miércoles, 17 de enero de 2018

[CUENTOS PARA LA EDAD ADULTA] Hoy, con "El cazador de orquideas", por Roberto Arlt







El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.

Continúo hoy la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado El cazador de orquideas, de Roberto Arlt ​(1900-1942), novelista, cuentista, dramaturgo, periodista e inventor argentino. En sus relatos se describe con naturalismo y humor las bajezas y grandezas de personajes inmersos en ambientes indolentes. De este modo retrata la Argentina de los recién llegados que intentan insertarse en un medio regido por la desigualdad y la opresión. Escribió cuentos que han entrado a la historia de la literatura, como El jorobadito, Luna roja y Noche terrible. Por su manera de escribir directa y alejada de la estética modernista se le describió como «descuidado», lo cual contrasta con la fuerza fundadora que representó en la literatura argentina del siglo XX. Tras su muerte aumentó su reconocimiento y es considerado como el primer autor moderno de la República Argentina. Escritores como Ricardo Piglia, César Aira o Roberto Bolaño son herederos directos de algunas de sus búsquedas literarias. Del mismo modo, Cortázar lo consideró su maestro. Les dejo con su relato



EL CAZADOR DE ORQUIDEAS
por
Roberto Arlt



Djamil entró en mi camarote y me dijo: Señor, ya están apareciendo las primeras montañas.

Abandoné precipitadamente mi encierro y fui a apoyarme de codos en la borda. Las aguas estaban bravías y azules mientras que en el confín la línea de montañas de Madagascar parecía comunicarle al agua la frialdad de su sombra. Poco me imaginaba que dos días después me iba a encontrar en Tananarivo con mi primo Guillermo Emilio, y que desde ese encuentro me naciera la repugnancia que me estremece cada vez que oigo hablar de las orquídeas.

Efectivamente, dudo que en el reino vegetal exista un monstruo más hermoso y repelente que esta flor histérica, y tan caprichosa, que la veréis bajo la forma de un andrajo gris permanecer muerta durante meses y meses en el fondo de una caja, hasta que un día, bruscamente, se despierta, se despereza y comienza a reflorecer, coloreándose las tintas más vivas.

Yo ignoraba todas estas particularidades de la flor, hasta que tropecé con Guillermo Emilio, precisamente en Madagascar.

Creo haber dicho que Guillermo Emilio era cazador de orquídeas. Durante mucho tiempo se dedicó a esta cacería en el sur del Brasil; pero luego, habiendo la justicia pedido su extradición por no sé qué delito de estafa, de un gran salto compuesto de numerosos y misteriosos zigzags se trasladó a Colombia. En Colombia formó parte de una expedición inglesa que en el espacio de pocos meses cazó dos mil ejemplares de orquídeas en las boscosas montañas de Nueva Granada. La expedición estaba costosamente equipada, y cuando los ingleses llegaron a Bogotá, de los dos mil ejemplares les quedaban vivos únicamente dos. El resto, malignamente, se había marchitado, y el financiador de la empresa, un lustrabotas enriquecido, enloqueció de furor.

Completamente empobrecido, y además mal mirado por la policía, Guillermo Emilio emigró a México, donde pretende que él fue el primero que descubrió la especie que conocemos bajo el nombre de “orquídea del azafrán”. No sé qué incidentes tuvo con un nativo -los mexicanos son gente violenta-, que Guillermo Emilio desapareció de México con la misma presteza que anteriormente salió de Río Grande, después de Natal, luego de Bogotá y, finalmente, de Tampico. Algunos maldicientes susurraban que el primo Guillermo Emilio combinaba el robo con la caza, y yo no diré que sí ni que no, porque bien claro lo dicen las Sagradas Escrituras: “No juzguéis si no quieres ser juzgado”.

Era él un hombre alto como un poste, de piernas largas, brazos largos, cara larga y fina y mucha alegría que gastar. Se le encontraba casi siempre vestido con un traje caqui, polainas y casco de explorador y un cuaderno bajo el brazo. En este cuaderno estaban pegados varios recortes de periódicos de provincia, donde se le veía junto a una planta de orquídeas acompañado de un grupo de indígenas sonrientes. Tal publicidad le permitió robar en muchas partes.

