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jueves, 15 de agosto de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] El desaparecido HGO. Una historia argentina



El dibujante Héctor Germán Oesterheld y su familia


¿Ustedes creen en las casualidades? Yo sí, y como buen pagano (al estilo clásico), creo en la diosa Fortuna y acepto de buen talante las veleidades de la misma. Ayer escribí en este blog sobre la dictadura militar que asoló Argentina en los años 70/80. Lo hice en relación con una anécdota personal que me vino al recuerdo con motivo de sendos artículos sobre el golpe militar que derrocó en el otro gran país andino, Chile, al presidente Allende, va a hacer ahora treinta y cinco años. Y ahora, insomne después de ver en directo por televisión la última gran prueba atlética de las Olimpiadas de Pekín, el maratón, abro por internet la edición electrónica de El País Semanal de hoy domingo y encuentro el estremecedor reportaje que el escritor Manuel Rivas dedica a uno de los miles de desaparecidos por la dictadura militar argentina, el dibujante argentino Hector Germán Oesterheld, más conocido por sus siglas de HGO, asesinado por los militares junto con cuatro de sus hijas. No quiero prologar más este artículo. Tampoco pongo remisiones a notas o búsquedas en internet. Ni más fotos que la de HGO y su familia. Me niego a ello por respeto a él, a sus hijas, y a los miles de desaparecidos de todas las dictaduras del mundo. Ni siquiera voy a retitular esta entrada a mi blog, como hago siempre. La dejo con el mismo título que le ha dado su autor. Con mi rabia y con mi asco, perpetuos, para todos aquellos que mancillan los uniformes y las armas que el pueblo pone en sus manos. HArendt



La cúpula militar argentina (1976-1983)


"El desaparecido HGO (una historia argentina)", por Manuel Rivas

En el lenguaje de El Eternauta, Héctor Germán Oesterheld (HGO) cumple ahora 87 años. Hijo de padre alemán judío y de madre vasco-española, HGO nació en Buenos Aires el 23 de julio de 1919. No hay fecha para su muerte. En la historia dramática de la humanidad, tal vez el eufemismo más terrible es el de “desaparecido”. El dictador argentino Videla es autor del siguiente aforismo: “No están vivos ni muertos; están desaparecidos”. HGO es un desaparecido. El número 7.546 (en la lista Conade, Comisión Nacional de Desaparecidos). Se sabe que en la Nochebuena de 1977, sus captores le dejaron cinco minutos de visión, sin capucha, que saludó uno por uno a sus compañeros de cautiverio y que cantó con un joven detenido-desaparecido la canción Fiesta de Joan Manuel Serrat. De forma premeditada, sus hijas también fueron hechas desaparecer, por este orden: Beatriz (19 años), Diana (23), Estela (24) y Marina (18). HGO es uno de los más extraordinarios creadores de aventuras del siglo XX. Cambió el perfil del héroe. El Eternauta, su principal creación, una estremecedora ficción premonitoria, atraviesa las fronteras políticas y de los géneros literarios y se erige en un clásico para mayor número de lectores cada día. Una obra homérica del cómic que interpela al género humano.

Lo dijo El Negro

“Después de leer a Oesterheld ya no admitiríamos leer cualquier cosa”. No lo dijo cualquier crítico boludo en un rapto magnánimo. Lo dijo El Negro. Lo dijo Roberto Fontanarrosa. Respetado por cualquier barra, canallas o bostas, y en cualquier cancha de fútbol o literatura. Incluso al fondo y a la izquierda, en cualquier redacción, donde se suelen sentar los censores. Y los cínicos. Eso lo dijo Enrique Medina, lo del lugar donde se sientan los censores. Tuvo el valor de ir allí, a la oficina de censura, justo antes del golpe, a preguntar por su libro Las hienas, qué puntería. Y después recibió una llamada de teléfono: “¡Sos boleta!”. Qué manía con los eufemismos. El miedo que meten los eufemismos. Mejor que te digan: “Se te ha acabado el permiso del enterrador”. Bueno, a lo que íbamos. Hay dos factorías maravillosas en la historia de Argentina: el fútbol y la historieta. El Negro Fontanarrosa era un experto en ambas. Creo que el mejor cuento de fútbol que leí fue la historia de Cardaña, el número 5 del Peñarol, primero apodado El Hombre y más tarde, con mayor precisión, El Hombre de Neanderthal. Cardaña, bruto y sentimental, va a visitar por caridad al hospital a un niño en estado grave y aquel hincha botija, con los días contados, recibe al ídolo como se merece: “¡Hijos de puta! ¿Cómo pueden perder con esos chotos del Nacional?”. Así era El Negro escribiendo. No cedía ni un centímetro. Ni una lágrima gratis. Fue él quien vino a decir: “Y después de Oesterheld, ¿qué?”.

Escribir como un loco

Cuando estudiaba geología en la universidad, ya trabajaba de corrector y escribía historias como un loco. Cuando trabajaba como especialista en “oro y platino” para el Banco de Crédito Industrial de la República Argentina, hacía notas de divulgación y escribía historias como un loco. Cuando andaba por los montes y las llanuras como un Robinsón Crusoe escribía historias como un loco. Le ofrecieron trabajar en Pato Donald y aceptó, porque no era un apocalíptico de la cultura y lo que le gustaba era escribir historias como un loco. Y escribió literatura infantil, mucha con el seudónimo de Sánchez Puyol. Fue un tiempo de esplendor para el género en la Argentina de los años cuarenta y cincuenta, con Gatitos y Bolsillitos. Le gustaba escribir para la infancia. “Siempre al bebito se le trata como tonto”. Sería también una edad de oro para la historieta argentina, cuando fundó con su hermano Jorge la editorial Frontera y con dos publicaciones periódicas que harían historia. Hora Certo y Frontera rondaban los 100.000 ejemplares. ¿Y qué hacía HGO metido en la industria cultural? Escribir como un loco. En treinta años, los guiones para al menos 150 series de historietas en los que colaboró con medio centenar de dibujantes. Siempre prolífico y exigente. ¿Por qué eligió la historieta? ¿Podía haber sido un gran escritor? Es muy enriquecedor hablar con Martín Mórtola y Fernando Oesterheld, sus nietos. “Quería romper ese dilema tramposo de alta y baja cultura. No tenía prejuicios elitistas. Quería llegar a la gente y no lo consideraba incompatible con la calidad. Ésa es otra de las lecciones de El Eternauta, una obra de vanguardia que llegó a la gente, una gran aventura, y una literatura extraordinaria”. Guillermo Saccomanno, en Escritura y memoria, plantea un sugerente paralelismo: “Si el Martín Fierro, un poema criollo y popular, pudo plantarse como la gran novela fundadora de nuestra literatura, ¿por qué no tirar de la cuerda y afirmar lo mismo de esta historieta que se llamó El Eternauta?”. Borges estaba cautivado por el universo Oesterheld. Además, HGO era un extraordinario suministrador de ciencia-ficción… Y no tan de ficción. “Leía las revistas científicas más avanzadas de todo el mundo”, recuerda Elsa Sánchez, su mujer. Llenó Argentina, y otros países, de gente interesante. Ray Kilt, Sargento Kira, Indio Suárez, Bull Rocket, Ernie Pike, Ticonderoga, Randall the Killer, Sherlok Time… Y el grupo, el héroe colectivo, de El Eternauta. Cuando pasó a la clandestinidad, y se sabía perseguido por Los Ellos, ¿qué hacía Oesterheld? “Escribir como un loco”. Lo cazaron, lo hicieron desaparecer, lo chuparon. ¿Qué hacía Oesterheld? Ana María Caruso, desde el cautiverio del centro clandestino de detención llamado Sheraton, consigue escribir una carta que figura en el informe Nunca Más de la Comisión Nacional de Desaparecidos: “Ahora está con nosotros El Viejo, que es el autor de El Eternauta y El Sargento Kirk. ¿Se acuerdan? El pobre viejo se pasa el día escribiendo historietas que hasta ahora nadie tiene intenciones de publicarle”. Escribía como un loco.

