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martes, 13 de agosto de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Chile. Septiembre del 73



Chile, septiembre de 1973


Sendos artículos del periódico El País: "No pasarán", de Prudencio García, investigador y consultor internacional del Instituto Ciencia y Sociedad, el día 21, y "Mi Paulina, mi país", de Ariel Dorfman, escritor chileno, el día 20, recrean los acontecimientos que sacudieron Chile hace ahora treinta y cinco años. El de Prudencio García se centra en los episodios de represión que tuvieron como marco y escenario el buque escuela de la armada chilena, el tristemente famoso "Esmeralda". El artículo de Ariel Dorfman se centra en rescatar la figura de la mujer que le salvó la vida aquel 11 de septiembre, primero ocultándole de los soldados, y más tarde facilitándole la huida de Chile. Es el próximo 11 de septiembre que se cumplen esos treinta y cinco años del golpe militar encabezado por el general Augusto Pinochet y del derrocamiento y muerte del presidente de la república, Salvador Allende.

Ambos escritos, que reproduzco más adelante, me han hecho recordar una anécdota que viví personalmente a mediados de los años 80. No tiene que ver con Chile, sino con la dictadura militar argentina que asoló al gran país sudamericano entre 1976 y 1983. Nunca la había contado hasta hoy.

No recuerdo el año con exactitud, puede que fuera el 85 ó 86, en verano. Había ido a Madrid con un compañero de trabajo a unam reunión de Comités de Empresa de la compañía para la que ambos trabajábamos. La reunión era un viernes por la tarde y hasta media mañana la teníamos libre, así que nos acercamos a visitar el Palacio Real de Madrid a primera hora. Allí, entre el grupo de turistas del que nos tocó formar parte, había dos jóvenes argentinas, que estaban de visita en Madrid, con las que entablamos conversación. Eran hermanas. La mayor, azafata de las líneas aéreas argentinas; la más joven, estudiante de Derecho. Quedamos para recogerlas por la noche en su hotel, así que cuando terminó nuestra reunión fuimos a buscarlas, estuvimos de tapas por el Madrid de los Austrias que tan bien conocía yo, y terminamos en una sala de fiestas de la Gran Vía. A la mañana siguiente las recogimos en su hotel y en un coche que habíamos alquilado para nosotros, fuimos los cuatro a visitar El Escorial, el Palacio de La Granja y Segovia, donde comimos, como no podía ser menos, en El Mesón de Cándido. De vuelta a Madrid, nos despedíamos de ellas y volamos de vuelta a Gran Canaria de madrugada. Nunca volvimos a saber de ellas. Creo que nos dimos nuestras direcciones respectivas, pero ni nosotros las escribimos a ellas, ni ellas a nosotros.

¿Qué tiene que ver toda esta historia con las dictaduras militares del Cono Sur americano de esos años?... Lo cuento enseguida. La más joven de las hermanas, la estudiante de Derecho, había trabajado hasta unos meses antes como agente judicial en un Juzgado de Buenos Aires. Todo iba a pedir de boca, estaba haciendo lo que le gustaba, y pensaba dedicarse a ejercer la judicatura cuando terminara sus estudios. Hasta que tuvo que acompañar al juez, como secretaria, al levantamiento de una fosa común producto de la represión militar, recién encontrada. Entre los cadáveres, lo primero que descubrieron fue el de una mujer con un bebé en sus brazos, que aún sujetaba los restos de su muñeca... Nos confesó, entre lágrimas, que no pudo soportarlo, y menos aún, la idea de tener que repetir la experiencia. Abandonó su trabajo en el juzgado y lo único que quería ahora era terminar sus estudios y dedicarse a la abogacía. Espero que lo consiguiera.

El chileno Ariel Dorfman es autor de una obra teatral, "La muerte y la doncella", llevada al cine por Roman Polanski con ese mismo título en 1994. En ella se relata la historia de una mujer, casada con un miembro del gobierno chileno encargado de estudiar y revisar todos los casos de desapariciones, torturas y asesinatos llevados a cabo durante la dictadura militar, que una noche recibe en su casa la visita de un hombre, al que casualmente ha conocido e invitado su esposo, y que resulta ser su antiguo torturador durante la represión militar... La tengo grabada desde hace varios meses y nunca me había decidido a verla. Creo que esta noche lo haré. Sean felices. Y buen fin de semana. HArendt




Chile, septiembre de 1973


"No pasarán", por Prudencio García

Hoy me apodero de Rusia; ¿qué ropa me pongo?", preguntó la futura Catalina la Grande a su doncella horas antes de asestar el audaz golpe palaciego que le permitió acaparar todo el poder imperial. Seguro que el teniente coronel Antonio Tejero lo tuvo más claro a la hora de elegir su indumentaria para su propio golpe de 1981. En cualquier caso, es evidente que quien va a salvar una patria o adjudicarse un imperio no puede vestirse de cualquier forma. Son ocasiones históricas de gran trascendencia, cuya excepcionalidad exige una cierta prestancia formal.

Sin embargo, este detalle fue groseramente ignorado por los oficiales y guardiamarinas del buque escuela Esmeralda de la Armada de Chile en otra ocasión histórica: el golpe pinochetista del 11 de septiembre de 1973. Su forma de salvar a la patria en aquella destacada ocasión consistió en enfundarse las ásperas prendas de faena y dedicarse a golpear, vejar y torturar desde aquel mismo día, a bordo del buque, atracado en el área militar del puerto de Valparaíso, a numerosos detenidos acusados de algún tipo de militancia favorable al Gobierno socialista que aquella misma mañana acababa de ser sangrientamente derrocado.

Entre las víctimas llevadas al buque en aquellas primeras horas se hallaban el alcalde de la misma ciudad de Valparaíso, Sergio Vuskovitz, y el letrado del Ministerio de Interior Luis Vega. El trato recibido por las mujeres fue particularmente infame. La entonces universitaria María Eliana Comené resultó contagiada de gonorrea tras las repetidas violaciones que allí sufrió. Días después era también arrestado y conducido al buque el sacerdote anglochileno Miguel Woodward, que resultaría muerto como consecuencia de las torturas allí recibidas.

Instituciones tan dispares como Amnistía Internacional y el Senado de EE UU, además de las dos comisiones investigadoras oficiales (Rettig y Valech), denunciaron en su día los criminales excesos cometidos a bordo del buque.

Los recluidos en la nave el mismo día del golpe atestiguan que, al llegar al buque, fueron obligados a pasar entre una doble fila de guardiamarinas en ropa de faena, que les golpeaban brutalmente y les sometían a toda clase de atropellos físicos y psíquicos.

Atención al detalle: en ropa de faena. Qué zafiedad. Qué ignorancia del decoro estamental y de las exigencias formales de un honorable golpe de Estado que se precie. Craso error histórico y social. Se empieza vistiendo de forma informal y se acaba torturando curas, violando mujeres, asesinando demócratas y causando horror incluso a ese mismo mundo occidental al que supuestamente se pretende salvar. La Historia nunca perdona este tipo de deslices.

Prescindiendo ya de toda jocosa ironía sobre las indumentarias adecuadas para las grandes acciones patrióticas, y refiriéndonos únicamente al núcleo de la cuestión, entremos en el área, mucho más seria, de los comportamientos institucionales.