Este es el genio que yo me encontré una mañana de agosto en Tananarivo cuando semejante a un babieca abría los ojos como platos frente al disparatado palacio que ocupó la ex reina indígena Ranavalo. Este palacio lo construyó un francés aventurero que recaló en Madagascar huyendo de sus crueles deudores, y de quien me contaron extraordinarias anécdotas; pero dejémoslas para otro día.

Estaba, como digo, de pie, abriendo los ojos frente al palacio y rodeado de un grupo de cobrizas chiquillas con motas trenzadas y desparramadas, como los flecos de una alfombra, sobre su frente de chocolate. Por momentos miraba el palacio de la pobre Ranavalo, y si le volvía la espalda tropezaba con una multitud de robustos malgaches, que con la cabeza cargada de cestos de cañas pasaban hacia el mercado transportando sus plátanos. También pasaban rechinantes carros arrastrados por pequeños cebúes despojados de su rabo por una infección que permite salvar al buey sacrificando su cola. Yo conocía un chiste muy divertido respecto al buey y su cola, pero ahora no lo recuerdo. Adelante.

Mis proyectos eran variados. Uno consistía en marcharme a los arrozales de Ambohidratrimo, otro -y éste me seducía muy particularmente- en cruzar oblicuamente la isla partiendo de Tananarivo para el puerto de Majunga, y embarcarme allí para el archipiélago de las Comores. Ninguno de estos proyectos estaba determinado por la necesidad de los negocios, sino por el placer. De pronto escuché una gritería y vi a un viejo con casco de corcho que salió maldiciendo y riéndose a la puerta de su almacén, y al tiempo que maldecía y se reía, amenazaba con el puño la copa de un cocotero. Entonces, fijándome en donde señalaba el viejo, vi un mono con un gran cigarro encendido que se lo había robado. En el almacén ladero, un chino, con un blusón azul que le llegaba a los talones y una gran coleta, miraba al mono, que fumaba haciéndole amenazadoras señales.

-¡Tony! ¡Tú aquí, Tony!

¿Quién diablos me llamaba?

Me volví, y allí, para mi desgracia, estaba el primo Guillermo, con su traje caqui y el cuaderno debajo del brazo. Mientras cambiábamos las primeras preguntas yo pensaba en echarle escrupuloso candado a mi cartera. Sin embargo, me dejé persuadir, y Guillermo, tomándome de un brazo, exclamó en voz alta, tan alta, que creo que la pudo escuchar el chino del “fondak” frontero:

-Nunca entres al restaurante de un chino. Será un misterio para ti lo que te dé de comer.

Terminó mi primo de pronunciar estas palabras, se corrió una cortinilla de abalorios, y corpulento, con una barba despejada sobre su pecho y un turbante del razonable diámetro de una piedra de molino, apareció Taman. Arrastrando sus amarillas babuchas por el piso de madera, se aproximó a nuestra mesa, y Guillermo Emilio le dijo:

-Honorable Taman: te presentaré a un primo mío, perteneciente a una muy noble familia de América.

Taman me saludó al modo oriental; luego estrechó calurosamente mi mano y yo pensé si no había caído en una emboscada. Luego un chico tuerto, con una lamentable chilaba colgando de sus hombros y un fez rojo, depositó tres vasos de café sobre la mesa y el primo Guillermo me lo presentó:

-Es sabio y virtuoso como el ojo de Alá.

El pequeño tuerto me saludó lo mismo que su amo, y el primo Guillermo continuó:

-A ti puedo confiarme -miró en derredor cautelosamente-. Este prodigioso niño llamado Agib, ha descubierto la orquídea negra. Dice que de pétalo a pétalo la flor mide cerca de cuarenta centimetros.

-¿Y dónde descubrió ese prodigio?

-A ti puedo confiártelo. Es en el oeste del lago Itasy, sobre una falda del Tananarivo.

-¿Y por qué no la cazó él?

