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viernes, 24 de abril de 2020

[DE LIBROS Y LECTURAS] Galdós en su salsa



Estatua de Galdós en Las Palmas de Gran Canaria


Si preguntan ustedes a cualquier canario sobre quién es su paisano más universal no tengan duda alguna de cual será su respuesta: el escritor Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843-Madrid, 1920). Nacido en Las Palmas de Gran Canaria, en las islas Canarias, Benito Pérez Galdós fue un novelista, dramaturgo, cronista y político español, uno de los mejores representantes de la novela realista del siglo XIX y un narrador esencial en la historia de la literatura en lengua española, hasta el punto de ser considerado por especialistas y estudiosos de su obra como el mayor novelista español después de Cervantes. Galdós transformó el panorama novelístico español de la época, apartándose de la corriente romántica en pos del realismo y aportando a la narrativa una gran expresividad y hondura psicológica. En palabras de Max Aub, Galdós, como Lope de Vega, asumió el espectáculo del pueblo llano y con su intuición serena, profunda y total de la realidad, se lo devolvió, como Cervantes, rehecho, artísticamente transformado. De ahí, añade, que desde Lope, ningún escritor fue tan popular ni ninguno tan universal, desde Cervantes. Fue desde 1897 académico de la Real Academia Española y llegó a estar propuesto al Premio Nobel de Literatura en 1912.

Para conmemorar el 175 aniversario de su nacimiento (en 2018), y el 200 aniversario de su muerte (en este 2000), durante tres años y medio seguidos, entre mayo de 2016 y diciembre de 2019, he estado subiendo al blog, en sucesivas entradas, a razón de una cada veinte días, toda la extensa obra narrativa de Galdós, a la que pueden acceder desde este enlace de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, de la Universidad de Alicante. 

Como conclusión de mi personal y emocionado homenaje a Galdós subo hoy al blog tres artículos de prensa, muy recientes, que analizan su personalidad y su obra desde una perspectiva inhabitual. Les dejo con ellos.






«Esa capacidad de Galdós para identificarse con sus personajes nace de su sensibilidad, su inteligencia y su buen corazón; Amado Alonso la definió como “comunión”, y para Pérez de Ayala, era una manifestaciónde su profundo liberalismo», dice de él, Andrés Amorós, catedrático de literatura española, en el ABC del 27 de marzo pasado en su artículo "La mirada misericordiosa de Galdós".

"La grandeza de Galdós -comienza diciendo Amorós- no se explica sólo por su maestría literaria. Por supuesto, domina los recursos técnicos del narrador realista: la capacidad de observación; la precisa evocación de ambientes, sin necesidad de farragosas descripciones; la creación de personajes que parecen vivos, cada uno con su peculiar lenguaje; la invención de tramas que captan el interés del lector; el adecuado ritmo narrativo...
Todo esto y mucho más lo posee Galdós pero no es suficiente para justificar su categoría. Detrás de todo ello está la actitud básica con que mira a sus personajes. Una comparación nos ayuda a precisarlo: Quevedo y Valle-Inclán, dos genios indiscutibles, disfrutan muchas veces zahiriendo a sus personajes, haciendo su caricatura, deshumanizándolos.

En cambio, Pérez Galdós, una vez superada la fase inicial de la novela de tesis, en la que, para censurar algún vicio de nuestra patria, lo encarna en un personaje muy antipático -Doña Perfecta sería el claro ejemplo-, siente cariño por todos sus personajes: comprende sus resortes íntimos, disculpa sus errores porque sabe bien que ninguno estamos libres de cometerlos. Podría hacer suya la admirable frase de un personaje de su amigo Clarín, otro genio: «Todos somos frígilis...».


Esa capacidad de Galdós para identificarse con sus personajes nace de su sensibilidad, su inteligencia y su buen corazón. Amado Alonso la definió como «comunión». Para Pérez de Ayala, era una manifestación de su profundo liberalismo.

El cariño de don Benito por sus personajes se traduce hasta en anécdotas. Cuando, ya ciego, le invitaron al estreno, en el Teatro Español, de la versión dramática de «Marianela», al escuchar las frases de la joven -las mismas que él había escrito, hacía ya muchos años-, se levantó de la butaca y alzó los brazos hacia ella, diciendo: «¡Nela, Nela!». Cuando enfermaba, pedía que llamaran a Miquis, el doctor que reaparece en varias de sus novelas.

Todo lo contrario, así pues, de esa manida etiqueta del «distanciamiento». ¿Cómo iba él a distanciarse de la de Bringas, de Tristana, de Fortunata, de Maxi Rubín, de Nazarín, de Benina? Eran él mismo, lo mejor de sí mismo, lo que él había creado.

La actitud de Galdós es la misma de Cervantes, que comprende por igual a Cipión y a Berganza, al Licenciado Vidriera y al curioso impertinente, a Maritornes y a Dulcinea.

En nuestra pintura clásica, es la misma actitud de Velázquez, que contempla con igual respeto a un rey que a un bufón de la Corte. Y la de Murillo, que pinta con igual encanto a una Inmaculada, a un niño que come sandía y a unas jóvenes que se asoman a su balcón... Lo explicaron Angulo y Lafuente Ferrari: supone eso aceptar toda la realidad; el derecho de cualquier persona a ser como es; su aspiración a la libertad («Libre nací y en libertad me fundo», proclama la pastora Gelasia, en «La Galatea»); la defensa de su individualidad: «Yo soy el que soy», afirman los protagonistas de nuestro teatro clásico.

Aceptar la singularidad de cada individuo es uno de los grandes valores de nuestra pintura clásica y llega hasta don Benito. En su magistral estudio, lo resume Montesinos: Galdós llega a ser Galdós, el auténtico Galdós, cuando descubre que todos los personajes, aunque no tengan la razón, sí tienen sus razones, su idea (su creencia, diría Ortega).

El ejemplo más claro es Fortunata. Su idea es una revolucionaria proclamación de la libertad, en el amor: «Al que me quiere como dos, lo quiero como catorce». Por eso, al final de la novela se nos dice que ella es «un ángel»; eso sí, matiza el narrador, un ángel que comete muchos disparates.

El consabido realismo de Galdós -precisó Dámaso Alonso- no es un realismo «de cosas» sino «de almas». (Coincide, así, con la mejor tradición española, desde «La Celestina» y la picaresca al «Quijote»). Ésa es la causa de que abunden tanto, en sus obras, los personajes soñadores, quijotescos, que superan los estrechos límites de la realidad. El ejemplo definitivo es el conmovedor Maxi Rubín, que acaba proclamando: «Resido en las estrellas. Pongan al llamado Maxi Rubín en un palacio o en un muladar: lo mismo da».

Este largo camino galdosiano de superación del realismo culmina en «Misericordia». Benina es una criada vieja, sisona, que pide limosna para socorrer a su ama, sin decírselo: un engaño por piedad, igual que hace Lazarillo con el hidalgo, para no herir su honra.

En este mundo de miseria, todos se consuelan con los sueños. A Obdulia, la ridícula solterona, le basta con un poquito de charla para olvidarse de que, en la despensa, sólo quedan unos mendrugos. El moro Almudena, pobre, feo, sucio y ciego, sueña con Benina, en una de las más hermosas declaraciones de amor de nuestra literatura: «Tú ser muquier una sola, no haber otra mí». Todos sueñan con la herencia que un día traerá un sacerdote inventado, don Romualdo.

Galdós riza aquí el rizo de la superación del realismo cuando se confirma la herencia, traída por el sacerdote soñado. Al recibir su dinero, el patético don Frasquito Ponte no se lo gasta -como haría un personaje de Zola- en satisfacer las necesidades materiales: la comida, una mujer... En vez de eso, se encarga tarjetas de visita y alquila un caballo para pasar por delante del balcón de una señorita. Todo eso, tan absolutamente inútil, es lo que él necesita para seguir viviendo.

Benina los comprende y los justifica a todos: «Los sueños, los sueños, digan lo que quieran, son también de Dios. ¿Y quien va a saber lo que es verdad y lo que es mentira?».

Es la misma lección irónica y desencantada del sabio Cervantes: «Todo eso pudiera ser, Sancho...».

Pero el dinero también hace aflorar la dureza de corazón de algunos. El ama despide a la vieja criada pero, luego, cuando su hijo enferma, tiene que recurrir a ella. Benina le asegura que se pondrá bueno y su profecía se cumple. Todavía añade una frase sorprendente: «Y ahora, vete a tu casa y no vuelvas a pecar».

No sólo ha hecho un milagro Benina, como si fuera una santa, sino que ha pronunciado las mismas palabras de Jesucristo, en el Evangelio, arrogándose ella el poder de perdonar los pecados.

¿Cómo es posible tal dislate? La respuesta de Galdós está clara. «Benina», el nombre del personaje, es la forma popular de pronunciar «benigna». (No la ha llamado Caridad, supongo yo, para evitar un significado claramente religioso). A pesar de todos sus defectos, ella asciende a lo más alto que puede alcanzar un ser humano porque tiene benignidad, caridad.

La gran literatura supone mucho más que el dominio de una técnica: nos ilumina, nos consuela, nos abre horizontes, nos ayuda a entender mejor la complejidad de los seres humanos. Gracias a su mirada misericordiosa, Galdós es realmente grande".







El autor de ‘Fortunata y Jacinta’ fue el mejor escritor español del siglo XIX. Era un hombre civil y liberal que al narrar un período neurálgico de la historia de España se esforzó por hacerlo con imparcialidad, comenta de él por su part el escritor y premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, en su artículo "En favor de Pérez Galdós", publicado en El País del 19 de abril pasado. 

"Tengo a Javier Cercas por uno de los mejores escritores de nuestra lengua -comienza diciendo Vargas Llosa- y creo que, cuando el olvido nos haya enterrado a sus contemporáneos, por lo menos tres de sus obras maestras, Soldados de Salamina, Anatomía de un instante y El impostor, tendrán todavía lectores que se volcarán hacia esos libros para saber cómo era nuestro presente, tan confuso. Es también un valiente. Quiere su tierra catalana, vive en ella y, cuando escribe artículos políticos criticando la demagogia independentista, es convincente e inobjetable.

En la muy civilizada polémica que tuvo sobre Benito Pérez Galdós hace algún tiempo con Antonio Muñoz Molina, Cercas dijo que la prosa del autor de Fortunata y Jacinta no le gustaba. “Entre gustos y colores, no han escrito los autores”, decía mi abuelo Pedro. Todo el mundo tiene derecho a sus opiniones, desde luego, y también los escritores; que dijera aquello en el centenario de la muerte de Pérez Galdós, cuando toda España lo recuerda y lo celebra, tenía algo de provocación. A mí no me gusta Marcel Proust, por ejemplo, y por muchos años lo oculté. Ahora ya no. Confieso que lo he leído a remolones; me costó trabajo terminar En busca del tiempo perdido, obra interminable, y lo hice a duras penas, disgustado con sus larguísimas frases, la frivolidad de su autor, su mundo pequeñito y egoísta, y, sobre todo, sus paredes de corcho, construidas para no distraerse oyendo los ruidos del mundo (que a mí me gustan tanto). Me temo que si yo hubiera sido lector de Gallimard cuando Proust presentó su manuscrito, tal vez hubiera desaconsejado su publicación, como hizo André Gide (se arrepintió el resto de su vida de este error). Todo esto para decir que, en aquella polémica, estuve al lado de Muñoz Molina y en oposición a mi amigo Javier Cercas.