Los oficiales y alumnos guardiamarinas que hoy viajan a bordo del Esmeralda en su gira de instrucción anual número 53 no son, obviamente, las mismas personas que incurrieron en tales aberraciones tantos años atrás.

Pero la institución sí es la misma. La misma que durante tres décadas ha negado lo sucedido y ha entorpecido toda investigación. La misma institución -la Armada de Chile- cuya presión corporativa, a lo largo de tanto tiempo, ha impedido el juicio y castigo de los que sí cometieron aquellos crímenes. Se trata del mismo estamento que se ha escandalizado hace unos meses, al ver finalmente procesados por la insobornable jueza Eliana Quezada a los cuatro altos jefes (hoy almirantes retirados) que ejercieron el mando en aquellos puestos operativos desde los que se ordenaron las acciones perpetradas en la zona marítima de Valparaíso, en aquellas jornadas luctuosas de septiembre de 1973.

No resulta extraño que las visitas del buque a puertos como Río de Janeiro, Buenos Aires, Tokio, Sidney, Wellington y tantos otros hayan ido acompañadas, en distintos años, de diversos tipos de protestas, sin olvidar la suspensión de las visitas a Estocolmo, El Ferrol, Las Palmas y otros puertos europeos en 2003. Tales protestas se siguen produciendo en nuestros días. Este mismo verano, al visitar Cádiz (en cuyos astilleros la nave fue fabricada), su llegada fue deliberadamente precedida por la proyección, por Amnistía Internacional, del documental El lado oscuro de la Dama Blanca, del cineasta chileno Patricio Henríquez, reportaje que recordó a la población gaditana el historial, no precisamente inmaculado, del hermoso navío visitante.

Este 22 de julio, el Esmeralda llegaba al puerto griego de El Pireo. En el muelle le aguardaba una manifestación, encabezada por conocidos miembros del Parlamento heleno, que protestaban por la visita. A bordo del buque, la embajadora de Chile en Atenas, en su alocución oficial de saludo a los oficiales y alumnos, subrayaba el siniestro significado de la dictadura pinochetista. Ella tiene sobrada autoridad y conocimiento para proclamarlo, pues tal embajadora se llama Sofía Prats, hija del general Carlos Prats, el jefe del Ejército chileno que precedió a Pinochet, y que fue asesinado por orden del dictador. Y en la visita del buque al puerto de Split, Croacia, también fue recibido con manifestaciones hostiles, cuyas pancartas decían: "Pinochet y Esmeralda no pasarán". (El País, 21/08/08)




Fotograma de "La muerte y la doncella", de Polanski


"Mi Paulina, mi país", por Ariel Dorfman

Un recorrido personal por Santiago de Chile, 35 años después del golpe de Estado del general Pinochet. Recuerdos de un tiempo en el que la solidaridad de seres anónimos ratificó la esperanza en el ser humano.

Fue en la ciudad de Santiago de Chile y a fines de septiembre de 1973 que conocí a esa mujer. Llegó en su auto a una casa donde yo había estado escondido, uno de los muchos lugares donde me había refugiado después del golpe del 11 de septiembre en que los militares derrocaron al Gobierno democrático de Allende. Nunca me había cruzado con ella antes de esa ocasión y nunca supe su nombre. Sólo importaba que aquella señora era parte de una vasta y clandestina red de hombres y mujeres dedicados a salvar la vida de los adherentes del presidente muerto en La Moneda. Sólo importaba que ella había encontrado a alguien dispuesto a ofrecerme un asilo transitorio. Sólo importaba que los soldados de Pinochet nos matarían si llegaban a capturarnos.

Mientras cruzábamos la ciudad infectada de piquetes y fusiles y miedo, sí, en la médula misma de mi perdurable aprehensión, alcancé a pensar en forma absolutamente insólita: oye, esto es como de película, esta escena es como para filmarla. No pude impedir esa idea absurda. Siempre fui un hijo del cine, acostumbrado, como todos los de mi generación, a filtrar cada experiencia por la pantalla celuloide de mi espíritu, tarareando una melodía para acompañar cada acto de la existencia cotidiana, aun en los momentos más íntimos, los momentos más alarmantes. Pero en este caso una voz interior más prudente agregó: sí, como para filmarla, claro que sí, siempre que sobrevivas para contarle al mundo lo que pasó.

Sobreviví, en efecto, y, en efecto, le conté al mundo esa historia y ahora, en efecto, casi 35 años más tarde, se filmó una película que explora aquellos días azarosos en que me asomé a mi posible muerte y también los errantes años del destierro que me salvó de morir. A fines de 2006, el gran cineasta canadiense Peter Raymont (que ganó el Emmy por Shake hands with the devil, Dándole la mano al Diablo: el camino de Roméo Dallaire) me acompañó a Chile para revisitar las glorias de la revolución de Allende y la devastación que cayó sobre nuestro pueblo después de la asonada de Pinochet. Uno de los regalos inesperados que me brindó este viaje a mis orígenes fue que finalmente pude ubicar a esa mujer anónima y agradecer el auxilio que me había prestado.

La había recordado muchas veces durante mis 17 años de exilio, y cuando se restauró una precaria, todavía amenazada, democracia en 1990, le rendí homenaje al hacer de Paulina, la protagonista de mi obra teatral, La muerte y la doncella, alguien que se había dedicado a rescatar víctimas del golpe de Estado en un país muy similar a Chile. Con la esperanza de que ella, a diferencia de Paulina, hubiese escapado del destino inmisericorde de traición y prisión y tortura que yo tuve que inflingirle a mi personaje.

Por suerte estaba sana y salva -y mientras ella recorrió conmigo las mismas avenidas de antaño, recreando el itinerario por el cual me había guiado en esa lejana época de emergencia, descubrí tanto su nombre como la historia fascinante de su vida-.

Y, sin embargo, esa historia, ese nombre, esa mujer, no están en el documental.

Es cierto, las calles del ahora pacífico Santiago ya no estaban atiborradas de soldados malignos, pero los viejos temores todavía persistían en el aire, y siguen contaminando incontables vidas. Mi Paulina no quiso ser filmada, dijo, porque miembros de su familia no tenían la menor idea de su secreto heroísmo durante el golpe, cómo había arriesgado todo para salvar a subversivos como yo y tantos otros. Si su oculta identidad revolucionaria llegaba a saberse, desplegarse en una pantalla, dijo, podía haber todo tipo de consecuencias que ella prefería evitar. No era así como yo había imaginado nuestra gloriosa reunión.

En forma tal vez ingenua, lo que anticipaba era que, tal como ella me había redimido de la muerte, ahora el documental la redimiría a ella de un olvido injusto. Por cierto, que la cámara que inhibió su presencia en nuestro filme facilitó, en cambio, una serie de otros encuentros que nunca hubieran acaecido de no haber alguien presente para registrarlos, que sólo fueron posibles porque un director me exigía pertinazmente que enfrentara yo el dolor agitándose en la zona prohibida de mi pasado, ese dolor que había tratado de escabullir.

La última vez, por ejemplo, que había visto con vida a Salvador Allende, él estaba en el balcón del Palacio Presidencial, saludando a una muchedumbre de un millón de manifestantes que marchaban con entusiasmo frente a él, con tanto entusiasmo que, con mis compañeros, habíamos dado la vuelta a la manzana para pasar de nuevo bajo ese balcón, como si quisiéramos despedirnos, no dejar de ver a nuestro presidente por una última vez.

