Sendos artículos del periódico El País: "No pasarán", de Prudencio García, investigador y consultor internacional del Instituto Ciencia y Sociedad, el día 21, y "Mi Paulina, mi país", de Ariel Dorfman, escritor chileno, el día 20, recrean los acontecimientos que sacudieron Chile hace ahora treinta y cinco años. El de Prudencio García se centra en los episodios de represión que tuvieron como marco y escenario el buque escuela de la armada chilena, el tristemente famoso "Esmeralda". El artículo de Ariel Dorfman se centra en rescatar la figura de la mujer que le salvó la vida aquel 11 de septiembre, primero ocultándole de los soldados, y más tarde facilitándole la huida de Chile. Es el próximo 11 de septiembre que se cumplen esos treinta y cinco años del golpe militar encabezado por el general Augusto Pinochet y del derrocamiento y muerte del presidente de la república, Salvador Allende.
Ambos escritos, que reproduzco más adelante, me han hecho recordar una anécdota que viví personalmente a mediados de los años 80, que no tienen que ver con Chile, sino con la dictadura militar argentina que asoló el gran país sudamericano entre 1976 y 1983, y que nunca había contado hasta hoy.
No recuerdo el año con exactitud, puede que fuera el 85 ó 86, en verano. Había ido a Madrid con un compañero de trabajo y de militancia sindical a una reunión de Comités de Empresa de la compañía para la que yo trabaja. La reunión oficial era un viernes por la tarde y hasta media mañana la teníamos libre, así que nos acercamos los dos a visitar el Palacio Real de Madrid a primera hora. Allí, entre el grupo de turistas del que nos tocó formar parte, había dos jóvenes argentinas, que estaban de visita en Madrid, con las que entablamos conversación. Eran hermanas. La mayor, azafata de las líneas aéreas argentinas; la más joven, estudiante de Derecho. Quedamos para recogerlas por la noche en su hotel, así que cuando terminó nuestra reunión fuimos a buscarlas, estuvimos de tapas por el Madrid de los Austrias que tan bien conocía yo, y terminamos en una sala de fiestas de la Gran Vía. A la mañana siguiente, las recogimos de nuevo en su hotel y en un coche que habíamos alquilado para nosotros, fuimos los cuatro a visitar El Escorial, el Palacio de La Granja y Segovia, donde comimos, como no podía ser menos, en El Mesón de Cándido. De vuelta a Madrid esa noche, nos despedíamos de ellas y volábamos a Gran Canaria de madrugada. Nunca volvimos a saber de ellas. Creo que nos dimos nuestras direcciones respectivas, pero ni nosotros las escribimos a ellas, ni ellas a nosotros.
¿Qué tiene que ver toda esta historia con las dictaduras militares del cono sur americano de esos años?... La más joven de ambas hermanas, la estudiante de Derecho, había trabajado hasta unos meses antes como agente judicial en un Juzgado de Buenos Aires. Todo iba a pedir de boca, estaba haciendo lo que le gustaba, y pensaba dedicarse a ejercer como juez cuando terminara sus estudios. Hasta que tuvo que acompañar al juez, como secretaria, al levantamiento de una fosa común, producto de la represión militar, recien encontrada. Entre los cadáveres, lo primero que descubrieron fue el de una mujer con un bebé en sus brazos, que aún sujetaba los restos de su muñeca... Nos confesó, entre lágrimas, que no pudo soportarlo, y menos aún, la idea de tener que repetir la experiencia. Abandonó su trabajo en el juzgado y lo único que quería ahora era terminar sus estudios y dedicarse a la abogacía. Espero que lo consiguiera.
El chileno Ariel Dorfman es autor de una obra teatral, "La muerte y la doncella", llevada al cine por Roman Polanski con ese mismo título en 1994. En ella se relata la historia de una mujer, casada con un miembro del gobierno chileno encargado de estudiar y revisar todos los casos de desapariciones, torturas y asesinatos llevados a cabo durante la dictadura militar, que una noche recibe en su casa la visita de un hombre, al que casualmente ha conocido e invitado su esposo, y que resulta ser su antiguo torturador durante la represión militar... La tengo grabada desde hace varios meses y nunca me había decidido a verla. Creo que esta noche lo haré. Sean felices. Y buen fin de semana. HArendt
"No pasarán", por Prudencio García
Hoy me apodero de Rusia; ¿qué ropa me pongo?", preguntó la futura Catalina la Grande a su doncella horas antes de asestar el audaz golpe palaciego que le permitió acaparar todo el poder imperial. Seguro que el teniente coronel Antonio Tejero lo tuvo más claro a la hora de elegir su indumentaria para su propio golpe de 1981. En cualquier caso, es evidente que quien va a salvar una patria o adjudicarse un imperio no puede vestirse de cualquier forma. Son ocasiones históricas de gran trascendencia, cuya excepcionalidad exige una cierta prestancia formal.