Barro en los borceguíes

Nadie que haya leído El Eternauta admitiría leer después cualquier cosa. Le habrá cambiado la mirada. Es una de esas obras que responden a la demanda de Kafka, la de “morder en la estupidez”. O a la de Cioran: “Un libro ha de ser un peligro”.

–¿Qué hacer? ¿Qué hacer para evitar tanto horror?

¿Quién grita eso? Es el guionista, Oesterheld, al final de El Eternauta. No está fuera, sino dentro, en una viñeta. Una de las rupturas de Oesterheld fue implicarse en la obra como personaje. Un atrevimiento formal, que acabará teniendo muchas implicaciones. Estamos en 1957. Francisco Solano López (Buenos Aires, 1928) lo hace reconocible. Lo dibuja con sus trazos. Al comienzo de la trama, El Eternauta se le aparece al guionista en la buhardilla donde trabaja y le relata su historia de aventurero perdido en la eternidad. Al final, El Eternauta consigue regresar a su hogar, con su mujer e hija, que le reprochan haber tardado media hora en ir a buscar pan. ¿Media hora? El guionista, es decir, Oesterheld, nuestro HGO, trata de disuadir a El Eternauta. ¡Todo lo que le ha contado, todo lo que se avecina! La nevada mortal. La invasión dirigida por un poder oscuro, Los Ellos, que utilizan para sus propósitos a los monstruosos Cascarudos y a los inteligentes Manos, esclavos del miedo, que a su vez convierten a los humanos supervivientes en hombres-robot. Pero El Eternauta ya no reconoce al guionista. Ha perdido la memoria del futuro al volver al pasado. La memoria es transferida al guionista. ¿Quién es ahora El Eternauta?

Estamos en 1957. HGO grita desde el tebeo: “¿Qué hacer? ¿Qué hacer para evitar tanto horror?”. Es en la primera versión de El Eternauta. En 1969 habrá una segunda versión, dibujada por Alberto Breccia, y en la que las coordenadas geopolíticas son más concretas. La publicación resulta muy polémica. La revista Gente fuerza el final. El Eternauta empieza a ser un personaje inquietante, demasiado verosímil. En 1976, con dibujo de Solano López, se publica una prolongación de la aventura, una segunda parte. Se trata de un proceso muy accidentado. Guionista y dibujante apenas se ven. A HGO le pisan los talones Los Ellos. Dicta capítulos desde cabinas telefónicas. Las últimas veces que acudió a la editorial Récord, donde iba a publicar El Eternauta II, siempre andaba a deshoras, como una silueta. Sólo lo delataba “el reguero de barro seco de sus borceguíes” en la alfombra. Y es que HGO, entre otros lugares, buscaba refugio en la isla de Tigre.

La tecnología del infierno

Habían llegado Los Ellos, como llamaría El Eternauta a los dictadores. En el prólogo de Ernesto Sábato para el informe Nunca Más, donde se documentan los horrores de la dictadura y la usurpación del Estado por una mafia uniformada, se dice: “De nuestra información surge que esta tecnología del infierno fue llevada a cabo por sádicos pero regimentados ejecutores”. Entre miles de desaparecidos, la “tecnología del infierno” se llevó a HGO y a sus cuatro hijas. Habían pasado a la clandestinidad cuando comenzó la dictadura argentina, que se prolongaría durante siete años crueles (1976-1983). El único cuerpo que pudo recuperar Elsa fue el de Beatriz. Ella, con 19 años, fue la primera víctima de Los Ellos. El 19 de junio de 1976 llamó a la madre y se citaron en una confitería. Dos días después, en un tren, camino del trabajo, un joven trajeado, muy nervioso, se acercó a Elsa para decirle que su hija había sido secuestrada por una patota o “grupo de tareas” del Ejército. Elsa Sánchez de Oesterheld comenzó el peregrinaje para recuperar a Beatriz. Pero, en verdad, había caído una “nevada mortal” sobre Argentina. Se encontró con muros de silencio. Con conocidos que la desconocían. Incluso un sobrino y sacerdote poderoso, Jorge Oesterheld, hoy portavoz de la Conferencia Episcopal argentina, prefirió “mirar hacia otro lado”. Elsa fue consciente también de que se había convertido en un “peligro” para sus hijas. Todos sus movimientos eran vigilados para llegar a ellas y a HGO. De alguna forma, ella también era una desaparecida en aparente libertad. El exterminio programado de la familia de HGO siguió adelante. El 4 de julio de 1976, en Tucumán, cayó Diana, de 23 años, embarazada. El 27 de abril de 1977 fue secuestrado HGO. El 14 de diciembre del mismo año desaparece Estela, de 24 años. Su última carta lleva esa fecha. En ella dice: “Mamita: Marina hace un mes que no está con nosotros”. Significa: Marina ha desaparecido. Tenía 18 años.

La tortura metafísica

Inspirados en el nazismo, el franquismo y la guerra argelina, Los Ellos, con sus patotas de Gurbos, Cascarudos, Manos y Hombres-Robot, aplicaron la tecnología del infierno a una escala industrial. Para hacer desaparecer los cuerpos utilizaron una variante diferente de la incineración: los vuelos de la muerte. Quizá calcularon que la desaparición submarina de miles de personas sería inodora, inocua, imperceptible. El mayor detective de la historia, Sigmund Freud, había escrito: “Censurar un texto no es difícil, lo difícil es borrar sus rastros”. Los verdugos ignoraban que el cuerpo humano es también un texto. Y ésa es la verdad de fondo de El Eternauta, su potencia pasados tantos años. “La persistencia de El Eternauta es en sí misma una práctica de la memoria”, escribe Judith Filc. En el primer aniversario del golpe militar, el 24 de marzo de 1977, otro genial eternauta argentino, el escritor Rodolfo Walsh, compañero en muchos sentidos de HGO, envía por correo y distribuye clandestinamente la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, uno de los pasquines de denuncia más estremecedores de la historia, en el que da a conocer al mundo la dimensión del genocidio, con 15.000 desaparecidos en aquel entonces. “Han llegado ustedes a la tortura absoluta, intemporal, metafísica”. La palabra metafísica aquí, asociada a la tortura, pierde toda su abstracción para expresar lo inconmensurable del horror carnal. Una de las veces que registraron su antiguo domicilio, donde sólo vivía Elsa, el oficial cascarudo al mando del “grupo de tareas” explicó que andaban a la caza de Héctor, El Judío. Elsa replicó que era hijo de un estanciero alemán y madre española. Añadió: “Y si es judío, ¿qué?”. Entre los precedentes que inspiraron a Los Ellos para poner en marcha la “tecnología del infierno”, la tortura y desaparición forzada de miles de personas como HGO y sus cuatro hijas, figuran métodos nazis como el decreto Nacht und Nebel, derivado de la orden de Hitler: “En la noche y en la niebla”. El texto de este decreto, reconstruido en el tribunal de Nuremberg, desaconsejaba la entrega del cuerpo del eliminado a su familia. Se trataba de “diseminar el terror” para minar toda resistencia. En el tiempo en que fue detenido HGO, en 1977, el general Ibérico Saint Jean, gobernador de la provincia de Buenos Aires durante la dictadura, y bajo cuyo mandato se produjo la Noche de los lápices (desaparición y asesinato de un grupo de adolescentes), declaró en público y esta vez sin eufemismos: “Primero mataremos a los subversivos; después, a sus simpatizantes, y por último, a los indiferentes”.