Y, ahora, la película de Raymont me permitió pararme en ese mismo balcón, mirar hacia la plaza vacía, calibrar lo que significaba que Allende fuera un cúmulo de cenizas y que ya todos esos hombres y mujeres ya no desfilaban allá abajo con el puño en alto y el corazón lleno de coraje, ya no estaban ahí mis múltiples compañeros desafiando la injusticia de los siglos.

Había escrito extensamente acerca de la invasión de las vidas privadas de cada ciudadano durante la dictadura, y de la violación paralela a sus cuerpos, pero nada me preparó para el sótano que visité donde había operado la Gestapo de Pinochet, donde sus espías habían escudriñado las conversaciones de Chile. Lo que quedaba de aquella abominación era un enjambre de cables torcidos cuya multitud de colores vivaces y hermosos hacía más perverso aún lo que había sucedido en ese antro subterráneo. Ver ese hervidero de hilos sinuosos me hizo mal, me hace mal ahora mismo que escribo estas palabras, retornándome a las noches en que estábamos a punto de ser extinguidos, cuando no nos podíamos permitir el lujo de reconocer lo que ese tipo de represión puede hacerte al alma, hacerle a tu país.

Y al próximo día de mi visita a ese sótano, casi como un responso, en el medio mismo de nuestra filmación, la radio trajo de sopetón la noticia de que el hombre responsable de tanta perfidia, mi Némesis, el general Augusto Pinochet Ugarte, había sufrido un infarto y estaba al borde de la muerte.

Nos fuimos de inmediato al hospital. El exilio es un suplicio incesante, pero te libra, al menos, del fastidio de tener que cohabitar con los fanáticos y cómplices del dictador. Y ahí estaban, afuera de la entrada del hospital, un grupo de mujeres, lamentando a gritos a su líder agónico, capitaneadas por una mujer baja y rubicunda. sus labios teñidos de un rojo carmesí, los dedos regordetes aferrados a un retrato de su héroe, una letanía de lágrimas emergiendo desde detrás de unos incongruentes anteojos de sol. Ahí estaba ella, presentando un espectáculo lastimero y patético para el mundo entero, defendiendo a un hombre que había sido denunciado por tribunales internacionales de varios países y por los mismos jueces chilenos como un torturador, un asesino, un mentiroso, un ladrón. En eso se había convertido Chile: un país donde esta dama que había celebrado la destrucción de la democracia, que había abierto una botella de champaña mientras a mis amigos les acorralaban y les perseguían y les mataban, a esa mujer la estaban transmitiendo a los cuatro vientos mientras que mi Paulina seguía invisible, todavía encubriéndose, todavía sufriendo las consecuencias del terror desatado por aquel General tan frondosamente elogiado.

Y, no obstante, la miseria de esa mujer me conmovió en forma paradojal, inexplicable, casi incontrolable. De manera que, incapaz de detener mis acciones, me aproximé hasta ella y le dije que tal como yo había sufrido el duelo de Allende yo entendía que ahora le tocaba a ella llorar por su líder, al que yo me había opuesto con toda mi fuerza -y también quise que ella se hiciera cargo de cuánto dolor había de nuestro lado-.

Desarmada ante mis palabras, ella alcanzó a murmurar algo semejante a un agradecimiento, todavía no sé si sincero o perplejo o una mezcla de ambas emociones. Pero durante un instante ilusorio, tránsfugo, sentí que compartíamos un territorio, tal vez nuestra concurrencia señalaba débilmente hacia otro país posiblemente diferente. (El País, 20/08/08)



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Monumento a la víctimas de la dictadura (Buenos Aires)



La reproducción de artículos firmados en el blog no implica compartir su contenido pero sí su interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt




Entrada núm. 5152
Publicada el 23/8/2008
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jueves, 13 de octubre de 2016

[A vuelapluma] Trump en la red





El título de esta entrada de hoy no constituye una metáfora, ni una alegoría, ni un deseo subliminal por parte del autor del blog de que el señor Trump, al que detesta cordialmente, se siga enredado en sus propias contradicciones y se pegue una buena hostia en las elecciones del mes próximo, aunque todo hay que decirlo, confío para que ello ocurra tanto o más en el enrevesado sistema electoral estadounidense como en el innato sentido de la libertad de sus conciudadanos.

¿Debemos descuartizar a Trump?, se pregunta el profesor de la Universidad de Oxford Timothy Garton Ash en El País. Para Trump, el engaño es una segunda piel”, señala al comienzo de su artículo. Es lo que me decía -señala- el otro día en Chicago, Nathan, propietario de una pequeña empresa. Yo no habría podido decirlo mejor. Según un análisis reciente, Donald Trump dice una mentira o algo que no es cierto aproximadamente cada cinco minutos. Los medios de comunicación estadounidenses mantienen un gran debate a propósito de cómo informar sobre este demagogo narcisista, fanfarrón, mentiroso, ignorante y peligroso. Pero los medios son parte del problema.

Todos parecen estar de acuerdo, sigue diciendo, en que los presentadores de televisión deben pedirle cuentas cada vez que mete la pata, como hizo Leslie Holt en el primer debate, y no mantener un falso equilibrio entre dos candidatos de calidad y seriedad muy diferentes, lo que la analista Brooke Gladstone llama el prejuicio de la equidad. “Ah, sí, profesor Smith, gracias por defender que la Tierra es redonda, y ahora voy a dar el mismo tiempo y respeto a Mr. Jones, que asegura que la Tierra es plana”. Un ejemplo reciente del prejuicio de la equidad es la cobertura que hizo la tímida e intimidada BBC de la campaña del Brexit.

Es interesante que incluso The New York Times, añade, haya abandonado su habitual imparcialidad y discreción. No sólo porque casi cada día publica dos o tres artículos que atacan a Trump, sino porque sus informaciones, además de incluir excelentes reportajes de investigación sobre Trump como hombre de negocios, farsante y racista, deslizan expresiones, adjetivos y adverbios peyorativos que la vieja dama de gris, antiguamente, no habría aprobado.

Entiendo a la perfección por qué el Times ha dejado su práctica habitual, comenta el profesor Garton. Como decía en un editorial, Trump es “el peor candidato propuesto por un gran partido en la historia moderna de Estados Unidos”. Es un peligro para la paz civil y el prestigio de su país en el mundo. Un amigo italiano lo compara con la reacción de La Repubblica ante el ascenso de Silvio Berlusconi.

Por desgracia, añade, la decisión de tomar partido puede reforzar una tendencia estructural que está corroyendo la democracia norteamericana. Estados Unidos ha defendido siempre la libertad de expresión y la prensa libre con el argumento —mencionado expresamente en la Primera Enmienda de la Constitución— de que es necesaria para el autogobierno democrático. Los ciudadanos, como hacían los antiguos atenienses cuando se reunían a los pies de la Acrópolis, deben poder oír todos los argumentos y pruebas para tomar una decisión informada y, por tanto, poder decir legítimamente que se autogobiernan.

