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martes, 20 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] El mar



Fotografía de Manuel Bruque para El Mundo


El mar es ese lugar en el que un hombre o una mujer amplían la nostalgia de sí mismos contemplando el horizonte de espaldas a lo vivo, escribe el poeta y periodista Antonio Lucas.

En algún lugar, comienza diciendo Lucas, lo dejamos escrito: "Cuando un hombre observa el mar amplía la nostalgia de sí mismo". El mar es una conciencia individual y cada sujeto se adentra en él a su manera, haciendo con el pecho una frontera de agua. Es difícil tener una sola idea del mar, y esa falta de dogma se nota. En la orilla hemos visto naufragar olas, hemos levantado promesas, hemos gozado amores que juramos guardar toda la vida, sin saber aún qué era la vida más allá del perímetro de esta bahía. Al mar uno llegaba para inundarse con un apetito lúdico de desalmado.

Con la edad las células del cuerpo se sobrecargan y degeneran, pero algo permanece en lo hondo del cerebro más allá del desengaño de envejecer: los días acumulados en ese mismo mar lleno de música y tiempo, lento de oficio y querencia, quieto de mar y regresos donde fundaste una parte de tu existencia y a donde cada año vuelves para desenterrar al muchacho que creíste ser con el corazón un poco apache.

En el mar se concentra también el desafío de verte como ya nunca serás. Un día fuiste cualquiera de esos niños que hoy combaten las olas entregados al hermoso oficio de mantenerse en pie. Entonces no había más amenaza en el mundo que la vida adulta de la orilla, donde se daban órdenes que sólo el agua podía alisar y resbalaban por la piel como un excedente que desobedecer. Dentro del mar, la primera lección era la grandeza de la adversidad o la promesa de la aventura. Sucede así cuando el mar es la otra boya de tu biografía. La bandera azul de una buena porción de lo vivido. Los pequeños triunfos. Los fracasos. La calma. La inquietud. La soledad. Algunos ratos memorables en buena compañía. La lección del mar es sentirse vivo. Y a lo mejor por eso no hay concepto más preciso que una playa ni ceremonia más inconcreta que el mar.

A cierta edad la memoria y la imaginación son la misma cosa. Si ahora pienso en aquellos veranos de Mazarrón sé que hay algo en lo recordado que probablemente no viví. Pero es tan intenso como lo otro, pues recordar consiste en tenerlo todo ya inventado. Cuanto sucede en el mar se revive siempre por acumulación, como si algo de aquel mundo perdido fuese a resucitar de nuevo con un resplandor que contradice tanta vida aperreada. Así pasan los años, con una playa del otro lado del invierno esperando a concretarse cada verano. Ahí donde un hombre o una mujer amplían la nostalgia de sí mismos contemplando el horizonte de espaldas a lo vivo. Ahí donde un niño desconoce el miedo y aún es inmortal.





La reproducción de artículos firmados en el blog no implica compartir su contenido, pero sí, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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martes, 11 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Los olvidados





Hay gente que nace ya olvidada y se hace sitio en el mundo consciente de que nunca será avistado, escribe en El Mundo el poeta y periodista español Antonio Lucas.

Existe un género humano, comienza diciendo Lucas, que son los olvidados. No exactamente invisibles, sino traspapelados en la memoria. Ni siquiera fantasmas, sencillamente inquilinos del vacío. En literatura, en arte, en cine, en teatro, en periódicos, en política, en las cartas vendidas a saldo, en los rastros, en cualquiera de nosotros. Los olvidados son aquellos cuya falda o pantalón ya no casan con la vida, con la moda, con el consumo, con el capricho. A veces rescatamos alguno y suben al peldaño de los recobrados, que suele ser la antesala de otro nuevo olvido. Vivir consiste en ir borrando huellas.

Si uno hace cuentas, puede llenar el día con más olvidados que presentes. Cabe más gente por detrás del tiempo que en tu hora de vivir. Y quizá alguno de ellos -muchas más ellas- colaboró para ser lo que eres, o al menos ayudaron a completarte. Seres a los que prometiste lealtad, recuerdo, presencia en tus quehaceres. Es muy salvaje olvidar. Es quizá lo más terrible. Pues todo olvido es ya condena. Y esto no tiene que ver con la nostalgia, sino con uno mismo, con el ciego camino hacia el acantilado. Los días suceden atronados de voces (y ecos) de damas o caballeros invasivos, solubles, a veces bobos, vacíos, sosos, que se cuelan en tus cosas espectacularmente. Son mayoría. Y en política, un récord. En cualquier momento arman el espectáculo hueco, un mejunje de lata de a euro como la que come el gato. Y a eso le decimos política. Y lo respetamos. Y marca las conversaciones. Como si su decir fuese algo.