El tuerto, a quien su tío Taman encontraba sabio y virtuoso como el ojo de Alá, me respondió:

-Te diré, señor. He oído decir en ese paraje que en el tronco mismo de la orquídea se oculta una venenosísima serpiente negra…

– El primo Guillermo masculló:

-¡Supersticiones! ¿No sabes acaso, que el perfume de las orquídeas ahuyenta a las serpientes?

-¿Y qué piensas hacer tú? -intervine yo, que a mi pesar comenzaba a sentirme interesado en la aventura.

-Contrataré a dos indígenas. Cargaremos el tronco en una angarilla y traeremos la orquídea aquí.

Taman, el dueño del tabuco, que bebía su café silenciosamente, remató el diálogo con estas palabras, al tiempo que acariciaba la nuca de su sobrino:

-Este precioso niño no se equivoca nunca. Le aconseja un djim.

Finalmente, después de muchas conferencias, tratos y disputas, como se acostumbra en Oriente, Taman le alquiló al primo Guillermo Emilio su sobrino con las siguientes condiciones, de cuya puntual enumeración fui testigo:

TAMAN. – Convenimos tú y yo en que no le pegarás al niño con el puño ni con un bastón.

GUILLERMO. – Únicamente le pegaré cuando haga falta.

TAMAN. – Pero ni con el puño ni con el bastón.

GUILLERMo. – Pero sí podré utilizar una vara flexible.

TAMAN. – Sí; podrás. Le darás, además, de comer suficientemente.

GUILLERMO. – Sí.

TAMAN. – Le dejarás dormir donde quiera, sin forzar su voluntad.

GUILLERMO. – Sí; menos cuando esté de guardia.

TAMAN. – No serás con él cruel ni autoritario.

GUILLERMO. (impaciente). – ¡No pretenderás que le trate como si fuera mi esposa preferida!

TAMAN. – Bueno, bueno; te recomiendo a la alegría de mi vida, al hijo de mi hermana y a la preferencia de mis ojos.

Finalmente, una semana después, guiados por el tuerto Agib, salimos de Tananarivo en dirección al Norte. Dos malgaches, de pelo tan rizado que le formaba en torno de la cabeza una corona de flecos de alfombra, nos acompañaban como cargueros.

Primero cruzamos los arrabales y las aldeas vecinas, donde encontramos por todas partes, frente a sus cabañas de bambú y rafia, verdaderas colectividades de poltrones malgaches jugando al karatva, un juego muy parecido al nuestro que se conoce bajo el nombre de las damas, con la diferencia que ellos, en vez de tener trazado su tablero en una tabla, lo han pintado en un tronco de árbol.

Después dejamos detrás una larga caravana de cargadores de carbón, semidesnudos, andrajosos, algunos ya completamente ciegos, otros con larga barba blanca caída sobre el pecho desnudo rayado de costillas. Algunos se ayudaban para caminar con un báculo, y entre ellos venían jovencitas, y todos, sin distinción de edad, cargaban hasta cinco cestas redondas, puestas una encima de la otra, sobre la cabeza.

Cantaban una canción tristísima, y aunque el sol se extendía sobre los próximos mambúes, aquella caravana de espectros negruzcos me sobrecogió, y la consideré de mal augurio para nuestra aventura.

Al caer la tarde alcanzamos los primeros bosques de ravenalas, plantas de bananos de hasta treinta metros de altura, con anchas hojas abiertas como abanicos. Indescriptibles gritos de monos acompañaban nuestra marcha. Nunca me imaginé que los monos pudieran conectar tan variadísimas sinfonías de chillidos, rugidos, lamentaciones, gritos, ronquidos, rebuznos y aullidos como los que estas bestias peludas, negruzcas, rojas y amarillentas componían desde sus alturas.

El “Ojo de Alá”, como irreverentemente llamaba Taman a su sobrino Agib, se había humanizado. De tanto en tanto volvía la cabeza y le dirigía una sonrisa de señorita tímida a mi primo, que, implacable como un beduino, seguía adelante sin mirar a derecha ni izquierda, a no ser para lanzar una de esas malas palabras que hasta a las bestias de la selva las obligan a enmudecer. ¡Pobre Guillermo Emilio! ¡Si sabía él para qué se apresuraba!…

Al día siguiente ya cruzamos un bosque de ébanos; luego descendimos a un valle y al cruzar un río cenagoso un cocodrilo, que tenía la misma cabeza conformada que una corneta, atrapó por una pantorrilla a un carguero y se lo llevó aguas adentro, y pudimos ver cuando otro cocodrilo, precipitándose sobre él, le llevó un brazo. El agua se tiñó de rojo, y nosotros nos alejamos consternados. Quedaba ahora un solo cargador malgache, con cara de gato de cobre, y cuyas motas las mantenía constantemente peinadas en trencitas, que le caían sobre la frente como los flecos de una gualdrapa.

