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lunes, 7 de noviembre de 2022

[ARCHIVO DEL BLOG] El príncipe Segismundo y el castillo menguante. Una historia para niños [Publicada el 26/04/2014]







Este cuento fue el resultado de un compromiso adquirido con mi nieto mayor, en aquel entonces de 4 años recién cumplidos. Lo escribí para él y sus compañeros de 1º de Educación Infantil con ocasión de la celebración en el colegio en el que estudiaba del Día de los Abuelos. 

Hoy, cinco años después, lo reedito y se lo dedico muy especialmente a mis tres nietos y a todos los niños del mundo. Ellos son, como decía Hannah Arendt, el futuro. En cuanto nacidos, con ellos se abren todas las esperanzas del mundo y nadie puede saber lo que este va depararles ni lo que ellos pueden hacer para transformarlo. Espero y deseo que sea para bien porque el mundo ya les pertenece a ellos. Y a nosotros, los mayores, solo nos queda trasmitírselo en las mejores condiciones posible para que lo cambien, lo gocen solidariamente y lo trapasen a sus hijos y nietos. Va por y para ellos...

Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt








EL PRÍNCIPE SEGISMUNDO Y EL CASTILLO MENGUANTE
Cuento para niños de 3 a 80 años


A mis nietos Gabriel, Guillermo y Saúl


La historia que voy a contaros ocurrió hace ya mucho tiempo en un país muy muy lejano que se llamaba Magicolandia. Allí, en el centro de Magicolandia, en un castillo muy grande, casi tan grande cómo vuestro colegio y con pasadizos tan intrincados como en él, vivía el príncipe Segismundo con sus papás, el rey Baltasar y la reina Rosamunda.

Un día, los papás del príncipe Segismundo, el rey Baltasar y la reina Rosamunda, decidieron que tenían que visitar las ciudades y pueblos del reino de Magicolandia, así que mandaron a buscar al príncipe, que estaba jugando al escondite con otros niños en los patios, vericuetos, pasadizos y rincones secretos del castillo, que solo ellos conocían. 

Cuando el príncipe Segismundo se presentó, sudoroso y sin aliento, sus papás, los reyes, dejaron que descansará un rato, y luego comenzaron a hablar con él.

-Mira, Segismundo, -dijo su papá el rey-, mamá y papá tienen que salir a visitar todas las ciudades y pueblos de Magicolandia, asi que vas a quedarte solo con los abuelitos, con tus amiguitos y con los perritos y los gatitos del castillo. No maltrates a nadie, pórtate bien con todo el mundo, especialmente con los abuelitos y con los otros niños y no hagas daño a los animalitos, porque este castillo, por si no lo sabes, es un castillo mágico, y si te portas mal, aparte de que nosotros nos enteraremos, te pueden pasar cosas muy desagradables…

-No preocuparos, me portaré muy bien, contestó el príncipe Segismundo a sus papás, el rey Baltasar y la reina Rosamunda.

Y así, unos días más tarde, el rey y la reina abandonaron el castillo para ir a visitar todas las ciudades y pueblos de Magicolandia y a todas sus gentes.





El príncipe Segismundo era un niño muy bueno, aunque un poco revoltoso, así que en cuanto se marcharon su papá el rey Baltasar y su mamá la reina Rosamunda, se olvidó de la promesa que les había hecho de no portarse mal y comenzó a hacer pequeñas gamberradas, como no querer comer la comidita que sus abuelitos le preparaban cada día, quedarse jugando hasta la noche, tirar de los pelos a sus amiguitos y quitarles sus juguetes y correr detrás de los perritos y los gatitos del castillo con una escoba para pegarles.

Y así, un día, todos los niños -que hasta entonces habían sido sus amiguitos-, decidieron marcharse, y dejaron solo al príncipe Segismundo, únicamente con sus abuelito y con los perritos y los gatitos del castillo. A pesar de ello, sus abuelitos, que le querían mucho, aunque disgustados con él, seguían preparándole muy ricas comiditas.

¿Y sabéis lo qué pasó?, ¿no lo adivináis?, pues que cuando los amiguitos y amiguitas del príncipe Segismundo se marcharon del castillo esté comenzó a encogerse y hacerse más y más pequeño, y desaparecieron por arte de magia todas las torres, almenas y murallas del mismo. Y el príncipe Segismundo se quedó solito en una habitación muy pequeñita, encerrado con sus abuelitos y con los perritos y los gatitos que había en el antiguo castillo.




