miércoles, 31 de julio de 2019

[SONRÍA, POR FAVOR] A menos hoy miércoles, 31 de julio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. También, como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Un servidor de ustedes tiene escaso sentido del humor, aunque aprecio la sonrisa ajena e intento esbozar la propia. Identificado con la primera de las acepciones citadas, en la medida de lo posible iré subiendo periódicamente al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras..., aunque pueden sonreír igual. 























La reproducción de artículos firmados por otras personas en el blog no implica que se comparta su contenido, pero sí, y en todo caso, su interés y relevancia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 30 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Una tregua





Vamos a concedernos una tregua, olvidarnos de la política y disfrutar de la belleza madrileña, escribe la historiadora, filóloga y profesora Edurne Portela. Mis dos últimas columnas, comienza diciendo Portela, las he dedicado a la política en Madrid tras las elecciones municipales y autonómicas: medidas contra la memoria de las víctimas del franquismo en el Ayuntamiento; propuestas fascistas contra colectivos vulnerables en la Comunidad. Esas políticas tienen importancia no solo para los habitantes de Madrid. Considero que son reflejo de una deriva, en España y Europa, hacia la normalización del discurso y de las medidas que propone la ultraderecha, una normalización que observo entre la perplejidad y el espanto. Pero hay días, como hoy, en los que necesito darme una tregua, respirar, buscar estímulos intelectuales, estéticos, emocionales que me desintoxiquen de tanta desazón, que me recuerden que, más allá de mis cuatro paredes, ahí afuera también hay lugar para la belleza y las cosas buenas.

Pongamos que hoy también hablo de Madrid, entonces, pero de uno diferente, el que nos muestra la editora y fotógrafa Belén Bermejo en su libro Microgeografías de Madrid. Este libro, cuyos beneficios íntegros irán destinados al área de oncología médica del hospital de la Princesa de Madrid, recoge 90 fotografías que reflejan los “extravíos” con los que la autora crea su propio mapa de la ciudad. El mapa hace un recorrido por la vida oculta que palpita en la ciudad, por sus calles mojadas tras un chaparrón, su famoso cielo reflejado en las ventanas, los patios humildes con macetas de barro, hojas multicolores a punto de ser barridas o voladas por el viento, paredes descascarilladas que desvelan otros mapas secretos, sillas abandonadas en un parque en las que la oxidación ha contado su propia historia. Las fotografías, en diálogo intermitente con breves textos poéticos, muestran una bella antítesis sobre el transcurrir del tiempo en la ciudad: por una parte captan lo efímero (el paso de una nube, las hojas a punto de desaparecer del suelo, el verde brillante de la nueva hoja que surge en primavera, la sombra de un edificio en un charco) y por otra muestran el paso continuado, permanente, obcecado, del tiempo (la pared descascarillada que conforma islas de color, esa otra pared cuya herida en el yeso se ha convertido en una bella cicatriz, la herrumbre en el metal que crea un palimpsesto de colores). El tiempo, parece sugerir Bermejo, destruye y crea belleza a su paso; al tiempo, nos dicen sus fotografías, se le atrapa fijando la misma belleza que él crea.

Bermejo nos enseña a mirar, a reconocer belleza en lo cotidiano y en lo inusitado, a cambiar el significado de “deterioro” y “cicatriz”. El detalle, como en las buenas narrativas, dice más que el todo. A través de él, Bermejo descubre su temperamento y el de nuestra ciudad. Un ejemplo en la página 33: es otoño, el suelo cubierto de hojas ocupa el primer plano; al fondo, el frente de una tienda pintado de azul eléctrico contrasta con la fachada naranja de balcones de hierro forjado del edificio. Entran por la esquina derecha de la fotografía dos ancianas canosas de pelo corto, gabardina marrón y zapato plano, algo encorvadas, tal vez por el frío de la mañana. El pie de foto dice: “La calle, desperezándose, silenciosa, con su promesa de churros y patatas fritas. Madrid y su caos, su desorden, sus hechuras de pueblo, su carencia de ínfulas, sus cielos, su color, su luz, su olor a metro, sus prisas. Vives en Madrid, eres de Madrid”. Me arropa esta imagen de una ciudad alegre y generosa, una ciudad acogedora, como lo es este libro en el que me refugio hoy durante unas horas.