El tercer día de nuestra expedición subimos a la altura de unos montes, cuya planicie parecía de cristalización vidriada, piedra negra, resbaladiza como canto de botella. Abajo se veía el mar de la selva, y allá, muy lejos, el confín aguanoso del océano Índico. A pesar de que estábamos en verano, arriba hacía frío. Después de caminar trabajosamente durante dos horas por esta planicie cristalina oscura, pelada de toda vegetación, comenzamos el descenso hacia un valle arborescente, verde como si estuviera recortado en grandes paños de terciopelo verde cotorra. Un gran pájaro azul cruzó delante de nosotros chillando ásperamente, y comenzamos a bajar, pero pronto nos envolvió una nube de estaño; mascábamos agua, y cuando quisimos acordar, casi sin tiempo para refugiarnos debajo de un peñasco, estalló una tempestad terrible.

Verticales centellas conectaban el cielo y la tierra, torbellinos de agua rodaban en el espacio sus trombas de lluvia, y los truenos y la noche nos mantenían acurrucados bajo una roca. De pronto, aquel monstruoso techo de tinieblas se resquebrajó, y nuevamente apareció el cielo azul, con un sol centelleante de alegría. Eran las dos de la tarde. Nos desnudamos y pusimos a secar nuestra ropa al sol, y por primera vez desde la salida de Tananarivo oímos, el rugido corto, parecido al ladrido de un perro afónico. Era una pareja de panteras que andaba cazando cerca de nosotros. Cenamos varios puñados de arroz hervido en agua con un poco de aceite y bebimos abundantes cuencos de cacao.

Luego nos echamos a dormir. Al día siguiente alcanzaríamos el paraje donde florecía la orquídea negra.

Aborrezco los detalles superfluos. Aquel viernes, a las diez de la mañana estábamos a un paso de la orquídea negra. Ismaíl nos había guiado hasta un pequeño sendero rayado de troncos podridos de ravanalas y acacias. Este sendero estaba cerrado al fondo por un murallón de roca, pero cubierto también de una alfombra de musgo, y allí, al fondo, derribado sobre el roquedal, se veía un tronco podrido, tan deshecho, que no podía precisarse a qué especie vegetal pertenecía. Y de este tronco arrancaba un tallo, y al extremo de este tallo…, ¡jamás he visto nada tan maravilloso, ni aun pintado!

Era una estrella de picos fruncidos, tallada en un tejido de terciopelo negro bordeado de un festón de oro. Del centro de este cáliz lánguido, inmenso como una sombrilla de geisha, surgía un bastón de plata espolvoreado de carbón y rosa.

Todos lanzamos un grito de admiración. Guillermo Emilio se aproximó, estudió el tronco, lo removió con una palanca muy fácilmente, sacó del bolsillo un puñado de monedas de plata, las repartió entre Agib y el carguero malgache y les dijo:

-Retírenla cuidadosamente. Si llegamos a Tananarivo con la flor completa, les daré el doble.

Armados de hachas y palancas Agib y el malgache comenzaron a separar el tronco de su base musgosa. Guillermo y yo dimos principio a la construcción de una angarilla de bambú provista de su correspondiente techo.

-Este ejemplar nos reportará veinte mil dólares, por lo menos -cuchicheaba Guillermo, mientras ataba las cañas.

Nunca escuché un grito de terror semejante. Salté hacia la orquídea, y allí, arriba del murallón, vi al niño musulmán con la cara cruzada por un látigo de aceite negro; de pronto este látigo de aceite negro cruzó el espacio, y ya no le vimos más. Un doble hilo de sangre corría por la mejilla de Agib.

