sábado, 10 de febrero de 2018

[PENSAMIENTO] El insensato furor del resentimiento





Los nuevos intentos de censura están relacionados con una visión que justifica el arte por su valor político y moral y desatan un insensato furor de resentimiento, escribía hace unos días en la revista Letras Libres el filósofo, ensayista y catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid José Luis Pardo.

Pronto se cumplirán 43 años de aquel día de febrero de 1975 en el que un agente de la policía local de Cáceres, de apellido Piris, observó que en el escaparate de una librería de esa ciudad española, junto con otras cuantas láminas de las obras de Francisco de Goya, se exponía una del cuadro conocido como La maja desnuda; no lo dudó: convencido de que se trataba de un atentado contra la moral y las buenas costumbres, entró en el establecimiento para ordenar a su propietaria que retirara semejante ofensa de la vista del público, ante todo para evitar que excitara la libido de los alumnos adolescentes de una escuela cercana. La noticia suscitó en su momento el sarcasmo de la oposición intelectual (la única que entonces existía de manera oficial), que la recibió casi con alegría o al menos con humor, porque veía en la esperpéntica anécdota una ocasión de mostrar al mundo el ridículo de los últimos estertores del aparato de censura de la dictadura de Franco, a la que ya le quedaban muy pocos meses de amargar la vida a los españoles y que se hallaba, como todos sus demás dispositivos, en estado de descomposición. El resto del país, o la parte de él que tenía alguna conciencia de su situación, debió sentir al conocer este hecho lo mismo que sentimos hoy desde la distancia: lástima y vergüenza ante un signo inequívoco más de la incultura y del atraso que, a fuerza de reinar en aquella sociedad, había llegado a convertirse en motivo de orgullo para sus autoridades gubernativas (el pleno del Ayuntamiento de Cáceres pidió al alcalde que felicitara al cabo Piris por su meritoria acción). Un lamentable episodio de un periodo histórico afortunadamente superado, se dirá.

Sin embargo, hace apenas unos meses se recogieron miles de firmas por internet para pedir que se retirara del Metropolitan Museum of Art de Nueva York un cuadro de Balthus, Thérèse dreaming, por considerar que ofrece una complaciente visión romántica del voyerismo y de la cosificación de las mujeres menores de edad, moralmente peligrosa para las masas que la contemplen. Lo cierto es que las connotaciones son diferentes: en el caso de La maja desnuda los censores pertenecían al siniestro bando del fascismo (de cuya identificación con el mal no cabe hoy duda alguna), y en este otro se trata de una reivindicación amparada en la defensa de las víctimas de los abusos sexuales (que es, más allá de toda duda, una buena causa). A pesar de todo, ¿no es lícito ver un macabro parecido entre ambos sucesos, en la medida en que parecen suponer intentos de restricción de las libertades civiles y de imposición de un ideario obligatorio (con lo que ello comporta de ataque a los fundamentos de las sociedades liberales)? La respuesta a esta pregunta tiene dos dimensiones conectadas de forma íntima: una se refiere al progreso moral, y la otra al progreso estético (¿puede considerarse como un progreso aquello que hace cuarenta años se valoraba como un retraso?). Intentemos profundizar un poco en ambas.

El concepto de progreso moral es problemático, sobre todo porque existe una idea (falsa y falaz) del mismo que a menudo ha permitido promover en su nombre la barbarie: la idea de que los hombres actuales somos superiores en términos morales a nuestros antepasados. Es una idea falsa porque la evidencia empírica que ha puesto a nuestra disposición la antropología sugiere que todos los hombres estamos hechos de la misma pasta moral, que tenemos los mismos defectos y debilidades en ese terreno. Y es una idea falaz porque el argumento de la superioridad moral (de unas épocas sobre otras, de unas religiones sobre otras, de unas razas o clases sobre otras razas o clases, de los opresores sobre los oprimidos o de los oprimidos sobre los opresores, de los colonos sobre los indígenas o de los indígenas sobre los colonos y, en general, de “nosotros” sobre nuestros enemigos) ha servido en todo tiempo y lugar para justificar las mayores atrocidades, al reducir el “progreso moral” a la victoria (que debería ocurrir históricamente) de los superiores sobre los inferiores o, de modo más breve, de los nuestros sobre los demás. Como decía Kant, no hay ninguna manera de resolver esta cuestión mientras se plantee como una guerra entre sistemas morales incompatibles.