Entre los miles de desaparecidos figuran cien poetas, escritores y guionistas de historietas. Otro de Los Ellos, un colega militar del general Ibérico, el entonces jefe del III Cuerpo, Luciano Menéndez, y responsable de la mayor quema de libros, efectuada el 29 de abril de 1976, declaró: “De la misma manera que destruimos por el fuego la documentación perniciosa que afecta al intelecto y nuestra manera de ser cristiana, serán destruidos los enemigos del alma argentina”. Los Ellos, como Creonte, castigando más allá de la muerte. Gritándole a Antígona, a las hijas de Oesterheld: “Si tu naturaleza es amar, ve entre los muertos y ámalos. Mientras yo viva, no mandará una mujer”.

Torturar a Ernie Pike

Cuando creó Ernie Pike, uno de esos grandes personajes que cambiaron el perfil del héroe, para hacer tipos complejos, de madera humana y no de palo, los primeros episodios los dibujó Hugo Pratt. Y él se quedó perplejo cuando vio la historieta: El rostro de Ernie Pike, corresponsal de guerra que siempre pone en duda las versiones oficiales, era el suyo.

Eso también lo supieron ver los torturadores. Reconocieron en HGO a Ernie Pike. Así que le pegaron duro a Ernie Pike.

Elsa Sánchez de Oesterheld me cuenta otra historia que la dejó sin habla. Hace unos años, en 2002, al término de un acto, se le acercó una mujer que había estado detenida-desaparecida en la Esma (Escuela de Mecánica de la Armada, desde donde se calcula que se hicieron desaparecer cerca de 5.000 personas) y que había sobrevivido al cautiverio. Era médica de profesión y le contó que un día Alfredo Astiz, oficial de la Esma, conocido como El Ángel de la Muerte, sacó de un cajón de su mesa un libro y le dijo, más o menos: “Toma, lee esto. Es el mejor libro de Argentina”. Se trataba de El Eternauta. Allí, uno de los personajes se lamenta: “Todos desaparecidos… como si no hubieran existido nunca”.

Un encargo para HGO

Estamos en 2008. El 23 de julio, de vivir, Héctor Germán Oesterheld habría cumplido 87 años. Su condición terrenal es la de “desaparecido” forzado. Fue secuestrado por uno de esos eufemismos criminales denominados “grupos de tareas” y estuvo recluido en al menos tres cárceles clandestinas, es decir, no-lugares, Campo de Mayo, El Vesubio y Sheraton, donde se le conocía como El Viejo. Los indicios, las evidencias circunstanciales, hacen suponer que HGO murió a principios de 1978. No hay cuerpo. La negación era la respuesta sistemática a los miles de recursos de hábeas corpus. Por lo que se sabe y va sabiendo, HGO, al principio, sufrió maltrato y tortura. Después, promovido por un militar, hubo un intento de implicarlo en la escritura de una biografía del liberador San Martín. Al fin y al cabo, Oesterheld había triunfado como biógrafo. Ya en 1951, cuando hacía literatura infantil, Perón quiso que le escribiera una biografía. Supo decir que no. Su mujer, Elsa, piensa que desde que escribió La vida del Che, ilustrada por Alberto Breccia y su hijo Enrique, HGO estaba marcado. Se publicó en 1968, en plena dictadura de Onganía. El editor le había propuesto que apareciese como obra anónima, pero Héctor respondió: “Un personaje como el Che no merece que su trabajo se haga a escondidas”. Tuvo un éxito fulgurante. La primera edición se agotó en un mes. Pero la editorial fue allanada. Breccia y Oesterheld, amenazados de muerte. Luego ocurrió algo curioso. Una llamada desde la Embajada de Estados Unidos. Le propusieron algo similar, una biografía de ese estilo, tan viva, tan directa, pero dedicada a John F. Kennedy. HGO declinó. Ya estaba preparada la de Evita. No se editó. Se habían acabado las biografías. ¡Y ahora en el cautiverio le vienen con San Martín! No se sabe adónde llegó ni qué fue de las notas. ¿La vida de San Martín contada por Oesterheld? Los Ellos se habrían dado cuenta del desliz: de realizarse la biografía, tendrían que hacer desaparecer a San Martín. Las estatuas se pondrían a hablar. Tendrían que arrojarlas al fondo del mar.

Una extraña visita

La mayor tortura a la que debieron de someter a Oesterheld, además del tormento físico, fue mostrarle las fotos de sus hijas muertas. Allí estaban Los Ellos, al estilo Creonte, castigando más allá de la muerte. Mostrando los cuerpos sucesivos de Antígona. A Elsa sólo le devolvieron el cuerpo de la primera eliminada, Beatriz, de 19 años. “La que más se parecía al padre”. Después cayó Diana, de 23 años, con su pareja, Raúl. La tercera fue Marina, de 18 años. Sobrevivía Estela, la mayor, de 24 años. Existe un testimonio de cuando estaba cautivo en la cárcel clandestina del Campo de Mayo. Juan Carlos Scarpatti contó: “Yo no lo conocía personalmente y… bueno, me llamó la atención. Lo vi, digamos, como golpeado, o sea, como con mucha angustia y… bueno, me acerqué, le pregunté qué le pasaba. Me dijo que le habían mostrado las fotos de las hijas…muertas”. Pero la noticia de la caída de Estela y de su marido, también llamado Raúl, la tuvo cuando los carceleros del Sheraton le dijeron que tenía una visita especial. El hotel Sheraton, eufemismo del chupadero, el no-lugar, era otro centro de detención clandestino, situado en un sector oculto de la comisaría de Villa Insuperable, dentro de la ciudad. Era el 14 de diciembre de 1977. La “visita especial” era de un niño de tres años. Su nieto Martín. Ese día habían matado a los padres. El recuerdo de Martín ahora es el de haber estado sentado horas con su abuelo “en un pasillo horrible con paredes de látex azul brillante”. No podemos dejar de verlo como un episodio de El Eternauta arrancado a la realidad. El Viejo y el nieto que apenas ha podido conocer, juntos en un no-lugar, en un chupadero de gente. Hay 800 niños robados en la época de Los Ellos, de los que sólo 90 han podido ser devueltos a sus familias originarias. Otra ramificación de la “tecnología del infierno”. De hecho, dos nietos de HGO y Elsa, bebés de Diana y Marina, forman parte de los desaparecidos. La aparición de Martín en el chupadero, el que alguien decidiera llevarlo con El Viejo, a quien se suponía muerto, tiene una interpretación morbosa, pero también se puede ver a la luz de El Eternauta. Tal vez fue cosa de un Mano. Los Manos, subalternos muy inteligentes de los Ellos, se hacen desobedientes cuando deja de funcionar la “glándula del horror”. Por una vez, Oesterheld dio una dirección. La de los padres de Elsa. Y de allí, Martín fue llevado con la abuela. Antígona, desde la muerte, enviaba una señal.

