sábado, 7 de septiembre de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Genética española (Publicada el 8/12/2008)





El territorio que hoy conocemos como la península ibérica, en el extremo sudoeste de Europa, ha sido colonizado y habitado por pueblos diversos a lo largo de los siglos, pueblos que han dado a su nueva patria nombres también diversos. Tras sus primeros pobladores conocidos, los iberos y los celtas, fenicios y cartaginenses la conocieron como Ispani; los griegos la dieron el nombre de Iberia; romanos y visigodos el de Hispania; los judíos, que llegaron a ella en el siglo III a.C., el de Sefarad; y por último, los musulmanes, el de Al-Andalus. A partir del siglo XIII d.C. los reinos cristianos del norte de la península, en contraposición a los musulmanes del sur, considerándose herederos directos del reino visigodo, le dan ya el nombre de España.

Todos ellos se fueron asentando e integrando en el territorio peninsular y mezclándose con la poblaciones anteriores. Así ocurrió entre romanos e iberos, y entre visigodos e hispanorromanos. La invasión musulmana propicia una conversión masiva de la población aborigen al islam, quedando como únicos reductos cristianos la cornisa cantábrica y los pirineos.

Aunque los historiadores no se han puesto de acuerdo en el número de los judíos españoles, se supone que a finales del siglo XV podían ser unos 400.000. Es el momento en que los Reyes Católicos, Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, decretan la conversión forzosa de los judíos al catolicismo, y la expulsión inmediata para los que no lo hagan, con confiscación de todos sus bienes y propiedades. Aproximadamente la mitad del total de los judíos españoles optan por el exilio.

Cien años más tarde, Felipe III orden la expulsión tajante y definitiva de los moriscos de todo los territorios de la Corona. Los moriscos eran los cristianos de origen musulman que se habían convertido al catolicismo durante el período de la reconquista. Aproximadamente otros 300.000 españoles son obligados a exiliarse sin opción contraria alguna.

Cientos de miles de españoles desarraigados, desterrados, exiliados por la voluntad de otros españoles... La historia se ha repetido después en numerosas ocasiones; la última hace apenas 70 años. La pregunta es: ¿Cuántos judíos conversos y moriscos quedaron en la península y cuantos son sus descendientes? Hasta ahora no había forma de dar una respuesta concreta, pero el estudio genético de los españoles realizado por la American Journal of Human Genetics, que estos días presenta sus datos en Madrid, viene a confirmar que unos ocho millones de nuestros compatriotas son descendientes directos de judíos conversos (aproximadamente el 20 por ciento de la población total de España), y unos cuatro millones y medio lo son de moriscos (el 10 por ciento del total). Lo cuenta Javier Sampedro en un interesante artículo ("Sefardíes y moriscos siguen aquí", El País, 05/12/08), que reproduzco más adelante. No deja de ser curioso en un país en el que el antisemitismo campa a sus anchas, que uno de cada cinco de sus pobladores sea descendiente directo de aquellos a los que detesta, es decir de sus antepasados, sus padres y sus abuelos. Y uno de cada diez, descendiente de esos "moros" que le atemorizan, pero necesita...

En el otoño de 1956 yo tenía 10 años y acababa de comenzar los estudios de primero de bachillerato en el colegio "Infanta María Teresa" de Madrid. Era el primer día de clase de la asignatura de Historia de la Música, que impartía un joven profesor muy atildado, al que recuerdo siempre vestido de riguroso traje negro, con corbata de colores chillones y camisa blanca. Podría tener unos cuarenta y pocos años, y lamento no recordar su nombre. Lo que no voy a olvidar nunca fue ese primer día de clase, pues nada más comenzar la misma se dirigió a mí, me preguntó mi nombre y apellidos, y me soltó: "Usted es de origen judío, ¿verdad, señor Campos?". Me quedé tan sorprendido, -era la primera vez que alguien me mencionaba tal cosa-, que le respondí con sinceridad que no tenía la menor idea, pero que pensaba que no, puesto que yo, mis padres, mis hermanos y toda mi familia eran católicos. Él me contestó que los rasgos de mi cara y mi apellido paterno decían que sí, y que si quería, se lo preguntara a mis padres. Nunca lo hice. Mucho más tarde vine a enterarme por otros medios que formo parte, orgullosa, de ese veinte por ciento de españoles de origen judeo-converso. Y que Américo Castro, y no Sánchez Albornoz, tenía razón en cuanto a la famosa polémica sobre el "Ser de España". HArendt