Fotografía de Belén Bermejo para El País


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[ARCHIVO - 2008] El honor debido a los muertos



Representación pictórica de Antígona


La desilusión y el desencanto pueden llevarme a la abstención, pero me resulta difícil de creer que puede llegar un momento en que la derecha reciba mi voto. Eso si, reconozco que aunque tarden en ganarse mi respeto, al menos, de unos meses a acá, les he perdido el miedo... Por eso me sorprenden y provocan una cierta repulsión las reticencias del PP a reconocer -no los derechos- sino la dignidad de los muertos republicanos durante la guerra civil y la posterior represión franquista. De los pseudo-historiadores patrocinados por la COPE y de la propia jerarquía católica española no cabe esperar gran cosa al respecto, así que tampoco está de más recordar que el 28 de noviembre de 1978, una semana justo antes del referéndum constitucional, el arzobispo de Toledo y cardenal primado, monseñor González Martín, hacía pública una carta pastoral en la que juzgaba muy negativamente el proyecto de Constitución. Está en las hemerotecas. Y no parece que desde esa época los señores obispos hayan progresado mucho en lo que se refiere al respeto debido a los principios democráticos, más bien todo lo contrario...

Me provoca esta reflexión la lectura del artículo de Manuel Rivas titulado "Garzón, Antígona y la memoria histórica" (El País, 07/08/08), sobre la decisión judicial de solicitar información a los ministerios de Defensa e Interior y a las asociaciones que trabajan por la reparación histórica, de los datos que tengan sobre los asesinados durante y después de la guerra civil por los franquistas. Y sobre el respeto debido a los muertos -a todos los muertos- Rivas saca a colación la "Antígona" de Sófocles (ca. 442 a.C.) y la versión mucho más moderna del autor francés Jean Anouilh (1942). No es la primera vez que Manuel Rivas escribe sobre este asunto. Y yo también lo he mencionado anteriormente en el blog comentando otro artículo suyo. 

Esta tarde he vuelto a releer la "Antígona" de Sófocles (Obras Completas: Esquilo, Sófocles, Eurípides. Cátedra, Madrid, 2004). Y sigue impresionándome, como impresionó a los atenientes hace dos mil quinientos años. He anotado los versos 1029-1030 de la edición citada, en los que el anciano adivino ciego, Tiresias, le reprocha al rey de Tebas, Creonte, su inflexibilidad en la orden de no dar sepultura a su sobrino Poliníces y la condena a muerte de la hermana de éste, Antígona, que ha rendido honores fúnebres a su hermano desobedeciendo la orden real, Y lo hago porque me parece que viene absolutamente a cuento en esta cuestión: "¿Qué heroicidad hay en volver a matar al que ya está muerto?", le espeta Tiresias a Creonte con toda la razón...

Supe por vez primera vez de la "Antígona" de Sófocles cuando tenía once años. Fue gracias a mi profesor de Literatura en el Colegio Infanta María Teresa de Madrid. Se llamaba don Mariano Abánades, y ya he hablado de él en alguna otra ocasión. Era pequeñito de estatura (conducía un "600" en el que apenas era perceptible el sombrero que siempre portaba), pero tenía una enorme sensibilidad, erudición y paciencia para recrearnos todas las grandes obras de la literatura universal. Mucho más tarde (creo que hacia 1979) vi por TVE la "Antígona" del dramaturgo francés Jean Anouilh, interpretada por Nuria Torray. Una obra inmensa, y una actriz espléndida, que han quedado grabadas en mi mente para siempre.

Soy de los que piensan que después de los clásicos griegos todo lo demás son paráfrasis, así que vuelvo a ellos con frecuencia cuando flaquea mi fe en la racionalidad de los humanos. En esta ocasión lo he hecho por el honor debido a los muertos, a todos los muertos, y no sólo a los de un bando. ¡Ójala puedan descansar un día no lejano en paz!... HArendt



Manuel Rivas


"Antígona y la memoria histórica", por Manuel Rivas

La beligerancia contra el recuerdo de los horrores del franquismo no es sólo de la derecha política; es compartida por un sector importante de la opinión, de parte de la Iglesia y del estamento judicial.

Pisábamos la escarcha, los campos helados, la grafía fosilizada de la hierba. Camino de la escuela. Aquella noche, la brigada político-social se había llevado detenido a un joven cristalero, Manuel Bermúdez, alias Chao. Estamos en 1964. Bombardeados por la campaña de 25 años de paz. "¿Por qué se lo llevaron?", pregunté a Domingo, que vivía en la casa más próxima. Miró hacia los lados, dudó y me dijo en voz baja: "No se puede decir".