Creo injusto decir que Benito Pérez Galdós fuera un mal escritor. No sería un genio —hay muy pocos—, pero fue el mejor escritor español del siglo XIX, y, probablemente, el primer escritor profesional que tuvo nuestra lengua. En aquellos tiempos en España o América Latina era imposible que un escritor viviera de sus derechos de autor, pero Pérez Galdós tuvo la suerte de tener una familia próspera, que lo admiraba y que lo mantuvo, garantizándole el ejercicio de su vocación y, sobre todo, la independencia, que le permitía escribir con libertad.

Había nacido en Las Palmas de Gran Canaria, el 10 de mayo de 1843, hijo del teniente coronel Sebastián Pérez, jefe militar de la isla, que, además, tenía tierras y varios negocios a los que dedicaba buena parte de su tiempo. Tuvo 10 hermanos y la madre, doña María de los Dolores de Galdós, de mucho carácter, llevaba los pantalones de la casa. Ella decidió que Benito, quien, al parecer, enamoraba a una prima que a ella no le gustaba, se viniera a Madrid cuando tenía 19 años a estudiar Derecho. Benito le obedeció, vino a Madrid, se matriculó en la Complutense, pero se desencantó muy rápido de las leyes. Lo atrajeron más el periodismo y la bohemia madrileña —la vida de los cafés donde se reunían pintores, escribidores, periodistas y políticos— y se orientó más bien hacia la literatura. Lo hizo con un amor a Madrid que no ha tenido ningún otro escritor, ni antes ni después que él. Fue el más fiel y el mejor conocedor de sus calles, comercios y pensiones, sus tipos humanos, costumbres y oficios, y, por supuesto, de su historia.

Hay fotos que muestran la gran concentración de madrileños el día de su entierro, el 5 de enero de 1920, que acompañaron sus restos hasta el cementerio de la Almudena; al menos treinta mil personas acudieron a rendirle ese póstumo homenaje. Aunque todos aquellos que siguieron su carroza funeraria no lo hubieran leído, había adquirido enorme popularidad. ¿A qué se debía? A los Episodios nacionales. Él hizo lo que Balzac, Zola y Dickens, por los que sintió siempre admiración, hicieron en sus respectivas naciones: contar en novelas la historia y la realidad social de su país, y, aunque sin duda no superó ni al francés ni al inglés (pero sí a Émile Zola), con sus Episodios estuvo en la línea de aquellos, convirtiendo en materia literaria el pasado vivido, poniendo al alcance del gran público una versión amena, animada, bien escrita, con personajes vivos y documentación solvente, de un siglo decisivo de la historia española: la invasión francesa, las luchas por la independencia contra los ejércitos de Napoleón, la reacción absolutista de Fernando VII, las guerras carlistas.

Su mérito no es haberlo hecho sino cómo lo hizo: con objetividad y un espíritu comprensivo y generoso, sin parti pris ideológico, tratando de distinguir lo tolerable y lo intolerable, el fanatismo y el idealismo, la generosidad y la mezquindad en el seno mismo de los adversarios. Eso es lo que más llama la atención leyendo los Episodios: un escritor que se esfuerza por ser imparcial. Nada hay más lejos del español recalcitrante y apodíctico de las caricaturas que Benito Pérez Galdós. Era un hombre civil y liberal, que, incluso, en ciertas épocas se sintió republicano, pero, antes que político, fue un hombre decente y sereno; al narrar un período neurálgico de la historia de España, se esforzó por hacerlo con imparcialidad, diferenciando el bien del mal y procurando establecer que había brotes de los dos en ambos adversarios. Esa limpieza moral da a los Episodios nacionales su aire justiciero y por eso sentimos sus lectores, desde Trafalgar hasta Cánovas, gran cercanía con su autor.

Escribía así porque era un hombre de buena entraña o, como decimos en el Perú, muy buena gente. No siempre lo son los escritores; algunos pecan de lo contrario, sin dejar de ser magníficos escribidores. El talento de Pérez Galdós estaba enriquecido por un espíritu de equidad que lo hacía irremediablemente amable y creíble.

Se advierte también en su vida privada. Permaneció soltero y sus biógrafos han detectado que tuvo tres amantes duraderas y, al parecer, muchas otras transeúntes. A la primera, Lorenza Cobián González, una asturiana humilde, madre de su hija María (a la que reconoció y dejó como heredera), que era analfabeta, le enseñó a escribir y leer. Sus amoríos con doña Emilia Pardo Bazán, mujer ardiente salvo cuando escribía novelas, son bastante inflamados. “Te aplastaré”, le dice ella en una de sus cartas. No hay que tomarlo como licencia poética; doña Emilia, escritora púdica, era, por lo visto, un diablillo lujurioso. La tercera fue una aprendiz de actriz, bastante más joven que él: Concepción Morell Nicolau. Pérez Galdós apoyó su carrera teatral y el rompimiento, en el que intervinieron varios amigos, fue discreto.

Su gran defecto como escritor fue ser preflaubertiano: no haber entendido que el primer personaje que inventa un novelista es el narrador de sus historias, que éste es siempre —personaje o narrador omnisciente— una invención. Por eso sus narradores suelen ser personajes “omniscientes”, que, como Gabriel Araceli y Salvador Monsalud, tienen un conocimiento imposible de los pensamientos y sentimientos de los otros personajes, algo que conspira contra el “realismo” de la historia. Pérez Galdós disimulaba esto atribuyendo aquel conocimiento a los “historiadores” y testigos, algo que introducía una sombra de irrealidad en sus historias; pasaban, a la larga, desapercibidos, pero sus lectores más avezados debían de adaptar su conciencia a aquellos deslices, después de que Flaubert, en las cartas que escribió a Louise Colet mientras hacía y rehacía Madame Bovary, dejara claro esta revolucionaria concepción del narrador como personaje central, aunque a menudo invisible, de toda narración".





Acceder al interior del autor -escribe a su vez el académico de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando, Juan Van-Halen, en su artículo "Galdós, desmemoriado", publicado en ABC en pasado día 2 de abril-.  resultó una difícil misión, y los intentos más conseguidos han sido posteriores a su muerte. El escritor, el novelista, el autor teatral Galdós se han derramado en una amplísima bibliografía en el siglo transcurrido, y se han ido desvelando partes, sólo partes, del enigma, 


"Benito Pérez Galdós alcanzó enorme éxito en vida -comienza diciendo Van-Halen-, y al cumplir un siglo con la muerte no ha dejado de ser leído, y mucho, una generación tras otra. No ha padecido eclipse alguno, y pienso, como ejemplo de eclipse, en Azorín. Hace ya quince años preparé para Visor una edición de «Memorias de un desmemoriado», una galería de recuerdos que publicó primero en «La Esfera» a lo largo de 1915 y 1916. De siempre me atrajo el interés de Galdós en que no conociésemos, o conociésemos insuficientemente, pasajes de su vida: su desmemoria intencionada.

Los silencios galdosianos son relevantes. Se han dedicado a nuestro autor cerros de páginas y a menudo transitamos entre nieblas. Se cuidó con tenacidad de cerrar los accesos a su castillo interior y defendió sus sombras. Cuando Leopoldo Alas preparó su temprano trabajo biográfico, en 1889, llegó a desesperarse ante la pared de secretismo que alzaba su biografiado. Escribe: «Después de larga y amabilísima correspondencia vinimos a parar en que Galdós no sabía a punto fijo lo que eran datos, lo que se le pedía...», y se sorprende de que tenga sus historias «bajo llave». Galdós le aclara: «Las de verdadero interés son de un carácter privado y reservado, al menos por ahora y en algún tiempo».

Otros muchos se dolieron de esas oscuridades. El crítico José F. Montesinos, autor en 1968 de una apreciable obra sobre Galdós, atribuye ese caparazón a la timidez: «Todo contribuyó a que no sepamos hoy nada de lo que nos interesaría saber». Y, entre sus contemporáneos, Eugenio d’Ors escribía en 1907: «Nada de ti sabemos, Galdós misterioso». En esa estela, Gregorio Marañón, que siendo niño conoció a Galdós y no dejó de tratarle hasta su muerte, siempre como amigo cercano, al final como médico, en momentos apurados también como confidente y hasta de mediador en alguno de sus conflictos de faldas, incluyó en su «Amiel», en 1933, un sugestivo apunte definitorio: «Hombre superviril y mujeriego, aunque tímido con las mujeres».

La timidez no sólo se manifestaba en su trato con las mujeres -en sus años escolares, en las tertulias de café y en el Congreso de los Diputados le envolvió fama de retraído- y probablemente este mirarse hacia adentro tuvo que ver con los pasajes oscuros de su biografía. Galdós hizo decir al señorito Viera en «Realidad»: «Todos tenemos nuestros dos mundos, todos labramos nuestra esfera oculta». Mantuvo esa esfera oculta, y muy cuidadosamente respecto a algunas de sus relaciones amorosas, como lo fue su intensa intimidad con mi contrapariente Emilia Pardo Bazán, como se desprende de la correspondencia entre los amantes. Nos han llegado treinta y dos cartas de la condesa a Galdós que sorprendentemente él, tan sigiloso, no destruyó -las dirigidas a ella no se conservan-, en las que se manifiestan los engranajes cautelosos de sus encuentros para preservar el secreto de los amores entre una mujer separada que brillaba en sociedad y un ya famoso novelista.

El sigilo amatorio de Galdós llegaba a extremos curiosos, como firmar sus cartas con nombres figurados y remitir sobres ya escritos por él para las cartas de respuesta a las suyas, de modo que se dificultase la identificación de sus amantes, y lo llevó a los demás aspectos de su vida. Así los pasos por su biografía encuentran a menudo trampas, recovecos y claves que los investigadores descifran trabajosamente.

Galdós está en sus obras. El Galdós de sus primeros años madrileños se refleja en personajes como Miquis, Ibero y Halconero. Y un Galdós, ya de vuelta de tantos pesares, se enmaraña, como figura y contrafigura, en el Tito de los «Episodios» finales. Y Galdós está, acaso sobre todo, en «El amigo Manso». Y se derrama, fragmentariamente, en otros personajes, como Moreno Isla, Ponce, Ido del Sagrario, Juan Santa Cruz...

También se adivinan en sus obras personas cercanas al escritor: familiares, amantes, tipos que le dejaron huella. Galdós los convierte en personajes. Parece evidente que en «Doña Perfecta» se refleja la madre del escritor, que Irene está relacionada con alguna decepción suya, que la Augusta de «Realidad» tiene que ver con la de Pardo Bazán, que esas cartas femeninas de «Tristana» están emparentadas con las cartas que él recibía de alguna de sus amantes conocidas... Y, lo que me es muy grato, que Salvador Monsalud, personaje central de la segunda serie de los «Episodios», es un trasunto de mi directo antepasado el «oficial aventurero» biografiado por Baroja. El paralelismo entre las situaciones narradas por el militar liberal en sus Memorias y la narración galdosiana, incluso en los detalles y expresiones, supone a menudo un calco, sobre todo en «La segunda casaca». Al historiador Ricardo Martínez Cañas debemos un interesante trabajo sobre esta inspiración galdosiana a la hora de construir su personaje: «Juan Van Halen y el Monsalud de Galdós».

Llegamos a Galdós a través de las creaciones magníficas de sus criaturas. Acceder al interior del autor resultó una difícil misión, y los intentos más conseguidos han sido posteriores a su muerte. El escritor, el novelista, el autor teatral Galdós se han derramado en una amplísima bibliografía en el siglo transcurrido, y se han ido desvelando partes, sólo partes, del enigma. Desde la biografía de Berkowitz, de 1948, un intento interesante pero sólo conseguido parcialmente, «Vida de Galdós», de 1996, de Pedro Ortiz Armengol, galdosiano impenitente, es a mi juicio el más riguroso trabajo hasta la fecha destinado a rasgar las sombras biográficas de nuestro autor.