Interior de la sinagoga de Santa María la Blanca, Toledo


"Sefardíes y moriscos siguen aquí", por Javier Sampedro

El 30% de los españoles tiene huella genética de su origen judío o magrebí. Los historiadores no creen que España albergara a más de 400.000 judíos sefardíes en 1492, y encima los Reyes Católicos expulsaron ese año a casi la mitad. También en 1609 fueron desterrados cientos de miles de moriscos, a los que se suponía últimos herederos de los siete siglos de reinado musulmán en la península. Pero los cromosomas cuentan otra historia. Nada menos que el 20% de la población ibérica actual desciende de sefardíes. Y otro 11%, de norteafricanos. Si ambos siguen aquí, es que nunca se marcharon.

Los estudios genéticos se han aplicado hasta ahora a los grandes flujos migratorios prehistóricos, pero aún hay mucho margen para ampliar su resolución -estudiando a más personas en cada zona geográfica- e iluminar episodios más recientes, como las invasiones, migraciones y otros movimientos de población registrados en la historia. En la Península han coincidido durante largos periodos históricos dos poblaciones, los musulmanes norteafricanos y los judíos sefardíes, que tienen unos orígenes geográficos muy distintos, y que por ello pueden rastrearse fácilmente con marcadores genéticos como los asociados al cromosoma Y. Como sólo se transmite por línea paterna, su rastro no se diluye con el paso de los milenios. Un consorcio de científicos británicos, españoles, portugueses, franceses e israelíes ha analizado a 1.140 hombres de 18 poblaciones de la península y las Islas Baleares. El resultado es una proporción más alta de lo esperado de personas con ancestros norteafricanos (11%), y sobre todo de judíos sefardíes (20%). Estos datos revelan, según los autores, "un alto nivel de conversión, voluntaria o forzosa, impulsada por episodios históricos de intolerancia social y religiosa, y que condujo a la integración de los descendientes". Los resultados se presentan hoy en el American Journal of Human Genetics. Los 15 kilómetros de agua del Estrecho de Gibraltar nunca han sido un buen aliado de la pureza racial ibérica. El primer contacto registrado históricamente fue el cruce desde Marruecos de un ejército árabe y bereber en el 711. Los ocupantes conquistaron la mayor parte de la península en cuatro años y la controlaron durante más de cinco siglos. La población de la península antes del 711 era de unos siete u ocho millones de personas, y unos 200.000 visigodos constituían la clase dominante. Las fuerzas invasoras no sumaban más de 10.000 o 15.000 personas inicialmente. La islamización fue rápida, pero la tendencia de los historiadores ha sido atribuirla a la conversión de los pobladores anteriores. Los judíos ya estaban en la península antes del 711. Muchos llegaron desde Oriente Próximo, como ciudadanos libres o esclavos romanos, tras la derrota de Judea en el año 70. Su población se estimaba en unos 400.000 en 1492, cuando 160.000 fueron expulsados por los Reyes Católicos. Se supone que la población actual de sefardíes en todo el mundo es de unos dos millones de personas. Pero sólo los descendientes españoles de sefardíes, según los nuevos datos, suman ocho millones. No hay evidencia de un gradiente sur-norte en los cromosomas norteafricanos. Más bien hay una divisoria entre el oeste (alta frecuencia) y el este (baja): la ascendencia norteafricana va de 0% en los Pirineos al 20% en Galicia y el 22% en Castilla noroccidental. Andalucía tiene uno de los índices más bajos. Esto cuadra con las expulsiones de moriscos ordenadas por Felipe III en 1609, que diezmaron los guetos de Valencia y Andalucía, pero poco pudieron hacer contra las dispersas e integradas poblaciones de Extremadura y Galicia. Los cromosomas de origen sefardí, siendo de una época más remota, aparecen distribuidos por el territorio de forma homogénea, con la excepción del noreste de Castilla, Cataluña y los Pirineos, donde su frecuencia es muy baja. (El País, 05/12/08)



Patio de los Leones. La Alhambra. Granada


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[SONRÍA, POR FAVOR] Al menos hoy sábado, 7 de septiembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo escaso sentido del humor, así que aprecio la sonrisa ajena, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada, iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...




