El gorrión peleador

Ana di Salvo, psicóloga, compañera de cautiverio de HGO en el centro de detención ilegal de El Vesubio, me cuenta que se mantenía distante, desconfiado. Eso fue en mayo del 77, así que no hacía mucho que lo habían detenido. “Nos dijeron: ‘Va a venir El Viejo’. Yo, al principio, no sabía quién era. No sabía la historia de El Eternauta. Él tenía un problema en la piel, granos en la cara y en la cabeza. Había una doctora entre las chicas prisioneras y le ofrecimos una pomada. Pero él no quiso. Desconfiaba. Una noche en que hacía mucho frío, dormía en un suelo de madera, le dimos una frazada. La aceptó. Pero con desconfianza. Por la mañana se lo llevaban y lo traían a la noche. Comentó que lo tenían haciendo una historia sobre San Martín. Le hablé de mi hijo Luciano. Le pedí un poema, una pequeña historia para él. Pero no hubo tiempo. Después de estar desaparecida sin explicaciones durante 73 días, me devolvieron a casa. Todo el tiempo pensando que te van a matar. Y en el trayecto, ante el paisaje, uno de los secuestradores comenta: ‘Buen sitio para venir a cazar’. Y yo, no sé cómo, le digo: ‘Hay que respetar la veda’. Se quedó perplejo. Las cosas suceden así. Mi hijo Luciano, a la vuelta, me rechazaba. Pensaba que lo había abandonado a propósito. Un día le compré un cuento infantil titulado Chipió, el gorrioncito peleador. A Luciano le gustaba mucho la cara de aquel pajarito. Aprendió a leer con él. Me reconcilió con él. Yo no sabía que lo había escrito El Viejo. Usaba seudónimo. Muchos años después, en una exposición sobre Oesterheld, le conté la historia a Martín, su nieto, y él me dijo: ‘En ese cuento estaba lo que mi abuelo escribió para tu hijo”.

La última carta

Lleva por fecha el día que la asesinaron, el 14 de diciembre de 1977. La última carta de Estela a su madre. Es breve, escrita con una intensa premura, pero sin desaliño, con una caligrafía que intenta no desfallecer. Cada carta, cada nota, en aquellos días, tenía una textura nerviosa. Da la impresión de que la carta a Elsa es también una carta necesaria que Estela se escribe a sí misma. No es difícil imaginarla murmurando hacia dentro, empujando el trazo para darle a Elsa la noticia de la muerte de Marina sin nombrar la muerte. Como en El Eternauta, el tiempo de la carta es un Continum 4, una especie de futuro del pretérito: “Marina ya no está con nosotros y ese dolor ya no hay nada que lo pueda mitigar, pero quiero que sepas que murió heroicamente como vivió”. Consonantes y vocales se apiñan en un presente recordado: “Creo que tenemos que estar orgullosos de ella, como de Bi (por Beatriz), de Di (por Diana) y de Dad (por Héctor), y quiero que sepas que estoy orgullosa de vos (por Elsa)”. Esta última afirmación tiene mucho significado. Va más allá de la cortesía filial. Todos los citados han desaparecido. La feliz camada de Beccar está a punto de ser exterminada. Elsa, la madre, antiperonista, tan racional como intuitiva, “muy celta”, dice ella, no les ha acompañado en su compromiso revolucionario. Ha discutido con dureza con HGO, con el hombre que ama. Sí, está de acuerdo con él. Es una juventud maravillosa. Culta, rebelde, linda. La mejor generación que tuvo Argentina. Como Héctor, Elsa comparte su música, salta de Mozart a Janis Joplin, ¿por qué no?, sus gustos artísticos, su estilo de vida libre, una sexualidad sin tabúes, su aversión a la injusticia. Todo eso, dice Elsa, lo compartía. Pero ella, la mujer que fue tan feliz en Beccar, en aquella casa que era a la vez como el taller del artista romántico, donde “todo bullía y cantaba”, donde todos llegaban y nadie quería marchar, nadie quería apagar la luz, las chicas no querían ir a fiestas ni a clubes, donde encontraban “gente tonta”, no, no, querían estar allí, en Beccar, con sus amigos y los de los padres, dibujantes, músicos, artistas, escritores, gente que traía historias; ella, que conoció el paraíso, pudo distinguir bien el traqueteo de la maquinaria del horror que se acercaba. Sí, discutió con HGO. No acababa de asumir aquella metamorfosis en el Oesterheld que quería y admiraba, el hombre tranquilo, ilustrado, progresista y más bien libertario, por la influencia de sus amigos anarquistas españoles exiliados, con esa mirada antidogmática que es la de sus héroes. HGO no era nada elitista. Su propia opción literaria, el guión de historieta, lo demuestra. Pero denostaba el populismo peronista. HGO cambió.

Su obra principal contiene también las huellas de una biografía subyacente. Entre el primer Eternauta (1957) y la segunda versión (1969) hay una revolución óptica. Las referencias geopolíticas se hacen muy concretas. América Latina es abandonada a su suerte. Y Ellos, los oscuros poderes cósmicos, son las grandes potencias. HGO se radicalizó, pero también el suelo se movía a los pies. Las hojas del calendario se caían de miedo y asco. El golpe de Aramburu, en 1956, con la Operación Masacre, que contará de forma genial Rodolfo Walsh. El golpe de Onganía, en 1966, con la noche de los bastones largos, cuando fueron cruelmente apaleados los profesores y alumnos de la Universidad de Buenos Aires, mientras eran conducidos a los coches celulares. El mandato de Lanusse, en 1972, con la masacre de Trelew. En todo este calvario de desdichados fastos y calamitosas salvaciones, el país vio una “chispa de esperanza” en la gran movilización cívica que arrancó con el cordobazo. A continuación, y acudiendo a la oftalmología, podríamos decir que se pasó de un estrabismo divergente a otro convergente. Y el punto de convergencia fue otra vez Perón. Gran parte de la izquierda argentina se injertó en el tronco peronista. Para muchos era la esperanza posible. Una alianza frente a Los Ellos. Y allí estaba HGO con sus hijas. Elsa, no. Elsa mantenía la distancia cuando de la música se pasaba a las palabras. Y allí estaba también Rodolfo Walsh con sus hijas Vicky y Patricia. Casi siempre se cita A sangre fría, de Truman Capote, como obra inaugural de la narrativa del “nuevo periodismo”. Es por ignorancia hemisférica. La primera fue Operación masacre, de Rodolfo Walsh, en 1957, el año en que nació también El Eternauta. Walsh, de origen irlandés, era entonces también antiperonista. Prefería jugar al ajedrez que la política e incluso la literatura. Pero un día, camino de casa, oyó el grito de un soldado moribundo: “¡No me dejéis solo, hijos de puta!”.