Galdós escribió poco sobre sí mismo para lo que se hubiese esperado de una de las cumbres de la literatura en castellano y uno de los españoles en vida más reconocidos y populares. Resaltó D’Ors: «Lo que sí hace es, si no escribir acerca de sí mismo, escribir las memorias de todo el pueblo español». Asimiló y admiró a Balzac y a Dickens. Y pronto devoró las obras de Dostoyevski y de Tolstói. En su prosa, siempre, Cervantes. Recuerda Gullón que en «El amigo Manso» «hay párrafos calcados de textos cervantinos; lo considero homenaje explícito, reconocimiento de deuda con el maestro». Y concluye: «Galdós es el gran heredero español de Cervantes; su continuador»

Sufrió la envidia, un mal tan español, y fue derrotado en su primer intento de entrar en la Academia en enero de 1889; ingresó, por unanimidad, en abril. Y nunca consiguió el premio Nobel que rondaba desde 1912. En 1915 estuvo a punto pero fueron miles las cartas desde España que la Fundación Nobel recibió en su contra. Jugaron sus bazas, además de la envidia, sus sucesivas y a veces contradictorias adscripciones políticas y su anticlericalismo. Que Galdós no obtuviese el Nobel es otra injusticia, entre tantas, del sanedrín sueco".




Casa natal de Galdós en la calle Cano, de Las Palmas de Gran Canaria


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miércoles, 8 de enero de 2020

[HISTORIA] Leer a Galdós para entender la España de hoy



Galdós en Gran Canaria, 1894


Cien años después de su muerte,  comenta la escritora Almudena Grandes en el  A vuelapluma de hoy miércoles, la obra del autor de los ‘Episodios Nacionales’ no solo explica lo que nos ha pasado a los españoles sino las claves de lo que nos está pasando ahora. 

En febrero de 1897, Benito Pérez Galdós leyó su discurso de ingreso en la Real Academia Española. En aquel texto, titulado La sociedad española como materia novelable, expuso lo que ahora llamaríamos su poética, su manera de entender la novela como género, las ambiciones y propósitos que guiaron su escritura. Una de las frases de aquel discurso se convertiría en un lema galdosiano. Imagen de la vida es la novela, dijo entonces, y al contar la de los españoles, sus libros fueron trazando la imagen de un país que se llamaba igual que el nuestro, aunque ya no son el mismo. Pero más allá de la emoción, de la admiración, del placer, el mejor motivo para leer hoy al otro gran narrador español de todos los tiempos es su asombrosa capacidad para explicarnos lo que nos ha pasado, lo que nos está pasando todavía.

Galdós nunca fue neutral, y en el principio alienta una flamante ilusión democrática. La Fontana de Oro, su segunda novela, se publicó en 1871, un año antes de que apareciera el primero de los Episodios Nacionales, que la toman como modelo. En La Fontana, Galdós retrocede hasta el Madrid de 1821, donde los liberales han recobrado la esperanza. El odioso Fernando VII ha jurado la Constitución. La felicidad pública, el progreso, el nacimiento de una España más moderna e igualitaria se adivina en el horizonte. Así disculpa el joven Bozmediano a los exaltados que han atropellado en la calle a quien parece un pobre anciano. No hay revoluciones sin excesos, le dice mientras le acompaña a casa, pero el Gobierno pondrá fin a estos altercados. Mientras tanto, el anciano calla. Bozmediano no puede saber que es precisamente él quien, con dinero de Fernando, paga a los agitadores, a los incendiarios, a los energúmenos destinados a asustar al pueblo, para convencerle de que solo el poder absoluto de un rey tiránico labrará su paz y su felicidad.

A lo largo de los Episodios Nacionales, Galdós desarrolla este amargo principio en un trágico rosario de esperanzas frustradas, revueltas armadas y guerras civiles que comienzan siempre de la misma manera. En las regiones más ricas de España, el País Vasco, Navarra, Cataluña, la vieja aristocracia y la pujante burguesía que no tienen nada que ganar con los planes modernizadores de los gobiernos liberales de Madrid, levantan ejércitos bajo la bandera de Dios, la Tradición y el Rey absoluto que identifican con don Carlos, el hermano menor y aún más reaccionario, de Fernando VII. A partir de 1833, los carlistas siempre pierden las guerras que empiezan pero son, también siempre, tan generosamente perdonados por los vencedores que están en condiciones de volver a conspirar en el instante mismo de su derrota. Así, en 1840, en 1849, en 1876, cuando en la superficie parece que todo ha terminado, en el subsuelo todo vuelve a empezar.

Los lectores de Galdós tenemos una perspectiva más amplia de lo que estamos viviendo que los españoles que nunca lo han leído. Sabemos por qué el independentismo catalán suprime el siglo XIX en un relato que insiste machaconamente en el XVIII, como si este estuviera más cerca que aquel. Sabemos que los partidarios de la mano dura se llamaban a sí mismos moderados, igual que la ultraderecha se beneficia hoy de términos como centroderecha o constitucionalismo. Sabemos que el republicanismo no fue un virus extranjero inoculado a traición en el ignorante pueblo español de 1931, sino una aspiración sólidamente instalada en el pensamiento progresista nacional desde las Cortes de Cádiz. Sabemos por qué el término “liberal”, que existe en casi todas las lenguas del mundo, es una palabra española y que, precisamente por eso, Franco se esforzó por extirpar la memoria del siglo XIX de “su” España, condenándolo a un limbo del que no ha sido completamente rescatado todavía. Sabemos además, quizás sobre todo, que la única Guerra Civil que conocemos por ese nombre —como si las carlistas no lo hubieran sido— fue el desenlace de un conflicto que duró más de un siglo. Desde 1812, dos Españas lucharon entre sí bajo banderas antagónicas. La libertad, el progreso, la igualdad, combatieron a la tradición, al clericalismo, a la reacción, y ni siquiera venciendo en tres guerras seguidas lograron ganar el futuro. El país donde yo nací aún era producto de su derrota.

Galdós nunca fue neutral, y en el final la desolación es casi absoluta. En 1897, Misericordia certificó el naufragio de todos los sueños. La Restauración había asfixiado las ilusiones de Bozmediano, los intentos de modernización del país agonizaban cubiertos de polvo. La burguesía, que debería haber sido el motor de la transformación social, imitaba el proverbial egoísmo de la aristocracia en lugar de liderar el Estado democrático. Las clases medias solo aspiraban a subir en el mismo ascensor, desentendiéndose de los más pobres, que se dejaban morir en el arroyo.

Un milímetro más acá sobrevive Benigna, la señá Benina, Nina, tres nombres diferentes para un personaje que encarna la dignidad del pueblo español en el contexto de la crisis más feroz. Benigna pide limosna en la puerta de una iglesia para alimentar a su señora, la dama arruinada que come lo que su criada le da. La señá Benina corre, va, viene, pide un duro prestado, empeña, rescata, se agota en una lucha implacable y todavía socorre a quienes tienen menos que ella. Su único patrimonio es su amigo Almudena, un mendigo moro, ciego, más marginal que miserable, que la quiere bien. Galdós, creador de personajes femeninos extraordinarios, a través de los cuales contó el mundo con tanta ambición como la que desplegó en sus personajes masculinos, deposita en Benigna, en su nobleza, en su generosidad, en su ternura, la última de sus esperanzas. Ella representa la frágil hebra de vitalidad que conserva el imperio moribundo, ensimismado y mohoso, que tal vez aún merezca la oportunidad de renacer. Leer a Galdós es entender España, naufragar con ella, encontrar motivos para seguir creyendo. También por eso es un escritor imprescindible".



La diosa Clío, musa de la Historia



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lunes, 9 de diciembre de 2019

[GALDÓS EN SU SALSA] Hoy, con "Rompecabezas"



La huida a Egipto, por Giotto (1306). Capilla de los Scrivegni, Padua


Si preguntan ustedes a cualquier canario sobre quién es su paisano más universal no tengan duda alguna de cual será su respuesta: el escritor Benito Pérez Galdós. Para conmemorar su nacimiento, del que ya se han cumplido 175 años, estoy subiendo al blog a lo largo de los últimos meses su copiosa obra narrativa. 

Nacido en Las Palmas de Gran Canaria, en las islas Canarias, el 10 de mayo de 1843 y fallecido en Madrid el 4 de enero de 1920, Benito Pérez Galdós fue un novelista, dramaturgo, cronista y político español, uno de los mejores representantes de la novela realista del siglo XIX y un narrador esencial en la historia de la literatura en lengua española, hasta el punto de ser considerado por especialistas y estudiosos de su obra como el mayor novelista español después de Cervantes. Galdós transformó el panorama novelístico español de la época, apartándose de la corriente romántica en pos del realismo y aportando a la narrativa una gran expresividad y hondura psicológica. En palabras de Max Aub, Galdós, como Lope de Vega, asumió el espectáculo del pueblo llano y con su intuición serena, profunda y total de la realidad, se lo devolvió, como Cervantes, rehecho, artísticamente transformado. De ahí, añade, que desde Lope, ningún escritor fue tan popular ni ninguno tan universal, desde Cervantes. Fue desde 1897 académico de la Real Academia Española y llegó a estar propuesto al Premio Nobel de Literatura en 1912. 

Tras la serie de los Episodios Nacionales, novelas y obras de teatro, subo hoy al blog otro de sus textos clasificados dentro de la denominada narrativa breve, y lo hago con el titulado Rompecabezas, publicado  en El Liberal el 3 de enero de 1887. Les dejó con él.


ROMPECABEZAS
(Cuento)
por
Benito Pérez Galdós



Ayer, como quien dice, el año Tal de la Era Cristiana, correspondiente al Cuál, o si se quiere, al tres mil y pico de la cronología egipcia, sucedió lo que voy a referir, historia familiar que nos transmite un papirus redactado en lindísimos monigotes. Es la tal historia o sucedido de notoria insignificancia, si el lector no sabe pasar de las exterioridades del texto gráfico; pero restregándose en éste los ojos por espacio de un par de siglos, no es difícil descubrir el meollo que contiene.

Pues señor... digo que aquel día o aquella tarde, o pongamos noche, iban por los llanos de Egipto, en la región que llaman Djebel Ezzrit (seamos eruditos), tres personas y un borriquillo. Servía éste de cabalgadura a una hermosa joven que llevaba un niño en brazos; a pie, junto a ella, caminaba un anciano grave, empuñando un palo, que así le servía para fustigar al rucio como para sostener su paso fatigoso. Pronto se les conocía que eran fugitivos, que buscaban en aquellas tierras refugio contra perseguidores de otro país, pues sin detenerse más que lo preciso para reparar las fuerzas, escogían para sus descansos lugares escondidos, huecos de peñas solitarias, o bien matorros espesos, más frecuentados de fieras que de hombres.

Imposible reproducir aquí la intensidad poética con que la escritura muñequil describe o más bien pinta la hermosura de la madre. No podréis apreciarla y comprenderla imaginando substancia de azucenas, que tostada y dorada por el sol conserva su ideal pureza. Del precioso nene, sólo puede decirse que era divino humanamente, y que sus ojos compendiaban todo el universo, como si ellos fueran la convergencia misteriosa de cielo y tierra.