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viernes, 6 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Simpleza generalizada



Carrera de caballos. San Lúcar de Barrameda. Foto de Juan Carlos Toro


Vamos a una cultura de militante simpleza en las artes, en las letras, en la política, en la economía, en las actividades que antes traían una cierta complejidad, dice el escritor Félix de Azúa. Si un elemento impone alguna dificultad o exige concentración, reflexión y juicio, es eliminado sin piedad. Son los coros y danzas de la simpleza generalizada.

Me fui a las carreras de Sanlúcar, comienza diciendo Azúa. Pocas escenas son tan cautivadoras como una potrada a galope loco aplastando la arena ribereña del Atlántico. Pasan en tromba ante la tribuna y se dirigen hacia el sol rojo que se va poniendo despacio, no vaya a perderse el final de la lucha. Unas olas mansas se suceden como caricias en severo contraste con los caballos desbocados. Es el coro que va diciendo cuán locos estamos los humanos.

Hace unas décadas esta era una fiesta casi doméstica frecuentada por las familias de la bahía y algunos curiosos entre los que figuraba, claro, Fernando Savater. Es ahora un espectáculo de masas. El taxista me dijo que se calculan unos 10.000 los que se apiñan en la gran playa. La belleza equina y el paisaje siguen siendo soberbios, pero la fiesta es ya tan prosaica como un partido de fútbol.

Esta ha sido la mejor escena de un verano en el que he podido constatar cómo se disuelven en el aire los escenarios complejos. Todo va alcanzando su nivel masivo de simplicidad. Si un elemento impone alguna dificultad o exige concentración, reflexión y juicio, es eliminado sin piedad. Vamos a una cultura de militante simpleza en las artes, en las letras, en la política, en la economía, en las actividades que antes traían una cierta complejidad como el sexo o la disputa de ideas. La meta es el aprobado general.

A ese mundo simple se va amoldando la máquina política en las democracias que hace unos años aún proponían programas esforzados o de alguna hondura. Hoy solo apuestan por el más mezquino nacionalismo, justo cuando todas las naciones se igualan. Al llegar a Madrid me entero de que desaparece la gran Revista de libros. A los de mi quinta se les ofrece un mundo dirigido por gente en traje folclórico.





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[DE LIBROS Y LECTURAS] Alta Filosofía Natural





El filósofo y arquitecto (o arquitecto y filósofo), Eduardo Prieto, reseña en Revista de Libros El jardín de los delirios. Las ilusiones del naturalismo (Madrid, Turner, 2019) de Ramón de Castillo, profesor de Historia de las Ideas y de la Cultura en mi alma mater, la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Tendré que irlo pidiendo a la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, porque el libro promete... Les animo a seguir leyendo el artículo hasta el final. Estoy seguro que les resultará gratificante e ilustrativo.

Si seguimos soportando algunas taras ideológicas, comienza diciendo Prieto, es porque funcionan como prejuicios queridos que merman nuestra agudeza, pero tal vez nos ayudan a vivir. Entre estas taras, una de las más llevaderas es el «naturalismo», es decir, la creencia en que «eso-verde-que-está-ahí-fuera» resulta ser radicalmente distinto de nosotros y mejor que nosotros: un mundo armónico y sometido a sus propias leyes, pero que hace las veces de pantalla donde proyectamos nuestros deseos insatisfechos y nuestros delirios.

Las maneras en que el naturalismo ha ido infiltrándose en la cultura de Occidente son muy variadas, y hunden sus raíces muy profundamente en el pasado, hasta el punto de adoptar la forma de relatos míticos. El Jardín del Edén del que se escapó el homo faber tecnológico y depredador es el mayor de ellos. Pero no resultan menos influyentes los tópicos del locus amoenus y la Arcadia, de los que procede, en último término, la asfixiante tradición encabezada por los beaux sauvages de Rousseau y que ha engendrado toda una horda de seres que nos son familiares: los pastores efebos y las ninfas ingenuas de Jacopo Sannazaro, los Robinsones capitalistas de Daniel Defoe, los contempladores románticos de Caspar David Friedrich, los paseantes solitarios de Henry David Thoreau, los mohicanos temibles de James Fenimore Cooper, los paupérrimos comedores de patatas de Vincent van Gogh, las temibles máscaras africanas de Pablo Picasso, los heroicos cowboys de John Huston, los primigenios grizzlies de Yellowstone y, por supuesto, los cervatillos, conejos y ratones parlantes de Walt Disney, el Rousseau de la cultura de masas.

