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sábado, 16 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] La urgencia del Otro





En la todavía nebulosa herencia del proceso independentista, mezclada entre la fuga de empresas, la energía vital dilapidada y la inestabilidad general, destaca la pérdida decisiva que España y Cataluña tendrán que subsanar con mayor urgencia a partir de las elecciones del 21 de diciembre: la pérdida del rostro del Otro, escribe en El Mundo el corresponsal en España de la Agencia Alemana de Prensa (DPA), Pablo Sanguinetti. 

El rostro del Otro no es una imagen más en la sociedad de la imagen, comienza diciendo Sanguinetti. El rostro del Otro es una presencia mágica que nos interpela y nos revela humanos, según el filósofo de la alteridad Emmanuel Lévinas. Es la marca de desnudez y vulnerabilidad que "abre el discurso original", el encuentro que funda toda ética y toda metafísica.

Puede parecer demasiado filosófico, pero también lo es el problema de fondo en la España de 2017, donde los soberanistas y sus detractores han quedado cegados al Otro y han abierto una "grieta" -en términos bien conocidos en Argentina- de consecuencias devastadoras para una democracia.

Encontrar al Otro no significa buscar la equidistancia o abrir una negociación política, muy cuestionable ya con las condiciones y los actores actuales, sino reactivar un diálogo social en sentido amplio y abandonar las prácticas políticas y mediáticas concretas que han venido erosionándolo.

El rostro del Otro se desvanece cuando los políticos apuestan por hablar al sector más radical de su electorado. Cuando un diputado subvierte el sentido del Congreso -la casa institucional del diálogo- montando un espectáculo personal de impresoras, esposas y amenazas. Cuando los canales públicos en Madrid o Barcelona programan horas de tertulia monocroma con invitados que representan sólo una de las partes.

El rostro del Otro recobra en cambio consistencia humana a través un debate sincero y plural. Representantes de los cinco grandes partidos en Cataluña mostraron su capacidad para llevarlo a cabo al discutir juntos en La Sexta un mes antes de las elecciones, en un encuentro inusual que dejó una escena clave para entender de qué sirve un diálogo y qué es el Otro.

Se produjo cuando el republicano Joan Tardà insistió en que el Gobierno había amenazado con "muertos en la calle" si continuaba el proceso independentista. Podía esperarse una réplica furibunda de Javier Maroto, un hombre que no es famoso por su prudencia, pero el popular respondió en 15 segundos explicando que eso era falso y ofreciendo a Tardà el argumento más fútil y al mismo tiempo más eficaz que puede usarse en cualquier discusión: "Estoy convencido de que tú lo sabes".

Es la diferencia entre una acusación estratégica lanzada a un enemigo abstracto en el vacío (que es a donde mira Tardà en su intervención) y una respuesta ofrecida de forma personal a un interlocutor que se reconoce humano y que tiene rostro y ojos (que es a donde mira Maroto en la suya). El cambio de código que debería comenzar a operarse con la campaña e intensificarse después de los comicios.

La cuestión esencial detrás de ese giro se reduce a una pregunta: ¿se puede hablar con quien defiende lo opuesto? Cualquiera que haya tenido un amigo, una familia, una pareja sabe por experiencia que sí. Y esto al menos por tres motivos.

El primero es que las diferencias suelen limitarse a un tema puntual, fuera del cual predominan las coincidencias. El segundo, que un debate político tan arduo como el catalán se articula desde hace ya tiempo fuera de lo racional, incluso en sus aspectos más prácticos. Como ocurre por antonomasia en cualquier nacionalismo, el debate es en realidad sentimental. Y los sentimientos, a diferencia de los números, tienen contornos lo suficientemente difusos como para encontrarse. El tercer motivo, el motivo definitivo, el que parece haberse silenciado hasta desatar la debacle social de la pérdida del rostro del Otro, es que un diálogo no se instaura para convencer, sino para entender y ser entendido. O incluso, en un estado previo, para comprobar que el otro tiene la voluntad de entender y ser entendido. En ese sentido, la mera existencia del diálogo constata ya su éxito. Nuestra realidad doméstica está recorrida por diálogos que destraban conflictos de forma imprevisible sin necesidad de que las partes abandonen sus posturas iniciales o cicatricen los rencores.

