El peso de la realidad acabrá imponiéndose en Cataluña. Tras el 21-D, todo decisor económico, tanto catalán como foráneo, va a exigir garantías de que el conflicto no se repite; y ni políticos ni instituciones están en condiciones de ofrecerlas. Pero los votantes sí podemos empezar a darlas, escriben en El País los profesores Benito Arruñada y Albert Satorra, catedráticos de Organización de Empresas y Estadística, respectivamente, en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.
Para votar sabiamente en las elecciones catalanas del 21-D, comienzan diciendo, conviene identificar por qué en apenas cinco semanas cambió de forma tan radical la actitud de todo tipo de decisores.
Hasta septiembre, nuestra economía iba bien e inspiraba confianza. Las grandes empresas preparaban planes para trasladarse, pero no creían que hubieran de aplicarlos. Se dice que los políticos soberanistas desoyeron las advertencias de los empresarios. En realidad, ni estos creían que sus temores llegaran a materializarse. Lo demuestra el que no frenaron sus inversiones.
Sin embargo, de repente, huye el capital, se trasladan sedes, se colapsa el consumo y, lo más grave, se paralizan todas las inversiones. Los datos son conocidos y las consecuencias están al alcance de la experiencia cotidiana.
La respuesta tiene algo de obvia: el Parlament promulga las “leyes de desconexión” el 6 y 7 de septiembre, y declara la independencia el 10 de octubre. Aunque esta declaración se escamoteó como inefectiva, trastornó la opinión de los agentes económicos. A juzgar por su conducta, todo decisor, fueran cuales fueran su nacionalidad, status o ideología, pasó de considerar que el conflicto y la inseguridad asociados a la reivindicación de independencia constituían un riesgo remoto a creer que eran un riesgo probable.
Además, quien soñaba con una independencia tranquila, dentro de la UE y sin tensiones graves, se da de bruces con la realidad de que ya solo la probabilidad de conflicto provoca costes ingentes en bienestar material y paz social. También lo revela su conducta, pues ya entonces puso su patrimonio a buen recaudo.
Tal parece que ni los propios separatistas esperaban que el Estado aguardase tanto para detener el procés. Como bromeaba un exconseller: “No te preocupes: en última instancia, nos intervendrán”. Durante semanas, esta intervención en la que confiaba el yo racional de mucho soberanista, se demostró elusiva. El Gobierno reaccionó de forma anacrónica en lo superficial, en su manejo de los medios y las redes sociales; pero no en lo sustantivo. En el fondo, respondió en sintonía con las contradicciones de la opinión pública occidental.
Como tampoco esperaban que sus líderes llegaran tan lejos. Subestimaron lo protegida que está la “clerecía” separatista, esa multitud de políticos, funcionarios y allegados que vive de y para construir la nación catalana. A quien actúa al amparo del presupuesto público, le importa menos hundir economía, bienestar y convivencia. Si la apuesta le sale bien, alcanza el poder y es un héroe; si le sale mal, son otros los que pagan. Como los 14.698 nuevos parados catalanes del mes de octubre y los 7.400 de noviembre, las peores cifras desde 2008 y 2009. No sabemos qué “sentimiento de identidad” albergan estos parados post-DUI; pero los datos del Centre d’Estudis d’Opinió (CEO), dependiente de la Generalitat, indican que, en promedio, parados y trabajadores temporales se sienten mucho “menos catalanes” que quienes disfrutamos empleos fijos o trabajamos para entes públicos.
Si nuestro diagnóstico es correcto, no esperen recuperar la confianza mientras los agentes económicos crean posible otro procés. Tras el 21-D, todo decisor económico, tanto catalán como foráneo, va a exigir garantías de que el conflicto no se repite; y ni políticos ni instituciones están en condiciones de ofrecerlas. Pero los votantes sí podemos empezar a darlas: enterremos tanto el voto “emocional” como el voto "estratégico", y atendamos a la realidad de nuestros intereses.
Por un lado, el independentismo está fracturado. Sigue rumiando el fracaso del procés como una etapa más de un viaje que, en el fondo, disfruta; y cuyo final, a menudo, teme. Por ahora, aplica todo su intelecto a fabricar excusas. Debería empezar a preocuparse. Sus peones entrevén que hasta sus empleos hubieran peligrado en la realidad (que no en su sueño) de una independencia fuera de la UE y sumida en el caos. Pero también peligran si España deja de crecer. El déficit fiscal de Cataluña sigue aumentando y el “Espanya ens roba” bien pudiera tornarse en su contra.
Por otro lado, ya no los parados potenciales sino la burguesía independentista haría bien en ir a votar. Además, ésta última debería hacerlo, de una vez, con la cabeza. Tras haber votado con la cartera, huyendo de la inseguridad, sabe que su interés no reside en la independencia. Debe entender que tampoco reside en más autogobierno. Su aumento durante los últimos cuarenta años ha confirmado la tesis que nos recordaba hace poco Antón Costas, según la cual Cataluña va mejor cuanto menos se gobierna a sí misma. Quizá porque la fuerza de nuestras relaciones personales bloquea las instituciones que requiere una sociedad moderna. Esa solidez de lazos personales es un hándicap cuando carecemos de árbitros independientes. ¿Ha mejorado acaso la gestión o se ha reducido la corrupción de nuestros Ayuntamientos tras diluir las funciones de secretarios e interventores? Imaginen lo que sucedería con una justicia controlada regionalmente. Por supuesto que la actual justicia española es imperfecta; pero recuerden que nuestra Llei de transitorietat erradicaba la separación de poderes.
Solo un voto racional evitará el escenario más probable: el de un empate de fuerzas, que consagraría la incertidumbre y, con ella, el adiós de la inversión y la huida de recursos. Disminuiría la actividad económica privada y aumentaría el peso del sector público. Algunos incluso pretenderían que el resto de españoles mimase a Cataluña. Observen cómo ya proponen condonar deudas o traer organismos oficiales. Esos mimos solo beneficiarían a la alta clerecía catalana. De hecho, ya ha venido sucediendo algo similar con el Fondo de Liquidez Autonómica, cuyos recursos mantienen una Generalitat que prefiere recortar en sanidad antes que en TV3 o en embajadas.
Por un lado, pensando en la cartera, bien haríamos los catalanes en entender que es erróneo aumentar el sector público, tanto si su cabeza está en Madrid como en Barcelona. En un caso, Cataluña terminaría siendo la gran Asturias del siglo XXI, una región a la que décadas de subvenciones públicas han condenado a la emigración y la insignificancia. En el otro, los costes serían más elevados e inmediatos. La crisis reciente, en vez de un aviso, habría sido solo un pequeño anticipo.
Por otro lado, pensando menos en la cartera y más en el país, debemos ponderar que, también según datos del CEO, más de la mitad de los catalanes nos sentimos tan catalanes como españoles. Sobre esta base, estable desde hace décadas e inmune al procés, sería suicida para Cataluña reflotar a la “clerecía” separatista que tanto nos ha dividido en los últimos años. Estamos a tiempo de evitarlo.