"No se puede decir". Para mí, esa frase es un documento fundamental sobre la Justicia de esa época. Contiene tanta información como los preámbulos de las leyes del franquismo. Por cierto, esos preámbulos son el mejor relato del régimen totalitario hecho por sí mismo, la plasmación de esa misión histórica definida por el dictador, el 20 de mayo de 1939, una vez alcanzada la victoria militar: "Desterrar hasta los últimos vestigios del fatal espíritu de la Enciclopedia". El "no se puede decir" de mi amigo, aquella mañana en que pisábamos la escarcha camino de la escuela, lo he ido asociando al título del grabado de Goya: No se puede mirar. La memoria activa, libre, es imprescindible para superar esa dramática escisión que marca nuestra historia, entre la grandilocuencia lesiva de "lo que se debe decir", "lo que se debe ver", y la dolorosa amputación de "lo que no se puede decir" y "no se puede mirar".

¿Por qué despierta tanta hostilidad la memoria histórica en la derecha española? Creo que es una pregunta que concierne a todos, pero especialmente a quienes se sitúan en esa órbita ideológica y política. Esa derecha que gira al centro, que no quiere que ningún votante la vuelva a rechazar por miedo (Mariano Rajoy dixit), que se pretende homologable con los gobernantes franceses y alemanes, que sí asumen la memoria de la resistencia antifascista, esa derecha tan justamente comprometida con la memoria de las víctimas del terrorismo político en el País Vasco, ¿por qué hace una excepción con la dictadura franquista, una de las más crueles y prolongadas de la historia?

En Compostela todavía se conserva alguna imagen del Santiago guerrero, espada en ristre. Allí recibió Franco de la jerarquía católica una espada para la "santa cruzada". Pero hay también en la catedral compostelana una espléndida imagen en granito policromado de San Miguel con su balanza para pesar las almas. La manera de pesar la historia, esa historia tan reciente, no puede ser tan arbitraria que pretenda equilibrar la espada con un fardo de olvido. ¿Cuánto pesa ese pasado, la substracción colectiva de la libertad durante casi medio siglo? ¿Nada? ¿Ni un escrúpulo?

Reconocer el dolor, desde siempre, es una exigencia para curar las dolencias. De hecho, la insensibilidad al dolor es un aviso o manifestación de corrupción en el cuerpo humano. Para Hipócrates y Galeno, la capacidad de enfrentarse al dolor era también una medida de inteligencia.

Hasta ahora, la exploración del mapa del dolor, los trabajos de exhumación de desaparecidos, las movilizaciones para retirar la simbología ominosa de los amigos de Hitler y Mussolini, las iniciativas para alumbrar zonas ocultas del thriller franquista, las investigaciones para aclarar expolios o apropiaciones de dudosa legalidad que se mantienen vigentes, como es el caso del Pazo de Meirás, no han sido obra de la Justicia, sino el fruto de un trabajo ímprobo, tenaz, a contracorriente muchas veces, de un concierto cívico de conciencias que han dado forma en España a lo que podríamos llamar "la voz de Antígona". La Antígona de Sófocles que desobedece la imposición injusta de Creonte, y la Antígona resistente de Jean Anouilh, en la que Creonte era un trasunto de Petain.

Creonte: Tienes que saber que jamás el enemigo, ni aún muerto, es amigo.

Antígona: Tienes que saber que nací no para compartir con otros odio, sino para compartir amor.

Creonte: Entonces ve allá abajo y, si tienes que amar, ámalos a ellos (a los muertos), que, mientras viva, en mí no ha de mandar una mujer.

¿En qué consiste hoy la herencia de Creonte? Es esa voz, también concertada, que ante la Antígona española, un día le dice displicente: "¿Para qué andas removiendo los huesos?". Otro día: "¿A quién le importa esa zarandaja de la memoria histórica?". Y al siguiente, aunque estemos hablando de asesinados y de familias que quieren darles sepultura honorable: "Para eso, ni un duro".

Somos lo que recordamos. El olvido que seremos. Por un lado, la potencia genésica de la memoria, de Mnemósine, la madre de las nueve musas. Por otro, la constatación de que la historia de la humanidad es una dramática historia del olvido. Y Clío, la pobre, la más indolente.

