sábado, 24 de agosto de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Políticos




Viñeta de Mingote


Político: Del latín "politĭcus", y este del griego "πολιτικός". En la quinta acepción del diccionario de la Real Academia Española, "persona que interviene en las cosas del gobierno y negocios del Estado".

Hace unas semanas vi por televisión una película del director francés Claude Chabrol. Se titulaba "Le fleur du mal" (2002). La protagonista es una joven mujer, esposa de un destacado miembro de la alta burguesía provinciana francesa. Es concejal en el Ayuntamiento de su localidad y se presenta como candidata independiente a la alcaldía del mismo. En un momento de la película, su marido le pregunta por qué ha decidido presentarse si a ella nunca le ha gustado la política; la respuesta de la esposa es: "lo que yo hago, no es política"...

Esta mañana volvía de llevar a mi nieto al colegio y oigo por la radio las declaraciones de un concejal del Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria que anuncia que van a promover la creación de un "Metro", de ocho líneas, en la capital insular. Le pregunta el locutor, supongo que con ingenuidad: "¿Con la financiación del Estado, no?". Y la respuesta es: "Sí, claro". Sin comentarios. ¿Políticos o imbéciles?...

Esta misma mañana publica en El País el profesor Ramón Vargas-Machuca, catedrático de Filosofía Política y ex-diputado socialista durante cuatro legislaturas, un artículo titulado "Decálogo del buen político", que reproduzco más adelante y cuya lectura les recomiendo por su indudable interés. Dice en él, que al buen político cabe exigirle profesionalidad, talento, información, eficiencia, innovación, decisión, prudencia, astucia, responsabilidad y persuasión... Creo que son cualidades necesarias, pero no suficientes, porque a ellas habría que añadirle dos supuestos externos a él mismo: primero, una retribución justa, equilibrada y suficiente, establecida con carácter previo por un organismo supervisor e independiente de la Administración Pública, gracias a la cual el ejercicio de la actividad política no le resulte lesivo a sus intereses personales y profesionales; y segundo, una taxativa limitación en el número de mandatos en el ejercicio del cargo. A lo mejor así se animarían a dedicarse a la política buenos profesionales ajenos a ella, reticentes a hacer del "servicio público" una forma de vida o de vivir... Haberlos, haylos; como las meigas y las brujas en mi tierra, aunque no crea en ellas... HArendt




Viñeta de Mingote


"Decálogo del buen político", por Ramón Vargas-Machuca Ortega

La democracia no puede cumplir todas sus promesas. Cabe pedir a los ciudadanos que moderen sus demandas y a los líderes que reconozcan sus limitaciones. Lo importante es que el control esté garantizado.

Las sensaciones sobre los políticos suelen ser ambivalentes. Se les considera a la vez imprescindibles e inevitables, una necesidad y un obstáculo. Y aunque para muchos sea una evidencia su descrédito, la animosidad hacia ellos conforma una mezcla indiscriminada de prejuicios y buenas razones. Empezaremos por descartar un argumentario averiado y señalaremos, después, ciertas circunstancias de la política cuya ignorancia convierten las recomendaciones sobre buenas prácticas en otro brindis al sol.

La misma expresión "clase política" denota que el ejercicio de ciertas funciones encomendadas a los políticos los iguala a la baja en condición y estilo moral, en intereses y comportamientos. Sin embargo, la expresión no resulta más precisa que la otrora tan socorrida de "clase dirigente". Muchas de las prácticas que se imputan al ámbito de la política -sistemas negativos de reclutamiento, entornos clientelares o flujos de información distorsionada- no son privativas de ese mundo; cunden en cualquier esfera social donde se abusa de las asimetrías de información y poder. Hay quienes circunscriben su ojeriza sólo a los políticos patrios con ese castizo prurito de mirar con derrotismo a lo de dentro y papanatismo a lo de fuera. Las "clases pasivas" de la política aportan también su granito de arena insistiendo en que en su tiempo (al comienzo de la democracia) sí que había políticos de raza. Pero nada más efectivo para desacreditar el oficio que esa renovada afición a jalear las pulsiones sectarias y su temible claridad moral, para la cual los de nuestro bando resultan ángeles y los de enfrente demonios.

Cabe otro horizonte para ejercer la política, pero sin escamotear sus circunstancias e identificando sus obstáculos casi insalvables y sus tensiones irresolubles. El político mejor intencionado está forzado a oficiar la representación política en un marco institucional contradictorio, con reglas pensadas unas para la figura (irreal) del representante como mandatario individual y otras para blindar una democracia de partidos. Se exige a los políticos comportarse responsablemente, velar por el interés general, pensar a lo grande y en el medio plazo. Pero la democracia, que requiere competir periódicamente, anima a satisfacer las demandas de una clientela que, ante todo, quiere "pan para hoy" sin importarle el mañana. Me pregunto, finalmente, cómo eludir las condiciones de nuestra comunicación política, cómo sobreponerse a una hegemonía mediática que, al primar la propaganda, el escándalo y una información contaminada, resulta factor principal de la crispación. ¿Cabe dar la vuelta a una democracia punto menos que cesarista, que fomenta liderazgos personales fuertes mediante un "poder de prerrogativa", que desactiva los controles y habilita para ello una "clase (política) de tropa"?