Inoculados desde hace siglos en nuestro ADN cultural –inoculados con habilidad, sin hacer fuerza–, los personajes, temas, espacios y tramas del naturalismo no han perdido un ápice de su influencia en el mundo contemporáneo. Al contrario: la omnipresente «ecología», primero, y la «sostenibilidad» devenida en fetiche, después, han asumido tal protagonismo en los debates filosóficos, políticos y económicos que, más que una ideología, conforman ya una suerte de teología. La teología de una época que, tras derribar a Dios, ha colocado sobre el pedestal vacío otro ídolo: la naturaleza. En el culto a lo natural –que, desde que fuera instaurado por Rousseau, no ha dejado de ir tomando nuevas formas–, el numen verde Gaia se aparece siempre a los ojos de los mortales como una totalidad contradictoria: todopoderosa y, al mismo tiempo, frágil; distinta de lo humano, pero no por ello menos antropomorfa; propiciatoria sin dejar de ser terrible cuando no se la venera con el suficiente celo. La naturaleza ha pasado a ser el inevitable lugar común de cuya existencia les resulta difícil dudar a las personas de buena fe, desde los ecohipsters hasta los banqueros.

Que dudemos de la diosa Naturaleza –sin que nos convirtamos por ello en personas de mala fe– es el propósito último de El jardín de los delirios. Las ilusiones del naturalismo, de Ramón del Castillo, profesor de Filosofía Contemporánea y Estudios Culturales en la UNED, amén de agnóstico en materia de naturalismo. Su contribución al socavamiento de los ídolos de Gaia no se sostiene en una pesquisa cronológica en torno a lo natural, ni en un abordaje estético a la secular influencia de categorías naturales como lo pintoresco y lo sublime. Tampoco se trata de un estudio sistemático y abstracto de la idea de naturaleza. La manera con que Del Castillo aborda el tema tiene mucho de trabajo de campo, y se nutre de geografía, sociología y psicología, así como de arquitectura y urbanismo. En rigor, el interés del autor está menos en los conceptos que en las realidades construidas, y menos en la Naturaleza con mayúscula –esa entidad sublime y salvaje que John Muir consideraba una «buena madre»– que con la naturaleza en segunda derivada de los espacios verdes fabricados y cotidianos, como los jardines y los parques.

¿Por qué deberían interesarnos filosóficamente esas construcciones banales que colonizan nuestras urbes? Según el autor, porque los jardines y los parques son espacios donde «lo natural» funciona como una escenografía de la evasión. La evasión en cuanto huida del mundo a otro mundo presuntamente menos artificial. La evasión en cuanto la ilusión, destinada a frustrarse, de quien aspira a recibir de la naturaleza lo que ésta probablemente no puede darle. Y, finalmente, la evasión en cuanto simple fantasía, el afán de construir una realidad que es a veces descabellada y delirante. A la hora de dar cuenta de los sentidos de la evasión, Del Castillo propone una relato a medias filosófico y a medias psicogeográfico, que está inspirado por las tesis del geógrafo chino Yi-Fu Tuan sobre el escapismo contemporáneo, pero que se ensancha para dar cabida a un sinfín de personajes que entran en diálogo con el autor, unas veces a través de sus libros y otras de manera personal. En este sentido, una de las características más atractivas de El jardín de los delirios es su género indeterminado: entre la colección de artículos científicos, el ensayo y la crónica de andanzas vitales, el libro va introduciendo en escena y sacándolos de ella a los personajes y a sus ideas, para someterlos al escalpelo –muchas veces mojado con ácido– del autor, que de esta manera puede dar rienda suelta a sus afanes antidogmáticos sin incurrir en otra suerte de dogmatismo.