¿Por qué es, o puede ser, tan importante la literatura para la historia? La mirada del relato histórico, en sus versiones dominantes, es depredadora, carnívora. Quiere conquistar, imponerse. Por el contrario, la memoria literaria es la de un ser rumiante, donde fermenta lo interno y lo externo, lo vivido y lo imaginado, la razón y la emoción. Es una mirada que nos permite ver la historia humana desde un "presente recordado". La memoria de Antígona se desplaza hacia delante. El olvido intencionado de Creonte a la larga se convierte en una tara colectiva. De todos los detectives, el mejor de la historia es Freud: "Censurar un texto no es difícil, lo difícil es borrar sus rastros". En Las huellas de la memoria, Enrique Carpintero y Alejandro Vainer, expertos en el campo de la salud mental, utilizan dos expresiones complementarias para explicar la necesidad social de la lucha contra el olvido. Se trata, a la vez, de "construir el pasado" y "abrir el porvenir".

Hay un concepto en neurología que se utiliza para definir la pérdida de recuerdos anteriores al momento en que se produce un daño en el hipocampo. Es lo que se denomina amnesia retrógrada. La asunción militante de una amnesia retrógrada por parte del gran espacio conservador ha tenido, por desgracia, un relativo éxito. La amnesia retrógrada no ha sido sólo una posición de líderes políticos derechistas, sino que ha sido compartida por un sector importante de la opinión, de parte de la Iglesia e incluso del estamento judicial.

Hago esta última afirmación porque resulta muy llamativa, y creo que históricamente dolorosa y escandalosa, la "suspensión de las conciencias" que prevaleció muchos años en la Justicia hacia la represión y los horrores del franquismo. Una cosa son las amnistías y otra las absolutas amnesias históricas. Creo que esa posición de amnesia retrógrada, la beligerancia contra el proceso de memoria histórica, la oposición tan grosera a la exhumación de los restos de los desaparecidos en la guerra y la posguerra, el desinterés hacia los exilados o la indiferencia en la honra a los luchadores de la resistencia o a los muertos en los campos de exterminio nazis, todo esto no ha aportado desde luego nada positivo al país, pero tampoco al campo político e intelectual que ha mantenido esa mentalidad de "amnesia retrógrada". La derecha renovada debería dar ese paso moral de despegarse definitivamente del complejo de Creonte.

Los que militan en la amnesia retrógrada limitan su campo de olvido a la zona de sombra o área de ceguera del franquismo. Paradójicamente, muchos de esos activistas de la amnesia en lo que afecta al período dictatorial, remueven con entusiasmo el pasado para reivindicar, por poner algunos ejemplos, las esencias del nacional-catolicismo en el campo educativo, la vigencia de un rancio discurso tutelar respecto de América Latina, un permanente estado de sospecha hacia el sistema autonómico y la riqueza plurilingüe, por no hablar de la añoranza de los Reyes Católicos o del reino visigodo anterior al 711. ¡Eso sí que es saudade!

La democracia tiene que asentarse en una memoria democrática. El paso dado por el juez Baltasar Garzón, un referente internacional de integridad, con su solicitud de información a los ministerios de Defensa e Interior y a las asociaciones que trabajan por la reparación histórica puede significar un giro decisivo. Después de la contienda, miles de personas fueron asesinadas y sus cuerpos hechos desaparecer sin que esos crímenes se investigaran jamás. La dictadura llevó adelante una "Causa General" cruel e implacable, castigando incluso conductas legales anteriores a la guerra. Fue, esa dictadura, un prolongadísimo estado de excepción. Negando esa evidencia, presuntos historiadores, que violan a Clío en cada página, convierten en propaganda odiosa la herencia de Creonte. Por eso, para construir el porvenir, es tan importante que la Justicia en España escuche al fin la voz de Antígona. (El País, 07/08/08)




Baltasar Garzón



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Entrada núm. 5108
Publicada originariamente el 8/8/2008
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[SONRÍA, POR FAVOR] Al menos hoy martes, 30 de julio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. También, como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Un servidor de ustedes tiene escaso sentido del humor, aunque aprecio la sonrisa ajena e intento esbozar la propia. Identificado con la primera de las acepciones citadas, en la medida de lo posible iré subiendo periódicamente al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras..., aunque pueden sonreír igual. 















 





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lunes, 29 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Un Aleph propio por compañía





El teléfono móvil instaura una burbuja alrededor de cada persona, es un permiso de silencio, una marca del espacio privado, un Aleph propio que nos acompaña, escribe la filósofa Amelia Valcárcel. 

