viernes, 28 de diciembre de 2018

[SONRÍA, POR FAVOR] Al menos hoy viernes, 28 de diciembre, Día de los Inocentes





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. También, como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Un servidor de ustedes tiene escaso sentido del humor, aunque aprecio la sonrisa ajena e intento esbozar la propia. Identificado con la primera de las acepciones citadas, en la medida de lo posible iré subiendo periódicamente al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa diaria española, tanto en la actual, como la pasada. 






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire

jueves, 27 de diciembre de 2018

[RETAZOS LITERARIOS] Hoy, con "La carta del enamorado", de Juan José Millás





La noción de brevedad ronda siempre las consideraciones sobre la minificción de los minirrelatos. Aunque la brevedad no sea, ni con mucho, el único rasgo que es necesario observar en estas brillantes construcciones verbales, resulta lógico que para el lector común, e inclusive en cierta medida para el escritor, resalte de manera especial. 

Fue, en efecto, la primera característica que llamó la atención de lectores y críticos de esta forma literaria: la que primero produjo desconcierto y, a partir de allí, admiración. Ocurre, sin embargo, que tal noción es eminentemente subjetiva. Se puede considerar breve un relato de ocho o diez páginas, pero también lo será uno de un par de páginas, e igualmente, y con mayor razón, algún texto de extensión aún menor, que podremos describir en función de un determinado número máximo de líneas o de palabras, y no de páginas ni de párrafos. 

Pesan en este sentido la tradición de una literatura, y también la implícita comparación -casi instintiva, casi subconsciente- que formulamos con otros textos que conocemos, o bien con lo que se considera cuento o relato en nuestra propia literatura o en una distinta de ella. ¿Habremos de aceptar una categoría nueva, la del microrrelato brevísimo o hiperbreve, aunque el nombre resulte redundante? ¿O bien entenderemos que hay casos en que el escritor extrema alguna de las características que también tienen otros textos de este tipo, y ese hecho es percibido por el lector como un factor de diferenciación? 

Continúo hoy la serie de Retazos literarios con el titulado La carta del enamorado, de Juan José Millás, escritor y periodista español, cuya extensa obra narrativa ha sido traducida a veintitrés idiomas. Cursó la mayoría de sus estudios como nocturno mientras trabajaba en una caja de ahorros. En la universidad empezó Filosofía y Letras, que abandonó al tercer año. Obtuvo un trabajo como administrativo en Iberia y se consagró a la lectura y la escritura.

En su numerosa obra, de introspección psicológica en su mayoría, cualquier hecho cotidiano se puede convertir en un suceso fantástico. Para ello creó un género literario personal, el articuento, en el que una historia cotidiana se transforma por obra de la fantasía en un punto de vista para mirar la realidad de forma crítica. Sus columnas de los viernes en El País han alcanzado un gran número de seguidores por la sutileza y originalidad de su punto de vista para tratar los temas de la actualidad, así como por su gran compromiso social y la calidad de su estilo. Ha recibido numerosos reconocimientos y premios, entre los que se encuentran algunos de los más importantes de España, como el Nadal, Planeta y Nacional de Narrativa. 

Sobre Internet escribió un artículo que alcanzó gran difusión, en el que decía lo siguiente: "Internet es un territorio fabuloso porque nada se respeta en él... Ya no podríamos imaginar la vida sin ese continente que nos abre a horizontes nuevos cada día... Cualquier día de estos, entro yo mismo en el artículo de Wikipedia donde se da cuenta de mi biografía y pongo que me he retirado a una isla griega para quitarme de en medio. Y sin dejar de estar aquí, en alguna dimensión de la realidad, me encontraré frente al mar, retirado del tabaco, de la bebida, del deseo, retirado de mí".

Les dejo con su relato:



LA CARTA DEL ENAMORADO
por
Juan José Millás

Hay novelas que aun sin ser largas no logran
 comenzar de verdad hasta la página 50 o la 60. 
A algunas vidas les sucede lo mismo. 
Por eso no me he matado antes, señor juez.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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miércoles, 26 de diciembre de 2018

[A VUELAPLUMA] Vivir en Matrix





Vivimos en Matrix, y nos cuesta reconocer el progreso, pero la gran paradoja es que mientras los datos nos indican que esta es la era de mayor prosperidad y paz de la historia, la percepción que tenemos es que atravesamos la época más crítica y convulsa de la misma, escribe Víctor Lapuente Giné, profesor titular en el Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Gotemburgo e investigador en el Instituto de Calidad de Gobierno de dicha universidad. 

Ya lo dijo Platón: Vivimos en una caverna. También Elon Musk, quien cree que estamos presos en una fantasía virtual como en la película Matrix. Y es que visionarios de distintas épocas han coincidido en señalar que el mundo que percibimos no es el real.

Pero ahora tenemos la evidencia. Un grupo de científicos, liderados por el psicólogo Daniel Gilbert, ha probado la existencia de un mecanismo cerebral que nos impide captar la realidad con objetividad. Tiene un nombre pomposo —“cambio conceptual inducido por la prevalencia”—, pero implicaciones serias para la vida cotidiana. La idea es que, cuando la presencia de un problema (por ejemplo, la discriminación o la pobreza) se reduce, los humanos ampliamos su definición. Con lo que no sentimos la mejora.