Andaban, como he dicho, presurosos, esquivando los poblados y deteniéndose tan sólo en caseríos o aldehuelas de gente pobre, para implorar limosna. Como no escaseaban en aquella parte del mundo las buenas almas, pudieron avanzar, no sin trabajos, en su cautelosa marcha, y al fin llegaron a la vera de una ciudad grandísima, de gigantescos muros y colosales monumentos, cuya vista lejana recreaba y suspendía el ánimo de los pobres viandantes. El varón grave no cesaba de ponderar tanta maravilla; la joven y el niño las admiraban en silencio. Deparóles la suerte, o por mejor decir, el Eterno Señor, un buen amigo, mercader opulento, que volvía de Tebas con sinfín de servidores y una cáfila de camellos cargados de riquezas. No dice el papirus que el tal fuese compatriota de los fugitivos; pero por el habla (y esto no quiere decir que lo oyéramos), se conocía que era de las tierras que caen a la otra parte de la mar Bermeja. Contaron sus penas y trabajos los viajeros al generoso traficante, y éste les albergó en una de sus mejores tiendas, les regaló con excelentes manjares, y alentó sus abatidos ánimos con pláticas amenas y relatos de viajes y aventuras, que el precioso niño escuchaba con gravedad sonriente, como oyen los grandes a los pequeños, cuando los pequeños se saben la lección. Al despedirse asegurándoles que en aquella provincia interna del Egipto debían considerarse libres de persecución, entregó al anciano un puñado de monedas, y en la mano del niño puso una de oro, que debía de ser media pelucona o doblón de a ocho, reluciente, con endiabladas leyendas por una y otra cara. No hay que decir que esto motivó una familiar disputa entre el varón grave y la madre hermosa, pues aquél, obrando con prudencia y económica previsión, creía que la moneda estaba más segura en su bolsa que en la mano del nene, y su señora, apretando el puño de su hijito y besándolo una y otra vez, declaraba que aquellos deditos eran arca segura para guardar todos los tesoros del mundo.

II

Tranquilos y gozosos, después de dejar al rucio bien instalado en un parador de los arrabales, se internaron en la ciudad, que a la sazón ardía en fiestas aparatosas por la coronación o jura de un rey, cuyo nombre ha olvidado o debiera olvidar la Historia. En una plaza, que el papirus describe hiperbólicamente como del tamaño de una de nuestras provincias, se extendía de punta a punta un inmenso bazar o mercado. Componíanlo tiendas o barracas muy vistosas, y de la animación y bullicio que en ellas reinaba, no pueden dar idea las menguadas muchedumbres que en nuestra civilización conocemos. Allí telas riquísimas, preciadas joyas, metales y marfiles, drogas mil balsámicas, objetos sin fin, construidos para la utilidad o el capricho; allí manjares, bebidas, inciensos, narcóticos, estimulantes y venenos para todos los gustos; la vida y la muerte, el dolor placentero y el gozo febril.

Recorrieron los fugitivos parte de la inmensa feria, incansables, y mientras el anciano miraba uno a uno todos los puestos, con ojos de investigación utilitaria, buscando algo en que emplear la moneda del niño, la madre, menos práctica tal vez, soñadora, y afectada de inmensa ternura, buscaba algún objeto que sirviera para recreo de la criatura, una frivolidad, un juguete en fin, que juguetes han existido en todo tiempo, y en el antiguo Egipto enredaban los niños con pirámides de piezas constructivas, con esfinges y obeliscos monísimos, y caimanes, áspides de mentirijillas, serpientes, ánades y demonios coronados.

No tardaron en encontrar lo que la bendita madre deseaba. ¡Vaya una colección de juguetes! Ni qué vale lo que hoy conocemos en este interesante artículo, comparado con aquellas maravillas de la industria muñequil. Baste decir que ni en seis horas largas se podía ver lo que contenían las tiendas: figurillas de dioses muy brutos, y de hombres como pájaros, esfinges que no decían papá y mamá, momias baratas que se armaban y desarmaban; en fin... no se puede contar. Para que nada faltase, había teatros con decoraciones de palacios y jardines, y cómicos en actitud de soltar el latiguillo; había sacerdotes con sábana blanca y sombreros deformes, bueyes de la ganadería de Apis, pitos adornados con flores del Loto, sacerdotisas en paños menores, y militares guapísimos con armaduras, capacetes, cruces y calvarios, y cuantos chirimbolos ofensivos y defensivos ha inventado para recreo de grandes, medianos y pequeños, el arte militar de todos los siglos.

III

En medio de la señora y del sujeto grave iba el chiquitín, dando sus manecitas, a uno y otro, y acomodando su paso inquieto y juguetón al mesurado andar de las personas mayores.

Y en verdad que bien podía ser tenido por sobrenatural aquel prodigioso infante, pues si en brazos de su madre era tiernecillo y muy poquita cosa, como un ángel de meses, al contacto del suelo crecía misteriosamente, sin dejar de ser niño; andaba con paso ligero y hablaba con expedita y clara lengua. Su mirar profundo a veces triste, gravemente risueño a veces, producía en los que le contemplaban confusión y desvanecimiento.

Puestos al fin de acuerdo los padres sobre el empleo que se había de dar a la moneda, dijéronle que escogiese de aquellos bonitos objetos lo que fuese más de su agrado. Miraba y observaba el niño con atención reflexiva, y cuando parecía decidirse por algo, mudaba de parecer, y tras un muñeco señalaba otro, sin llegar a mostrar una preferencia terminante. Su vacilación era en cierto modo angustiosa, como si cuando aquel niño dudaba ocurriese en toda la Naturaleza una suspensión del curso inalterable de las cosas. Por fin, después de largas vacilaciones, pareció decidirse. Su madre le ayudaba diciéndole: «¿Quieres guerra, soldados?» Y el anciano le ayudaba también, diciéndole: «¿Quieres ángeles, sacerdotes, pastorcitos?» Y él contestó con gracia infinita, balbuciendo un concepto que traducido a nuestras lenguas, quiere decir: «De todo mucho.»

Como las figurillas eran baratas, escogieron bien pronto cantidad de ellas para llevárselas. En la preciosa colección había de todo mucho, según la feliz expresión del nene; guerreros arrogantísimos, que por las trazas representaban célebres caudillos, Gengis Kan, Cambises, Napoleón, Aníbal; santos y eremitas barbudos, pastores con pellizos y otros tipos de indudable realidad.

Partieron gozosos hacia su albergue, seguidos de un enjambre de chiquillos, ávidos de poner sus manos en aquel tesoro, que por ser tan grande se repartía en las manos de los tres forasteros. El niño llevaba las más bonitas figuras, apretándolas contra su pecho. Al llegar, la muchedumbre infantil, que había ido creciendo por el camino, rodeó al dueño de todas aquellas representaciones graciosas de la humanidad.

El hijo de la fugitiva les invitó a jugar en un extenso llano frontero a la casa... Y jugaron y alborotaron durante largo tiempo, que no puede precisarse, pues era día, y noche, y tras la noche, vinieron más y más días, que no pueden ser contados. Lo maravilloso de aquel extraño juego en que intervenían miles de niños (un historiador habla de millones), fue que el pequeñuelo, hijo de la bella señora, usando del poder sobrenatural que sin duda poseía, hizo una transformación total de los juguetes, cambiando las cabezas de todos ellos, sin que nadie lo notase; de modo que los caudillos resultaron con cabeza de pastores, y los religiosos con cabeza militar.

Vierais allí también héroes con báculo, sacerdotes con espada, monjas con cítara, y en fin, cuanto de incongruente pudierais imaginar. Hecho esto, repartió su tesoro entre la caterva infantil, la cual había llegado a ser tan numerosa como la población entera de dilatados reinos.

A un chico de Occidente, morenito, y muy picotero, le tocaron algunos curitas cabezudos, y no pocos guerreros sin cabeza.




Estatua de Galdós en su ciudad natal



La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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miércoles, 13 de noviembre de 2019

[GALDÓS EN SU SALSA] Hoy, con "La novela en el tranvía"






Si preguntan ustedes a cualquier canario sobre quién es su paisano más universal no tengan duda alguna de cual será su respuesta: el escritor Benito Pérez Galdós. Para conmemorar su nacimiento, del que ya se han cumplido 175 años, estoy subiendo al blog a lo largo de los últimos meses su copiosa obra narrativa. 

Nacido en Las Palmas de Gran Canaria, en las islas Canarias, el 10 de mayo de 1843 y fallecido en Madrid el 4 de enero de 1920, Benito Pérez Galdós fue un novelista, dramaturgo, cronista y político español, uno de los mejores representantes de la novela realista del siglo XIX y un narrador esencial en la historia de la literatura en lengua española, hasta el punto de ser considerado por especialistas y estudiosos de su obra como el mayor novelista español después de Cervantes. Galdós transformó el panorama novelístico español de la época, apartándose de la corriente romántica en pos del realismo y aportando a la narrativa una gran expresividad y hondura psicológica. En palabras de Max Aub, Galdós, como Lope de Vega, asumió el espectáculo del pueblo llano y con su intuición serena, profunda y total de la realidad, se lo devolvió, como Cervantes, rehecho, artísticamente transformado. De ahí, añade, que desde Lope, ningún escritor fue tan popular ni ninguno tan universal, desde Cervantes. Fue desde 1897 académico de la Real Academia Española y llegó a estar propuesto al Premio Nobel de Literatura en 1912. 

Tras la serie de los Episodios Nacionales, novelas y obras de teatro, subo hoy al blog otro de sus textos clasificados dentro de la denominada narrativa breve, y lo hago con el titulado La novela en el tranvía, publicada en La Ilustración los días 30 de noviembre y 15 de diciembre de 1871. Les dejó con él.



LA NOVELA EN EL TRANVÍA
por 
Benito Pérez Galdós


- I -

El coche partía de la extremidad del barrio de Salamanca, para atravesar todo Madrid en dirección al de Poza. Impulsado por el egoísta deseo de tomar asiento antes que las demás personas movidas de iguales intenciones, eché mano a la barra que sustenta la escalera de la imperial, puse el pie en la plataforma y subí; pero en el mismo instante ¡oh previsión! tropecé con otro viajero que por el opuesto lado entraba. Le miro y reconozco a mi amigo el Sr. D. Dionisio Cascajares de la Vallina, persona tan inofensiva como discreta, que tuvo en aquella crítica ocasión la bondad de saludarme con un sincero y entusiasta apretón de manos.

Nuestro inesperado choque no había tenido consecuencias de consideración, si se exceptúa la abolladura parcial de cierto sombrero de paja puesto en la extremidad de una cabeza de mujer inglesa, que tras de mi amigo intentaba subir, y que sufrió, sin duda por falta de agilidad, el rechazo de su bastón.

Nos sentamos sin dar al percance exagerada importancia, y empezamos a charlar. El señor don Dionisio Cascajares es un médico afamado, aunque no por la profundidad de sus conocimientos patológicos, y un hombre de bien, pues jamás se dijo de él que fuera inclinado a tomar lo ajeno, ni a matar a sus semejantes por otros medios que por los de su peligrosa y científica profesión. Bien puede asegurarse que la amenidad de su trato y el complaciente sistema de no dar a los enfermos otro tratamiento que el que ellos quieren, son causa de la confianza que inspira a multitud de familias de todas jerarquías, mayormente cuando también es fama que en su bondad sin límites presta servicios ajenos a la ciencia, aunque siempre de índole rigurosamente honesta.

Nadie sabe como él sucesos interesantes que no pertenecen al dominio público, ni ninguno tiene en más estupendo grado la manía de preguntar, si bien este vicio de exagerada inquisitividad se compensa en él por la prontitud con que dice cuanto sabe, sin que los demás se tomen el trabajo de preguntárselo. Júzguese por esto si la compañía de tan hermoso ejemplar de la ligereza humana será solicitada por los curiosos y por los lenguaraces.