Fue inútil cuanto hicimos. Cubierto de sudor sanguinolento, estremeciéndose continuamente, pocos minutos después moría Agib. Tenía razón. Una serpiente negra se ocultaba bajo el tronco de la orquídea.

Yo mentiría si dijera que la muerte del Ojo de Alá, como le llamábamos un poco burlonamente, nos importó. Estábamos envenenados de codicia.

Veinte mil dólares danzaban ahora en nuestra mente. El mismo malgache había salido de su apatía oriental, y dos horas después, no sin matar previamente una araña venenosa, gorda como un sapo, cargamos en la angarilla el tronco de la orquídea.

Y con esta preciosa carga, una semana después entrábamos al tabuco de Taman.

-Déjame a mí; yo le hablaré -dijo el primo Guillermo Emilio.

Recuerdo que Taman salió a nuestro encuentro sumamente pálido. Tenía ya noticia de la muerte del hijo de su hermana.

Pero me llamó la atención que no se dignó dirigir una sola mirada a la preciosa flor, cuyos festones de terciopelo y oro llenaban la mísera habitación revestida de tapices baratos y alfombras, mezquinas, de un monstruoso prestigio de sueño chino. Nos miramos todos en silencio: luego Taman dijo:

-¿Dónde han dejado al hijo de mi hermana?

Creo que el primo Guillermo empleó cinco mil palabras para explicarle a Taman el final del Ojo de Alá. Mesándose la barba, lo cual es signo peligroso en un musulmán robusto, Taman escuchaba a Guillermo, y cuanto más profundo era el silencio de Taman, más impaciente y voluble era la cháchara de Guillermo. Y de pronto Taman, cuya exquisita educación no hacía esperar esta reacción de su parte, agarró un garrote, y levantándolo sobre la cabeza de Guillermo, dijo:

-¡Perro maldito! ¡Cómete esa orquídea!

-¡Taman -suplicó el primo Guillermo-, Taman, entiéndeme: ni tú, ni yo, ni él tuvo la culpa! En cuanto a comerme esa orquídea, no digas disparates. ¿Te comerías veinte mil dólares?

-¿Cómete esa orquídea, he dicho!

-Entendámonos, Taman: tu querido sobrino…

-¡Vas a comerte esa orquídea, perro!

El tono que esta vez empleó Taman para amenazar fue terrorífico. Que el primo Guillermo se percató de ello lo demuestra el hecho que sin ningún pudor se arrodilló delante de Taman, y tomándole la chilaba, le dijo:

-Escúchame, honorable hermano mío…

Una sombra de ferocidad cruzo el rostro de Taman. Guillermo Emilio vio esa sombra, y con infinita melancolía se dirigió a la angarilla donde la orquídea negra dejaba caer su picudo cáliz de terciopelo y oro.

-Taman, piensa…

-¡Come! -ladró Taman.

Entonces por primera y probablemente por última vez en mi vida he visto a un hombre comerse veinte mil dólares. El primo Guillermo desgarró la orquídea de su tronco, y con la misma desesperación de quien devora sus propias entrañas comenzó a morder y tragarse el suntuoso tejido de la flor.

Cuando Guillermo terminó de comerse el último pedacito de terciopelo y oro, Taman salió del tabuco en silencio, y Guillermo se desmayó.

Estuvo dos meses enfermo del estómago, y cuando creyeron que se había curado una peste curiosísima, manchas negras con borde bronceado, le comenzó a cubrir la piel en todas partes del cuerpo, y aunque varios médicos sospechan que es una afección nerviosa, ninguna autoridad sanitaria le permite al primo Guillermo abandonar la isla donde “se comió su fortuna”.

FIN





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[HUMOR EN CÁPSULAS] Para hoy miércoles, 17 de enero





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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martes, 16 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] Paranoias constructivas sobre la justicia






Hace unos días, comenta en El Mundo el inclasificable y polémico escritor español que se esconde bajo el seudónimo de Tsevan Rabtan, este periódico alababa el "ejercicio de transparencia" de la Guardia Civil tras la rueda de prensa de algunos de sus mandos sobre la muerte de Diana Quer y la detención de Enrique Abuín. En ese editorial, se reflexionaba sobre quejas por diferentes tipos de limitaciones legales que habrían lastrado la investigación.