Sin embargo, este detalle fue groseramente ignorado por los oficiales y guardiamarinas del buque escuela Esmeralda de la Armada de Chile en otra ocasión histórica: el golpe pinochetista del 11 de septiembre de 1973. Su forma de salvar a la patria en aquella destacada ocasión consistió en enfundarse las ásperas prendas de faena y dedicarse a golpear, vejar y torturar desde aquel mismo día, a bordo del buque, atracado en el área militar del puerto de Valparaíso, a numerosos detenidos acusados de algún tipo de militancia favorable al Gobierno socialista que aquella misma mañana acababa de ser sangrientamente derrocado.
Entre las víctimas llevadas al buque en aquellas primeras horas se hallaban el alcalde de la misma ciudad de Valparaíso, Sergio Vuskovitz, y el letrado del Ministerio de Interior Luis Vega. El trato recibido por las mujeres fue particularmente infame. La entonces universitaria María Eliana Comené resultó contagiada de gonorrea tras las repetidas violaciones que allí sufrió. Días después era también arrestado y conducido al buque el sacerdote anglochileno Miguel Woodward, que resultaría muerto como consecuencia de las torturas allí recibidas.
Instituciones tan dispares como Amnistía Internacional y el Senado de EE UU, además de las dos comisiones investigadoras oficiales (Rettig y Valech), denunciaron en su día los criminales excesos cometidos a bordo del buque.
Los recluidos en la nave el mismo día del golpe atestiguan que, al llegar al buque, fueron obligados a pasar entre una doble fila de guardiamarinas en ropa de faena, que les golpeaban brutalmente y les sometían a toda clase de atropellos físicos y psíquicos.
Atención al detalle: en ropa de faena. Qué zafiedad. Qué ignorancia del decoro estamental y de las exigencias formales de un honorable golpe de Estado que se precie. Craso error histórico y social. Se empieza vistiendo de forma informal y se acaba torturando curas, violando mujeres, asesinando demócratas y causando horror incluso a ese mismo mundo occidental al que supuestamente se pretende salvar. La Historia nunca perdona este tipo de deslices.
Prescindiendo ya de toda jocosa ironía sobre las indumentarias adecuadas para las grandes acciones patrióticas, y refiriéndonos únicamente al núcleo de la cuestión, entremos en el área, mucho más seria, de los comportamientos institucionales.
Los oficiales y alumnos guardiamarinas que hoy viajan a bordo del Esmeralda en su gira de instrucción anual número 53 no son, obviamente, las mismas personas que incurrieron en tales aberraciones tantos años atrás.
Pero la institución sí es la misma. La misma que durante tres décadas ha negado lo sucedido y ha entorpecido toda investigación. La misma institución -la Armada de Chile- cuya presión corporativa, a lo largo de tanto tiempo, ha impedido el juicio y castigo de los que sí cometieron aquellos crímenes. Se trata del mismo estamento que se ha escandalizado hace unos meses, al ver finalmente procesados por la insobornable jueza Eliana Quezada a los cuatro altos jefes (hoy almirantes retirados) que ejercieron el mando en aquellos puestos operativos desde los que se ordenaron las acciones perpetradas en la zona marítima de Valparaíso, en aquellas jornadas luctuosas de septiembre de 1973.
No resulta extraño que las visitas del buque a puertos como Río de Janeiro, Buenos Aires, Tokio, Sidney, Wellington y tantos otros hayan ido acompañadas, en distintos años, de diversos tipos de protestas, sin olvidar la suspensión de las visitas a Estocolmo, El Ferrol, Las Palmas y otros puertos europeos en 2003. Tales protestas se siguen produciendo en nuestros días. Este mismo verano, al visitar Cádiz (en cuyos astilleros la nave fue fabricada), su llegada fue deliberadamente precedida por la proyección, por Amnistía Internacional, del documental El lado oscuro de la Dama Blanca, del cineasta chileno Patricio Henríquez, reportaje que recordó a la población gaditana el historial, no precisamente inmaculado, del hermoso navío visitante.