Sin embargo, nos dice, el primer debate televisado entre los dos candidatos no fue más que un breve instante de experiencia común en la plaza pública. El resto del tiempo, los votantes están en su cámara de eco, oyendo opiniones que consolidan las suyas. Este efecto de cámara de eco se vio primero en Internet, con la burbuja informativa y el filtro burbuja, pero se ha convertido en un elemento fundamental de todo el panorama mediático, no solo en la Red y no solo en Estados Unidos. Existe una profusión descontrolada de fuentes de noticias y opiniones, con la correspondiente fragmentación. Los votantes de Trump se alimentan de Fox News, los programas de radio de derechas, sitios de Internet como Breitbart (cuyo jefe supremo es asesor de Trump); los votantes de Clinton, de MSNBC, NPR, PBS, sitios de Internet como Slate o el HuffPost, gente de su misma opinión en las redes sociales... y ahora el periódico anti-Trump, The New York Times.

Como Internet ha destruido, señala más adelante, el modelo de negocio tradicional de la prensa y, al mismo tiempo, permite una enorme abundancia de fuentes, todos compiten ferozmente por quedarse con las visitas y los clics en este terreno abarrotado día y noche: como si fuera el parqué de una Bolsa o la calle de un mercado en India. Hay que gritar. Cuanta más sangre y más rugidos, mejor. A las informaciones y los análisis matizados, equilibrados y basados en pruebas les cuesta hacerse oír. Las posibilidades tecnológicas, los imperativos comerciales y los cambios culturales se unen para convertir la democracia deliberativa en infotainment, en espectáculo.

La realidad televisiva vence a la auténtica, sigue diciendo. Trump, hombre de negocios y antigua estrella de un reality show, es al tiempo creador y producto de este nuevo mundo. En esta realidad alternativa, los hechos, las pruebas y las opiniones de expertos dejan paso a los mitos, las exageraciones, las mentiras y las simplificaciones (el “hagamos que América vuelva a ser grande” de Trump, el “recuperemos el control” del Brexit). Los historiadores de la propaganda saben que las mentiras se imponen por mera repetición, a base de atontar la mente hasta expulsar la verdad. Las cámaras de eco constantes de los medios sectarios y las redes sociales que refuerzan los prejuicios causan un efecto similar.

Una vez tuve la divertida experiencia de tener que defender un libro mío, Los hechos son subversivos, nos dice, en el programa satírico Colbert Report. “¡Qué dice —exclamó Stephen Colbert—, yo no quiero que los hechos me subviertan y me hagan sentirme incómodo, quiero cosas que me hagan sentirme bien!”. Colbert fue quien inventó el término truthiness para indicar esa cómoda verdad alternativa, la que nos gustaría que fuera. Pues bien, la realidad ha superado a su humor satírico. Trump es el maestro de la verdad alternativa. Aunque ya ha dejado de hablar de la partida de nacimiento de Obama, uno de sus comentarios después de que Obama la hiciera pública es un buen ejemplo: “Mucha gente tiene la sensación de que no era un certificado propiamente dicho”. Y yo tengo la sensación de que la Tierra es plana.

En el primer debate, añade poco después, Clinton soltó una frase muy ensayada: “Donald, sé que vives en tu propia realidad”. Y él replicó con otra frase menos practicada, más graciosa y muy reveladora: “Creo que el mejor miembro de su campaña son los grandes medios de comunicación”. Unas palabras propias de la retórica populista en todo el mundo, desde Estados Unidos a Francia y desde Polonia a India, con las que señala que sus partidarios son un grupo asediado por las poderosas élites liberales y que son la única “gente real” (una expresión que utiliza mucho Nigel Farage).

La distorsión, concluye diciendo, está más agudizada en la derecha populista, pero la polarización tendenciosa, los gritos simplistas y las cámaras de eco son un problema en todas partes. Estados Unidos tiene medios de comunicación libres, variados y sin censura, pero que cada vez tienen menos sitio en la plaza pública común. Existe allí un noble lema que nos invita a creer en el “mercado de las ideas”. Lo que estamos presenciando en estas elecciones es el fracaso del mercado de las ideas.

Ariel Dorfman, famoso escritor chileno que reside en Estados Unidos, relataba hace unos días también en El País una anécdota que le ocurrió hace unos años a su madre con las autoridades de inmigración en una de sus visitas a los Estados Unidos que, nos cuenta, podría repetirse -hasta convertirse en una pesadilla- con infinidad de visitantes no estadounidenses, si Trump lograra la victoria en las presidenciales de noviembre. Se titula Mi madre y las cerradas fronteras de Trump, y está escrito con la suficiente ironía como para no resultar ofensivo. 

Donald Trump, nos dice Dorfman, reaccionando antes los recientas ataques de terror, ha llamado al gobierno y la policía a que luchen – al mejor estilo Macartista- contra “el cáncer interno.” Y enseguida exclamó: “Me es incomprensible cómo pudieron haber ingresado a este país.” Evidentemente piensa que éstos y miles de otros criminales parecidos no fueron sometidos al escrutinio drástico (extreme vetting) que propuso como indispensable para bloquear en la frontera estadounidense a terroristas islámicos o propugnadores de la ley de la Sharia. Es dudoso que tales intentos de impedir el acceso de semejantes visitantes a suelo norteamericano tengan éxito alguno.

Hace mucho tiempo atrás, nos cuenta, mi madre, Fanny Zelicovich de Dorfman, que falleció hace mas de veinte aňos, tuvo que enfrentarse a un sistema de interrogación similar al que el candidato republicano patrocina. Su experiencia podría ayudarnos a esclarecer los inconvenientes y trampas que tales exámenes conllevan. Aunque Fanny solía contar de una manera graciosa su detención por oficiales de migración norteamericana, no hubo, desde luego, mucho de qué solazarse cuando ocurrió aquel episodio.

Mi hermana y yo nos enteramos de la desventura de nuestra madre el último día de estadía en un campamento de verano en Massachusetts (fue a fines de julio o tal vez de agosto de 1953), cuando no aparecieron nuestros padres para rescatarnos. Mi papá les había pedido a unos amigos de Boston que se encargaran de nosotros mientras él intentaba extraer a mamá del berenjenal en que se había metido.

El problema se produjo porque mi madre, habiendo acompañado a su marido en un viaje a Europa, decidió no volar con él de vuelta a Estados Unidos, sino hacer la travesía en un lento transatlántico para llegar a Nueva York donde, gracias a que mi padre argentino era un alto oficial de las Naciones Unidas, residíamos hacía nueve aňos, con visa diplomática. Lo que significó que mi madre estaba sola cuando tuvo su encontronazo con los agentes de migración.

Empezaron, dice, por dirigirle una serie de preguntas habituales: su nombre (¿Usa usted ahora o ha usado antes algún apellido diferente del actual?), su dirección, su estatus de residente y, entonces, envalentonados quizás por La Ley McCarran que había sido promulgada el aňo anterior pese al veto del Presidente Truman, decidieron sondear otros aspectos de su identidad.

Are you now or have you ever been a member of the Communist Party? (¿Es usted ahora o ha sido alguna vez miembro del Partido Comunista?). Fue fácil para mamá responder. Rara vez osaba estar en desacuerdo con mi papá sobre lo que fuere, pero respecto al comunismo había disentido de sus fervientes simpatías bolcheviques, aunque siempre lo manifestaba en forma dulce, y con humor. A la hora de la cena anunciaba, con un destello travieso en los ojos, que había fundado una organización, el PCLRCLV (el Partido Comunista Levemente Reformado para Conservar La Vida), del cual ella era presidente, secretaria, tesorera y único adherente. De manera que pudo responder, con toda veracidad, que no, no era ni ahora ni nunca había sido miembro del grupo totalitario que los funcionarios de migración querían extirpar de América.