Cierto es que resulta preferible que la información proceda directamente de fuentes confiables, dice Rabtan, con nombres y apellidos, y no de rumores aderezados con referencias a "fuentes de la investigación" o fórmulas similares, tantas veces simple cortina para la mala praxis, pero también lo es que esa rueda de prensa fue un error. Asistimos, en boca de autoridades que gozan de la confianza de la ciudadanía, a un desglose minucioso de los detalles de un asunto judicializado y en fase de investigación, al dibujo de un personaje siniestro al que se mencionaba permanentemente por su apodo, con una intensidad acusatoria tal que habrá contaminado a cualquier ciudadano que tenga que hacer de jurado. El mensaje final casi consistía en una sentencia condenatoria.

Los medios no criticarán ese humanamente comprensible ejercicio de vanagloria y tampoco insistirán demasiado en los excesos y embustes publicados. Tampoco los españoles que hozaban en las historias de la familia Quer van a perder el tiempo limpiándose los hocicos, ocupados como están ahora en indignarse por las atrocidades cometidas por el detenido y clamando por un castigo ejemplar. Pero tampoco parece que el debate abierto sobre esas supuestas carencias de nuestro sistema sea muy fructífero. El archivo inicial del juez en el caso Quer no fue motivado por los plazos máximos de instrucción introducidos en 2015, sino porque no existían ni indicios, solo sospechas. Los procesos penales en España duran demasiado, provocando un sufrimiento real a miles de personas. Pero lo cierto es que la reforma, aunque necesaria, terminó incluyendo tantas puertas traseras (declaración de complejidad, prórrogas, fijación de plazos máximos, inexistencia de consecuencias automáticas en caso de exceso, etc.) que, en la práctica, seguimos igual. Normal: el problema secular, estructural y presupuestario de la justicia española no se resuelve cambiando un artículo de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

En cuanto al complejo y capital asunto de la futura legislación europea (y, por tanto, nacional) sobre conservación de datos obtenidos por el uso de las telecomunicaciones, hay que hacer algo de memoria. Los delitos violentos han ido disminuyendo y España se encuentra entre los países con mejores estadísticas en esta materia. Los seres humanos de hoy, sin embargo, y pese a todo el avance cultural y civilizatorio, compartimos instintos con los de hace milenios, y nuestra primera reacción es la venganza. La ley nació para canalizarla, pero pronto descubrimos su cara oculta: no era neutro investigar de una u otra forma, o imponer uno u otro castigo. Aprendimos que, al ceder la venganza al Estado, le regalábamos un instrumento poderosísimo de opresión.

Jared Diamond parió el concepto "paranoia constructiva" para referirse a una reacción preventiva aparentemente exagerada: el viajero que llega a las tierras altas de Nueva Guinea se ríe del nativo que, cuando duerme al raso, no lo hace bajo un árbol, porque a veces las ramas se tronchan, caen y te rompen la crisma. Un asesino múltiple es un problema minúsculo comparado con un Estado totalitario. Lo es incluso cuando tratamos con delincuencia organizada o grupos terroristas. Recordemos la Alemania nazi o la mayor parte de los regímenes comunistas. Recordemos los excesos durante el macartismo en un país en el que regían sobre el papel todo tipo de garantías y balances. Sí, puede que parezcamos paranoicos cuando nos asustamos porque las autoridades estatales accedan, en palabras del Tribunal de Justicia de la UE, a datos que "(...) permiten ... saber con qué persona se ha comunicado un abonado o un usuario registrado y de qué modo, así como determinar el momento de la comunicación y el lugar desde la que ésta se ha producido... y... la frecuencia de las comunicaciones... con determinadas personas durante un período concreto (...) [lo que puede] permitir extraer conclusiones muy precisas sobre la vida privada de las personas..., como los hábitos de la vida cotidiana, los lugares de residencia permanentes o temporales, los desplazamientos diarios u otros, las actividades realizadas, sus relaciones sociales y los medios sociales que frecuentan". Al fin y al cabo, las directivas de la UE son normas que proceden de instituciones democráticas, los datos sólo se ceden si lo autoriza un juez y los que los van a utilizar son los que luchan contra los malos, como la Guardia Civil.