Este hombre, amigo mío, como lo es de todo el mundo, era el que sentado iban junto a mí cuando el coche, resbalando suavemente por su calzada de hierro, bajaba la calle de Serrano, deteniéndose alguna vez para llenar los pocos asientos que quedaban ya vacíos. Íbamos tan estrechos que me molestaba grandemente el paquete de libros que conmigo llevaba, y ya le ponía sobre esta rodilla, ya sobre la otra, ya por fin me resolví a sentarme sobre él, temiendo molestar a la señora inglesa, a quien cupo en suerte colocarse a mi siniestra mano.

-¿Y usted a dónde va? -me preguntó Cascajares, mirándome por encima de sus espejuelos azules, lo que hacía el efecto de ser examinado por cuatro ojos.

Contestéle evasivamente, y él, deseando sin duda no perder aquel rato sin hacer alguna útil investigación, insistió en sus preguntas diciendo:

-Y Fulanito, ¿qué hace? Y Fulanita, ¿dónde está? con otras indagatorias del mismo jaez, que tampoco tuvieron respuesta cumplida.

Por último, viendo cuán inútiles eran sus tentativas para pegar la hebra, echó por camino más adecuado a su expansivo temperamento y empezó a desembuchar.

-¡Pobre condesa! -dijo expresando con un movimiento de cabeza y un visaje, su desinteresada compasión-. Si hubiera seguido mis consejos no se vería en situación tan crítica.

-¡Ah! es claro, -contesté maquinalmente, ofreciendo también el tributo de mi compasión a la señora condesa.

-¡Figúrese usted -prosiguió-, que se han dejado dominar por aquel hombre! Y aquel hombre llegará a ser el dueño de la casa. ¡Pobrecilla! Cree que con llorar y lamentarse se remedia todo, y no. Urge tomar una determinación. Porque ese hombre es un infame, le creo capaz de los mayores crímenes.

-¡Ah! ¡Si es atroz! -dije yo, participando irreflexivamente de su indignación.

-Es como todos los hombres de malos instintos y de baja condición que si se elevan un poco, luego no hay quien los sufra. Bien claro indica su rostro que de allí no puede salir cosa buena.

-Ya lo creo, eso salta a la vista.

-Le explicaré a usted en breves palabras. La Condesa es una mujer excelente, angelical, tan discreta como hermosa, y digna por todos conceptos de mejor suerte. Pero está casada con un hombre que no comprende el tesoro que posee, y pasa la vida entregado al juego y a toda clase de entretenimientos ilícitos. Ella entretanto se aburre y llora. ¿Es extraño que trate de sofocar su pena divirtiéndose honestamente aquí y allí, donde quiera que suena un piano? Es más, yo mismo se lo aconsejo y le digo: «Señora, procure usted distraerse, que la vida se acaba. Al fin el señor Conde se ha de arrepentir de sus locuras y se acabarán las penas». Me parece que estoy en lo cierto.

-¡Ah! sin duda -contesté con oficiosidad, continuando en mis adentros tan indiferente como al principio a las desventuras de la Condesa.

-Pero no es eso lo peor -añadió Cascajares, golpeando el suelo con su bastón-, sino que ahora el señor Conde ha dado en la flor de estar celoso... sí, de cierto joven que se ha tomado a pechos la empresa de distraer a la Condesa.

-El marido tendrá la culpa de que lo consiga.

-Todo eso sería insignificante, porque la Condesa es la misma virtud; todo eso sería insignificante, digo, si no existiera un hombre abominable que sospecho ha de causar un desastre en aquella casa.

-¿De veras? ¿Y quién es ese hombre? -pregunté con una chispa de curiosidad.

-Un antiguo mayordomo muy querido del Conde, y que se ha propuesto martirizar a la infeliz cuanto sensible señora. Parece que se ha apoderado de cierto secreto que la compromete, y con esta arma pretende... qué sé yo... ¡Es una infamia!

-Sí que lo es, y ello merece un ejemplar castigo -dije yo, descargando también el peso de mis iras sobre aquel hombre.

-Pero ella es inocente; ella es un ángel... Pero, ¡calle! estamos en la Cibeles. Sí: ya veo a la derecha el parque de Buenavista. Mande usted parar, mozo; que no soy de los que hacen la gracia de saltar cuando el coche está en marcha, para descalabrarse contra los adoquines. Adiós, mi amigo, adiós.

Paró el coche y bajó D. Dionisio Cascajares y de la Vallina, después de darme otro apretón de manos y de causar segundo desperfecto en el sombrero de la dama inglesa, aún no repuesta del primitivo susto.


- II -

Siguió el ómnibus su marcha y ¡cosa singular! yo a mi vez seguí pensando en la incógnita Condesa, en su cruel y suspicaz consorte, y sobre todo en el hombre siniestro que, según la enérgica expresión del médico, a punto estaba de causar un desastre en la casa. Considera, lector, lo que es el humano pensamiento: cuando Cascajares principió a referirme aquellos sucesos, yo renegaba de su inoportunidad y pesadez, mas poco tardó mi mente en apoderarse de aquel mismo asunto, para darle vueltas de arriba abajo, operación psicológica que no deja de ser estimulada por la regular marcha del coche y el sordo y monótono rumor de sus ruedas, limando el hierro de los carriles.

Pero al fin dejé de pensar en lo que tan poco me interesaba, y recorriendo con la vista el interior del coche, examiné uno por uno a mis compañeros de viaje. ¡Cuán distintas caras y cuán diversas expresiones! Unos parecen no inquietarse ni lo más mínimo de los que van a su lado; otros pasan revista al corrillo con impertinente curiosidad; unos están alegres, otros tristes, aquél bosteza, el de más allá ríe, y a pesar de la brevedad del trayecto, no hay uno que no desee terminarlo pronto. Pues entre los mil fastidios de la existencia, ninguno aventaja al que consiste en estar una docena de personas mirándose las caras sin decirse palabra, y contándose recíprocamente sus arrugas, sus lunares, y este o el otro accidente observado en el rostro o en la ropa.

Es singular este breve conocimiento con personas que no hemos visto y que probablemente no volveremos a ver. Al entrar, ya encontramos a alguien; otros vienen después que estamos allí; unos se marchan, quedándonos nosotros, y por último también nos vamos. Imitación es esto de la vida humana, en que el nacer y el morir son como las entradas y salidas a que me refiero, pues van renovando sin cesar en generaciones de viajeros el pequeño mundo que allí dentro vive. Entran, salen; nacen, mueren... ¡Cuántos han pasado por aquí antes que nosotros! ¡Cuántos vendrán después!

Y para que la semejanza sea más completa, también hay un mundo chico de pasiones en miniatura dentro de aquel cajón. Muchos van allí que se nos antojan excelentes personas, y nos agrada su aspecto y hasta les vemos salir con disgusto. Otros, por el contrario, nos revientan desde que les echamos la vista encima: les aborrecemos durante diez minutos; examinamos con cierto rencor sus caracteres frenológicos y sentimos verdadero gozo al verles salir. Y en tanto sigue corriendo el vehículo, remedo de la vida humana; siempre recibiendo y soltando, uniforme, incansable, majestuoso, insensible a lo que pasa en su interior; sin que le conmuevan ni poco ni mucho las mal sofocadas pasioncillas de que es mudo teatro: siempre corriendo, corriendo sobre las dos interminables paralelas de hierro, largas y resbaladizas como los siglos.

Pensaba en esto mientras el coche subía por la calle de Alcalá, hasta que me sacó del golfo de tan revueltas cavilaciones el golpe de mi paquete de libros al caer al suelo. Recogílo al instante; mis ojos se fijaron en el pedazo de periódico que servía de envoltorio a los volúmenes, y maquinalmente leyeron medio renglón de lo que allí estaba impreso. De súbito, sentí vivamente picada mi curiosidad: había leído algo que me interesaba, y ciertos nombres esparcidos en el pedazo de folletín hirieron a un tiempo la vista y el recuerdo. Busqué el principio y no lo hallé: el papel estaba roto, y únicamente pude leer, con curiosidad primero y después con afán creciente, lo que sigue:

«Sentía la condesa una agitación indescriptible. La presencia de Mudarra, el insolente mayordomo, que olvidando su bajo origen atrevíase a poner los ojos en persona tan alta, le causaba continua zozobra. El infame la estaba espiando sin cesar, la vigilaba como se vigila a un preso. Ya no le detenía ningún respeto, ni era obstáculo a su infame asechanza la sensibilidad y delicadeza de tan excelente señora.

»Mudarra penetró a deshora en la habitación de la Condesa, que pálida y agitada, sintiendo a la vez vergüenza y terror, no tuvo ánimo para despedirle.

»-No se asuste usía, señora Condesa -dijo con forzada y siniestra sonrisa, que aumentó la turbación de la dama-; no vengo a hacer a usía daño alguno.

»-¡Oh, Dios mío! ¡Cuándo acabará este suplicio, -exclamó la dama, dejando caer sus brazos con desaliento-. Salga usted; yo no puedo acceder a sus deseos. ¡Qué infamia! ¡Abusar de ese modo de mi debilidad, y de la indiferencia de mi esposo, único autor de tantas desdichas!

»-¿Por qué tan arisca señora Condesa? -añadió el feroz mayordomo-. Si yo no tuviera el secreto de su perdición en mi mano; si yo no pudiera imponer al señor Conde de ciertos particulares... pues... referentes a aquel caballerito... Pero, no abusaré, no, de estas terribles armas. Usted me comprenderá al fin, conociendo cuán desinteresado es el grande amor que ha sabido

inspirarme.

»Al decir esto, Mudarra dio algunos pasos hacia la Condesa, que se alejó con horror y repugnancia de aquel monstruo.

»Era Mudarra un hombre como de cincuenta años, moreno, rechoncho y patizambo, de cabellos ásperos y en desorden, grande y colmilluda la boca. Sus ojos medio ocultos tras la frondosidad de largas, negras y espesísimas cejas, en aquellos instantes expresaban la más bestial concupiscencia.

»-¡Ah puerco espín! -exclamó con ira al ver el natural despego de la dama-. ¡Qué desdicha no ser un mozalvete almidonado! Tanto remilgo sabiendo que puedo informar al señor Conde... Y me creerá, no lo dude usía: el señor Conde tiene en mí tal confianza, que lo que yo digo es para él el mismo Evangelio... pues... y como está celoso... si yo le presento el papelito...

»-¡Infame! -gritó la Condesa con noble arranque de indignación y dignidad-. Yo soy inocente; y mi esposo no será capaz de prestar oídos a tan viles calumnias. Y aunque fuera culpable prefiero mil veces ser despreciada por mi marido y por todo el mundo, a comprar mi tranquilidad a ese precio. Salga usted de aquí al instante.

»-Yo también tengo mal genio, señora Condesa -dijo el mayordomo devorando su rabia-; yo también gasto mal genio, y cuando me amosco... Puesto que usía lo toma por la tremenda, vamos por la tremenda. Ya sé lo que tengo que hacer, y demasiado condescendiente he sido hasta aquí. Por última vez propongo a usía que seamos amigos, y no me ponga en el caso de hacer un disparate... con que señora mía...

»Al decir esto Mudarra contrajo la pergaminosa piel y los rígidos tendones de su rostro haciendo una mueca parecida a una sonrisa, y dio algunos pasos como para sentarse en el sofá junto a la Condesa. Esta se levantó de un salto gritando:

»-No; ¡salga usted! ¡Infame! Y no tener quien me defienda... ¡Salga usted!»

