verte como ya nunca serás. Un día fuiste cualquiera de esos niños que hoy combaten las olas entregados al hermoso oficio de mantenerse en pie. Entonces no había más amenaza en el mundo que la vida adulta de la orilla, donde se daban órdenes que sólo el agua podía alisar y resbalaban por la piel como un excedente que desobedecer. Dentro del mar, la primera lección era la grandeza de la adversidad o la promesa de la aventura. Sucede así cuando el mar es la otra boya de tu biografía. La bandera azul de una buena porción de lo vivido. Los pequeños triunfos. Los fracasos. La calma. La inquietud. La soledad. Algunos ratos memorables en buena compañía. La lección del mar es sentirse vivo. Y a lo mejor por eso no hay concepto más preciso que una playa ni ceremonia más inconcreta que el mar.
A cierta edad la memoria y la imaginación son la misma cosa. Si ahora pienso en aquellos veranos de Mazarrón sé que hay algo en lo recordado que probablemente no viví. Pero es tan intenso como lo otro, pues recordar consiste en tenerlo todo ya inventado. Cuanto sucede en el mar se revive siempre por acumulación, como si algo de aquel mundo perdido fuese a resucitar de nuevo con un resplandor que contradice tanta vida aperreada. Así pasan los años, con una playa del otro lado del invierno esperando a concretarse cada verano. Ahí donde un hombre o una mujer amplían la nostalgia de sí mismos contemplando el horizonte de espaldas a lo vivo. Ahí donde un niño desconoce el miedo y aún es inmortal.
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