La democracia, decían los viejos maestros, no puede cumplir todas sus promesas. La brecha entre aquello a lo que aspira y lo que obtiene aboca al descontento y a la insatisfacción. De ahí que pidieran a los ciudadanos moderar sus demandas y a los políticos reconocer el alcance limitado de sus posibilidades. Que las democracias decepcionen es, pues, natural. Pero que defrauden, no, porque mina sus fundamentos. Y resultan fraudulentas cuando las trampas al Estado de derecho dejan de escandalizar y la legalidad pierde capacidad constrictiva, puesto que toda regla resulta sumamente interpretable. Defraudan cuando en la comunicación política prevalece la charlatanería y las palabras, a fuerza de significar cualquier cosa, terminan por no significar nada: sólo sirven como munición para confundir o manipular. Pero el fraude más dañino se produce cuando los ciudadanos estiman irrelevante su capacidad de control. Constatan tal asimetría de recursos de poder a disposición de quienes les mandan o representan que los perciben como invulnerables, mientras se ven a sí mismos impotentes. Entonces se apodera de ellos el descreimiento en el sistema: una suerte de rabia sorda o pasotismo insano. Y cunde la desafección.

Es cierto que nuestras democracias no tienen sólo un problema de actores. Pero un mejor desempeño aliviaría el malestar de los desafectos que, aun decepcionados con los resultados de la política, no se sentirían defraudados por la ejecutoria de sus políticos. A estos últimos me atrevo a recomendar el siguiente decálogo de buenas prácticas:

1. No hay que contraponer políticos de profesión y de vocación. Para ejercer bien este oficio se requieren profesionales con fibra política. Promuévanse estímulos para atraer y retener a los apasionados de la política y no a quienes se acercan a ella porque no han encontrado nada mejor.

2. Un buen político no debe ser fantástico ni fanático, sino tener talento político, una mezcla de espíritu de justicia y sentido estratégico. Alguien con unos cuantos principios y contención moral para no encandilarse con ilusiones cegadoras, pero que demuestra agudeza, sentido de la anticipación y adaptabilidad. La inteligencia política se templa bregando con las tensiones insuperables de la política (la "herida maquiaveliana" rememorada por Rafael del Águila) y sabiendo operar en un campo de recursos escasos y opciones limitadas.

3. El político necesita información solvente. La complejidad casa mal con la retórica simplista y empuja a asesorarse por expertos imparciales. No para suplir ni para confirmar las decisiones del político, sino para reconocer los riesgos y evitar caminos vedados por el conocimiento.

4. El político trata de ser eficiente. Procura una relación consistente entre la decisión de realizar un propósito plausible y los medios para alcanzarlo. Nunca se propone objetivos para los que no dispone de medios adecuados.

5. El buen político no teme innovar. Pero innova para recuperar o preservar lo esencial del modelo, los componentes y funciones que dan valor a las propiedades distintivas de su proyecto. Por eso no desprecia la experiencia.

6. El buen político es decidido. Frente al irresoluto y el pusilánime, demuestra carácter. Desafía la fatalidad con el "grams-ciano" optimismo de la voluntad. Sabe también que optar es a menudo un drama; que conlleva costes y pérdidas o tener que decir a los correligionarios: ¡basta ya! o ¡hasta aquí he llegado!

7. El político tenderá a ser prudente. Ejercerá en lo concreto, consciente de que aplicar criterios de justicia en lo particular no disuelve los conflictos, sino que a lo sumo los atenúa con arreglos a medias y logros con fecha de caducidad.

8. Un político no debe ser ni cruel ni cínico, pero sí astuto. Ante la malicia que asoma en las relaciones humanas, el político necesita cautela y sagacidad. Está obligado a domeñar la espontaneidad, demostrar cierto cálculo; a no dar un paso sin decidir previamente dónde quiere poner el pie. La astucia no implica faltar a la verdad, sino contarla cuando procede; no engañar, pero no ser engañado.

9. El político debe siempre responder ante alguien y de algo (de sus acciones y omisiones así como de sus consecuencias). Las responsabilidades se diluyen cuando no hay o están desactivados los mecanismos institucionales para exigir (y tener que dar) cuentas. Ocurre, entre otras razones, porque cierta organización del poder difumina al titular de la competencia (los nacionalistas, grandes beneficiarios de un Estado "borroso"), la mezcla de poder y buena conciencia tiende a exonerar de responder (el caso de los neocons y ciertos doctrinarios de izquierda) y la independencia e imparcialidad del tribunal de la opinión pública muestran un muy mejorable rendimiento.

10. Impelido a responder, el político debe explicarse; pero no con trucos publicitarios ni propaganda infantilizada y cargada de obviedades. Al contrario, ha de persuadir de modo razonable, es decir, con razones confesables y fundadas en valores, huyendo de ese sectarismo incapaz de ver en los argumentos del adversario ni una brizna de verdad ni la menor posibilidad de convencerle en algo. 

Cultivando estas disposiciones el político no obtendrá necesariamente éxitos, pero sí al menos el reconocimiento de que sus logros han sido fruto de proyectos valiosos y acciones bien hechas. (El País, 14/11/08)




Viñeta de Mingote



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Entrada núm. 5186
Publicada el 14 de noviembre de 2008
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[SONRÍA, POR FAVOR] Al menos hoy sábado, 24 de agosto





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo escaso sentido del humor, así que aprecio la sonrisa ajena, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada, iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...


