Por el contrario, la única idea admisible de progreso moral es la que justamente lo hace consistir en el cese de ese enfrentamiento interminable que, en los inicios de nuestra cultura (y también, por cierto, en los de otras culturas), las antiguas tragedias griegas describieron como la sangrienta rueda de las venganzas, escenificada a la perfección en la Orestíada. Una rueda que solo deja de girar cuando ese círculo vicioso es sustituido por la aceptación por parte de los contendientes de una ley común a cuya justicia se someten de manera incondicional. Como explicó Nietzsche en La genealogía de la moral, en el momento en el que eso ocurre la humanidad abandona la jurisdicción de la naturaleza y entra en una inédita “situación de derecho” que permite considerar de modo impersonal las acciones: la justicia solo tiene ojos para la acción del pedófilo o del ladrón, pero es ciega a la identidad personal de su autor, a quien no castiga por lo que es sino por lo que hizo; así queda superado lo que Nietzsche llamó “el punto de vista del perjudicado” y, con él, “el insensato furor del resentimiento”. Lo cual no significa que los hombres sometidos a esa ley dejen de tener, en cuanto sujetos privados, deseos de venganza ante las ofensas de las que son objeto, sino que –para evitar los perjuicios que, a la larga, causaría a sus propias libertades públicas el dar libre curso al “derecho de revancha”– aceptan su proscripción legal a favor de los mecanismos de la justicia, delegando en los poderes públicos, como decimos hoy, el monopolio de la violencia. De acuerdo con esto, el progreso moral no significa que unos hombres sean moralmente superiores a otros, sino que algunas sociedades disponen de instituciones jurídico-políticas capaces de proteger a sus miembros contra sus miserias y flaquezas mejor de lo que otras lo hacen.

Sobre esta base pueden sostenerse avances morales significativos que, si no son irreversibles en su totalidad, al menos resultan merecedores de una protección jurídica especial. Esto ocurre, por ejemplo, cuando estos avances se constitucionalizan para hacer más difícil su posible reversión. Podemos señalar en nuestra historia algunos de esos progresos significativos, desde la abolición de la esclavitud hasta la institucionalización de las libertades civiles que se cristalizan en la Declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano y sus secuelas: entre otros, el llamado “contrato social”, el reconocimiento de los derechos de los trabajadores y todo lo que hoy denominamos democracia social, la emancipación de la mujer de la tutela del varón, las leyes contra la discriminación racial o la protección de la infancia, en la medida –aún deficiente y desigual– en la que han ido siendo consideradas en la legislación de los diversos Estados de derecho. Pero ya hemos dicho que estos avances no suponen puntos de no retorno en la evolución moral de la humanidad, es decir, siempre es posible que el progreso representado por esas instituciones se destruya y “regresemos” a situaciones anteriores y peores.

Si se acepta lo dicho hasta aquí, toda regresión moral ha de implicar una decadencia de los citados mecanismos de justicia y la consiguiente inclinación a reponer el controvertido modelo de la venganza y de la lucha por la superioridad moral. En nuestra historia reciente todos recordamos cómo el marxismo cuestionó el derecho en general y las libertades públicas en particular, calificándolos como “superestructuras ideológicas” que disimulaban las desigualdades económicas y afianzaban la dominación de clase; sustituyó así el paradigma del derecho por el de la guerra –la lucha de clases–, identificando la justicia con la victoria de los oprimidos sobre sus opresores. Y, debido a la enorme influencia del marxismo, este descrédito de los derechos civiles estuvo sin duda en la base de ese gigantesco engaño acerca de los Estados comunistas que ha estado vigente como propaganda hasta hace muy poco tiempo, a saber, que la inexistencia de tales derechos en dichos Estados no era un defecto, sino una prueba de que en ellos reinaba una libertad “real”, y no meramente “formal” y encubridora como la de las sociedades liberales. Algo idéntico, por otra parte, a lo que defendían otros Estados totalitarios sobre una base doctrinal de superioridad racial.