-¿Aboga por derrocar al gobierno de los Estados Unidos mediante el uso de la fuerza o la subversión?, le preguntaron. 

La pregunta era ridícula, nos dice, pero mi madre prefirió morderse la lengua. No le dijo que amaba muchas cosas del país (adoraba a Roosevelt), hasta el punto de que había contemplado hacerse ciudadana, pero la caza de brujas contra los Rojos, las investigaciones del Congreso en torno a actividades tildadas de antiamericanas, la cruzada de Joseph McCarthy en pos de la pureza ideológica, y la persecución de su propio marido e incontables amigos, le había tornado desagradable e irreconocible esta América de Lincoln. En efecto, ya estábamos planeando mudarnos a Chile. ¿Qué se ganaba con discutir tales asuntos con gente como aquella?

-No – dijo. -Claro que no.

Y finalmente la interpelaron con algo de veras sorpresivo:

-¿Tiene usted la intención de asesinar al Presidente de los Estados Unidos?

Mi madre no se pudo contener. Se río de una pregunta tan absurda, su única intención era bajarse del barco y reunirse con su esposo para que partieran al Norte a buscar a sus dos hijos. Pensó que una broma podría alivianar el proceso.

-Si yo fuera a asesinar al Presidente, ¿usted cree que se los diría?

Confiada de que su encanto pródigo le permitiría sortear siempre cualquier contrariedad, prosigue Dorfman su relato, se asombró de que inmediatamente le bloquearan el ingreso a los Estados Unidos y la mandaran a Ellis Island para que se investigaran a fondo sus actividades díscolas y posiblemente letales. A sus protestas de que se trataba tan solo de un chiste se le replicó: "Estas cosas no son como para reírse, señora Dorfman".

Las leyendas de la familia, sigue diciendo, y la inclinación narrativa irreprimible de mi mamá para exagerar en forma épica toda aventura sostienen que ella estuvo detenida durante tres días en esa isla frente a Manhattan donde durante décadas millones de inmigrantes habían sido depurados y registrados antes de entrar los Estados Unidos, pero pienso que su odisea probablemente no duró más que una larga noche. Lo que sí es cierto es que el entonces Secretario General de las Naciones Unidas, Dag Hammarskjöld, tuvo que intervenir personalmente para convencer a los comisarios que la dicha Fanny Zelicovich de Dorfman no constituía amenaza alguna para la seguridad o el bienestar de la nación ni tampoco atentaría contra la salud o la vida de su Presidente.

Sesenta y tres aňos más tarde, concluye Dorfman su artículo, en medio de una era dominada por el miedo a lo foráneo y diferente – musulmanes en vez de Rojos como el enemigo, la ley Sharia en vez del marxismo doctrinario como filtro y enfoque -, el encuentro de mi madre con aquellos inquisidores y sus pesquisas, ofrece evidencia anecdótica de cómo el tipo de escrutinio drástico propuesto por Donald Trump, además de violar la constitución norteamericana, terminaría por apresar en la frontera a gente inocente como Fanny Zelicovich mientras criminales experimentados pasarían la prueba sin mayores dificultades. Aquellos que están verdaderamente decididos a causar devastación ocultarán sin duda sus propósitos (¿o no han recibido acaso un entrenamiento intensivo?), y aquellos que son tan ingenuos como para llevar a cabo una broma acerca de la paranoia vigente serán entregados a las manos ineficientes de la Homeland Security. Y eso, en efecto, es demasiado serio como para reírse.



Caricatura publicada en El Imparcial, México




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt




Entrada núm. 2958
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sábado, 19 de noviembre de 2011

Günter Grass: El pasado al acecho






Günter Grass




El artículo del escritor chileno Ariel Dorfman en El País de hoy ("Günter Grass: Las claves de una ira") sobre el pasado nazi del escritor y Premio Nobel alemán, tan de actualidad, me ha producido una evidente desazón. Me parece bien que esas cosas se saquen a relucir -si es que no nos encontramos inmersos en una campaña destinada a publicitar su último libro- pero de ahí a poner en duda el valor moral de una persona que, con todos los errores que se le quieran achacar en su pasado, ha dado pruebas sobradas de talla moral en su trayectoria vital posterior, media un abismo. Creo que Dorfman lo describe bastante bien y la anécdota que le da pie para escribir su artículo resulta clarificadora del drama de tantas personas que, en un momento de sus vidas, erraron en el camino a tomar.

Acompaño la entrada con el vídeo realizado sobre la presentación de su último libro "Pelando la cebolla" (Alfaguara, Madrid, 2007) en Madrid. 

Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt





"Pelando la cebolla", de Günter Grass






"Günter Grass. Las claves de una ira", por Ariel Dorfman
El País, 24/8/2006

La primera vez que conocí a Günter Grass, nos peleamos furiosamente. Fue en marzo de 1975, si no recuerdo mal, que lo visité en su hogar cerca de Hamburgo, una amplia casa rural que daba a un río más plácido de lo que iba a ser, por cierto, nuestra relación tormentosa.

Al principio, todo anduvo sobre ruedas. Me había traído a ese lugar su gran amigo Freimut Duve, eminente editor, defensor de los derechos humanos y diputado alemán socialdemócrata por aquel distrito. Mientras Grass cocinaba una suculenta sopa de pescado -¡ya me habían advertido que era un gran cocinero!-, hablamos sobre su obra y la influencia descomunal que había tenido su Trilogía de Danzig en mi propia producción. De a poco, fui deslizando la razón, menos literaria, por la cual yo había buscado este encuentro. Había viajado desde el París de mi exilio -providencialmente, como se verá, con mi mujer Angélica- para proponerle a Grass que prestara su firma a una campaña en defensa de una cultura chilena amenazada por Pinochet que habíamos armado con García Márquez, Cortázar, Rafael Aberti y Matta, entre muchos otros artistas e intelectuales. Ya se había sumado Heinrich Boll y pensaba que no sería difícil convencer a este otro Premio Nobel alemán de que nos diera su entusiasta adhesión.

Cuando terminé mi exposición, sin embargo, se quedó callado un largo rato. Enseguida, le puso una tapa a la olla, bajó el gas para que se fuera guisando aquel bouillabaise tedesco con toda la lentitud que se merecía, y se fue a contemplar unos hermosos dibujos en que estabatrabajando.

Al levantar la vista, noté en sus ojos un sorprendente resplandor de cólera. Y dijo: “¿Por qué no quieren asistir los compañeros
socialistas chilenos a la reunión en defensa de los patriotas checos que se hará en Francia este verano?”.

Yo le expliqué que, por mucha simpatía que tuviéramos muchos demócratas chilenos por la primavera de Praga y la lucha de los
disidentes checos, era políticamente inviable manifestar tal predilección en forma pública. Hubiera significado una ruptura con los comunistas chilenos en un momento en que ellos formaban parte -más aún, eran la espina dorsal- de la resistencia a la dictadura, tal como habían sido pieza clave y leal durante el Gobierno de Salvador Allende.