Pero la vuelta de Perón, el gran día de la resurrección nacional, pasará a la historia por la “matanza de Ezeiza”. Allí, en el aeropuerto, se inició el exterminio de la “juventud maravillosa”. Más de treinta muertos y trescientos heridos en el que iba a ser el día más feliz. El halago se convirtió en condena: la “juventud imberbe”. Perón falleció cuando se acercaba el día de la “nevada mortal”. El prócer había regresado con la momia de Evita y con un espectro de Evita, Isabel, manejado por un siniestro prestidigitador, el secretario López Rega, organizador de la Triple A, que mezcló la brujería con la producción industrial de la muerte. Se multiplicó el doble empleo. Muchos que ejercían de día de jefes de policía ejercían de jefes de la Triple A de noche. Hasta que vino el gran eufemismo. El Proceso de Reorganización Nacional. Es decir, el golpe militar con toda su red de poderosas complicidades. Era el régimen de Los Ellos. Y se puso en marcha, a pleno rendimiento, la “tecnología del infierno”. Walsh denuncia: “Las 3 A son hoy las 3 Armas, y la Junta que ustedes presiden no es el fiel de la balanza entre ‘violencias de distinto signo’ ni el árbitro justo entre ‘dos terrorismos’, sino la fuente misma del terror que ha perdido el rumbo y sólo puede balbucear el discurso de la muerte”. La carta de Estela a Elsa terminaba diciendo: “Hay mucho por dar todavía en esta vida y muchas razones para seguir adelante”. Ese día, después de enviar la carta, la cazaron.

Oesterheld,Hugo Pratt y Elsa

“Él escribía a mano. Odiaba la máquina de escribir. Por eso aprendí taquigrafía y mecanografía. Para ayudarle. Después de casarnos, pasamos cuatro años en un departamento chico, en el barrio Desarrollo. Él entonces investigaba minerales. Amaba la naturaleza áspera, dura. La estepa donde no había nada.

Cuando lo conocí era un misántropo.

Nacieron una tras otra las nenas. Ya dibujaba. ‘Papu, dibujitos’. Les hacía monigotes todo el tiempo. Leía todo. Recibía revistas en alemán, italiano, inglés, francés. Tenía muchísima información. Le interesaban los descubrimientos científicos, todo aquello que se movía en el límite de la ciencia-ficción. A Borges le encantaba charlar con él. Las chicas se enteraron. Un día se fueron los cinco. Y allí estuvieron con él, en la penumbra de la Biblioteca Nacional.

Sí, tenía conocimientos extraordinarios, enciclopédicos. Un día, Hugo Pratt le muestra muy ufano unos dibujos. Un nuevo héroe. Un soldado en la época de la conquista del Oeste. Héctor le dice: ‘Está muy bien, pero tendrás que volver a dibujarlo. No puede llevar ese tipo de arma. La culata no era así’. Hugo se sentó, suspiró, gritó: ‘¡Lo mato, lo mato! Dime, Héctor Oesterheld, ¿a quién le va a importar cómo era la culata?’. ‘A mí’, respondió Héctor.

Todo estaba lleno de libros. También el garaje. Todo. Leía sesenta o cien historias a la vez. Así que Héctor se levanta. Va hacia el garaje. Un pandemonio. Cuando me ponía a arreglarlo, él se desesperaba. Revuelve en la maraña. Y al final vuelve con lo que buscaba en la mano. Se lo pasa a Hugo.

–Aquí está –le dice–. Así debe ser el arma.

Era muy deportista. Jugaba al tenis. El fútbol le gustaba, pero para verlo. Tenía una fijación con el estadio del River. Cuando iba al centro, siempre se pasaba por allí. Y es en ese estadio donde transcurre una batalla decisiva de El Eternauta. Fue un tiempo idílico, un paraíso, la casa de Beccar. Eso ya lo conté, ¿verdad?

Cuando llegaron los dibujantes italianos, eso fue antes, también fue una época maravillosa. Entre ellos, Hugo Pratt. ¡Medio locos, los tanos! Era un lindo muchacho. Tenía un carisma único. Todos los días se caía por casa. Venía con apetito. Le preparaba algo para cenar. Había amigas que me preguntaban: ‘¿Vos no te enamorás de este chico?’. Todas se enamoraban…”.

¿Y?

Elsa, la Elsa que recuerda, también está ahora en la cocina preparando algo para cenar. Uno se imagina allí, en el quicio de la puerta, en Beccar, a Corto Maltés, el mítico personaje de Pratt. Murmuro: “Tal vez era él el enamorado”. Elsa escucha en silencio. Y zanja la conversación sobre amores con un gesto irónico, una interjección trazada en el aire.

La memoria

Marcelo Brodsky, el artista y fotógrafo creador del parque de la Memoria de Buenos Aires, se enteró de la desaparición de su joven hermano Rubén en una llamada desde una cabina telefónica. Él estaba en España, exiliado. El universo tuvo, de repente, la dimensión de una cabina. “La ausencia de un desaparecido nunca termina. ¿Cómo se les cuenta a las nuevas generaciones? ¿Cómo se narra semejante horror? En el parque de la Memoria, cada recorrido es una nueva forma del recuerdo. Caminamos entre estelas que se apoyan, que se sostienen, donde lo colectivo es un entrelazamiento”.

A la hora de hablar del hermano, Brodsky juró que lo haría como si estuviera oyendo a Julio Fusik, en el Reportaje al pie del patíbulo: “Que la tristeza no sea nunca asociada a mi nombre”.

La eternauta

Cuando Elsa y Héctor se casaron, él trabajaba para aquel banco de crédito minero, analizando muestras de metales preciosos. Gran parte de su trabajo lo hacía sobre el terreno. Le gustaba andar. Recorrer solitario los grandes espacios. El viento patagónico en la cara. “Es un trabajo duro, puede ser destructiva esa soledad del geólogo, conocí gente que se alcoholizó”, dice Elsa. “Pero él amaba esa relación solitaria con la naturaleza. Amaba todo en la naturaleza. Los caracoles nos comían las rosas y yo le decía que les pusiera veneno, pero Héctor exclamaba: ‘¡También ellos tienen derecho a vivir!’. Yo le decía: ‘Oye, que la celta panteísta soy yo, pero no quiero que me coman las rosas’. Le ofrecieron un buen trabajo, pero eso significaba la separación. Y fue cuando se decidió por el mundo editorial”.

Elsa nació en Buenos Aires, en una familia de emigrantes gallegos llegados de una pequeña aldea, Loño, cerca de Santiago. Cuando Elsa pasó por Loño, en 1983, se fijó en el hórreo de madera del que tanto le había hablado el padre. Esperaba algo más monumental. “Qué pasa?”, le preguntó su tío. “Está despintado”. “Es que tu abuela no quiso que lo tocaran. Que lo dejaran tal como lo había pintado el hijo”.

El hijo era el padre emigrante de Elsa. HGO pasó por aquella aldea en 1962, en un “desvío” de un viaje a Alemania. Hay una foto en la que se le ve retratado como el Robinsón que era, camuflado en la hierba de campesino segador. En Argentina, los padres de Elsa laboraron duro para salir adelante, pero tenían otro rasgo: amaban la música con locura. La ópera y la clásica. Escuchaban cada concierto en la radio de galena. El tío Pedro llevaba siempre una flor en el ojal. La madre de Elsa leía a Lorca. Lo había visto en un teatro bonaerense, abarrotado, recibido por una multitud en la calle de Corrientes. “Yo me parezco mucho a papá. Soy Vicente Sánchez en mujer, tremendamente impulsiva. Yo era un marimacho. El varón equivocado de la familia. Tuvimos un golpe terrible. Murió mi hermana mayor cuando yo tenía 12 años. Estudié música. Y danza clásica. Y samba. Es verdad que todos querían bailar conmigo. No, Héctor no era muy bailarín. Yo tenía 17 años y él 24 cuando nos enamoramos”.