Jorge Luis Borges publicó en 1949 un corto libro de cuentos que tituló El Aleph, comienza diciendo Valcárcel. Tuvo más de una razón, aunque quedaran ocultas en que el primero de ellos se llama así. Es un relato escrito en los tempranos cuarenta. De todo lo que atisba me quedo con esto: Uno de los personajes ha descubierto en la escalera del sótano de su casa algo brillante y asombroso, de colores además: un Aleph. “Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos”. En él están todas las imágenes: “En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí”. Desde su publicación esta maravilla dio para muchas ensoñaciones. Lo que no era de suponer es que casi cada habitante del planeta acabara teniendo uno.

En los noventa el teléfono móvil era un instrumento grande como un zapato, con una hora de autonomía, que servía para cruzar las palabras imprescindibles. Diez años después comenzó a disminuir hasta alcanzar el enanismo de caber, doblado, en la palma de la mano. La pantallita verde fosforito brillaba al desdoblarlo. Pero en ese preciso momento el aparato se puso a producir fotografías. Al principio pocas. Luego almacenó mensajes y comenzó a crecer. En 10 años más ya casi poseía el tamaño original, hacía fotografías y vídeos, nos enseñaba las calles, nos despertaba, compraba y pagaba, hablaba; había sustituido al reloj y estaba constantemente encendido; multiplicaba también los enchufes que pudieran alimentarlo. Y ofrecía, por añadidura, una telaraña vastísima de conversaciones. Lo que Teilhard de Chardin había intuido sólo con la radio como ejemplo principal, se hacía verdad. La Tierra está embolada en una cáscara fluida de lenguaje en todos sus sonidos que la recorre entera. Si imaginamos cada mensaje como un finísimo hilo, el planeta es un capullo de seda enorme. Ahora es ­real y verdaderamente una noosfera.

Cuando entramos en cualquier lugar donde hay 12 personas, tengamos por seguro que más de la mitad estarán vigilando o engordando esa red con los hilos de sus conversaciones. Llevando de aquí para allá imágenes y palabras. Escrutando una cajita casi plana donde cabe todo cuanto existe. Cada una con su propio Aleph. Sin embargo, en el Aleph borgeano no era obligado buscarse el camino: él se revelaba intenso, infinito y quieto al que lo contemplaba, sin tener que manipularlo, siguiendo quizás la senda de todos los deseos. En este nuestro cada cual tiene que buscarse la vida. Y se sabe que la Red está presidida por el efecto Mateo, que reza, “al que tiene se le dará”. Y a quien no tiene, incluso lo poco que tenga le será levantado. Recordemos lo que se llamaron “las infinitas posibilidades de avance educativo” que la radio proporcionaba. ¿Acaso sirvieron de algo las insuperables lecciones de Toynbee transmitidas por la BBC? Las tomo como ejemplo porque pocos textos más sabios produjo el siglo XX. ¿Quedó algún resto de ellas en los habitantes de las islas? Todo el esfuerzo laborista en llenar las conciencias más bien recuerda a las danaides, condenadas a echar agua nueva, eternamente, en cántaros agujereados. Dar y perder. O bien, efecto Mateo.

La gente encuentra lo que busca; ese es precisamente el problema. Ese Aleph, verdadero y no soñado, el que llevamos en el bolsillo, es más útil a quien más sabe. Da al que ya tiene. No lo hace por especial sevicia, sino que ese es su andar. Intuimos que las técnicas aparecen cuando se necesitan. La informática, justamente, sirve al desarrollo del Estado y su administración. Cuando fue preciso refinarla, porque el Estado se cargó de datos y deberes, ella creció. Digamos que empezó bien. Pero ¿a qué sirve este su despliegue en forma de Aleph? ¿A la conversación planetaria?, ¿a la universal comunidad de diálogo, necesaria para abordar los desafíos monumentales que tenemos? ¿O solamente produce cacofonía? Es difícil saberlo. De momento instaura una burbuja alrededor de cada persona, sentada cada una junto a otra a la que no habla, pendiente de lo que la cajita enseña. Es un permiso de silencio. Como una marca del espacio privado de cada quien. Un principio externo de individuación.



Fotografía de Bernard Annebicque para El País




La reproducción de artículos firmados por otras personas en el blog no implica que se comparta su contenido, pero sí, y en todo caso, su interés y relevancia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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