Pero esa paranoia es una paranoia constructiva. Es la que instituyó el derecho al secreto de las comunicaciones, a la libertad de expresión, a la inviolabilidad del domicilio, al habeas corpus. El Tribunal de Justicia de la UE, en las sentencias de 2014 y 2016 sobre la cuestión, lo explica: para garantizar que el acceso de las autoridades a estos datos se limite a lo estrictamente necesario, no basta con exigir que la conservación y acceso lo sean para luchar en abstracto contra la delincuencia, sino que hay que fijar requisitos materiales y procedimentales que lo limiten a los que planean, van a cometer o han cometido un delito grave. Solo se exceptuó, en la sentencia de 2016, los casos de terrorismo, por razón de seguridad nacional. Más aún, el control ha de ser previo, basarse en una solicitud motivada en el marco de procedimientos penales y contar con garantías para los afectados, a fin de que ejerciten su derecho a la tutela judicial efectiva.

Aunque exista un único populismo, se puede afirmar que hay diferentes discursos populistas. Hay discursos populistas de izquierda y de derecha. La agravación de las penas y la concesión a las fuerzas de seguridad -que siempre quieren más- de instrumentos invasivos para la persecución de la delincuencia, son ejemplos de un populismo de derechas -con la excepción de la violencia contra las mujeres, que es transversal-, aunque cínicamente hayan sido los regímenes totalitarios de izquierdas los que hayan transitado de forma más "científica" ese camino infame. Así sucede también con la banalización de las penas en España (mucho más intensas y aflictivas de lo que la mayoría de la gente cree), algo que es evidente en la visceral discusión pública sobre la prisión permanente revisable. Lo cierto es que esta pena, que puede que sea constitucional y ajustada a la legislación europea, conforme resulta de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, se introdujo en nuestra legislación, que ya contemplaba penas de hasta 40 años de prisión, sin un acuerdo adecuado y precipitadamente. Ya en el siglo XIX los tratadistas españoles desconfiaban de la cadena perpetua, a la que algunos consideraban incluso peor que la pena de muerte, por la desesperación para el reo de una pena sin fin. Aunque estos peros se salvan por la posibilidad de su revisión, los plazos mínimos de cumplimiento son tan largos, que es comprensible que muchos crean que esta es una justificación formal para una pena exclusivamente retributiva. Más aún, se da un cierto doble lenguaje, ya que se supone que la pena es constitucional porque se prevé la rehabilitación del reo, pero a la vez se defiende que se necesita porque hay reos irrecuperables. Por todo esto, y porque tenemos que buscar respuestas inteligentes, si de lo que hablamos es del miedo a la reincidencia, utilizando los recursos tecnológicos, cada vez más sofisticados, es por lo que el debate grosero sobre esta cuestión al calor de la indignación popular y del rédito político que puede obtenerse es siempre inadecuado.

Mi consejo es sencillo: sigamos siendo paranoicos. Dormir bajo las ramas del Estado puede ser peligroso y los antiguos nos han enseñado cuántas veces esas ramas terminan aplastando nuestra libertad.



Dibujo de Sean Mackaoui para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[UN CLÁSICO DE VEZ EN CUANDO] Hoy, con "Electra", de Sófocles





En la mitología griega, Melpómene (en griego Μελπομένη "La melodiosa") es una de las dos Musas del teatro. Inicialmente era la Musa del Canto, de la armonía musical, pero pasó a ser la Musa de la Tragedia como es actualmente reconocida. Melpómene era hija de Zeus y Mnemósine. Asociada a Dioniso, inspira la tragedia, se la representa ricamente vestida, grave el continente y severa la mirada, generalmente lleva en la mano una máscara trágica como su principal atributo, en otras ocasiones empuña un cetro o una corona de pámpanos, o bien un puñal ensangrentado. Va coronada con una diadema y está calzada de coturnos. También se la representa apoyada sobre una maza para indicar que la tragedia es un arte muy difícil que exige un genio privilegiado y una imaginación vigorosa. Un mito cuenta que Melpómene tenía todas las riquezas que podía tener una mujer, la belleza, el dinero, los hombres, solo que teniéndolo todo no podía ser feliz, es lo que lleva al verdadero drama de la vida, tener todo no es suficiente para ser feliz.