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viernes, 23 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] ¿Cierto o falso?



Foto de Luis Sevillano para El País


El profesor Javier Sampedro, científico y periodista español, doctor en genética y biología molecular, es asiduamente citado en este blog. En su artículo de hoy lo hace para criticar a aquellos que, ante la evidencia científica, prefieren confiar más en lo que les cuenta su cuñado que en la realidad contrastada de los hechos. 

El problema, comienza escribiendo Sampedro, no son solo las noticias falsas que anegan las redes sociales. También están los políticos que intoxican a sus millonarias audiencias con interpretaciones sesgadas sobre la contaminación o la violencia callejera, las empresas anunciantes que pretenden convertir las coles o las berzas en el elixir de la eterna juventud y, sobre todo, los amigos y cuñados que te aconsejan no vacunar al niño porque eso le va a dar autismo, o cualquier otro potaje conceptual mal cocido. El problema es serio. Según una encuesta de 2016, solo un tercio de la población británica confía en la investigación médica. Los otros dos tercios se fían más bien de sus amigos y familiares.

Es evidente que necesitamos no ya fuentes de información fiables —que siempre las ha habido—, sino dotar a la gente de los criterios necesarios para encontrarlas. Y de los conocimientos que les permitan fiarse de ellas. Esto es particularmente importante en la educación primaria y secundaria, pero la población adulta no está menos necesitada de ilustración.

La última de ellas es la web thatsaclaim.org, organizada por una alianza de 25 investigadores de 14 disciplinas, con el objetivo de facilitar criterios para distinguir una afirmación falsa de una cierta, o tan cierta como permita el exigente y permanentemente revisable concepto de verdad científica. Esos criterios generales de veracidad pueden aplicarse a la toma de decisiones en el sector agrícola, educativo, ambiental, médico (incluyendo la formación sobre salud en la educación primaria), de gestión, bienestar social, terapias lingüísticas y varias otras todavía en construcción. La web será de interés para quienes tienen que tomar decisiones en esos sectores. Y para quienes les votamos.

Es difícil encontrar un debate sobre cualquier asunto de interés social que no acabe con la frase: “Al final, esto es un asunto de educación”. A menudo es verdad, pero esa conclusión resulta irritante y desalentadora. Es como el funcionario de los chistes, que te cierra la ventanilla en las narices y te manda a la sección de educación, dos pisos más arriba. Identificar un problema como un asunto de educación no debería movernos a soslayar el problema, sino a resolver el asunto.

Son los investigadores quienes se están moviendo primero, con iniciativas como las “revisiones sistemáticas”, que sintetizan la mejor evidencia disponible en cada campo de conocimiento, las revistas científicas de acceso libre y la incorporación de resúmenes de las investigaciones en un lenguaje llano, o al menos más llano que la jerigonza habitual. Un buen ejemplo es Cochrane (cochrane.org), una organización británica sin ánimo de lucro dedicada a facilitar a médicos, pacientes y políticos la mejor evidencia disponible sobre temas de salud. Otros ejemplos son la Campbell Collaboration, dedicada a políticas sociales, y la Collaboration for Environmental Evidence, centrada en el medio ambiente. Matt Oxman, de la Universidad Metropolitana de Oslo, y otros 24 investigadores recomiendan más webs en Nature.

Por más importantes que sean estas iniciativas, sin embargo, queda por sortear el mayor escollo de todos: que la mayor parte de la gente no se fía de la evidencia científica. Prefiere confiar en el cuñado, en el sentido amplio que va adquiriendo esta palabra. Pero bueno, esto es un asunto de educación, dos pisos más arriba.





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[PENSAMIENTO] A propósito de la posverdad



Karl Marx y su hija Jenny


El profesor Emilio Lamo de Espinosa, catedrático de Sociología en la Universidad Complutense, presidente del Real Instituto Elcano y académico de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, escribe en Revista de Libros un interesante artículo titulado "A propósito de la posverdad. Marx, Nietzsche y la deriva idealista de la izquierda política". 

Me propongo comentar, comienza diciendo Lamo de Espinosa, el tema de las fake news y la posverdad, de lo que podríamos llamar los «tiempos» y los «espacios» de la posverdad, pues me atrevo a detectar en ello algo más profundo que una simple consecuencia inintencionada de los nuevos medios de comunicación, de las redes sociales o los «trinos», y que va también más allá (o más acá) de los populismos y nacionalismos actuales, y que hunde sus raíces en un cierto Zeitgeist posmoderno y, por supuesto, pos- (y anti-) ilustración. En definitiva, tratare de argumentar que la llamada posverdad es una poderosa corriente intelectual, con hondas raíces históricas y con amplia extensión, no solo popular, sino incluso académica.

Y me serviré para iniciar el camino de un comentario que formuló Max Weber hace ya más de un siglo. Decía Weber: «Puede medirse la honestidad de un filósofo contemporáneo por su posición en relación con Marx y con Nietzsche». Y añadía: «Nuestro mundo intelectual ha sido conformado en gran medida por Marx y Nietzsche». Creo que tenía (y sigue teniendo) razón, aunque argumentaré que hay una gran asimetría en el modo como uno u otro han conformado nuestro mundo mental, en el modo como hemos «dado cuenta» de ellos.