Elsa habla y habla como un cuerpo abierto, que contiene su vida y la de otros. Su mirada corre más que la flecha del tiempo. Desde el apartamento bonaerense se escucha cada poco el paso de un convoy ferroviario. Los trenes, la luz cambiante del día, todo parece esforzarse para seguir la velocidad, la intensidad del recuerdo de Elsa, que estaba hablando feliz de su adolescencia bailarina, danzando con las palabras, y de repente se gira y dice: “Hasta los psicólogos se estremecían. Toda la experiencia psicológica no servía para enfrentarse a nuestro caso. Me preguntan cómo he resistido, cómo estoy viva. No lo sé. Estoy aquí por una extraña obligación. Yo ya he gastado todo el miedo del mundo”.

A la altura de nuestros ojos, en un estante del mueble librería, hay una foto que nos mira. Son ellas. Las cuatro. En la casa de Beccar. En la hora azul. Las cuatro chicas Oesterheld. Toda la belleza del mundo. (El País Semanal, 24/08/08) 





La reproducción de artículos firmados en el blog no implica compartir su contenido pero sí su interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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Entrada núm. 5155
Publicada el 24 de agosto de 2008
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martes, 13 de agosto de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Chile. Septiembre del 73



Chile, septiembre de 1973


Sendos artículos del periódico El País: "No pasarán", de Prudencio García, investigador y consultor internacional del Instituto Ciencia y Sociedad, el día 21, y "Mi Paulina, mi país", de Ariel Dorfman, escritor chileno, el día 20, recrean los acontecimientos que sacudieron Chile hace ahora treinta y cinco años. El de Prudencio García se centra en los episodios de represión que tuvieron como marco y escenario el buque escuela de la armada chilena, el tristemente famoso "Esmeralda". El artículo de Ariel Dorfman se centra en rescatar la figura de la mujer que le salvó la vida aquel 11 de septiembre, primero ocultándole de los soldados, y más tarde facilitándole la huida de Chile. Es el próximo 11 de septiembre que se cumplen esos treinta y cinco años del golpe militar encabezado por el general Augusto Pinochet y del derrocamiento y muerte del presidente de la república, Salvador Allende.

Ambos escritos, que reproduzco más adelante, me han hecho recordar una anécdota que viví personalmente a mediados de los años 80. No tiene que ver con Chile, sino con la dictadura militar argentina que asoló al gran país sudamericano entre 1976 y 1983. Nunca la había contado hasta hoy.

No recuerdo el año con exactitud, puede que fuera el 85 ó 86, en verano. Había ido a Madrid con un compañero de trabajo a unam reunión de Comités de Empresa de la compañía para la que ambos trabajábamos. La reunión era un viernes por la tarde y hasta media mañana la teníamos libre, así que nos acercamos a visitar el Palacio Real de Madrid a primera hora. Allí, entre el grupo de turistas del que nos tocó formar parte, había dos jóvenes argentinas, que estaban de visita en Madrid, con las que entablamos conversación. Eran hermanas. La mayor, azafata de las líneas aéreas argentinas; la más joven, estudiante de Derecho. Quedamos para recogerlas por la noche en su hotel, así que cuando terminó nuestra reunión fuimos a buscarlas, estuvimos de tapas por el Madrid de los Austrias que tan bien conocía yo, y terminamos en una sala de fiestas de la Gran Vía. A la mañana siguiente las recogimos en su hotel y en un coche que habíamos alquilado para nosotros, fuimos los cuatro a visitar El Escorial, el Palacio de La Granja y Segovia, donde comimos, como no podía ser menos, en El Mesón de Cándido. De vuelta a Madrid, nos despedíamos de ellas y volamos de vuelta a Gran Canaria de madrugada. Nunca volvimos a saber de ellas. Creo que nos dimos nuestras direcciones respectivas, pero ni nosotros las escribimos a ellas, ni ellas a nosotros.

¿Qué tiene que ver toda esta historia con las dictaduras militares del Cono Sur americano de esos años?... Lo cuento enseguida. La más joven de las hermanas, la estudiante de Derecho, había trabajado hasta unos meses antes como agente judicial en un Juzgado de Buenos Aires. Todo iba a pedir de boca, estaba haciendo lo que le gustaba, y pensaba dedicarse a ejercer la judicatura cuando terminara sus estudios. Hasta que tuvo que acompañar al juez, como secretaria, al levantamiento de una fosa común producto de la represión militar, recién encontrada. Entre los cadáveres, lo primero que descubrieron fue el de una mujer con un bebé en sus brazos, que aún sujetaba los restos de su muñeca... Nos confesó, entre lágrimas, que no pudo soportarlo, y menos aún, la idea de tener que repetir la experiencia. Abandonó su trabajo en el juzgado y lo único que quería ahora era terminar sus estudios y dedicarse a la abogacía. Espero que lo consiguiera.

El chileno Ariel Dorfman es autor de una obra teatral, "La muerte y la doncella", llevada al cine por Roman Polanski con ese mismo título en 1994. En ella se relata la historia de una mujer, casada con un miembro del gobierno chileno encargado de estudiar y revisar todos los casos de desapariciones, torturas y asesinatos llevados a cabo durante la dictadura militar, que una noche recibe en su casa la visita de un hombre, al que casualmente ha conocido e invitado su esposo, y que resulta ser su antiguo torturador durante la represión militar... La tengo grabada desde hace varios meses y nunca me había decidido a verla. Creo que esta noche lo haré. Sean felices. Y buen fin de semana. HArendt




Chile, septiembre de 1973


"No pasarán", por Prudencio García

Hoy me apodero de Rusia; ¿qué ropa me pongo?", preguntó la futura Catalina la Grande a su doncella horas antes de asestar el audaz golpe palaciego que le permitió acaparar todo el poder imperial. Seguro que el teniente coronel Antonio Tejero lo tuvo más claro a la hora de elegir su indumentaria para su propio golpe de 1981. En cualquier caso, es evidente que quien va a salvar una patria o adjudicarse un imperio no puede vestirse de cualquier forma. Son ocasiones históricas de gran trascendencia, cuya excepcionalidad exige una cierta prestancia formal.

Sin embargo, este detalle fue groseramente ignorado por los oficiales y guardiamarinas del buque escuela Esmeralda de la Armada de Chile en otra ocasión histórica: el golpe pinochetista del 11 de septiembre de 1973. Su forma de salvar a la patria en aquella destacada ocasión consistió en enfundarse las ásperas prendas de faena y dedicarse a golpear, vejar y torturar desde aquel mismo día, a bordo del buque, atracado en el área militar del puerto de Valparaíso, a numerosos detenidos acusados de algún tipo de militancia favorable al Gobierno socialista que aquella misma mañana acababa de ser sangrientamente derrocado.

Entre las víctimas llevadas al buque en aquellas primeras horas se hallaban el alcalde de la misma ciudad de Valparaíso, Sergio Vuskovitz, y el letrado del Ministerio de Interior Luis Vega. El trato recibido por las mujeres fue particularmente infame. La entonces universitaria María Eliana Comené resultó contagiada de gonorrea tras las repetidas violaciones que allí sufrió. Días después era también arrestado y conducido al buque el sacerdote anglochileno Miguel Woodward, que resultaría muerto como consecuencia de las torturas allí recibidas.

Instituciones tan dispares como Amnistía Internacional y el Senado de EE UU, además de las dos comisiones investigadoras oficiales (Rettig y Valech), denunciaron en su día los criminales excesos cometidos a bordo del buque.