Mi aclaración no logró aplacar a Günter Grass. Para él, los soviéticos habían intervenido en Checoslovaquia con la misma arrogancia imperial que los norteamericanos en Chile, y era crucial denunciar simultáneamente a los dos superpoderes, unirse en la defensa del socialismo democrático, seguir buscando un modelo económico y social que rompiera con los grandes bloques hegemónicos. Y cuando yo respondí que para sacarnos a Pinochet de encima no podíamos perjudicar el indispensable apoyo de la Unión Soviética, junto al de sus aliados, el autor de El tambor de hojalata, no quiso dirigirme más la palabra. Por suerte, había quedado seducido con el encanto de mi mujer y dedicó el resto de nuestra visita a conversar animadamente con ella. Comenté más tarde con mi amigo Freimut que, de no haber estado Angélica presente, Grass seguramente me hubiera expulsado de su hogar. Al despedirse, eso sí, me lanzó algunas palabras finales: “Cuando algo es moralmente correcto”, dijo, “hay que defenderlo sin preocuparse de las consecuencias políticas o personales que vamos a pagar”.

Pienso ahora, treinta años más tarde, en esa admonición perentoria que me espetó. Sería fácil devolvérsela con altivez, echarle en cara sus propias fallas éticas a ese hombre que me había exigido rectitud insobornable, preguntarle hoy con qué derecho trataba de darme lecciones de honradez alguien que escondía en ese mismo momento su propio pasado nazi. Esa ha sido, por lo demás, la reacción de la mayoría de los comentaristas.

Aunque tal indignación me parece comprensible, sospecho que es también intelectualmente peligrosa y hasta un poco holgazana. Porque no creo que el hecho de que Günter Grass haya ocultado durante casi toda su vida su participación en las SS de Hitler invalide sus posteriores posturas morales o políticas. Tenía razón en sus juicios sobre Alemania y la amnesia que la aquejaba. Tenía razón en su defensa de la revolución sandinista. Tenía razón en que la reunificación de su paísdebió haberse llevado a cabo de otra manera. Tenía razón en que es necesario recordar a las víctimas alemanas de los bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial. Y tenía razón también en el caso particular que llevó a que nuestro primer encuentro fuera tan desafortunado. Yo mismo se lo hice saber unos años más tarde, cuando coincidimos en La Haya para una conferencia literaria, y se lo reiteré en varias
ocasiones en las décadas siguientes: los socialistas chilenos deberíamos haber abrazado la causa de los disidentes de los países comunistas con mayor arrojo e integridad y yo mismo, como escritor, tenía una obligación adicional de plantearme a favor de la libertad, dondequiera que se viese vulnerada.

Tenía razón Günter Grass, sí, pero todos estos años me quedó dando vuelta otra pregunta más enigmática: ¿por qué tanta furia frente a lo que era, después de todo, una legítima diferencia de opiniones? ¿Por qué tanta cólera?

Ése es el misterio que las revelaciones sobre el pasado de Grass permiten ahora ir -tal vez, tal vez- develando. ¿No es posible que fuera precisamente ese joven nazi, ese culpable alter ego adolescente, el que demandaba a su encarnación adulta que nunca más se permitiera una posición que no fuera transparente, definitiva, éticamente tajante? ¿No explica eso tanto arrebato, tanta efervescencia?

Claro que hay que tener cuidado. Si algo nos enseña la obra literaria de este autor gigante es que somos seres complejos y contradictorios y probablemente indescifrables. No sería justo que termináramos reduciendo toda la vida de un escritor tan magníficamente múltiple a los mensajes que sin duda le fue susurrando a lo largo de su existencia aquel ser pretérito, maligno e inocente, que seguía pernoctando en su oscuro interior, ese pasado suyo que Günter Grass nunca pudo, creo yo, perdonar.







Ariel Dorfman




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Entrada núm. 1417
Reedición de la publicada originalmente 
en "Desde el trópico de Cáncer" el 24/8/2006
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"Tanto como saber, me agrada dudar" (Dante)
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sábado, 23 de agosto de 2008

*Chile. Septiembre del 73




Sendos artículos del periódico El País: "No pasarán", de Prudencio García, investigador y consultor internacional del Instituto Ciencia y Sociedad, el día 21, y "Mi Paulina, mi país", de Ariel Dorfman, escritor chileno, el día 20, recrean los acontecimientos que sacudieron Chile hace ahora treinta y cinco años. El de Prudencio García se centra en los episodios de represión que tuvieron como marco y escenario el buque escuela de la armada chilena, el tristemente famoso "Esmeralda". El artículo de Ariel Dorfman se centra en rescatar la figura de la mujer que le salvó la vida aquel 11 de septiembre, primero ocultándole de los soldados, y más tarde facilitándole la huida de Chile. Es el próximo 11 de septiembre que se cumplen esos treinta y cinco años del golpe militar encabezado por el general Augusto Pinochet y del derrocamiento y muerte del presidente de la república, Salvador Allende.

Ambos escritos, que reproduzco más adelante, me han hecho recordar una anécdota que viví personalmente a mediados de los años 80, que no tienen que ver con Chile, sino con la dictadura militar argentina que asoló el gran país sudamericano entre 1976 y 1983, y que nunca había contado hasta hoy.

No recuerdo el año con exactitud, puede que fuera el 85 ó 86, en verano. Había ido a Madrid con un compañero de trabajo y de militancia sindical a una reunión de Comités de Empresa de la compañía para la que yo trabaja. La reunión oficial era un viernes por la tarde y hasta media mañana la teníamos libre, así que nos acercamos los dos a visitar el Palacio Real de Madrid a primera hora. Allí, entre el grupo de turistas del que nos tocó formar parte, había dos jóvenes argentinas, que estaban de visita en Madrid, con las que entablamos conversación. Eran hermanas. La mayor, azafata de las líneas aéreas argentinas; la más joven, estudiante de Derecho. Quedamos para recogerlas por la noche en su hotel, así que cuando terminó nuestra reunión fuimos a buscarlas, estuvimos de tapas por el Madrid de los Austrias que tan bien conocía yo, y terminamos en una sala de fiestas de la Gran Vía. A la mañana siguiente, las recogimos de nuevo en su hotel y en un coche que habíamos alquilado para nosotros, fuimos los cuatro a visitar El Escorial, el Palacio de La Granja y Segovia, donde comimos, como no podía ser menos, en El Mesón de Cándido. De vuelta a Madrid esa noche, nos despedíamos de ellas y volábamos a Gran Canaria de madrugada. Nunca volvimos a saber de ellas. Creo que nos dimos nuestras direcciones respectivas, pero ni nosotros las escribimos a ellas, ni ellas a nosotros.

¿Qué tiene que ver toda esta historia con las dictaduras militares del cono sur americano de esos años?... La más joven de ambas hermanas, la estudiante de Derecho, había trabajado hasta unos meses antes como agente judicial en un Juzgado de Buenos Aires. Todo iba a pedir de boca, estaba haciendo lo que le gustaba, y pensaba dedicarse a ejercer como juez cuando terminara sus estudios. Hasta que tuvo que acompañar al juez, como secretaria, al levantamiento de una fosa común, producto de la represión militar, recien encontrada. Entre los cadáveres, lo primero que descubrieron fue el de una mujer con un bebé en sus brazos, que aún sujetaba los restos de su muñeca... Nos confesó, entre lágrimas, que no pudo soportarlo, y menos aún, la idea de tener que repetir la experiencia. Abandonó su trabajo en el juzgado y lo único que quería ahora era terminar sus estudios y dedicarse a la abogacía. Espero que lo consiguiera.