Un diálogo de ese tipo da lugar al episodio cumbre de la obra que funda buena parte de nuestra cultura. El anciano rey de Troya, Príamo, comete la insensatez de colarse en el campamento enemigo y presentarse ante el temible Aquiles. Acude a pedirle el cadáver de su hijo, Héctor, que el héroe griego mató por venganza y ahora profana. Le besa las manos "que tantos hijos le habían asesinado".

Cada uno acaba de perder a su ser más querido por culpa del bando que representa el otro. Cada uno está, a su modo, condenado. El encuentro no cambia el curso de la guerra, que Troya perderá poco después. Ninguno perdona al otro. No sienten menos dolor ni menos odio. Pero esa noche lloran juntos, porque entienden que su pena es la misma. "Los gemidos de ambos se elevaban por toda la estancia".

La imagen, por lo demás, no sorprende: hasta llegar a ese punto culminante, y sin dejar de regodearse en descripciones de miembros cercenados y ojos arrancados por picas, la mentalidad homérica diseminó por toda la Ilíada episodios de humanidad entre rivales. La guerra inicial, nuestra gran guerra, está narrada sin presentar un bando bueno y otro malo.

El ejemplo épico revela otro componente crucial del diálogo: su poder mágico es presencial. La misión suicida de Príamo no habría tenido éxito -ni sentido literario- a través de un emisor. No es solo que percibamos en los gestos del otro tanto o más que en sus palabras, sino que la mera comparecencia física despliega una serie de promesas: asume y fuerza una responsabilidad, ofrece el cuerpo como garantía, asegura algo tan básico como un mínimo de tiempo disponible para el otro. El último punto no es menor. Que algunas redes sociales dificulten el diálogo y amurallen las ideas propias se debe no solo a los diversos grados de anonimato que ofrecen, sino también a una simple cuestión de tiempo y concentración: el volumen de información a procesar en internet nos excede.

Cada titular, comentario y tuit exige ser juzgado del modo más rápido posible para poder pasar al siguiente. 

Ante esa presión, la única eficacia posible consiste en clasificar en categorías binarias (es de los míos/es enemigo) basándose en prejuicios (escribe para ese medio, usó esa palabra, tiene ese apellido). Con su apelación y su individualidad, la presencia del rostro del Otro impide esos procesos.

Es una de las conclusiones a las que llega el profesor estadounidense Alan Jacobs en un libro reciente titulado How to Think. En Estados Unidos, un país con otra grieta que escaló a catástrofe de dimensiones presidenciales, Jacobs sostiene que la tendencia natural a dividir el mundo entre "los que están conmigo" y "los que están contra mí" constituye "el primer impedimento para pensar". Cegarse al Otro es, en resumen, una forma de estupidez.

Para Lévinas entraña algo aun peor. El primer mensaje que envía el rostro desnudo del Otro, dice, es "No me mates". Una metáfora que las atrocidades del siglo XX volvieron muy literal, como aprendió en carne propia el filósofo judío en los campos de concentración. Dejar de dialogar despoja al Otro de humanidad, pero también a uno mismo.

Las agresiones ultras, los escraches a políticos y sedes, el discurso del rencor, los muñecos con siglas de partidos colgando de puentes no son irrupciones espontáneas. Aparecen como avisos de una tormenta alimentada de forma más o menos inconsciente por personas, actitudes y medios concretos. Frenarla se presenta como una urgencia histórica que deberían compartir todas las partes más allá de sus diferencias. El Otro es hoy nuestro mayor aliado.



Dibujo de LPO para El Mundo


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt





Entrada núm. 4106
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)