Este 22 de julio, el Esmeralda llegaba al puerto griego de El Pireo. En el muelle le aguardaba una manifestación, encabezada por conocidos miembros del Parlamento heleno, que protestaban por la visita. A bordo del buque, la embajadora de Chile en Atenas, en su alocución oficial de saludo a los oficiales y alumnos, subrayaba el siniestro significado de la dictadura pinochetista. Ella tiene sobrada autoridad y conocimiento para proclamarlo, pues tal embajadora se llama Sofía Prats, hija del general Carlos Prats, el jefe del Ejército chileno que precedió a Pinochet, y que fue asesinado por orden del dictador. Y en la visita del buque al puerto de Split, Croacia, también fue recibido con manifestaciones hostiles, cuyas pancartas decían: "Pinochet y Esmeralda no pasarán". (El País, 21/08/08)
"Mi Paulina, mi país", por Ariel Dorfman
Un recorrido personal por Santiago de Chile, 35 años después del golpe de Estado del general Pinochet. Recuerdos de un tiempo en el que la solidaridad de seres anónimos ratificó la esperanza en el ser humano.
Fue en la ciudad de Santiago de Chile y a fines de septiembre de 1973 que conocí a esa mujer. Llegó en su auto a una casa donde yo había estado escondido, uno de los muchos lugares donde me había refugiado después del golpe del 11 de septiembre en que los militares derrocaron al Gobierno democrático de Allende. Nunca me había cruzado con ella antes de esa ocasión y nunca supe su nombre. Sólo importaba que aquella señora era parte de una vasta y clandestina red de hombres y mujeres dedicados a salvar la vida de los adherentes del presidente muerto en La Moneda. Sólo importaba que ella había encontrado a alguien dispuesto a ofrecerme un asilo transitorio. Sólo importaba que los soldados de Pinochet nos matarían si llegaban a capturarnos.
Mientras cruzábamos la ciudad infectada de piquetes y fusiles y miedo, sí, en la médula misma de mi perdurable aprehensión, alcancé a pensar en forma absolutamente insólita: oye, esto es como de película, esta escena es como para filmarla. No pude impedir esa idea absurda. Siempre fui un hijo del cine, acostumbrado, como todos los de mi generación, a filtrar cada experiencia por la pantalla celuloide de mi espíritu, tarareando una melodía para acompañar cada acto de la existencia cotidiana, aun en los momentos más íntimos, los momentos más alarmantes. Pero en este caso una voz interior más prudente agregó: sí, como para filmarla, claro que sí, siempre que sobrevivas para contarle al mundo lo que pasó.
Sobreviví, en efecto, y, en efecto, le conté al mundo esa historia y ahora, en efecto, casi 35 años más tarde, se filmó una película que explora aquellos días azarosos en que me asomé a mi posible muerte y también los errantes años del destierro que me salvó de morir. A fines de 2006, el gran cineasta canadiense Peter Raymont (que ganó el Emmy por Shake hands with the devil, Dándole la mano al Diablo: el camino de Roméo Dallaire) me acompañó a Chile para revisitar las glorias de la revolución de Allende y la devastación que cayó sobre nuestro pueblo después de la asonada de Pinochet. Uno de los regalos inesperados que me brindó este viaje a mis orígenes fue que finalmente pude ubicar a esa mujer anónima y agradecer el auxilio que me había prestado.
La había recordado muchas veces durante mis 17 años de exilio, y cuando se restauró una precaria, todavía amenazada, democracia en 1990, le rendí homenaje al hacer de Paulina, la protagonista de mi obra teatral, La muerte y la doncella, alguien que se había dedicado a rescatar víctimas del golpe de Estado en un país muy similar a Chile. Con la esperanza de que ella, a diferencia de Paulina, hubiese escapado del destino inmisericorde de traición y prisión y tortura que yo tuve que inflingirle a mi personaje.
Por suerte estaba sana y salva -y mientras ella recorrió conmigo las mismas avenidas de antaño, recreando el itinerario por el cual me había guiado en esa lejana época de emergencia, descubrí tanto su nombre como la historia fascinante de su vida-.
Y, sin embargo, esa historia, ese nombre, esa mujer, no están en el documental.
Es cierto, las calles del ahora pacífico Santiago ya no estaban atiborradas de soldados malignos, pero los viejos temores todavía persistían en el aire, y siguen contaminando incontables vidas. Mi Paulina no quiso ser filmada, dijo, porque miembros de su familia no tenían la menor idea de su secreto heroísmo durante el golpe, cómo había arriesgado todo para salvar a subversivos como yo y tantos otros. Si su oculta identidad revolucionaria llegaba a saberse, desplegarse en una pantalla, dijo, podía haber todo tipo de consecuencias que ella prefería evitar. No era así como yo había imaginado nuestra gloriosa reunión.