El jardín de los delirios tiene dos partes. La segunda, titulada «Biblioteca delirante», consiste en una hipertrófica bibliografía comentada en la que Del Castillo –que reconoce estar cansado de los relatos «que colocan las ideas en su tiempo, pero no en el espacio»– da cuenta prolijamente de su periplo por multitud de parques y jardines de todo el mundo, y, de una manera no menos prolija, da cuenta asimismo de su trabajo erudito con una abundantísima colección de libros y artículos, clasificados por temas. Es probable que esta parte –que, junto con las notas, suma trescientas veinte páginas– sea imprescindible en una publicación académica, pero su presencia intimidante no deja de sorprender en un libro que, por su tono, funciona como un ensayo, y que acaso aspira a llegar a un público más amplio que el de los especialistas. Comoquiera que sea, lo sustancial de El jardín de los delirios está en su primera parte, «Delirios al aire libre», una colección de dieciséis capítulos breves que pueden leerse de corrido, pese a la mucha densidad de ideas que contienen, para conformar una narración que comienza presentando los muchos y extenuantes debates del ecologismo contemporáneo y termina describiendo proyectos tan descabellados como los jardines extraterrestres.

La manera en que Ramón del Castillo expone los debates del ecologismo contemporáneo se hace sobre su conocimiento exhaustivo de las publicaciones de referencia que se han dedicado al tema en los últimos cuarenta años. Pero se hace también sobre la interlocución directa del autor con algunos de los protagonistas de dichos debates. Por las páginas del libro desfilan, así, desde los ecologistas ingenuos que, cual románticos trasnochados, siguen creyendo que la naturaleza es un todo organizado y puro que posee una especie de alma, hasta los herederos más radicales del jipismo –los defensores de la llamada «ecología profunda»–, para quienes la civilización humana merece desaparecer por depredadora y parasitaria. Entre ambos extremos aparecen figuras más interesantes: los filósofos que han cuestionado el dogma del naturalismo, insistiendo en que el paisaje es una producción cultural; los geógrafos que han explicado la decadencia de las civilizaciones desde un punto de vista del medioambiente; los neurocientíficos que han medido el efecto de la vegetación en la psique; los especialistas que han desarrollado la hortoterapia y cuyas tesis hoy parecen tener cabida en la preparación de los futuros viajes espaciales; los reformadores sociales que han intentado sustituir la ecología natural por la ecología social; o los anarquistas ecotecnológicos que han ensayado con cierto éxito la utopía de la desurbanización y la autosuficiencia. En esta extensa nómina de personajes, Del Castillo concede también cierto protagonismo a dos figuras un tanto equívocas, pero reveladoras: Guy Debord y Slavoj Žižek. A Debord, porque juzga la ecología como una gigantesca operación de despolitización que hace de la naturaleza un problema técnico al mismo tiempo que un mercado susceptible de explotarse con nuevos medios (el «capitalismo verde»). Y a Žižek, porque su idea de estetizar los residuos que produce el ser humano –su idea antiecológica de volver bella la destrucción de la naturaleza y la ciudad– resulta representativa de la hipócrita pero, al cabo, inútil actitud moderna de renuncia a cualquier utopía.

En el apasionante tráfago de réplicas y contrarréplicas que componen el libro, el autor no se posiciona de una manera tajante con ninguna de las ideas y corrientes que glosa con celo, aunque tampoco disimule sus preferencias. Oponiéndose tanto al radicalismo de los naturalistas como al cinismo de los culturalistas, el autor opta por el escepticismo –«creer en la naturaleza es peor que creer en Dios»– y, en todo caso, defiende una suerte de sentido común sostenido en la parte más aprovechable de la «ecología», la ecología social, una disciplina cuyo valor estriba en «conectar unos problemas con otros mejor que ningún otro discurso». Con ello, Del Castillo quiere enfatizar que las políticas ambientales no tienen por qué traducirse, forzosamente, ni en las ideologías de la sostenibilidad ni en las pseudorreligiones del naturalismo al uso, y tampoco en simples tecnocracias, pues, cuando dichas políticas están bien planteadas –desde un enfoque social– logran lo importante: implicar a la población. De modo que se puede ser ecologista sin mitificar la naturaleza, siempre y cuando se piense más en términos sociales y políticos que filosóficos. La conclusión es que las engañosas ideologías del naturalismo se sostienen en un exceso de verborrea narcisista y de teología soterrada que, a la postre, incapacita tanto para la praxis sobre la realidad como para el goce de ella.