Efectivamente, creo que, en este pasado bicentenario, sí hemos dado cuenta de Marx, lo hemos asimilado, e incluso superado. No es exagerado decir que todos somos marxistas, como somos weberianos, o kantianos, o hobbesianos. Todos ellos forman parte de nuestro arsenal cognitivo, de nuestros mapas conceptuales y de nuestro lenguaje. Decía Xabier Zubiri que los griegos o los romanos no son nuestros clásicos, sino que nosotros somos griegos o romanos: del siglo XX, pero somos aún ellos. Y por eso son clásicos. Otro tanto podemos decir de esos autores, clásicos asimilados, hasta el punto de que no podemos pensar sin usarlos de algún modo, pues están dentro de nosotros. Tanto que, más que pensarlos nosotros a ellos, son ellos quienes nos piensan dentro de nosotros. Nos han enseñado a pensar de cierto modo, son –como decía Émile Durkheim– manières de penser, mucho más que maîtres à penser (que lo fueron quizás inicialmente), hábitos adquiridos de pensamiento.

Algo similar ocurre con Marx, aunque de modo paradójico. Pues así como la izquierda se ha vuelto idealista –como argumentaré más tarde–, la derecha se ha vuelto marxista. Pero sin saberlo. Cuando Bill Clinton, en la campaña de 1992, dijo aquello de «Es la economía, estúpido», o cuando Mariano Rajoy y el PP confiaban en la buena marcha de la economía para resolverlo todo, menospreciando la política, representan un economicismo tecnocrático, que lo espera todo de la economía y que le debe mucho a Karl Marx. No voy a insistir, pero, por ejemplo, cuando hemos atribuido los nuevos populismos, Vox incluido, principalmente a la crisis económica, al llamado «precariado» o la desigualdad, creo que cometemos el mismo error de menospreciar la relevancia de las ideologías y, en definitiva, de la cultura, para la política. Podríamos llamarlo «marxismo naíf», que menosprecia la «superestructura» ideológica, por recordar la vieja jerigonza.

Pues bien, no ocurre lo mismo con Nietzsche, con quien creo que tenemos una cuenta pendiente, pues me temo que también somos nietzscheanos sin saberlo, pero, en este caso, sin haber ido más allá de él, sin haberlo asimilado y, por lo tanto, superado. El punto de partida (no superado) lo expresa una famosa cita de los Fragmentos póstumos, apuntes y anotaciones que dejó sin publicar, pero editados en 1967 por Giorgio Colli y Mazzino Montinari en Berlín:

Contra el positivismo, que se queda en el fenómeno «sólo hay hechos», yo diría, no, precisamente no hay hechos, sólo interpretaciones. No podemos constatar ningún factum «en sí»: quizá sea un absurdo querer algo así. «Todo es subjetivo», decís vosotros: pero ya eso es interpretación, el «sujeto» no es algo dado, sino algo inventado y añadido, algo puesto por detrás.— ¿Es en última instancia necesario poner aún al intérprete detrás de la interpretación? Ya eso es invención, hipótesis.

En la medida en que la palabra «conocimiento» tiene sentido, el mundo es cognoscible: pero es interpretable de otro modo, no tiene un sentido detrás de sí, sino innumerables sentidos, «perspectivismo».

Son nuestras necesidades las que interpretan el mundo: nuestros impulsos y sus pros y sus contras. Cada impulso es una especie de ansia de dominio, cada uno tiene su perspectiva, que quisiera imponer como norma a todos los demás impulsos (Fragmentos póstumos, IV, 7 [60]).

Es esta una cita que resume muchas e importantes ideas. Las resumo en tres: 1) Todo es interpretación, pues no hay hechos sino para alguien; 2) El conocimiento es una «perspectiva» de lo real; 3) El conocimiento parte de los impulsos que son, a su vez, un ansia de dominio, una «voluntad de poder».

Todo ello es muy relevante hoy, sobre todo el punto primero, pues si con Nietzsche y la «muerte de Dios» entrábamos en el relativismo moral («Bueno y malo son sólo interpretaciones, y de ninguna manera un hecho, un “en sí”»), con la idea de que no hay hechos, sino interpretaciones («también la esencia de una cosa es sólo una opinión sobre la “cosa”») nos instalamos en el relativismo cognitivo. No es que no sepamos distinguir lo Bueno de lo Malo; lo que es preocupante es que tampoco podemos hacerlo con lo Cierto y lo Falso, lo cual es dramático. Y si la búsqueda de una Moral objetiva y racional es una tarea bien difícil (si no imposible), la duda lanzada sobre el conocimiento es más radical, más nihilista si cabe. Pues la frase «no hay hechos, sólo interpretaciones» es casi el eslogan del posmodernismo antiilustrado y de la posverdad. Desde luego, a Donald Trump le encantaría esta afirmación: es casi su mantra cotidiano. «Hechos alternativos».

En la cita de Nietzsche percibimos, sin duda, la herencia envenenada y tóxica del historicismo alemán y su crítica a la Ilustración, la herencia de Johann Gottfried Herder (siempre detrás de nacionalismos o idealismos), de su ataque a Montesquieu y el imperialismo parisiense de la Razón (con mayúscula y única), y la defensa de la diversidad de razones, cada una asentada en un Volk, en un pueblo, por supuesto constituido a su vez por una lengua. Una lengua cuyos límites son los límites del mundo, en la hipótesis de Sapir-Whorf, repetida una y otra vez, a pesar de que su falsedad se ha demostrado también una y otra vez.