En forma tal vez ingenua, lo que anticipaba era que, tal como ella me había redimido de la muerte, ahora el documental la redimiría a ella de un olvido injusto. Por cierto, que la cámara que inhibió su presencia en nuestro filme facilitó, en cambio, una serie de otros encuentros que nunca hubieran acaecido de no haber alguien presente para registrarlos, que sólo fueron posibles porque un director me exigía pertinazmente que enfrentara yo el dolor agitándose en la zona prohibida de mi pasado, ese dolor que había tratado de escabullir.
La última vez, por ejemplo, que había visto con vida a Salvador Allende, él estaba en el balcón del Palacio Presidencial, saludando a una muchedumbre de un millón de manifestantes que marchaban con entusiasmo frente a él, con tanto entusiasmo que, con mis compañeros, habíamos dado la vuelta a la manzana para pasar de nuevo bajo ese balcón, como si quisiéramos despedirnos, no dejar de ver a nuestro presidente por una última vez.
Y, ahora, la película de Raymont me permitió pararme en ese mismo balcón, mirar hacia la plaza vacía, calibrar lo que significaba que Allende fuera un cúmulo de cenizas y que ya todos esos hombres y mujeres ya no desfilaban allá abajo con el puño en alto y el corazón lleno de coraje, ya no estaban ahí mis múltiples compañeros desafiando la injusticia de los siglos.
Había escrito extensamente acerca de la invasión de las vidas privadas de cada ciudadano durante la dictadura, y de la violación paralela a sus cuerpos, pero nada me preparó para el sótano que visité donde había operado la Gestapo de Pinochet, donde sus espías habían escudriñado las conversaciones de Chile. Lo que quedaba de aquella abominación era un enjambre de cables torcidos cuya multitud de colores vivaces y hermosos hacía más perverso aún lo que había sucedido en ese antro subterráneo. Ver ese hervidero de hilos sinuosos me hizo mal, me hace mal ahora mismo que escribo estas palabras, retornándome a las noches en que estábamos a punto de ser extinguidos, cuando no nos podíamos permitir el lujo de reconocer lo que ese tipo de represión puede hacerte al alma, hacerle a tu país.
Y al próximo día de mi visita a ese sótano, casi como un responso, en el medio mismo de nuestra filmación, la radio trajo de sopetón la noticia de que el hombre responsable de tanta perfidia, mi Némesis, el general Augusto Pinochet Ugarte, había sufrido un infarto y estaba al borde de la muerte.
Nos fuimos de inmediato al hospital. El exilio es un suplicio incesante, pero te libra, al menos, del fastidio de tener que cohabitar con los fanáticos y cómplices del dictador. Y ahí estaban, afuera de la entrada del hospital, un grupo de mujeres, lamentando a gritos a su líder agónico, capitaneadas por una mujer baja y rubicunda. sus labios teñidos de un rojo carmesí, los dedos regordetes aferrados a un retrato de su héroe, una letanía de lágrimas emergiendo desde detrás de unos incongruentes anteojos de sol. Ahí estaba ella, presentando un espectáculo lastimero y patético para el mundo entero, defendiendo a un hombre que había sido denunciado por tribunales internacionales de varios países y por los mismos jueces chilenos como un torturador, un asesino, un mentiroso, un ladrón. En eso se había convertido Chile: un país donde esta dama que había celebrado la destrucción de la democracia, que había abierto una botella de champaña mientras a mis amigos les acorralaban y les perseguían y les mataban, a esa mujer la estaban transmitiendo a los cuatro vientos mientras que mi Paulina seguía invisible, todavía encubriéndose, todavía sufriendo las consecuencias del terror desatado por aquel General tan frondosamente elogiado.
Y, no obstante, la miseria de esa mujer me conmovió en forma paradojal, inexplicable, casi incontrolable. De manera que, incapaz de detener mis acciones, me aproximé hasta ella y le dije que tal como yo había sufrido el duelo de Allende yo entendía que ahora le tocaba a ella llorar por su líder, al que yo me había opuesto con toda mi fuerza -y también quise que ella se hiciera cargo de cuánto dolor había de nuestro lado-.
Desarmada ante mis palabras, ella alcanzó a murmurar algo semejante a un agradecimiento, todavía no sé si sincero o perplejo o una mezcla de ambas emociones. Pero durante un instante ilusorio, tránsfugo, sentí que compartíamos un territorio, tal vez nuestra concurrencia señalaba débilmente hacia otro país posiblemente diferente. (El País, 20/08/08)
Monumento a la víctimas de la dictadura (Buenos Aires)