El chileno Ariel Dorfman es autor de una obra teatral, "La muerte y la doncella", llevada al cine por Roman Polanski con ese mismo título en 1994. En ella se relata la historia de una mujer, casada con un miembro del gobierno chileno encargado de estudiar y revisar todos los casos de desapariciones, torturas y asesinatos llevados a cabo durante la dictadura militar, que una noche recibe en su casa la visita de un hombre, al que casualmente ha conocido e invitado su esposo, y que resulta ser su antiguo torturador durante la represión militar... La tengo grabada desde hace varios meses y nunca me había decidido a verla. Creo que esta noche lo haré. Sean felices. Y buen fin de semana. HArendt




"No pasarán", por Prudencio García

Hoy me apodero de Rusia; ¿qué ropa me pongo?", preguntó la futura Catalina la Grande a su doncella horas antes de asestar el audaz golpe palaciego que le permitió acaparar todo el poder imperial. Seguro que el teniente coronel Antonio Tejero lo tuvo más claro a la hora de elegir su indumentaria para su propio golpe de 1981. En cualquier caso, es evidente que quien va a salvar una patria o adjudicarse un imperio no puede vestirse de cualquier forma. Son ocasiones históricas de gran trascendencia, cuya excepcionalidad exige una cierta prestancia formal.

Sin embargo, este detalle fue groseramente ignorado por los oficiales y guardiamarinas del buque escuela Esmeralda de la Armada de Chile en otra ocasión histórica: el golpe pinochetista del 11 de septiembre de 1973. Su forma de salvar a la patria en aquella destacada ocasión consistió en enfundarse las ásperas prendas de faena y dedicarse a golpear, vejar y torturar desde aquel mismo día, a bordo del buque, atracado en el área militar del puerto de Valparaíso, a numerosos detenidos acusados de algún tipo de militancia favorable al Gobierno socialista que aquella misma mañana acababa de ser sangrientamente derrocado.

Entre las víctimas llevadas al buque en aquellas primeras horas se hallaban el alcalde de la misma ciudad de Valparaíso, Sergio Vuskovitz, y el letrado del Ministerio de Interior Luis Vega. El trato recibido por las mujeres fue particularmente infame. La entonces universitaria María Eliana Comené resultó contagiada de gonorrea tras las repetidas violaciones que allí sufrió. Días después era también arrestado y conducido al buque el sacerdote anglochileno Miguel Woodward, que resultaría muerto como consecuencia de las torturas allí recibidas.

Instituciones tan dispares como Amnistía Internacional y el Senado de EE UU, además de las dos comisiones investigadoras oficiales (Rettig y Valech), denunciaron en su día los criminales excesos cometidos a bordo del buque.

Los recluidos en la nave el mismo día del golpe atestiguan que, al llegar al buque, fueron obligados a pasar entre una doble fila de guardiamarinas en ropa de faena, que les golpeaban brutalmente y les sometían a toda clase de atropellos físicos y psíquicos.

Atención al detalle: en ropa de faena. Qué zafiedad. Qué ignorancia del decoro estamental y de las exigencias formales de un honorable golpe de Estado que se precie. Craso error histórico y social. Se empieza vistiendo de forma informal y se acaba torturando curas, violando mujeres, asesinando demócratas y causando horror incluso a ese mismo mundo occidental al que supuestamente se pretende salvar. La Historia nunca perdona este tipo de deslices.

Prescindiendo ya de toda jocosa ironía sobre las indumentarias adecuadas para las grandes acciones patrióticas, y refiriéndonos únicamente al núcleo de la cuestión, entremos en el área, mucho más seria, de los comportamientos institucionales.

Los oficiales y alumnos guardiamarinas que hoy viajan a bordo del Esmeralda en su gira de instrucción anual número 53 no son, obviamente, las mismas personas que incurrieron en tales aberraciones tantos años atrás.

Pero la institución sí es la misma. La misma que durante tres décadas ha negado lo sucedido y ha entorpecido toda investigación. La misma institución -la Armada de Chile- cuya presión corporativa, a lo largo de tanto tiempo, ha impedido el juicio y castigo de los que sí cometieron aquellos crímenes. Se trata del mismo estamento que se ha escandalizado hace unos meses, al ver finalmente procesados por la insobornable jueza Eliana Quezada a los cuatro altos jefes (hoy almirantes retirados) que ejercieron el mando en aquellos puestos operativos desde los que se ordenaron las acciones perpetradas en la zona marítima de Valparaíso, en aquellas jornadas luctuosas de septiembre de 1973.

No resulta extraño que las visitas del buque a puertos como Río de Janeiro, Buenos Aires, Tokio, Sidney, Wellington y tantos otros hayan ido acompañadas, en distintos años, de diversos tipos de protestas, sin olvidar la suspensión de las visitas a Estocolmo, El Ferrol, Las Palmas y otros puertos europeos en 2003. Tales protestas se siguen produciendo en nuestros días. Este mismo verano, al visitar Cádiz (en cuyos astilleros la nave fue fabricada), su llegada fue deliberadamente precedida por la proyección, por Amnistía Internacional, del documental El lado oscuro de la Dama Blanca, del cineasta chileno Patricio Henríquez, reportaje que recordó a la población gaditana el historial, no precisamente inmaculado, del hermoso navío visitante.

Este 22 de julio, el Esmeralda llegaba al puerto griego de El Pireo. En el muelle le aguardaba una manifestación, encabezada por conocidos miembros del Parlamento heleno, que protestaban por la visita. A bordo del buque, la embajadora de Chile en Atenas, en su alocución oficial de saludo a los oficiales y alumnos, subrayaba el siniestro significado de la dictadura pinochetista. Ella tiene sobrada autoridad y conocimiento para proclamarlo, pues tal embajadora se llama Sofía Prats, hija del general Carlos Prats, el jefe del Ejército chileno que precedió a Pinochet, y que fue asesinado por orden del dictador. Y en la visita del buque al puerto de Split, Croacia, también fue recibido con manifestaciones hostiles, cuyas pancartas decían: "Pinochet y Esmeralda no pasarán". (El País, 21/08/08)




"Mi Paulina, mi país", por Ariel Dorfman

Un recorrido personal por Santiago de Chile, 35 años después del golpe de Estado del general Pinochet. Recuerdos de un tiempo en el que la solidaridad de seres anónimos ratificó la esperanza en el ser humano.

Fue en la ciudad de Santiago de Chile y a fines de septiembre de 1973 que conocí a esa mujer. Llegó en su auto a una casa donde yo había estado escondido, uno de los muchos lugares donde me había refugiado después del golpe del 11 de septiembre en que los militares derrocaron al Gobierno democrático de Allende. Nunca me había cruzado con ella antes de esa ocasión y nunca supe su nombre. Sólo importaba que aquella señora era parte de una vasta y clandestina red de hombres y mujeres dedicados a salvar la vida de los adherentes del presidente muerto en La Moneda. Sólo importaba que ella había encontrado a alguien dispuesto a ofrecerme un asilo transitorio. Sólo importaba que los soldados de Pinochet nos matarían si llegaban a capturarnos.