Efectivamente, si la Ilustración argumentaba que hay una sola Razón, apoyada en la naturaleza humana («tous les hommes ont un esprit également juste», decía Claude-Adrien Helvétius), idéntica en todas las partes y en todos los tiempos, el historicismo la rompe según tiempos y espacios. No hay pueblos más cerca de la Verdad, pues, como decía Leopold von Ranke, todos están igualmente cerca de Dios. A cada Volk, a cada pueblo, a cada identidad, su verdad, distinta para el castellano o el catalán, para el hombre o la mujer, para el homosexual o el heterosexual, para el colonizado o el colonizador, etc., etc. Si los ilustrados enraizaban la Razón en la Naturaleza, el historicismo va a asentar las variadas razones en la Cultura y la Historia. Para ellos, la razón y el conocimiento no son la variable independiente, sino, al contrario, algo que depende del sustrato orgánico pueblo-cultura-lengua, en una radical sociologización (y disolución) de la Razón para hacer de ella razones, en minúsculas y en plural.

Pero el problema es evidente: si hay diversas y variadas razones, ¿quién tiene razón? El historicismo abrió la puerta al relativismo cognitivo y en él hunde sus raíces el Zeitgeist de la posverdad. Es por ello por lo que a comienzos del pasado siglo surgió un profundo debate para solventar la paradoja del historicismo. El «perspectivismo», apuntado ya por Nietzsche, se desarrolla en Max Scheler, en Karl Mannheim y en Ortega y Gasset. Pero, ¿por qué la suma de perspectivas va a proporcionarnos una visión objetiva y no un reforzamiento de sesgos y prejuicios? Mannheim acudía por ello al «intelectual flotante», desclasado, sin prejuicios, que observa el mundo desde la distancia de su no-posición social (y György Lukács hacía lo mismo, pero con el proletariado, la clase fuera de todas las clases). Pero, ¿acaso no son los intelectuales una clase, la «nueva clase»? Y por ello la respuesta del neopositivismo del Círculo de Viena será casi el negativo de Nietzsche y de los perspectivistas, y el primer Wittgenstein, el del Tractatus, dirá lo contrario:

El mundo es el conjunto de los acontecimientos, de los hechos, y, en último término, de los estados de cosas existentes. Los estados de cosas constan de cosas, son relaciones entre cosas.

Para el primer Wittgenstein, el mundo es una colección de cosas, de hechos. ¿Acaso las interpretaciones no son también hechos? Hechos de conciencia si se quiere, subjetivos, pero hechos, medibles y cuantificables como cualquier otro. Así pues, hechos sin interpretaciones para unos, o interpretaciones sin hechos para los otros. Mal dilema.

La nueva izquierda neocomunista, eurocomunista, iniciará su deriva hacia el historicismo al potenciar la super- sobre la infra-, la cultura sobre la economía, el «hombre nuevo» sobre la «sociedad nueva» y el «socialismo real». Es el eurocomunismo, es Antonio Gramsci y su idea de hegemonía, hoy ciertamente hegemónica. Y mayo del 68 acabará de diluir el materialismo marxista en un pensamiento que le debe más al consumo que a la producción, más a la comunicación que al trabajo, y que, en todo caso, se escapa de la realidad y huye de los hechos: «Mis deseos son la realidad. La imaginación toma el poder. Comiencen a soñar. Abajo el realismo socialista». Y sobre todo: «Sean realistas: pidan lo imposible». En el contraste entre el Partido Comunista Francés y los jóvenes estudiantes rebeldes, serán estos quienes acabarán definiendo el lenguaje e interpretando el mundo. Pasamos de una ética materialista de la escasez y el trabajo a una moral posmaterialista de la abundancia y el consumo, una ética de la autorrealización y de la identidad. Lo que importa son los estilos de vida, los lifestyles, las identidades, lo que (se supone que) somos, no lo que hacemos.

Jacques Derrida, Jacques Lacan y, sobre todo, Michel Foucault dará a este idealismo una vuelta de tuerca casi definitiva. No hay hechos sino interpretaciones, cierto, pero es el Poder quien interpreta. Cada individuo crea su interpretación, su verdad, pero es el Poder (magnificado, ubicuo, omnipresente y reificado) el que dispone de los medios para imponer su (única) interpretación a los demás. Llevando al extremo la tesis de que «la ideología dominante es la de la clase dominante», la verdad es un reflejo del poder, una verdad engañosa, siempre una verdad de dominio frente a la que solo cabe la crítica y la de-construcción. Frente a la construcción ideológica de los dominantes, la política consiste en la deconstrucción, en la reinterpretación.

De Nietzsche a Gramsci, a Foucault, al significante vacío de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, sólo hay un paso. Mezclado con el control de «la agenda», el framing y el labelling (enmarcar e identificar), con George Lakoff. Cómo no pensar en un elefante, cómo no pensar en la casta, en el «régimen del 78», por ejemplo. Pronuncias la palabra y te atrapa.

Donald Trump habría saltado de alegría ante esta afirmación de que la verdad es el poder. De hecho, la practica a diario: mi poder es mi verdad, y no hay otra.