El príncipe Segismundo se enfadó mucho muchísimo. Gritaba, llamando a los niños y niñas que habían sido sus amiguitos, y desde la única ventana que había en la habitación les decía:

-¡Pues vale, ya no quiero jugar más con vosotros! No les necesito para nada! ¡Puedo jugar yo solo!…

Los perritos y los gatitos del castillo sí querían jugar con él, pero el príncipe Segismundo estaba tan enfadado y furioso que en lugar de jugar con ellos, los cogió y los echó a la calle por la única ventana que quedaba en la única habitación del castillo…

Pasaron así muchos días y los abuelitos del príncipe Segismundo aburridos de que éste no les obedeciera y no quisiera comerse la comidita que le preparaban cada día, enfadados, se subieron a la única ventana que quedaba en la única habitación del castillo y por ella se bajaron al jardín diciéndole:

-Te has portado muy mal, príncipe Segismundo, así que nos vamos hasta que vuelvas a portarte bien. Y se sentaron en un banco del jardín del antiguo castillo a esperar que su nietecito, el príncipe, volviera a portarse bien y comerse todas las ricas comiditas que le preparaban.

¿Y sabéis lo que pasó?, ¿no lo adivináis?, pues que la única habitación que quedaba en el castillo comenzó a encogerse y hacerse todavía más pequeña. Tan pequeñita, que el príncipe Segismundo se quedó solo en ella, de pie sobre el único ladrillito que quedaba en la habitación, encajonado, y sin poder mover ni los bracitos ni las piernitas… Y claro, estaba tan incómodo y tan estrechito, y tan sin poder moverse para nada, que comenzó a llorar…





Ya no tenía ni a los perritos ni los gatitos del castillo para jugar, ni podía jugar tampoco con sus antiguos amiguitos porque se habían ido del castillo enfadados con él, y tampoco podía comer ninguna de las ricas comiditas que le hacían sus abuelitos… Y además de llorar, ¡comenzó a tener mucha hambre!...


Y entonces, desde lo alto de la ventana de la habitación de un solo ladrillito donde estaba el príncipe Segismundo sin poder mover ni los bracitos ni las piernitas de lo apretado que estaba, comenzó a bajar por la pared una hormiguita muy muy pequeñita. 



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Y cuando la hormiguita llegó hasta donde estaba el príncipe Segismundo, le dijo enfadada:

-¡Oye, príncipe Segismundo! ¿Se puedes saber por qué estás gritando tanto? ¡No ves que no me dejas dormir!…

Y el príncipe Segismundo contestó a la hormiguita:

-¡Es qué tengo mucha hambre! ¡Y mucho miedo!…-, dijo lloriquenado.

-¿Y por qué estás solo y encerrado en esta habitación tan pequeñita que no puedes mover ni los bracitos ni las piernitas?, preguntó la hormiguita al príncipe.

Y el príncipe Segismundo, llorando y medio comiéndose los moquitos que le caían por la nariz, contestó a la hormiguita:

-¡Es qué me he portado muy mal con los perritos y los gatitos del castillo, no he querido jugar con mis amiguitos, los niños y las niñas que vivián conmigo, y no he querido comerme las ricas comiditas que me preparaban mis abuelitos…

-¡Claro, dijo la hormiguita al príncipe Segismundo, -te has portado tan mal, que el castillo mágico se ha ido encogiendo hasta quedarse en un solo ladrillito...

-Pues tú verás, príncipe Segismundo, como lo arreglas-, le dijo la hormiguita. -Yo que tú, continúo la hormiguita, llamaba de nuevo a los perritos y los gatitos del castillo, a los niños y niñas que eran tus amiguitos y a tus abuelitos que te preparaban ricas comiditas y les pedía perdón, le dijo al príncipe.