Les pido disculpas por mi insistencia en mencionar a los clásicos, de manera especial a los griegos, y de traerlos a colación a menudo. Me gusta decir que casi todo lo importante que se ha escrito o dicho después de ellos es una mera paráfrasis de lo que ellos dijeron mucho mejor. Con toda seguridad es exagerado por mi parte, pero es así como lo siento. Deformación profesional como estudioso de la Historia y amante apasionado de una época y unos hombres que pusieron los cimientos de eso que llamamos Occidente.

Continúo la sección de Un clásico de vez en cuando trayendo trayendo al blog la tragedia titulada Electra, de Sófocles, que pueden leer en el enlace inmediatamente anterior, o ver desde este otro enlace (o en el vídeo al final de la entrada) en la versión teatral que de ella hizo la compañía asturiana Teatro del Norte en noviembre de 2016.

La trama de la Electra de Sófocles, representada hacia el 415 a.C., puede resumirse así: Agamenón, rey de Argos, parte a la guerra de Troya, dejando a dos de sus hijos: Orestes y Electra con su madre Clitemnestra. Regresa victorioso después de matar a Príamo rey de los troyanos. A su vuelta a casa Egisto le da muerte secundado por Clitemnestra. Egisto trama la muerte de Orestes, y un viejo criado lo salva, enviándolo fuera. Electra permanece con su madre. Siendo ya una joven casadera, Egisto ahuyenta sus pretendientes por temor a que engendre un hijo que quiera vengar la muerte de Agamenón. Electra, en peligro de morir en manos de Egisto es rescatada por Clitemnestra, pues teme que por esta acción sus vasallos la odien. Al fracasar con este intento de muerte, Egisto la casa con un campesino pobre. Su vida es triste y llena de miserias y lamentos. No olvida a su padre muerto. El odio hacia su madre por haber dado muerte a su padre crece. Pasan los años y un día regresa a Orestes acompañado de Pílades su amigo. Escucha las quejas de Electra y su deseo de dar muerte a su madre, pues no puede olvidar la infamia de su crimen. Llega el anciano criado que retiró al hijo de la casa de su madre y le dice que debe matar a Egisto y a Clitemnestra. Orestes guiado por el anciano va al encuentro de Egisto y lo mata. Los dos hermanos se confabulan para matar a la madre. Orestes un poco reticente al principio, accede después. La mandan llamar diciendo que Electra tiene un hijo que acaba de nacer. Llega Clitemnestra y Orestes le clava un puñal en el pecho ayudado por Electra. Electra se desposa con Pílades. Los dos hermanos lloran su tragedia y se separan sintiéndose víctimas del Destino y de los dioses.

Sófocles (496-406 a.C.), el gran poeta trágico ateniense, se sitúa junto con Esquilo y Eurípides entre las figuras más destacadas de la tragedia griega y de toda la literatura universal. De toda su producción literaria sólo se conservan siete tragedias completas que son de importancia capital para el género. Participó activamente en la vida política de Atenas. Fue administrador del tesoro de la Liga de Delos y estratego durante la guerra de Samos bajo la autoridad de Pericles. Perteneció al Consejo de los Diez Próbulos, formado en Atenas tras el fracaso de la Expedición a Sicilia. No se distinguió especialmente por sus dotes como político pero amó su ciudad y rechazó invitaciones de autoridades importantes de otras ciudades con tal de no abandonar Atenas. El teatro de Sófocles recurre a los antiguos mitos de las sagas heroicas, y posee una rica versatilidad que facilita múltiples maneras de aproximación. En buena medida su teatro es un teatro de caracteres. De hecho, el título de todas las tragedias conservadas (salvo "Las Traquinias") se corresponde con el de sus protagonistas que emergen como auténticos colosos y arquetipos humanos.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[HUMOR EN CÁPSULAS] Para hoy martes, 16 de enero





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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