Hay que tener cuidado con no tirar al bebe con el agua sucia, pues este giro paradigmático hacia la comunicación ha tenido mucho bueno. El llamado «giro lingüístico» de la filosofía, que comienza con Hans-Georg Gadamer y el segundo Wittgenstein y se extiende por todas las ciencias sociales, ha implicado recobrar el «lado activo del conocimiento». No hay conocimiento sin interés que lo justifique, dice Jürgen Habermas, y antes Karl Mannheim (y antes Nietzsche, como veíamos). Toda verdad responde a un interés y emerge en un espacio y un tiempo que la hace relevante. Tiene raíces, es local y temporal. Sin interés no hay conocimiento. Cierto, pero eso no lo agota, pues la motivación psicológica o la causa de un enunciado no elimina ni cancela su verdad o falsedad. Puede que el descubrimiento del ADN haya sido consecuencia de la ambición desmedida de unos científicos, o de una casualidad, o de su ansia de poder, o de que se enfadaron con su mujer esa mañana: no importa. Lo que sí importa es que es así, es un hecho, es cierto. La ciencia no deja de serlo porque haya sido generada por individuos ambiciosos, venales, machistas o imperialistas.

Hay aquí una grave confusión que, por fortuna, Marx no compartía. Y que se soluciona (se supera) aceptando que los humanos vivimos en un mundo bidimensional y que hay que atender a sus dos dimensiones. Por una parte, un mundo de hechos, de cosas materiales; pero, por otra, hechos y cosas que son interpretadas, que tienen un sentido, socialmente construido. Por usar lenguaje clásico, vivimos en un mundo material penetrado y traspasado por la palabra hablada. De tal modo que, si podemos y debemos atender a la construcción material del mundo (al trabajo), como quería Marx (trabajo vivo que trabaja sobre trabajo muerto, de generaciones anteriores), también debemos atender a la construcción simbólica del mundo (a la comunicación), como quería George Herbert Mead (en quien me he basado yo). Y no son independientes la una de la otra, por cierto, pues hasta el más tonto de los arquitectos –es cita de Karl Marx– construye primero en su imaginación antes de hacer ningún edificio. El cerebro guía la mano desde hace milenios, pero la mano manipula e ilustra al cerebro.

Y, por ello, es verdad que «ir a las cosas mismas» (en expresión de la fenomenología, retomada por Ortega) requiere deconstruir esa previa construcción simbólica. Pues, cuando nos ponemos a pensar, ya hemos pensado el objeto, ya lo hemos preconstruido. Como señalaba antes, pensamos de acuerdo con hábitos adquiridos e interiorizados en largos procesos de socialización de nuestra mente.

Pero todo esto no es nada nuevo: muy al contrario. Si la apariencia y la esencia de las cosas coincidieran, no haría falta la ciencia, dice Marx. La realidad aparece siempre escondida detrás de prejuicios, ideologías, estereotipos o lo «políticamente correcto». Ir detrás de las ideologías a la esencia de las cosas, desmitificar y desfetichizar, es la esencia de la metodología marxista, que es toda ella una deconstrucción de ideologías (de la ideología alemana, o de la francesa, o de la economía política: «Crítica de la economía política» se titula El capital). Pero Émile Durkheim nos dice lo mismo: desconfiemos del sentido común, de lo políticamente correcto, se construye la ciencia contra las apariencias. Y por eso Ortega diferenciaba entre ideas (lo que pensamos) y creencias (que nos piensan), y nos alertaba ante el riesgo de creer ciegamente en las creencias y nos incitaba a pensar desde donde pensamos. La razón debe analizarse si quiere estar a la altura de los tiempos, debe estar siempre atenta al punto ciego de la mirada. Pensar a ambos lados del pensamiento. Todo modo de ver es un modo de no ver: si miro algo, dejo de mirar algo.

De modo que sí: Marx, Durkheim y Ortega dicen casi lo mismo. Tras lo manifiesto está lo latente. Añadamos a Sigmund Freud, sumemos el funcionalismo sociológico. Nada nuevo. Deconstruir las apariencias es la tarea de la buena ciencia. Pero todos los que he citado sabían que, detrás de mistificaciones y fetichismos, está la realidad, los hechos y las cosas. También los hechos y las cosas de conciencia. Detrás de las interpretaciones, del framing y del labelling, está la realidad. Ni el más osado constructivista se atrevería a decir que el autobús que viene por la calle esta socialmente construido y es una interpretación, y no un hecho. Esta sala mide lo que mide, y eso es un hecho no interpretable. La interpretación aureola la realidad y de ese modo la encubre y mistifica, o la agranda y agiganta. Pero sigue allí detrás de su interpretación.

Sin embargo, este idealismo de izquierdas es hoy casi hegemónico en facultades de Ciencias Sociales en todo el mundo. Todo es lenguaje, labelling, framing, comunicación y construcción social. Es significativo el cambio de título del conocido libro de Peter L. Berger y Thomas Luckmann, La construcción social de la realidad, nada menos que el quinto libro más importante de la sociología contemporánea (según la Asociación Internacional de Sociología). Libro que inicialmente llevaba el subtítulo de A Treatise in the Sociology of Knowledge, mención que desapareció en ediciones posteriores. Pues no era ya una introducción a cómo conocemos, sino una introducción a la misma realidad, producto de la construcción social. Y hoy todo es, al parecer, construcción social, incluido el cuerpo, lo que roza el disparate.