Y el príncipe Segismundo, arrepentido de lo mal que se había portado con los perritos y los gatitos del castillo, con sus amiguitos y amiguitas con los que siempre había jugado al escondite, y sobre todo con sus abuelitos, se asomó como pudo a la ventanita de la única habitación tan pequeñita que solo tenía un ladrillito y comenzó a gritar:





-¡Oíganme, por favor. Me he portado muy mal con ustedes y quiero pedirles perdón. No volveré a perseguirles con una escoba por los pasillos del castillo, ni tampoco les tiraré de los pelos ni les quitaré sus juguetes, y me comeré todas las ricas comiditas que me preparéis!… Eso es lo que gritaba el príncipe Segismundo desde la única ventanita, de la única habitación que quedaba del castillo…

¿Y sabéis lo que pasó?, ¿no lo adivináis?…, ¡pues que cuando oyeron los gritos del príncipe Segismundo pidiéndoles perdón, los perritos y los gatitos que habían habitado en el castillo volvieron hasta la ventana y dando un salto muy grande entraron en la habitación del príncipe y comenzaron a lamerle las manitas y mover sus rabitos de lo alegres que estaban, y la habitación entonces, como por arte de magia, comenzó a crecer y crecer y a hacerse más y más grande!…

Y el príncipe Segismundo se puso a jugar con ellos. Y entonces, comenzaron a volver los niños y las niñas que habían sido sus amiguitos, y el príncipe les abrazó, les pidió perdón y se pusieron todos juntos a jugar…


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Y según iban volviendo los niños y las niñas el castillo se iba haciendo más y más grande… Y también volvieron sus abuelitos…, y comenzaron a aparecer habitaciones y más habitaciones, y se levantaban las murallas y las torres del castillo, como por arte de magia…

Fue entonces cuando se oyeron muchos tambores y trompetas, y el príncipe Segismundo subió a la torre más alta del castillo y vio, allá a lo lejos, que volvían de su viaje su papá el rey Baltasar y su mamá la reina Rosamunda. Y los abuelitos prepararon una gran comida para él y para sus papás y para todos los niños y niñas del castillo, y para todos los perritos y los gatitos de Magicolandia. ¡Ah, y también para la pequeña hormiguita y toda su familia!… Y todos se pusieron a cantar y a gritar de contento porque el castillo mágico estaba como nuevo…

Y el príncipe Segismundo nunca más persiguió a los gatitos y perritos con una escoba por los pasillos del castillo, ni tiró de los pelos a sus amiguitos y amiguitas, ni les quitó sus juguetes ni dejó de comerse las ricas comiditas que le preparaban sus abuelitos y su mamá la reina Rosamunda…

¿Y sabéis lo que pasó?, ¿no os lo imagináis?…, pues que fueron todos felices, comieron muchas perdices..., ¡y a mí me dieron con un plato en las narices!… Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.


F I N







Entrada núm. 2059
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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri

viernes, 6 de enero de 2017

[Personal] Cuento para la Noche de Reyes





Dedicado a todos los niños del mundo 
y muy especialmente a mis nietos
Gabriel, Guillermo y Saúl.



EL CAMELLO COJITO

Un cuento navideño 
de
Gloria Fuertes
con dibujos
de 
Nacho Gómez

***






El camello se pinchó 
con un cardo del camino
y el mecánico Melchor
le dio vino.






Baltasar fue a repostar
más allá del quinto pino...
e intranquilo el gran Melchor 
consultaba su 《Longinos》.





-¡No llegamos, no llegamos,
y el Santo Parto ha venido!
-son las doce y tres minutos
y tres reyes se han perdido.






El camello cojeando
más medio muerto que vivo
va espeluchando su felpa 
entre los troncos de olivos.

Acercándose a Gaspar
Melchor le dijo al oído 
-Vaya birria de camello
que en Oriente te han vendido.

A la entrada de Belén 
al camello le dio hipo.
¡Ay, que tristeza tan grande
en su belfo y en su tipo!





Se iba cayendo la mirra
a lo largo del camino, 
Baltasar lleva los cofres,
Melchor empujaba al bicho.





Y a las tantas ya del alba
- ya cantaban pajarillos-
los tres reyes se quedaron
boquiabiertos e indecisos, 
oyendo hablar como a un Hombre
a un Niño recién nacido.





-No quiero oro ni incienso
ni esos tesoros tan fríos,
quiero al camello, le quiero.
¡Le quiero! -repitió el Niño.

A pie vuelven los tres reyes
cabizbajos y afligidos.

Mientras, el camello echado 
le hace cosquillas al Niño. 






FIN



Esta entrada no hubiera sido posible sin la sugerencia, la colaboración y el empujón final de mi hija Ruth. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. ¡Y Feliz Día de Reyes! HArendt



HArendt






Entrada núm. 3138
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)