Los recluidos en la nave el mismo día del golpe atestiguan que, al llegar al buque, fueron obligados a pasar entre una doble fila de guardiamarinas en ropa de faena, que les golpeaban brutalmente y les sometían a toda clase de atropellos físicos y psíquicos.

Atención al detalle: en ropa de faena. Qué zafiedad. Qué ignorancia del decoro estamental y de las exigencias formales de un honorable golpe de Estado que se precie. Craso error histórico y social. Se empieza vistiendo de forma informal y se acaba torturando curas, violando mujeres, asesinando demócratas y causando horror incluso a ese mismo mundo occidental al que supuestamente se pretende salvar. La Historia nunca perdona este tipo de deslices.

Prescindiendo ya de toda jocosa ironía sobre las indumentarias adecuadas para las grandes acciones patrióticas, y refiriéndonos únicamente al núcleo de la cuestión, entremos en el área, mucho más seria, de los comportamientos institucionales.

Los oficiales y alumnos guardiamarinas que hoy viajan a bordo del Esmeralda en su gira de instrucción anual número 53 no son, obviamente, las mismas personas que incurrieron en tales aberraciones tantos años atrás.

Pero la institución sí es la misma. La misma que durante tres décadas ha negado lo sucedido y ha entorpecido toda investigación. La misma institución -la Armada de Chile- cuya presión corporativa, a lo largo de tanto tiempo, ha impedido el juicio y castigo de los que sí cometieron aquellos crímenes. Se trata del mismo estamento que se ha escandalizado hace unos meses, al ver finalmente procesados por la insobornable jueza Eliana Quezada a los cuatro altos jefes (hoy almirantes retirados) que ejercieron el mando en aquellos puestos operativos desde los que se ordenaron las acciones perpetradas en la zona marítima de Valparaíso, en aquellas jornadas luctuosas de septiembre de 1973.

No resulta extraño que las visitas del buque a puertos como Río de Janeiro, Buenos Aires, Tokio, Sidney, Wellington y tantos otros hayan ido acompañadas, en distintos años, de diversos tipos de protestas, sin olvidar la suspensión de las visitas a Estocolmo, El Ferrol, Las Palmas y otros puertos europeos en 2003. Tales protestas se siguen produciendo en nuestros días. Este mismo verano, al visitar Cádiz (en cuyos astilleros la nave fue fabricada), su llegada fue deliberadamente precedida por la proyección, por Amnistía Internacional, del documental El lado oscuro de la Dama Blanca, del cineasta chileno Patricio Henríquez, reportaje que recordó a la población gaditana el historial, no precisamente inmaculado, del hermoso navío visitante.

Este 22 de julio, el Esmeralda llegaba al puerto griego de El Pireo. En el muelle le aguardaba una manifestación, encabezada por conocidos miembros del Parlamento heleno, que protestaban por la visita. A bordo del buque, la embajadora de Chile en Atenas, en su alocución oficial de saludo a los oficiales y alumnos, subrayaba el siniestro significado de la dictadura pinochetista. Ella tiene sobrada autoridad y conocimiento para proclamarlo, pues tal embajadora se llama Sofía Prats, hija del general Carlos Prats, el jefe del Ejército chileno que precedió a Pinochet, y que fue asesinado por orden del dictador. Y en la visita del buque al puerto de Split, Croacia, también fue recibido con manifestaciones hostiles, cuyas pancartas decían: "Pinochet y Esmeralda no pasarán". (El País, 21/08/08)




Fotograma de "La muerte y la doncella", de Polanski


"Mi Paulina, mi país", por Ariel Dorfman

Un recorrido personal por Santiago de Chile, 35 años después del golpe de Estado del general Pinochet. Recuerdos de un tiempo en el que la solidaridad de seres anónimos ratificó la esperanza en el ser humano.

Fue en la ciudad de Santiago de Chile y a fines de septiembre de 1973 que conocí a esa mujer. Llegó en su auto a una casa donde yo había estado escondido, uno de los muchos lugares donde me había refugiado después del golpe del 11 de septiembre en que los militares derrocaron al Gobierno democrático de Allende. Nunca me había cruzado con ella antes de esa ocasión y nunca supe su nombre. Sólo importaba que aquella señora era parte de una vasta y clandestina red de hombres y mujeres dedicados a salvar la vida de los adherentes del presidente muerto en La Moneda. Sólo importaba que ella había encontrado a alguien dispuesto a ofrecerme un asilo transitorio. Sólo importaba que los soldados de Pinochet nos matarían si llegaban a capturarnos.

Mientras cruzábamos la ciudad infectada de piquetes y fusiles y miedo, sí, en la médula misma de mi perdurable aprehensión, alcancé a pensar en forma absolutamente insólita: oye, esto es como de película, esta escena es como para filmarla. No pude impedir esa idea absurda. Siempre fui un hijo del cine, acostumbrado, como todos los de mi generación, a filtrar cada experiencia por la pantalla celuloide de mi espíritu, tarareando una melodía para acompañar cada acto de la existencia cotidiana, aun en los momentos más íntimos, los momentos más alarmantes. Pero en este caso una voz interior más prudente agregó: sí, como para filmarla, claro que sí, siempre que sobrevivas para contarle al mundo lo que pasó.

Sobreviví, en efecto, y, en efecto, le conté al mundo esa historia y ahora, en efecto, casi 35 años más tarde, se filmó una película que explora aquellos días azarosos en que me asomé a mi posible muerte y también los errantes años del destierro que me salvó de morir. A fines de 2006, el gran cineasta canadiense Peter Raymont (que ganó el Emmy por Shake hands with the devil, Dándole la mano al Diablo: el camino de Roméo Dallaire) me acompañó a Chile para revisitar las glorias de la revolución de Allende y la devastación que cayó sobre nuestro pueblo después de la asonada de Pinochet. Uno de los regalos inesperados que me brindó este viaje a mis orígenes fue que finalmente pude ubicar a esa mujer anónima y agradecer el auxilio que me había prestado.

La había recordado muchas veces durante mis 17 años de exilio, y cuando se restauró una precaria, todavía amenazada, democracia en 1990, le rendí homenaje al hacer de Paulina, la protagonista de mi obra teatral, La muerte y la doncella, alguien que se había dedicado a rescatar víctimas del golpe de Estado en un país muy similar a Chile. Con la esperanza de que ella, a diferencia de Paulina, hubiese escapado del destino inmisericorde de traición y prisión y tortura que yo tuve que inflingirle a mi personaje.

Por suerte estaba sana y salva -y mientras ella recorrió conmigo las mismas avenidas de antaño, recreando el itinerario por el cual me había guiado en esa lejana época de emergencia, descubrí tanto su nombre como la historia fascinante de su vida-.

Y, sin embargo, esa historia, ese nombre, esa mujer, no están en el documental.

Es cierto, las calles del ahora pacífico Santiago ya no estaban atiborradas de soldados malignos, pero los viejos temores todavía persistían en el aire, y siguen contaminando incontables vidas. Mi Paulina no quiso ser filmada, dijo, porque miembros de su familia no tenían la menor idea de su secreto heroísmo durante el golpe, cómo había arriesgado todo para salvar a subversivos como yo y tantos otros. Si su oculta identidad revolucionaria llegaba a saberse, desplegarse en una pantalla, dijo, podía haber todo tipo de consecuencias que ella prefería evitar. No era así como yo había imaginado nuestra gloriosa reunión.