Necesaria para la desmitificación de la naturaleza, esta purga inicial de doctrinas deja paso a los capítulos que dan título al libro, que son, además, los que más parece haber disfrutado el autor: los dedicados a los jardines y parques contemporáneos, amén de otras construcciones sostenidas en la evasión y el delirio a través de «lo verde». El examen de estas formas de naturaleza artificial contiene de todo, como, por ejemplo, la contraposición entre los paisajes convencionales que se difunden a través del cine y la televisión, y los paisajes más inclasificables del desarrollismo moderno, en particular los de las ruinas que dejó la burbuja inmobiliaria en España. Y contiene también –entre otras aproximaciones bien interesantes– el análisis de las distintas definiciones de los jardines y parques, presentadas al modo de alternativas: espacios de la intimidad y la humildad o escenografías por antonomasia del civismo; reductos de naturaleza en las urbes o productos completamente humanos; lugares para el ensueño, la libertad y el sexo o parcelas gentrificadas y sometidas a una creciente vigilancia. A la hora de decantarse por una u otra alternativa, el autor lo tiene claro: el interés de los jardines y los parques radica en su condición híbrida de artificio construido con materiales naturales, así como en el hecho de ser espacios para el movimiento y el paseo, es decir, para la excepción dentro de lo cotidiano. Se trata de una tesis que no se presenta de una sola tacada, sino a través de un atractivo recorrido por ideas defendidas por grupos disímiles: los situacionistas y sus derivas, los surrealistas y sus delirios, y también los enajenados que han soñado y construido jardines.

En su relato, Ramón del Castillo muestra esa desconfianza ante las ideas que suelen tener los mejores filósofos. Defensor de una suerte de «materialismo lírico», prefiere las realidades tangibles que se levantan sobre lugares concretos, y, por ello, no resulta extraño que El jardín de los delirios termine hablando de arquitectura, una disciplina que se presenta en el libro como el medio más simple «de articular el espacio y el tiempo, de modular la realidad, de engendrar sueños». Partiendo de esta definición, el autor analiza, primero, los jardines fríos de la deconstrucción posmoderna, desde las topografías de Peter Eisenman, ahogadas en estética y filosofía, hasta los parques hiperartificializados, como el de la Villette, de Bernard Tschumi, que Del Castillo juzga con benevolencia por su geometría ajena al paisajismo ecológico y moralista, tan previsible. Después, el autor cede la voz al admirado autor de Delirious New York, Rem Koolhaas: no sólo porque haya sido capaz de ver con desapasionamiento el poder del caos capitalista a la hora de dar forma a los paisajes genéricos de la globalización, sino también por percatarse de que el futuro de la arquitectura está menos en la decoración de exteriores o la simple construcción que en el diseño total de ambientes completamente artificiales y sostenidos en el uso indiscriminado del aire acondicionado.

En este punto, Del Castillo enlaza las tesis de Koolhaas con una de las corrientes de la arquitectura contemporánea que aparece también como protagonista en el libro, la tecnocrática, cuyas muchas versiones siguen muy vivas: los sueños mecánico-pop de Archigram, el más comedido y también mucho más rentable high-tech medioambiental de Renzo Piano y Norman Foster, y, por supuesto, el nunca demasiado mitificado Richard Buckminster Fuller, el padre de la metáfora de la Tierra como una «nave espacial» que compete dirigir a los ingenieros, cual filósofos-reyes. No es casualidad que, en su deriva por la tecnocracia medioambientalista, el libro concluya, literalmente, con naves espaciales: las que un día partirán desde nuestro planeta para que, una vez concluida la epopeya cósmica de colonización –una vez ampliado el delirio del jardín terrestre–, la Luna quede convertida en una estación de servicio galáctico, y Marte en un resort para ricos vegetarianos.