Mientras cruzábamos la ciudad infectada de piquetes y fusiles y miedo, sí, en la médula misma de mi perdurable aprehensión, alcancé a pensar en forma absolutamente insólita: oye, esto es como de película, esta escena es como para filmarla. No pude impedir esa idea absurda. Siempre fui un hijo del cine, acostumbrado, como todos los de mi generación, a filtrar cada experiencia por la pantalla celuloide de mi espíritu, tarareando una melodía para acompañar cada acto de la existencia cotidiana, aun en los momentos más íntimos, los momentos más alarmantes. Pero en este caso una voz interior más prudente agregó: sí, como para filmarla, claro que sí, siempre que sobrevivas para contarle al mundo lo que pasó.

Sobreviví, en efecto, y, en efecto, le conté al mundo esa historia y ahora, en efecto, casi 35 años más tarde, se filmó una película que explora aquellos días azarosos en que me asomé a mi posible muerte y también los errantes años del destierro que me salvó de morir. A fines de 2006, el gran cineasta canadiense Peter Raymont (que ganó el Emmy por Shake hands with the devil, Dándole la mano al Diablo: el camino de Roméo Dallaire) me acompañó a Chile para revisitar las glorias de la revolución de Allende y la devastación que cayó sobre nuestro pueblo después de la asonada de Pinochet. Uno de los regalos inesperados que me brindó este viaje a mis orígenes fue que finalmente pude ubicar a esa mujer anónima y agradecer el auxilio que me había prestado.

La había recordado muchas veces durante mis 17 años de exilio, y cuando se restauró una precaria, todavía amenazada, democracia en 1990, le rendí homenaje al hacer de Paulina, la protagonista de mi obra teatral, La muerte y la doncella, alguien que se había dedicado a rescatar víctimas del golpe de Estado en un país muy similar a Chile. Con la esperanza de que ella, a diferencia de Paulina, hubiese escapado del destino inmisericorde de traición y prisión y tortura que yo tuve que inflingirle a mi personaje.

Por suerte estaba sana y salva -y mientras ella recorrió conmigo las mismas avenidas de antaño, recreando el itinerario por el cual me había guiado en esa lejana época de emergencia, descubrí tanto su nombre como la historia fascinante de su vida-.

Y, sin embargo, esa historia, ese nombre, esa mujer, no están en el documental.

Es cierto, las calles del ahora pacífico Santiago ya no estaban atiborradas de soldados malignos, pero los viejos temores todavía persistían en el aire, y siguen contaminando incontables vidas. Mi Paulina no quiso ser filmada, dijo, porque miembros de su familia no tenían la menor idea de su secreto heroísmo durante el golpe, cómo había arriesgado todo para salvar a subversivos como yo y tantos otros. Si su oculta identidad revolucionaria llegaba a saberse, desplegarse en una pantalla, dijo, podía haber todo tipo de consecuencias que ella prefería evitar. No era así como yo había imaginado nuestra gloriosa reunión.

En forma tal vez ingenua, lo que anticipaba era que, tal como ella me había redimido de la muerte, ahora el documental la redimiría a ella de un olvido injusto. Por cierto, que la cámara que inhibió su presencia en nuestro filme facilitó, en cambio, una serie de otros encuentros que nunca hubieran acaecido de no haber alguien presente para registrarlos, que sólo fueron posibles porque un director me exigía pertinazmente que enfrentara yo el dolor agitándose en la zona prohibida de mi pasado, ese dolor que había tratado de escabullir.

La última vez, por ejemplo, que había visto con vida a Salvador Allende, él estaba en el balcón del Palacio Presidencial, saludando a una muchedumbre de un millón de manifestantes que marchaban con entusiasmo frente a él, con tanto entusiasmo que, con mis compañeros, habíamos dado la vuelta a la manzana para pasar de nuevo bajo ese balcón, como si quisiéramos despedirnos, no dejar de ver a nuestro presidente por una última vez.

Y, ahora, la película de Raymont me permitió pararme en ese mismo balcón, mirar hacia la plaza vacía, calibrar lo que significaba que Allende fuera un cúmulo de cenizas y que ya todos esos hombres y mujeres ya no desfilaban allá abajo con el puño en alto y el corazón lleno de coraje, ya no estaban ahí mis múltiples compañeros desafiando la injusticia de los siglos.

Había escrito extensamente acerca de la invasión de las vidas privadas de cada ciudadano durante la dictadura, y de la violación paralela a sus cuerpos, pero nada me preparó para el sótano que visité donde había operado la Gestapo de Pinochet, donde sus espías habían escudriñado las conversaciones de Chile. Lo que quedaba de aquella abominación era un enjambre de cables torcidos cuya multitud de colores vivaces y hermosos hacía más perverso aún lo que había sucedido en ese antro subterráneo. Ver ese hervidero de hilos sinuosos me hizo mal, me hace mal ahora mismo que escribo estas palabras, retornándome a las noches en que estábamos a punto de ser extinguidos, cuando no nos podíamos permitir el lujo de reconocer lo que ese tipo de represión puede hacerte al alma, hacerle a tu país.

Y al próximo día de mi visita a ese sótano, casi como un responso, en el medio mismo de nuestra filmación, la radio trajo de sopetón la noticia de que el hombre responsable de tanta perfidia, mi Némesis, el general Augusto Pinochet Ugarte, había sufrido un infarto y estaba al borde de la muerte.

Nos fuimos de inmediato al hospital. El exilio es un suplicio incesante, pero te libra, al menos, del fastidio de tener que cohabitar con los fanáticos y cómplices del dictador. Y ahí estaban, afuera de la entrada del hospital, un grupo de mujeres, lamentando a gritos a su líder agónico, capitaneadas por una mujer baja y rubicunda. sus labios teñidos de un rojo carmesí, los dedos regordetes aferrados a un retrato de su héroe, una letanía de lágrimas emergiendo desde detrás de unos incongruentes anteojos de sol. Ahí estaba ella, presentando un espectáculo lastimero y patético para el mundo entero, defendiendo a un hombre que había sido denunciado por tribunales internacionales de varios países y por los mismos jueces chilenos como un torturador, un asesino, un mentiroso, un ladrón. En eso se había convertido Chile: un país donde esta dama que había celebrado la destrucción de la democracia, que había abierto una botella de champaña mientras a mis amigos les acorralaban y les perseguían y les mataban, a esa mujer la estaban transmitiendo a los cuatro vientos mientras que mi Paulina seguía invisible, todavía encubriéndose, todavía sufriendo las consecuencias del terror desatado por aquel General tan frondosamente elogiado.

Y, no obstante, la miseria de esa mujer me conmovió en forma paradojal, inexplicable, casi incontrolable. De manera que, incapaz de detener mis acciones, me aproximé hasta ella y le dije que tal como yo había sufrido el duelo de Allende yo entendía que ahora le tocaba a ella llorar por su líder, al que yo me había opuesto con toda mi fuerza -y también quise que ella se hiciera cargo de cuánto dolor había de nuestro lado-.

Desarmada ante mis palabras, ella alcanzó a murmurar algo semejante a un agradecimiento, todavía no sé si sincero o perplejo o una mezcla de ambas emociones. Pero durante un instante ilusorio, tránsfugo, sentí que compartíamos un territorio, tal vez nuestra concurrencia señalaba débilmente hacia otro país posiblemente diferente. (El País, 20/08/08)




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Monumento a la víctimas de la dictadura (Buenos Aires)