En forma tal vez ingenua, lo que anticipaba era que, tal como ella me había redimido de la muerte, ahora el documental la redimiría a ella de un olvido injusto. Por cierto, que la cámara que inhibió su presencia en nuestro filme facilitó, en cambio, una serie de otros encuentros que nunca hubieran acaecido de no haber alguien presente para registrarlos, que sólo fueron posibles porque un director me exigía pertinazmente que enfrentara yo el dolor agitándose en la zona prohibida de mi pasado, ese dolor que había tratado de escabullir.

La última vez, por ejemplo, que había visto con vida a Salvador Allende, él estaba en el balcón del Palacio Presidencial, saludando a una muchedumbre de un millón de manifestantes que marchaban con entusiasmo frente a él, con tanto entusiasmo que, con mis compañeros, habíamos dado la vuelta a la manzana para pasar de nuevo bajo ese balcón, como si quisiéramos despedirnos, no dejar de ver a nuestro presidente por una última vez.

Y, ahora, la película de Raymont me permitió pararme en ese mismo balcón, mirar hacia la plaza vacía, calibrar lo que significaba que Allende fuera un cúmulo de cenizas y que ya todos esos hombres y mujeres ya no desfilaban allá abajo con el puño en alto y el corazón lleno de coraje, ya no estaban ahí mis múltiples compañeros desafiando la injusticia de los siglos.

Había escrito extensamente acerca de la invasión de las vidas privadas de cada ciudadano durante la dictadura, y de la violación paralela a sus cuerpos, pero nada me preparó para el sótano que visité donde había operado la Gestapo de Pinochet, donde sus espías habían escudriñado las conversaciones de Chile. Lo que quedaba de aquella abominación era un enjambre de cables torcidos cuya multitud de colores vivaces y hermosos hacía más perverso aún lo que había sucedido en ese antro subterráneo. Ver ese hervidero de hilos sinuosos me hizo mal, me hace mal ahora mismo que escribo estas palabras, retornándome a las noches en que estábamos a punto de ser extinguidos, cuando no nos podíamos permitir el lujo de reconocer lo que ese tipo de represión puede hacerte al alma, hacerle a tu país.

Y al próximo día de mi visita a ese sótano, casi como un responso, en el medio mismo de nuestra filmación, la radio trajo de sopetón la noticia de que el hombre responsable de tanta perfidia, mi Némesis, el general Augusto Pinochet Ugarte, había sufrido un infarto y estaba al borde de la muerte.

Nos fuimos de inmediato al hospital. El exilio es un suplicio incesante, pero te libra, al menos, del fastidio de tener que cohabitar con los fanáticos y cómplices del dictador. Y ahí estaban, afuera de la entrada del hospital, un grupo de mujeres, lamentando a gritos a su líder agónico, capitaneadas por una mujer baja y rubicunda. sus labios teñidos de un rojo carmesí, los dedos regordetes aferrados a un retrato de su héroe, una letanía de lágrimas emergiendo desde detrás de unos incongruentes anteojos de sol. Ahí estaba ella, presentando un espectáculo lastimero y patético para el mundo entero, defendiendo a un hombre que había sido denunciado por tribunales internacionales de varios países y por los mismos jueces chilenos como un torturador, un asesino, un mentiroso, un ladrón. En eso se había convertido Chile: un país donde esta dama que había celebrado la destrucción de la democracia, que había abierto una botella de champaña mientras a mis amigos les acorralaban y les perseguían y les mataban, a esa mujer la estaban transmitiendo a los cuatro vientos mientras que mi Paulina seguía invisible, todavía encubriéndose, todavía sufriendo las consecuencias del terror desatado por aquel General tan frondosamente elogiado.

Y, no obstante, la miseria de esa mujer me conmovió en forma paradojal, inexplicable, casi incontrolable. De manera que, incapaz de detener mis acciones, me aproximé hasta ella y le dije que tal como yo había sufrido el duelo de Allende yo entendía que ahora le tocaba a ella llorar por su líder, al que yo me había opuesto con toda mi fuerza -y también quise que ella se hiciera cargo de cuánto dolor había de nuestro lado-.

Desarmada ante mis palabras, ella alcanzó a murmurar algo semejante a un agradecimiento, todavía no sé si sincero o perplejo o una mezcla de ambas emociones. Pero durante un instante ilusorio, tránsfugo, sentí que compartíamos un territorio, tal vez nuestra concurrencia señalaba débilmente hacia otro país posiblemente diferente. (El País, 20/08/08)



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Monumento a la víctimas de la dictadura (Buenos Aires)



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Entrada núm. 5152
Publicada el 23/8/2008
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miércoles, 5 de agosto de 2015

[Historia] Historia de un desaparecido: el dibujante argentino "HGO"




"HGO" y su familia



¿Ustedes creen en las casualidades? Yo, no siempre; o más bien nunca. Pero como buen pagano clásico creo en la diosa Fortuna y acepto de buen talante las veleidades de la misma. Hace unos días reedité y actualicé en el blog una entrada que escribí en 2008 sobre las dictaduras militares que asolaron el cono sur americano en los años 70/80. Por esos mismos días de aquel año, insomne después de ver en directo por televisión la última gran prueba atlética de las Olimpiadas de Pekín, el maratón, abrí por internet la edición electrónica de El País Semanal de aquel domingo y me encontré un estremecedor reportaje que el escritor Manuel Rivas dedicaba a uno de los miles de desaparecidos por la dictadura militar argentina, el dibujante Hector Germán Oesterheld, más conocido por sus siglas de "HGO", asesinado por los militares junto con cuatro de sus hijas, titulada "El desaparecido HGO (una historia argentina)". No quise entonces prologar más la entrada, ni tampoco puse remisiones a notas o enlaces internet. Ni más fotos que la de "HGO" y su familia, y las de sus torturadores.  Me negué a ello por respeto a él, a su familia y a los miles de desaparecidos de todas las dictaduras del mundo. 

"HGO", dice Manuel Rivas, fue uno de los más extraordinarios creadores de aventuras del siglo XX. Cambió el perfil del héroe. "El Eternauta", su principal creación, una estremecedora ficción premonitoria, atravesó las fronteras políticas y de los géneros literarios y se erigió en un clásico para mayor número de lectores cada día, convirtiéndola en una obra homérica del cómic que interpelaba al género humano.

Héctor Germán Oesterheld ("HGO") hubiera cumplido ahora 96 años. Hijo de padre alemán judío y de madre vasco-española, nació en Buenos Aires el 23 de julio de 1919. No hay fecha para su muerte. En la historia dramática de la humanidad, tal vez el eufemismo más terrible es el de “desaparecido”. El dictador argentino Videla es autor del siguiente aforismo: “No están vivos ni muertos; están desaparecidos”. "HGO" es un desaparecido. El número 7.546 en la lista de la Comisión Nacional de Desaparecidos. Se sabe que en la Nochebuena de 1977, sus captores le dejaron cinco minutos de visión, sin capucha, que saludó uno por uno a sus compañeros de cautiverio y que cantó con un joven detenido-desaparecido la canción "Fiesta" de Joan Manuel Serrat. De forma premeditada, sus hijas también fueron hechas desaparecer, por este orden: Beatriz, de 19 años; Diana, de 23; Estela, de 24; y Marina, de 18. 

Malditos sean por siempre todos aquellos que deshonran los uniformes y las armas que la nación pone en sus manos volviéndolas contra su propio pueblo. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt



La cúpula militar argentina en 1976




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