Un ejemplo nos permitirá percibir este giro desde el materialismo clásico basado en la producción y el trabajo al moderno idealismo de la «construcción» e interpretación del mundo, dominante en los «hábitos de pensamiento» contemporáneos. Hace algunos años hice un análisis de contenido de las ponencias presentadas en el IX Congreso de Sociología Española celebrado en Barcelona en septiembre del año 2009. Más de mil doscientas ponencias o comunicaciones fueron presentadas y todas, por supuesto, llevaban su título. Pues bien, ¿qué nos dicen esos títulos, qué palabras, términos, conceptos, aparecían con mayor frecuencia y cuáles no figuran? ¿Qué «marco teórico en uso» emerge?

Por supuesto, algunos de los términos más usados son clásicos y, así, la palabra que aparece más citada es «trabajo», con 91 referencias. Otros términos clásicos que mantienen su relevancia son «política» (60), «educación» (59) o «valores» (36). Más interesante es explicitar los términos o conceptos que no aparecen o que lo hacen con escasa frecuencia. Así, los términos «obrero», «lucha de clases» o «modo de producción» no aparecen mencionados ni una sola vez, al igual que sucede con «neocapitalismo», «imperialismo», «colonialismo», «clase obrera», «fábrica», «hambre» o, incluso, «sociedad industrial». Datos, a mi entender, reveladores de un claro desinterés por ciertos temas y cuestiones clásicas. «Economía» aparece mencionada sólo tres veces, y para aludir a «economía informal»; «sindicato» aparece cuatro veces; «capitalismo», sólo cinco; «industrial», cuatro veces; «pobreza», tres; y «capital», dieciséis veces, pero la mitad aluden a «capital social». Estas frecuencias ponen de manifiesto un evidente alejamiento de un marco teórico y conceptual dominante hace un par de décadas. Y que es sustituido por otro cuyos términos usuales son nuevos. Así, el segundo término más citado (tras «trabajo») es el de «género», que aparece 62 veces; «construcción» es el quinto más citado y aparece 43 veces; «mujeres» aparece en 38 ocasiones (pero «hombre», sólo siete); «cultura» y «consumo», ambas 37 veces, e «identidad», 33.

Todo un mapa conceptual, una radiografía o, para ser más precisos, una topología de lo que preocupa (o no) a los sociólogos españoles en activo, de su framing de la realidad.

¿Adónde nos lleva esto? Decía James Joyce (en versión de José María Guelbenzu) que, ya que no podemos cambiar el mundo, al menos cambiemos de conversación. Pues bien, los posmodernos nos dicen que, para cambiar el mundo, hay que cambiar de conversación, cambiar el sentido, la interpretación, pues no hay nada detrás, ninguna realidad sólida, ningún hecho. Creen a pies juntillas en el carácter performativo del lenguaje, que es su único instrumento político, lo cual lleva a una singular estrategia política: la política del decir, política de la representación y de la comunicación. Por comparar de nuevo, si Mariano Rajoy y el economicismo tecnocrático eran el hacer sin el decir, economía sin política ni comunicación, tecnocracia, Podemos o Donald Trump o el Brexit son hoy lo contrario: el decir sin el hacer. O, si se prefiere, el hacer a través del decir: reenmarquemos el mundo.

No es ninguna tontería, por supuesto. Aceptemos que el decir tiene importancia, también política. Vaya si la tiene. Poner nombre a las cosas, decía Lewis Carroll. Pero aceptemos que no basta, pues, además, hay que hacer, y eso implica conocer la realidad más allá de sus interpretaciones. El Brexit es el ejemplo paradigmático de un decir sin pensar hacer. Otro tanto vale para el procés independentista catalán. Como hemos declarado la República, ya somos una república. Pero el performativismo no llega a tanto y se queda en pura logomaquia. Literalmente magia: abracadabra.

Y, preguntémonos, ¿dónde arraiga este idealismo? ¿Cuál es su caldo de cultivo, su raíz, su espacio y tiempo? Pues si todo tiene sus bases sociales, y si todo discurso hay que analizarlo en función de su raíz social (y eso, no lo olvidemos, es marxismo puro), también este discurso idealista lo tiene. Y, evidentemente, florece allí donde el pensamiento puede desarrollarse sin contacto con la realidad, sin tener que someterse al contraste con el mundo, sin tocar las cosas mismas. ¿Cuál es ese espacio? Desgraciadamente, la moderna universidad es el caldo de cultivo ideal para este idealismo. Universidades autónomas del poder político, es cierto (y eso es una conquista), pero autónomas también de la misma realidad con que no quieren mezclarse. Aisladas físicamente en campus idílicos, y aisladas mentalmente detrás de una actitud de menosprecio y altanería frente a todo lo que pueda parecer práctico y aplicado, ya sea la empresa, la política, la seguridad o la defensa, incluso la investigación aplicada. Un aislamiento que es casi obligado en el profesor/investigador universitario.

Efectivamente, el problema de un profesor universitario no es nunca lidiar con el mundo, sino lidiar con otras versiones del mundo en el mercado de ideas global. Sus referencias positivas o negativas, sus enemigos, están en otros departamentos, en otras facultades, otras versiones, otras interpretaciones y otros intérpretes. Él no habla jamás del mundo, sino de las diversas versiones del mundo; y no habla a la sociedad, sino de la sociedad; y su audiencia son otros intérpretes, no otros actores. Se mueve en un metadiscurso por encima de los discursos que sí hablan del mundo. Y con frecuencia en un metametadiscurso. Incluso la insistencia en las citas de otros autores lleva a que su trabajo se centre en discutir las discusiones, discutir las versiones, y no las cosas mismas. Los departamentos de Ciencias Sociales de las universidades son torres de marfil, no tanto porque busquen la objetividad y el distanciamiento (lo cual es no sólo conveniente, sino imprescindible), sino porque el rol del profesor ha sido definido de ese modo.