«El mayordomo, entonces, era como una fiera a quien se escapa la presa que ha tenido un momento antes entre sus uñas. Dio un resoplido, hizo un gesto de amenaza y salió despacio con pasos muy quedos. La Condesa, trémula y sin aliento, refugiada en la extremidad del gabinete, sintió las pisadas que alejándose se perdían en la alfombra de la habitación inmediata, y respiró al fin cuando le consideró lejos. Cerró las puertas y quiso dormir; pero el sueño huía de sus ojos, aún aterrados con la imagen del monstruo.

»Capítulo XI. - El Complot. -Mudarra, al salir de la habitación de la Condesa, se dirigió a la suya, y dominado por fuerte inquietud nerviosa, comenzó a registrar cartas y papeles diciendo entre dientes: «Ya no me aguanto más; me las pagará todas juntas.» Después se sentó, tomó la pluma, y poniendo delante una de aquellas cartas, y examinándola bien, empezó a escribir otra, tratando de remedar la letra. Mudaba la vista con febril ansiedad del modelo a la copia, y por último, después de gran trabajo escribió con caracteres enteramente iguales a los del modelo, la carta siguiente, cuyo sentido era de su propia cosecha: Había prometido a usted una entrevista y me apresuro...»

El folletín estaba roto y no pude leer más.


- III -

Sin apartar la vista del paquete, me puse a pensar en la relación que existía entre las noticias sueltas que oí de boca del Sr. Cascajares y la escena leída en aquel papelucho, folletín, sin duda, traducido de alguna desatinada novela de Ponson du Terrail o de Montepin. Será una tontería, dije para mí, pero es lo cierto que ya me inspira interés esa señora Condesa, víctima de la barbarie de un mayordomo imposible, cual no existe sino en la trastornada cabeza de algún novelista nacido para aterrar a las gentes sencillas. ¿Y qué haría el maldito para vengarse? Capaz sería de imaginar cualquiera atrocidad de esas que ponen fin a un capítulo de sensación. ¿Y el Conde, qué hará? Y aquel mozalvete de quien hablaron, Cascajares en el coche y Mudarra en el folletín, ¿qué hará, quién será? ¿Qué hay entre la Condesa y ese incógnito caballerito? Algo daría por saber...

Esto pensaba, cuando alcé los ojos, recorrí con ellos el interior del coche, y ¡horror! vi una persona que me hizo estremecer de espanto. Mientras estaba yo embebido en la interesante lectura del pedazo de folletín, el tranvía se había detenido varias veces para tomar o dejar algún viajero. En una de estas ocasiones había entrado aquel hombre, cuya súbita presencia me produjo tan grande impresión. Era él, Mudarra, el mayordomo en persona, sentado frente a mí, con sus rodillas tocando mis rodillas. En un segundo le examiné de pies a cabeza y reconocí las facciones cuya descripción había leído. No podía ser otro: hasta los más insignificantes detalles de su vestido indicaban claramente que era él. Reconocí la tez morena y lustrosa, los cabellos indomables, cuyas mechas surgían en opuestas direcciones como las culebras de Medusa, los ojos hundidos bajo la espesura de unas agrestes cejas, las barbas, no menos revueltas e incultas que el pelo, los pies torcidos hacia dentro como los de los loros, y en fin, la misma mirada, el mismo hombre en el aspecto, en el traje, en el respirar, en el toser, hasta en el modo de meterse la mano en el bolsillo para pagar.

De pronto le vi sacar una cartera, y observé que este objeto tenía en la cubierta una gran M dorada, la inicial de su apellido. Abrióla, sacó una carta y miró el sobre con sonrisa de demonio, y hasta me pareció que decía entre dientes:

«¡Qué bien imitada está la letra!» En efecto, era una carta pequeña, con el sobre garabateado por mano femenina. Lo miró bien, recreándose en su infame obra, hasta que observó que yo con curiosidad indiscreta y descortés alargaba demasiado el rostro para leer el sobrescrito. Dirigióme una mirada que me hizo el efecto de un golpe, y guardó su cartera.

El coche seguía corriendo, y en el breve tiempo necesario para que yo leyera el trozo de novela, para que pensara un poco en tan extrañas cosas, para que viera al propio Mudarra, novelesco, inverosímil, convertido en ser vivo y compañero mío en aquel viaje, había dejado atrás la calle de Alcalá, atravesaba la Puerta del Sol y entraba triunfante en la calle Mayor, abriéndose paso por entre los demás coches, haciendo correr a los carromatos rezagados y perezosos, y ahuyentando a los peatones, que en el tumulto de la calle, y aturdidos por la confusión de tantos y tan diversos ruidos, no ven a la mole que se les viene encima sino cuando ya la tienen a muy poca distancia.

Seguía yo contemplando aquel hombre como se contempla un objeto de cuya existencia real no estamos seguros, y no quité los ojos de su repugnante facha hasta que no le vi levantarse, mandar parar el coche y salir, perdiéndose luego entre el gentío de la calle.

Salieron y entraron varias personas y la decoración viviente del coche mudó por completo.

Cada vez era más viva la curiosidad que me inspiraba aquel suceso, que al principio podía considerar como forjado exclusivamente en mi cabeza por la coincidencia de varias sensaciones ocasionadas por la conversación o por la lectura, pero que al fin se me figuraba cosa cierta y de indudable realidad.

Cuando salió el hombre en quien creí ver el terrible mayordomo, quedéme pensando en el incidente de la carta y me lo expliqué a mi manera, no queriendo ser en tan delicada cuestión menos fecundo que el novelista, autor de lo que momentos antes había leído. Mudarra, pensé, deseoso de vengarse de la Condesa ¡oh, infortunada señora! finge su letra y escribe una carta a cierto caballerito, con quien hubo esto y lo otro, y lo de más allá. En la carta le da una cita en su propia casa; llega el joven a la hora indicada y poco después el marido, a quien se ha tenido cuidado de avisar, para que coja in fraganti a su desleal esposa: ¡oh admirable recurso del ingenio! Esto, que en la vida tiene su pro y su contra, en una novela viene como anillo al dedo. La dama se desmaya, el amante se turba, el marido hace una atrocidad, y detrás de la cortina está el fatídico semblante del mayordomo que se goza en su endiablada venganza.

Lector yo de muchas y muy malas novelas, di aquel giro a la que insensiblemente iba desarrollándose en mi imaginación por las palabras de mi amigo, la lectura de un trozo de papel y la vista de un desconocido.


- IV -

Andando, andando seguía el coche y ya por causa del calor que allí dentro se sentía, ya porque el movimiento pausado y monótono del vehículo produce cierto marco que degenera en sueño, lo cierto es que sentí pesados los párpados, me incliné del costado izquierdo, apoyando el codo en el paquete de libros, y cerré los ojos. En esta situación continué viendo la hilera de caras de ambos sexos que ante mí tenía, barbadas unas, limpias de pelo las otras, aquéllas riendo, éstas muy acartonadas y serias. Después me pareció que obedeciendo a la contracción de un músculo común, todas aquellas caras hacían muecas y guiños, abriendo y cerrando los ojos y las bocas, y mostrándome alternativamente una serie de dientes que variaban desde los más blancos hasta los más amarillos, afilados unos, romos y gastados los otros. Aquellas ocho narices erigidas bajo diez y seis ojos diversos en color y expresión, crecían o menguaban, variando de forma; las bocas se abrían en línea horizontal, produciendo mudas carcajadas, o se estiraban hacia adelante formando hocicos puntiagudos, parecidos al interesante rostro de cierto benemérito animal que tiene sobre sí el anatema de no poder ser nombrado.

Por detrás de aquellas ocho caras, cuyos horrendos visajes he descrito, y al través de las ventanillas del coche, yo veía la calle, las casas y los transeúntes, todo en veloz carrera, como si el tranvía anduviera con rapidez vertiginosa. Yo por lo menos creía que marchaba más aprisa que nuestros ferrocarriles, más que los franceses, más que los ingleses, más que los norte-americanos; corría con toda la velocidad que puede suponer la imaginación, tratándose de la traslación de lo sólido.

A medida que era más intenso aquel estado letargoso, se me figuraba que iban desapareciendo las casas, las calles, Madrid entero. Por un instante creí que el tranvía corría por lo más profundo de los mares: al través de los vidrios se veían los cuerpos de cetáceos enormes, los miembros pegajosos de una multitud de pólipos de diversos tamaños. Los peces chicos sacudían sus colas resbaladizas contra los cristales, y algunos miraban adentro con sus grandes y dorados ojos. Crustáceos de forma desconocida, grandes moluscos, madréporas, esponjas y una multitud de bivalvos grandes y deformes cual nunca yo los había visto, pasaban sin cesar. El coche iba tirado por no sé qué especie de nadantes monstruos, cuyos remos, luchando con el agua, sonaban como las paletadas de una hélice, tornillaban la masa líquida, con su infinito voltear.

Esta visión se iba extinguiendo: después parecióme que el coche corría por los aires, volando en dirección fija y sin que lo agitaran los vientos. Al través de los cristales no se veía nada, más que espacio: las nubes nos envolvían a veces; una lluvia violenta y repentina tamborileaba en la imperial; de pronto salíamos al espacio puro, inundado de sol, para volver de nuevo a penetrar en el vaporoso seno de celajes inmensos, ya rojos, ya amarillos, tan pronto de ópalo como de amatista, que iban quedándose atrás en nuestra marcha. Pasábamos luego, por un sitio del espacio en que flotaban masas resplandecientes de un finísimo polvo de oro: más adelante, aquella polvareda que a mí se me antojaba producida por el movimiento de las ruedas triturando la luz, era de plata, después verde como harina de esmeraldas, y por último, roja como harina de rubís. El coche iba arrastrado por algún volátil apocalíptico, más fuerte que el hipogrifo y más atrevido que el dragón; y el rumor de las ruedas y de la fuerza motriz recordaba el zumbido de las grandes aspas de un molino de viento, o más bien el de un abejorro del tamaño de un elefante. Volábamos por el espacio sin fin, sin llegar nunca; entre tanto la tierra quedábase abajo, a muchas leguas de nuestros pies; y en la tierra, España, Madrid, el barrio de Salamanca, Cascajares, la Condesa, el Conde, Mudarra, el incógnito galán, todos ellos.

Pero no tardé en dormirme profundamente; y entonces el coche cesó de andar, cesó de volar, y desapareció para mí la sensación de que iba en el tal coche, no quedando más que el ruido monótono y profundo de las ruedas, que no nos abandona jamás en nuestras pesadillas dentro de un tren o en el camarote de un vapor. Me dormí... ¡Oh infortunada Condesa! la vi tan clara como estoy viendo en este instante el papel en que escribo; la vi sentada junto a un velador, la mano en la mejilla, triste y meditabunda como una estatua de la melancolía. A sus pies estaba acurrucado un perrillo, que me pareció tan triste como su interesante ama.

Entonces pude examinar a mis anchas a la mujer que yo consideraba como la desventura en persona. Era de alta estatura, rubia, con grandes y expresivos ojos, nariz fina, y casi, casi grande, de forma muy correcta y perfectamente engendrada por las dos curvas de sus hermosas y arqueadas cejas. Estaba peinada sin afectación, y en esto, como en su traje, se comprendía que no pensaba salir aquella noche. ¡Tremenda, mil veces tremenda noche! Yo observaba con creciente ansiedad la hermosa figura que tanto deseaba conocer, y me pareció que podía leer sus ideas en aquella noble frente donde la costumbre de la reconcentración mental había trazado unas cuantas líneas imperceptibles, que el tiempo convertiría pronto en arrugas.