Tanta falta de peso intelectual parece un sabotaje, ayudado por variables sociológicas que obligan a habitar en el centro de la pista de un circo aunque no quieras, viviendo como un trapecista al que le tiemblan las manos. Estamos condenados a prestar atención a una actualidad explosiva. El odio y el miedo son los nuevos fundamentos del sistema. Pero no conviene asustarse. El tedio se aplaca algunas tardes sentado en una terraza con un par de amigos. O echando mano a ese libro que un olvidado dejó escrito y en el que una vez fuiste dichoso. Recobrar algo es vivirlo dos veces.

Hay gente que nace ya olvidada y se hace sitio en el mundo consciente de que nunca será avistado. Pienso en el joven Lautréamont, al que años después de muerto lo rescataron como sombra maldita. El mundo está saturado de gente que habla sin parar, lo cual es más relajado que pensar. Pero sólo algunos olvidados, si haces memoria, dicen a su modo una verdad.



Parque del Retiro, Madrid


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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lunes, 27 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] La perversión Da Vinci





En la historia del arte, más allá de la belleza, la pulsión del deseo y el refinamiento, se aloja también la inmundicia de algunas pasiones, comenta en el El Mundo, el poeta y periodista Antonio Lucas, responsable due la sección de cultura de ese periódico

Hay obras más o menos sublimes que sirvieron para desmochar el vientre de algún adversario. César Borgia tenía puñales muy finos diseñados por Leonardo da Vinci. La crueldad y la codicia son parte de la estética de algunos seres de tiniebla. Una obra de arte puede ser también el lujo de una venganza, el botín de los saqueos, el triunfo dorado de una humillación. El arte lo acepta todo. Pero lo que antes se resolvía junto a las ruinas de después de la batalla hoy sucede en la sala de subastas. Una cripta donde un puñado de muecas exquisitas delatan que en ese aquelarre -reservado el derecho de admisión- se amasa una estafa cuya cruda verdad sólo saben unos pocos.

Es la vieja ceremonia de convertir en mercancía salvaje un cuadro firmado por un pintor relevante. El aforo de las casas de pujas en los días de fiesta grande es un espectáculo: abogados con corbata de titanio, comisionados de fondos de buitre, contratistas gañanes, intermediarios con estela de mundanidad. Todos pajariteando para mantener el negocio de unos cuantos desaprensivos; luego migajearán el alpiste de la orgía.

Los casi 500 millones de euros pagados por el Salvator Mundi de Leonardo da Vinci es otra prueba de cómo el arte también es una malversación de la vanidad, un sótano turbio. Otra manera de convertir algo sublime en algo canalla, incluso violento. No hay pieza que justifique ese dinero. No hay pintura que soporte el remate del Da Vinci. Es falso que el arte valga lo que se quiera pagar. Eso es especulación y delata el estilo de un cierto mundo donde nada importa más allá del beneficio que genera, del balance de cuentas, del bulto del oro. La espectacular noticia de esa subasta enferma es una coartada: debajo del lerele de las cifras está el cieno de una cultura fúnebre que inventa un precio sideral por un cuadro que no vale lo que dicen, que no lo valdrá jamás. Ni ese ni ninguno. Existen algunas piezas sin precio (La joven de la perla, Las meninas, el Guernica), pero no sirven al mercado. Podrían arder sin que a un especulador, petrolero o traficante de los que baten el récord por Da Vinci se le arrugase el alma. Esas obras sublimes nunca serán suyas. Es decir, no tienen valor de cambio. No sirven para ocultar patrimonio. No existen. El mercado del arte está en manos de tías y tíos con hocico de tiburón, desaprensivos que degradan una obra real al estiércol de una mentira, de un monopoly propio. El Salvator Mundi es su nueva eyaculación.



Salvator Mundi, de Leonardo da Vinci


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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