Y hay que denunciar la hegemonía que ese nuevo idealismo ha conseguido en facultades de ciencias sociales, humanidades o comunicación. No es casualidad que este nuevo idealismo izquierdista haya salido de las facultades de Ciencias Sociales estadounidenses (o españolas, por cierto), como no lo fue que mayo del 68 (una revolución del labelling y del framing) saliera de otras facultades de Ciencias Sociales.

Esto no pasa en los think-tanks, o al menos no debe pasar. Ya sostuve, y lo reitero, que la diferencia entre los think-tanks y las universidades es que los primeros tratan de cubrir el espacio entre la teoría y la práctica, con los pies en el suelo, escuchando a la sociedad y en diálogo con ella, y no sólo hablando de ella por encima de ella. Y por eso tienen que ser, no ya interdisciplinarios, sino antidisciplinarios (como se autodefine el Media Lab del Massachusetts Institute of Technology), pues nuestros problemas no están framed en un campo científico, no resolvemos cuestiones de una disciplina, sino cuestiones que están en la calle, en los periódicos, en la agenda social, política o empresarial. Y hablamos a la misma sociedad, a los políticos o los empresarios, a los periodistas y líderes de opinión. Y con ánimo de cambiar las cosas mismas, y no sólo sus interpretaciones. ¿Debemos asombrarnos de su proliferación y de su éxito? A medida que las universidades se centran más y más en sus discursos y se alejan del ruido de la calle, la tarea mediadora de los think-tanks pasa a ser más y más relevante.

Y termino comentando tres consecuencias:

En primer lugar, la importancia actual de los think-tanks. Son imprescindibles, pues sólo aquí se totalizan los fenómenos sociales. Las universidades analizan la realidad social despiezada en marcos analíticos diversos –la economía, la política, la cultura, la historia–, y lo hacen dialogando con otras interpretaciones y no buscando el contraste con la misma realidad. Pero la realidad nunca es así. Es siempre un fenómeno social total (Marcel Mauss).

Una segunda consecuencia: el idealismo (filosófico, científico y político) tiene que desacreditar a los think-tanks si pretende que su mensaje sea aceptado. Y lo hace con dos ataques distintos. Uno es el de su independencia, mostrando las conexiones con intereses económicos o políticos, nuestra dependencia de grandes empresas o de grandes países. A The Brookings Institution la financia Huawei o China; a muchos otros los financia Arabia Saudita. Es cierto, y es un problema: sin duda, nuestro talón de Aquiles, frente al que hay que estar alerta. Y sin duda la mejor solución es diversificar las fuentes de financiación. Nadie es totalmente independiente, pero hasta el más tonto sabe que es mejor tener muchos jefes que uno solo.

El segundo ataque es más directo: el ataque a los expertos. Se nos acusa de ser «torres de marfil», justamente porque no lo somos. Y, en el mercado de ideas, en el nuevo ágora de las redes sociales, con mensaje corto y rotundo, la opinión del experto pesa casi lo mismo que la del lego. La desintermediación del mercado de ideas que suponen las redes P2P quiebra las barreras de entrada, quiebra las jerarquías, y toda opinión pesa lo mismo. O lo parece al principio. Del mismo modo que pasamos casi sin darnos cuenta de la democracia representativa a la democracia directa y asamblearia, por los mismos motivos pasamos de un ágora jerarquizada a otra anárquica y asamblearia. Hemos transitado, casi sin darnos cuenta, desde los grandes «intelectuales» o gurús a los expertos, de estos a los comunicadores y tertulianos, y de estos a los followers e influencers. Y si toda opinión vale lo mismo, si toda interpretación vale lo mismo, no hay verdad. Y, si no hay verdad, la Razón decae y deja el lugar a las emociones y los sentimientos. Y las pasiones, por supuesto. El sueño de la razón produce monstruos.

Pero la tercera consecuencia es la más perniciosa, pues la consecuencia no intencionada de esa desintermediación es una oculta nueva mediación por parte de aquellos que controlan las redes con algoritmos misteriosos. Puede ser Google o puede ser Cambridge Analytica. Pero el espacio virtual, que fue recibido por grandes gurús como la acracia realizada más allá del alcance del poder político y económico, la libre comunicación person to person, ha acabado dando lugar a gigantescos monopolios, algunos visibles como GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft), otros ocultos como los hackers rusos o chinos. La total desintermediación alimenta hoy a gigantescos mediadores que medran en el mercado de las ideas. Y, al final, el intelectual orgánico es el algoritmo que nos indica qué debemos leer, qué página debemos visitar, qué caminos intelectuales debemos recorrer. Y, por supuesto, cuáles evitar.

Hemos dado cuenta de Marx, pero no de Nietzsche, al menos de cierto Nietzsche. Más allá de las interpretaciones y la construcción social, hay hechos, datos, duros y tozudos. Como siempre. No cambiaremos el mundo cambiando de conversación.






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