De repente se abre la puerta dando paso a un hombre. La Condesa dio un grito de sorpresa y se levantó muy agitada.

-¿Qué es esto? -dijo-. Rafael. Usted... ¿Qué atrevimiento? ¿Cómo ha entrado usted aquí?

-Señora -contestó el que había entrado, joven de muy buen porte-. ¿No me esperaba usted? He recibido una carta suya...

-¡Una carta mía! -exclamó más agitada la Condesa-. Yo no he escrito carta ninguna. ¿Y para qué había de escribirla?

-Señora, vea usted -repuso el joven sacando la carta y mostrándosela-; es su letra, su misma letra.

-¡Dios mío! ¡Qué infernal maquinación!-dijo la dama con desesperación-. Yo no he escrito esa carta. Es un lazo que me tienden...

-Señora, cálmese usted... yo siento mucho...

-Sí; lo comprendo todo... Ese hombre infame... Ya sospecho cuál habrá sido su idea. Salga usted al instante... Pero ya es tarde; ya siento la voz de mi marido.

En efecto, una voz atronadora se sintió en la habitación inmediata, y al poco entró el Conde, que fingió sorpresa de ver al galán, y después riendo con cierta afectación, le dijo:

-¡Oh Rafael!, usted por aquí... ¡Cuánto tiempo!... Venía usted a acompañar a Antonia... Con eso nos acompañará a tomar el té.

La Condesa y su esposo cambiaron una mirada siniestra. El joven, en su perplejidad, apenas acertó a devolver al Conde su saludo. Vi que entraron y salieron criados; vi que trajeron un servicio de té y desaparecieron después, dejando solos a los tres personajes. Iba a pasar algo terrible.

Sentáronse: la Condesa parecía difunta, el Conde afectaba una hilaridad aturdida, semejante a la embriaguez, y el joven callaba, contestándole sólo con monosílabos. Sirvió el té, y el Conde alargó a Rafael una de las tazas, no una cualquiera, sino una determinada. La Condesa miró aquella taza con tal expresión de espanto, que pareció echar en ella todo su espíritu. Bebieron en silencio, acompañando la poción con muchas variedades de las sabrosas pastas Huntley and Palmers, y otras menudencias propias de tal clase de cena. Después el Conde volvió a reír con la desaforada y ruidosa expansión que le era peculiar aquella noche, y dijo:

-¡Cómo nos aburrimos! Usted, Rafael, no dice una palabra. Antonia, toca algo. Hace tanto tiempo que no te oímos. Mira... aquella pieza de Gottschalk que se titula Morte... La tocabas admirablemente. Vamos, ponte al piano.

La Condesa quiso hablar, érale imposible articular palabra. El Conde la miró de tal modo, que la infeliz cedió ante la terrible expresión de sus ojos, como la paloma fascinada por el boa constrictor. Se levantó dirigiéndose al piano, y ya allí, el marido debió decirle algo que la aterro más, acabando de ponerla bajo su infernal dominio. Sonó el piano, heridas a la vez multitud de cuerdas, y corriendo de las graves a las agudas, las manos de la dama despertaron en un segundo los centenares de sonidos que dormían mudos en el fondo de la caja. Al principio era la música una confusa reunión de sones que aturdía en vez de agradar; pero luego serenóse aquella tempestad, y un canto fúnebre y temeroso como el Dies irae surgió de tal desorden. Yo creía escuchar el son triste de un coro de cartujos, acompañado con el bronco mugido de los fagots. Sentíanse después ayes lastimeros como nos figuramos han de ser los que exhalan las ánimas, condenadas en el purgatorio a pedir incesantemente un perdón que ha de llegar muy tarde.

Volvían luego los arpegios prolongados y ruidosos, y las notas se encabritaban unas sobre otras como disputándose cuál ha de llegar primero. Se hacían y deshacían los acordes, como se forma y desbarata la espuma de las olas. La armonía fluctuaba y hervía en una marejada sin fin, alejándose hasta perderse, y volviendo más fuerte en grandes y atropellados remolinos.

Yo continuaba extasiado oyendo la música imponente y majestuosa; no podía ver el semblante de la Condesa, sentada de espaldas a mí; pero me la figuraba en tal estado de aturdimiento y pavor, que llegué a pensar que el piano se tocaba solo.

El joven estaba detrás de ella, el Conde a su derecha, apoyado en el piano. De vez en cuando levantaba ella la vista para mirarle, pero debía encontrar expresión muy horrenda en los ojos de su consorte, porque tornaba a bajar los suyos y seguía tocando. De repente el piano cesó de sonar y la Condesa dio un grito.

En aquel instante sentí un fortísimo golpe en un hombro, me sacudí violentamente y desperté.


- V -

En la agitación de mi sueño había cambiado de postura y me había dejado caer sobre la venerable inglesa que a mi lado iba.

-¡Aaah! usted... sleeping... molestar... me, -dijo con avinagrado mohín, mientras rechazaba mi paquete de libros que había caído sobre sus rodillas.

-Señora... es verdad... me dormí -contesté turbado al ver que todos los viajeros se reían de aquella escena.

-¡Ooo... yo soy... going... to decir al coachman... usted molestar... mi... usted, caballero...very shocking -añadió la inglesa en su jerga ininteligible-: ¡Oooh! usted creer... my body es... su camafor usted... to sleep. ¡Oooh! gentleman, you are a stupid ass.

Al decir esto, la hija de la Gran Bretaña, que era de sí bastante amoratada, estaba lo mismo que un tomate. Creyérase que la sangre agolpada a sus carrillos y a su nariz a brotar iba por sus candentes poros. Me mostraba cuatro dientes puntiagudos y muy blancos, como si me quisiera roer. Le pedí mil perdones por mi sueño descortés, recogí mi paquete y pasé revista a las nuevas caras que dentro del coche había. Figúrate, ¡oh cachazudo y benévolo lector! cuál sería mi sorpresa cuando vi frente a mí ¿a quién creerás? al joven de la escena soñada, al mismo D. Rafael en persona. Me restregué los ojos para convencerme de que no dormía, y en efecto, despierto estaba, y tan despierto como ahora.

Era él mismo, y conversaba con otro que a su lado iba. Puse atención y escuché con toda mi alma.

-¿Pero tú no sospechaste nada? -le decía el otro.

-Algo, sí; pero callé. Parecía difunta; tal era su terror. Su marido la mandó tocar el piano y ella no se atrevió a resistir. Tocó, como siempre, de una manera admirable, y oyéndola llegué a olvidarme de la peligrosa situación en que nos encontrábamos. A pesar de los esfuerzos que ella hacía para aparecer serena, llegó un momento en que le fue imposible fingir más. Sus brazos se aflojaron, y resbalando de las teclas echó la cabeza atrás y dio un grito. Entonces su marido sacó un puñal, y dando un paso hacia ella exclamó con furia: «Toca o te mato al instante.» Al ver esto hirvió mi sangre toda: quise echarme sobre aquel miserable; pero sentí en mi cuerpo una sensación que no puedo pintarte; creí que repentinamente se había encendido una hoguera en mi estómago; fuego corría por mis venas; las sienes me latieron, y caí al suelo sin sentido.

-Y antes, ¿no conocistes los síntomas del envenenamiento? -le preguntó el otro.

-Notaba cierta desazón y sospeché vagamente, pero nada más. El veneno estaba bien preparado, porque hizo el efecto tarde y no me mató, aunque me ha dejado una enfermedad para toda la vida.

-Y después que perdiste el sentido, ¿qué pasó?

Rafael iba a contestar y yo le escuchaba como si de sus palabras pendiera un secreto de vida o muerte, cuando el coche paró.

-¡Ah! ya estamos en los Consejos: bajemos -dijo Rafael.

¡Qué contrariedad! Se marchaban, y yo no sabía el fin de la historia.

-Caballero, caballero, una palabra -dije al verlos salir.

El joven se detuvo y me miró.

-¿Y la Condesa? ¿Qué fue de esa señora?, -pregunté con mucho afán.

Una carcajada general fue la única respuesta. Los dos jóvenes riéndose también, salieron sin contestarme palabra. El único ser vivo que conservó su serenidad de esfinge en tan cómica escena fue la inglesa, que indignada de mis extravagancias, se volvió a los demás viajeros diciendo:

-¡Oooh! A lunatic fellow.


- VI -

El coche seguía, y a mí me abrasaba la curiosidad por saber qué había sido de la desdichada Condesa. ¿La mató su marido? Yo me hacía cargo de las intenciones de aquel malvado. Ansioso de gozarse en su venganza, como todas las almas crueles, quería que su mujer presenciase, sin dejar de tocar, la agonía de aquel incauto joven llevado allí por una vil celada de Mudarra.

Mas era imposible que la dama continuara haciendo desesperados esfuerzos para mantener su serenidad, sabiendo que Rafael había bebido el veneno. ¡Trágica y espeluznante escena! -pensaba, yo, más convencido cada vez de la realidad de aquel suceso- ¡y luego dirán que estas cosas sólo se ven en las novelas!

Al pasar por delante de Palacio el coche se detuvo, y entró una mujer que traía un perrillo en sus brazos. Al instante reconocí al perro que había visto recostado a los pies de la Condesa; era el mismo, la misma lana blanca y fina, la misma mancha negra en una de sus orejas. La suerte quiso que aquella mujer se sentara a mi lado. No pudiendo yo resistir la curiosidad, le pregunté:

-¿Es de usted ese perro tan bonito?

-¿Pues de quién ha de ser? ¿Le gusta a usted?

Cogí una de las orejas del inteligente animal para hacerle una caricia; pero él, insensible a mis demostraciones de cariño, ladró, dio un salto y puso sus patas sobre las rodillas de la inglesa, que me volvió a enseñar sus dos dientes como queriéndome roer, y exclamó:

-¡Ooooh! usted... unsupportable.

-¿Y dónde ha adquirido usted ese perro? -pregunté sin hacer caso de la nueva explosión colérica de la mujer británica-. ¿Se puede saber?

-Era de mi señorita.

-¿Y qué fue de su señorita? -dije con la mayor ansiedad.

-¡Ah! ¿Usted la conocía? -repuso la mujer-. Era muy buena, ¿verdá usté?

-¡Oh! excelente... Pero ¿podría yo saber en qué paró todo aquello?

-De modo que usted está enterado, usted tiene noticias...

-Sí, señora... He sabido todo lo que ha pasado, hasta aquello del té... pues. Y diga usted ¿murió la señora?

-¡Ah! sí señor: está en la gloria.

-¿Y cómo fue eso? ¿La asesinaron, o fue a consecuencia del susto?

-¡Qué asesinato, ni qué susto! -dijo con expresión burlona-. Usted no está enterado. Fue que aquella noche había comido no sé qué, pues... y le hizo daño... Le dio un desmayo que le duró hasta el amanecer.

-Bah -pensé yo- ésta no sabe una palabra del incidente del piano y del veneno, o no quiere darse por entendida.

Después dije en alta voz:

-¿Conque fue de indigestión?

-Sí, señor. Yo le había dicho aquella noche: «señora: no coma usted esos mariscos»; pero no me hizo caso.

-Conque mariscos ¿eh? -dije con incredulidad-. Si sabré yo lo que ha ocurrido.

-¿No lo cree usted?

-Sí... sí -repuse aparentando creerlo-. ¿Y el Conde... su marido, el que sacó el puñal cuando tocaba el piano?