Utopía de ciencia ficción, la colonia Marte, con sus huertos extendidos bajo inmensas cúpulas, es una imagen delirante y poderosa que, sin embargo, palidece ante otras reales pero no menos delirantes, que se derivan de la transformación que ha experimentado la Tierra por mor del incesante y parasitario trabajo humano. Hoy, en el planeta hay más árboles plantados que silvestres, y más biomasa de humanos y ganado que de todos los demás grandes animales juntos. La actividad agrícola, ganadera e industrial ha reubicado todas las especies en la superficie terrestre, desviado los cursos de los ríos y tallado la morfología de las costas. La necesidad de combustible exigida por la miríada de máquinas que forman el parque móvil e industrial ha hecho aflorar yacimientos orgánicos que habían quedado sepultados en la corteza de la Tierra hacía millones de años, para alterar de manera radical la cantidad de dióxido de carbono en la atmósfera y, con ello, alterar también el clima. Los fertilizantes artificiales, imprescindibles para alimentar a los más de siete mil millones de individuos que suma nuestra especie, han modificado el ciclo del nitrógeno, y la carne necesaria para nuestro sustento supone, por cada vaca criada a lo largo de tres años, la emisión, por flatulencias, de una cantidad de gases de efecto invernadero semejante a la producida por un viaje de noventa mil kilómetros con un vehículo a motor. La población humana, en fin, ha abandonado el que venía siendo su hábitat natural desde hacía miles de años –el campo moldeado por el esfuerzo de cientos de generaciones– para agruparse en megalópolis cuya demanda de recursos materiales y energéticos crece al mismo ritmo en que se vacía dicho campo. Así las cosas, ¿quién se atrevería a afirmar que nuestro planeta no se ha convertido ya en un verdadero escenario de ciencia ficción, en un inmenso, desaforado y delirante jardín?





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[SONRÍA, POR FAVOR] Al menos hoy viernes, 6 de septiembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo escaso sentido del humor, así que aprecio la sonrisa ajena, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada, iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...




















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jueves, 5 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] La muerte de la curiosidad es la de la educación



Foto de Santi Cogolludo para El Mundo


Algo pasa extraño está ocurriendo en las universidades cuando el alumno da por supuesto que su catálogo de convicciones es el ojo de la aguja por el que debe pasar la realidad. Y sí, la curiosidad extrema puede terminar con una biblioteca en llamas, pero con su muerte desaparece la mirada sobre el mundo que permite a libros, ideas o personajes históricos hablar con voz propia y no prefabricada. Claro que el precio a pagar por la curiosidad es la posibilidad de que alguien que no es de tu cuerda te sorprenda. Y hasta ahí podíamos llegar, escribe Jorge del Palacio, filósofo y  profesor de Historia del Pensamiento Político en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. 

Cuando termina el verano y toca volver a las aulas merece la pena releer el best seller del filósofo Allan Bloom The Closing of the American Mind. Para Bloom, inmortalizado por Saul Bellow en la novela Ravelstein, uno de los principales problemas de la educación universitaria en EEUU era que la mayoría de los estudiantes ya no buscaba ser educada en sentido clásico, sino salir con sus convicciones morales reforzadas. A Bloom le preocupaba la irrupción en los campus universitarios de la moda progresista que deslegitimaba el canon filosófico tradicional por considerarlo xenófobo, racista o imperialista. Hoy se puede decir otro tanto de algunas actitudes conservadoras.

No hay ningún problema en que los alumnos tengan convicciones morales e ideológicas. Ni en el hecho de que estas sean firmes y sólidas. Incluso los prejuicios ayudan a caminar. Pero algo pasa, sin embargo, cuando el alumno que llega a la universidad da por supuesto que su catálogo de convicciones es el ojo de la aguja por el que debe pasar la realidad. Y si la realidad no pasa, peor para ella.

Las carreras científicas suelen aguantar mejor el embate de la moralización del saber. Pero las Humanidades y las Ciencias sociales se encuentran a merced de la moda que discrimina el conocimiento con criterios ideológicos. El alumno conservador siente amenazado su credo anticomunista cuando descubre la amistad histórica de la derecha española con Fidel Castro, de Franco a Fraga. Le ocurre igual al socialista que se enfrenta a la colaboración del PSOE con la dictadura de Primo de Rivera. Lo saludable sería que ambos alumnos recogiesen el guante e intentasen entender la razón de esas paradojas. Descubrirían que el manual de ideologías no agota la política.

Sin embargo se está creando un ecosistema universitario donde la ideología es la única antorcha que ilumina lo que debe ser conocido. El problema de fondo ya no es solo su efecto sobre la polarización del debate público, sino que este moralismo está ahogando el verdadero motor del conocimiento: la curiosidad. La curiosidad extrema puede terminar con una biblioteca en llamas. Pero con su muerte desaparece la mirada sobre el mundo que permite a libros, ideas o personajes históricos hablar con voz propia y no prefabricada. Claro que el precio a pagar por la curiosidad es la posibilidad de que alguien que no es de tu cuerda te sorprenda. Y hasta ahí podíamos llegar.






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