En una serie de experimentos, Gilbert y sus coautores han mostrado que, a medida que un fenómeno se vuelve menos frecuente, incluimos en él más elementos. Por ejemplo, cuando los puntos azules empiezan a escasear en un papel, contamos como azules los puntos violetas. Cuando disminuyen las caras amenazantes en las ruedas de reconocimiento, comenzamos a evaluar los rostros neutros como amenazantes. O, cuando las propuestas poco éticas se tornan esporádicas, rechazamos iniciativas que antes habríamos calificado como éticamente correctas.

No tenemos constancia de que, como en Matrix, este dispositivo que deforma nuestra visión de la realidad haya sido implantado en nuestras mentes por robots. Los científicos intuyen que, más bien, es un engranaje evolutivo que cumplía una función en el amanecer de nuestra especie.

Pero, en la actualidad, eleva el estrés social. Colectivamente, somos incapaces de dar carpetazo, o importancia relativa, a ninguna preocupación. Por ejemplo, hasta hace unos años, el término agresión se utilizaba para designar las invasiones o los ataques físicos no provocados. Pero, hoy en día, consideramos como agresiones comportamientos tan variados como no establecer suficiente contacto ocular con nuestro interlocutor, o preguntarle de dónde viene.

Cuando —o, mejor dicho, precisamente porque— este es el periodo de la historia donde las agresiones son menos habituales, nos sentimos más agredidos (y potencialmente agresores) que nunca. Algo similar sucede con conceptos que han ido ensanchándose durante las últimas décadas, como acoso, desorden mental, trauma, adicción o prejuicio.

Quizás es para bien. Pues la expansión de los problemas indica que somos socialmente más conscientes del sufrimiento ajeno. O quizás para mal. Pues también conlleva el vacuo ascenso de lo políticamente correcto. Los psicólogos son agnósticos sobre si este resorte mental es positivo o negativo.

Pero los científicos sociales y periodistas debemos ser conscientes de sus efectos, porque afecta a la esencia de nuestra actividad: valorar objetivamente el mundo. En la industria de la investigación, la información y el entretenimiento nos beneficiamos de este dispositivo mental porque, junto a los políticos, somos vendedores de problemas sociales.

La desventaja más palmaria es nuestra inhabilidad para reconocer el progreso. La gran paradoja es que, mientras los datos nos indican que esta es la era de mayor prosperidad y paz de la historia, la percepción que se deriva leyendo la prensa o viendo la televisión es que atravesamos la época más “crítica” y “convulsa”. Hace 30 años, uno de cada tres ciudadanos del mundo vivía en la extrema pobreza. Ahora solo uno de cada diez. Y, mientras durante la mayor parte de nuestra existencia la esperanza de vida era de unos 30 años, ahora vivimos hasta los 70. Y, en países como España, por encima de los 80.

Divulgadores como Steven Pinker llevan tiempo preguntándose cómo es posible que, frente a estas certezas empíricas, califiquemos cada año como uno de los peores de la historia. Ahora tenemos una respuesta. Justamente porque todo mejora, vemos problemas por todos los lados. La agenda de urgencias sociales rebosa. Añadimos nuevos retos, como el cambio climático, pero no podemos deshacernos de los viejos quebraderos de cabeza. Sanidad, educación, seguridad ciudadana… Todo ámbito de la cotidianeidad exige mayor atención. Y, por supuesto, más recursos.

La redefinición artificial de los asuntos públicos se produce hasta en los temas que, por su propia naturaleza, son fáciles de cuantificar. Como el terrorismo. Muchos analistas y políticos entienden que es muy grave que los etarras no hayan reconocido explícitamente su derrota o que se inicie el acercamiento de presos. Pero, a esos mismos analistas, estas cuestiones les hubieran parecido hace años nimiedades frente al Problema con mayúsculas: los asesinatos de ETA. El fin de la violencia no ha supuesto pues la desaparición del terrorismo como preocupación social, sino su reinvención.

Esta extensión interesada de los problemas afecta sobremanera a la crisis catalana. Y a ambos lados. La contrariedad principal para los constitucionalistas era la declaración unilateral de independencia. Pero, una vez la unilateralidad ha dejado de ser una amenaza, en lugar de celebrarlo (y reclamar las responsabilidades jurídicas que se deriven de ello), muchos han reformulado el problema político. Ahora se trata de que los separatistas pidan disculpas a todos los españoles. De forma paralela, el universo separatista también ha engrandado su lamento. La represión autoritaria ya no es la aplicación del 155 o las cargas del 1-O, sino que no se depuren responsabilidades por esas actuaciones.

Lo mismo ocurre con la discriminación. De la industria del cine a las asociaciones feministas, de las pymes a las grandes empresas, todos los colectivos reconstruyen constantemente su situación para seguir sintiéndose discriminados. Por un lado, eso es beneficioso. Así hemos conquistado muchos derechos. Pero, en un mundo globalizado en el que la información viaja tan rápidamente, nos vamos copiando interesadamente los unos a los otros las ampliaciones de las preocupaciones sociales. Por ejemplo, de los países nórdicos en igualdad; o de los anglosajones en regulación de los mercados. Alimentamos así una cultura de la queja, y la politización de todos los aspectos de la vida.

No renunciemos a resolver los problemas sociales. Pero hagámoslo teniendo en cuenta que los humanos tendemos a expandirlos a medida que los solucionamos. Una sugerencia para evitar esa tentación es delimitar a priori la definición de un reto colectivo y mantenerla durante un plazo fijo. Sostenella y no enmendalla. Como los Objetivos del Milenio de la ONU, que se evalúan cada 15 años. Así notamos el progreso. Y así ponemos la política al servicio de la realidad y no la realidad al servicio delos políticos.



Dibujo de Eva Vázquez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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