La mujer me miró un instante y después soltó la risa en mis propias barbas.

-¿Se ríe usted...? ¡Bah! ¿Piensa usted que no estoy perfectamente enterado? Ya comprendo, usted no quiere contar los hechos como realmente son. Ya se ve, como habrá causa criminal...

-Es que ha hablado usted de un conde y de una condesa.

-¿No era el ama de ese perro la señora Condesa, a quien el mayordomo Mudarra...?

La mujer volvió a soltar la risa con tal estrépito, que me desconcerté diciendo para mi capote: Ésta debe de ser cómplice de Mudarra, y naturalmente ocultará todo lo que pueda.

-Usted está loco -añadió la desconocida.

-Lunatic, lunatic. Me... suffocated... ¡Oooh! ¡My God!

-Si lo sé todo: vamos, no me lo oculte usted. Dígame de qué murió la señora Condesa.

-¡Qué condesa ni que ocho cuartos, hombre de Dios! -exclamó la mujer riendo con más fuerza.

-¡Si creerá usted que me engaña a mí con sus risitas! -contesté-. La Condesa ha muerto envenenada o asesinada; no me queda la menor duda.

En esto llegó el coche al Barrio de Pozas y yo al término de mi viaje. Salimos todos: la inglesa me echó una mirada que indicaba su regocijo por verse libre de mí, y cada cual se dirigió a su destino. Yo seguí a la mujer del perro aturdiéndola con preguntas, hasta que se metió en su casa, riendo siempre de mi empeño en averiguar vidas ajenas. Al verme solo en la calle, recordé el objeto de mi viaje y me dirigí a la casa donde debía entregar aquellos libros. Devolvílos a la persona que me los había prestado para leerlos, y me puse a pasear frente al Buen Suceso, esperando a que saliese de nuevo el coche para regresar al otro extremo de Madrid.

No podía apartar de la imaginación a la infortunada Condesa, y cada vez me confirmaba más en mi idea de que la mujer con quien últimamente hablé había querido engañarme, ocultando la verdad de la misteriosa tragedia.

Esperé mucho tiempo, y al fin, anocheciendo ya, el coche se dispuso a partir. Entré, y lo primero que mis ojos vieron fue la señora inglesa sentadita donde antes estaba. Cuando me vio subir y tomar sitio a su lado, la expresión de su rostro no es definible; se puso otra vez como la grana, exclamando:

-¡Oooh!... usted... mi quejarme al coachman... usted reventar me for it.

Tan preocupado estaba yo con mis confusiones, que sin hacerme cargo de lo que la inglesa me decía en su híbrido y trabajoso lenguaje, le contesté:

-Señora, no hay duda de que la Condesa murió envenenada o asesinada. Usted no tiene idea de la ferocidad de aquel hombre.

Seguía el coche, y de trecho en trecho deteníase para recoger pasajeros. Cerca del palacio real entraron tres, tomando asiento enfrente de mí. Uno de ellos era un hombre alto, seco y huesudo, con muy severos ojos y un hablar campanudo que imponía respeto.

No hacía diez minutos que estaban allí, cuando este hombre se volvió a los otros dos y dijo:

-¡Pobrecilla! ¡Cómo clamaba en sus últimos instantes! La bala le entró por encima de la clavícula derecha y después bajó hasta el corazón.

-¿Cómo? -exclamé yo repentinamente-. ¿Conque fue de un tiro? ¿No murió de una puñalada?

Los tres me miraron con sorpresa.

-De un tiro, señor -dijo con cierto desabrimiento el alto, seco y huesoso.

-Y aquella mujer sostenía que había muerto de una indigestión -dije interesándome más cada vez en aquel asunto-. Cuente usted ¿y cómo fue?

-¿Y a usted qué le importa? -dijo el otro con muy avinagrado gesto.

-Tengo mucho interés por conocer el fin de esa horrorosa tragedia. ¿No es verdad que parece cosa de novela?

-¿Qué novela ni qué niño muerto? Usted está loco o quiere burlarse de nosotros.

-Caballerito, cuidado con las bromas -añadió el alto y seco.

-¿Creen ustedes que no estoy enterado? Lo sé todo, he presenciado varias escenas de ese horrendo crimen. Pero dicen ustedes que la Condesa murió de un pistoletazo.

-Válgame Dios: nosotros no hemos hablado de Condesa, sino de mi perra, a quien cazando disparamos inadvertidamente un tiro. Si usted quiere bromear, puede buscarme en otro sitio, y ya le contestaré como merece.

-Ya, ya comprendo: ahora hay empeño en ocultar la verdad -manifesté juzgando que aquellos hombres querían desorientarme en mis pesquisas, convirtiendo en perra a la desdichada señora.

Ya preparaba el otro su contestación, sin duda, más enérgica de lo que el caso requería, cuando la inglesa se llevó el dedo a la sien, como para indicarles que yo no regía bien de la cabeza. Calmáronse con esto, y no dijeron una palabra más en todo el viaje, que terminó para ellos en la Puerta del Sol. Sin duda me habían tenido miedo.

Yo continuaba tan dominado por aquella idea, que en vano quería serenar mi espíritu, razonando los verdaderos términos de tan embrollada cuestión. Pero cada vez eran mayores mis confusiones, y la imagen de la pobre señora no se apartaba de mi pensamiento. En todos los semblantes que iban sucediéndose dentro del coche, creía ver algo que contribuyera a explicar el enigma. Sentía yo una sobreexcitación cerebral espantosa, y sin duda el trastorno interior debía pintarse en mi rostro, porque todos me miraban como se mira que no se ve todos los días.


- VII -

Aún faltaba algún incidente que había de turbar más mi cabeza en aquel viaje fatal. Al pasar por la calle de Alcalá, entró un caballero con su señora: él quedó junto a mí. Era un hombre que parecía afectado de fuerte y reciente impresión, y hasta creí que alguna vez se llevó el pañuelo a los ojos para enjugar las invisibles lágrimas, que sin duda corrían bajo el cristal verde oscuro de sus descomunales antiparras.

Al poco rato de estar allí, dijo en voz baja a la que parecía ser su mujer:

-Pues hay sospechas de envenenamiento: no lo dudes. Me lo acaba de decir D. Mateo. ¡Desdichada mujer!

-¡Qué horror! Ya me lo he figurado también -contestó su consorte-. ¿De tales cafres qué se podía esperar?

-Juro no dejar piedra sobre piedra hasta averiguarlo.

Yo, que era todo oídos, dije también en voz baja:

-Sí señor; hubo envenenamiento. Me consta.

-¿Cómo, usted sabe? ¿Usted también la conocía? -dijo vivamente el de las antiparras verdes, volviéndose hacia mí.

-Sí señor; y no dudo que la muerte ha sido violenta, por más que quieran hacernos creer que fue indigestión.

-Lo mismo afirmo yo. ¡Qué excelente mujer! ¿Pero cómo sabe usted...?

-Lo sé, lo sé -repuse muy satisfecho de que aquel no me tuviera por loco.

-Luego, usted irá a declarar al juzgado; porque ya se está formando la sumaria.

-Me alegro, para que castiguen a esos bribones. Iré a declarar, iré a declarar, sí señor.

A tal extremo había llegado mi obcecación, que concluí por penetrarme de aquel suceso mitad soñado, mitad leído, y lo creí como ahora creo que es pluma esto con que escribo.

-Pues sí, señor; es preciso aclarar este enigma para que se castigue a los autores del crimen. Yo declararé: fue envenenada con una taza de té, lo mismo que el joven.

-Oye, Petronilla -dijo a su esposa el de las antiparras- con una taza de té.

-Sí, estoy asombrada -contestó la señora-. ¡Cuidado con lo que fueron a inventar esos malditos!

-La Condesa tocaba el piano.

-¿Qué Condesa? -preguntó aquel hombre interrumpiéndome.

-La Condesa, la envenenada.

-Si no se trata de ninguna condesa, hombre de Dios.

-Vamos; usted también es de los empeñados en ocultarlo.

-Bah, bah; si en esto no ha habido ninguna condesa ni duquesa, sino simplemente la lavandera de mi casa, mujer del guarda-agujas del Norte.

-¿Lavandera, eh? -dije en tono de picardía-. ¡Si también me querrá usted hacer tragar que es lavandera!

El caballero y su esposa me miraron con expresión burlona, y después se dijeron en voz baja algunas palabras. Por un gesto que vi hacer a la señora, comprendí que había adquirido el profundo convencimiento de que yo estaba borracho. Llenéme de resignación ante tal ofensa, y callé, contentándome con despreciar en silencio, cual conviene a las grandes almas, tan irreverente suposición. Cada vez era mayor mi zozobra; la Condesa no se apartaba ni un instante de mi pensamiento, y había llegado a interesarme tanto por su siniestro fin, como si todo ello no fuera elaboración enfermiza de mi propia fantasía, impresionada por sucesivas visiones y diálogos. En fin, para que se comprenda a qué extremo llegó mi locura, voy a referir el último incidente de aquel viaje; voy a decir con qué extravagancia puse término al doloroso pugilato de mi entendimiento empeñado en fuerte lucha con un ejército de sombras.

Entraba el coche por la calle de Serrano, cuando por la ventanilla que frente a mí tenía miré a la calle, débilmente iluminada por la escasa luz de los faros, y vi pasar a un hombre. Di un grito de sorpresa, y exclamé desatinado:

-Ahí va, es él, el feroz Mudarra, el autor principal de tantas infamias.

Mandé parar el coche, y salí, mejor dicho, salté a la puerta tropezando con los pies y las piernas de los viajeros; bajé a la calle y corrí tras aquel hombre, gritando:

-¡A ése, a ése, al asesino!

Júzguese cuál sería el efecto producido por estas voces en el pacífico barrio.

Aquel sujeto, el mismo exactamente que yo había visto en el coche por la tarde, fue detenido. Yo no cesaba de gritar:

-¡Es el que preparó el veneno para la Condesa, el que asesinó a la Condesa!

Hubo un momento de indescriptible confusión. Afirmó él que yo estaba loco; pero quieras que no los dos fuimos conducidos a la prevención. Después perdí por completo la noción de lo que pasaba. No recuerdo lo que hice aquella noche en el sitio donde me encerraron. El recuerdo más vivo que conservo de tan curioso lance, fue el de haber despertado del profundo letargo en que caí, verdadera borrachera moral, producida, no sé por qué, por uno de los pasajeros fenómenos de enajenación que la ciencia estudia con gran cuidado como precursores de la locura definitiva.

Como es de suponer, el suceso no tuvo consecuencias porque el antipático personaje que bauticé con el nombre de Mudarra, es un honrado comerciante de ultramarinos que jamás había envenenado a condesa alguna. Pero aún por mucho tiempo después persistía yo en mi engaño, y solía exclamar: «Infortunada condesa; por más que digan, yo siempre sigo en mis trece. Nadie me persuadirá de que no acabaste tus días a manos de tu iracundo esposo...»

Ha sido preciso que transcurran meses para que las sombras vuelvan al ignorado sitio de donde surgieron volviéndome loco, y torne la realidad a dominar en mi cabeza. Me río siempre que recuerdo aquel viaje, y toda la consideración que antes me inspiraba la soñada víctima la dedico ahora, ¿a quién creeréis? a mi compañera de viaje en aquella angustiosa expedición, a la irascible inglesa, a quien disloqué un pie en el momento de salir atropelladamente del coche para perseguir al supuesto mayordomo.

FIN




Estatua de Galdós en Las Palmas de Gran Canaria



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Entrada núm. 5441
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