Puede que pensemos que estos planteamientos hoy en día están tan superados como los prejuicios del cabo Piris, pero en el tiempo transcurrido desde aquella grotesca historia hemos asistido a otro tipo de “crítica del derecho” que, reeditando algunos elementos de la marxista, la renueva y la prolonga hasta nuestros días de formas inequívocamente contemporáneas y en apariencia “progresistas”. Una de sus encarnaciones más llamativas son las bien conocidas tesis de Michel Foucault, según las cuales los grandes aparatos políticos de la sociedad moderna (el Estado, el parlamento, el gobierno, el tribunal, la prensa libre, etc.) son solo el resultado superficial de una correlación de fuerzas subterránea en la que pugnan una multiplicidad de “micropoderes” (y de “microdeseos”) moleculares y cuasi invisibles que constituyen su armazón profundo y su constante desasosiego. Por tanto, la presunta “imparcialidad de las leyes” sería también en este caso una mera apariencia que oculta las asimetrías características de toda relación de poder.

El incontestable éxito de estas tesis entre muchos de los movimientos políticos nacidos o renacidos a mediados del siglo pasado, e incluso su impacto en los programas políticos de la izquierda y la derecha parlamentarias, se ha beneficiado sin duda de otro factor, cuya relevancia seguramente Foucault no previó: la “irresistible ascensión” de los conflictos de identidad como plataforma de lucha política, que en tantas ocasiones y lugares han tomado el relevo de la “lucha de clases”. Como resultado de ello, hoy esos conflictos “profundos” de poder se han convertido en su mayoría en batallas cuyo trasfondo ya no es la igualdad, como lo era en los proyectos de corte socialista, sino la diferencia que compone la marca identitaria de cada uno de los adversarios, cuyas acciones han dejado de ser impersonales porque la justicia ha dejado de ser ciega a la identidad privada de los antagonistas: ahora se levanta la toga al juez y se le pide que pondere, no ya la cualidad de una acción, sino la identidad del agente. Esta nueva estrategia subvierte por completo lo que, en las frases antes citadas, Nietzsche identificaba como la transición desde una situación “de naturaleza”, en la que el daño que un hombre hace a otro se considera como una pugna entre particulares, a una situación “de derecho” en la que el perjuicio se entiende como una infracción de la ley común y, por tanto, como una falta contra la colectividad entera. Cuando esta desaparece y en su lugar se instalan las identidades irreductiblemente antagónicas, los adversarios en litigio dejan de confiar en la justicia (pues su “diferencia” no se deja constreñir a la igualdad ante la ley) y aspiran a recuperar el derecho de la víctima a la venganza, que no persigue la justicia sino la humillación del enemigo y que, pese a tener otros argumentos que los de los regímenes totalitarios, quiere corregir a la luz de su identidad menoscabada cada error de la historia, incluida la historia del arte. Se notará, por ejemplo, que la pérdida de confianza en los tribunales de justicia como instancias capaces de establecer (hasta donde los mortales podemos hacerlo, o sea siempre de manera provisional y revisable) la verdad de los hechos sociales es también una de las causas inequívocas del auge de la llamada posverdad (es decir, de la posibilidad de que cada quien elabore unos “hechos alternativos” convenientes a sus intereses privados en lugar de confiar en las verdades públicas).

Esta situación, que por el momento solo representa una sombra amenazadora sobre el Estado de derecho, se suma en el caso que nos ocupa a la peculiar coyuntura del arte contemporáneo heredada del siglo XX. Aunque también en este punto sería absurdo hablar de “progreso estético” en un sentido simplista (es decir, sostener que los cuadros de Rubens son mejores o peores que los frescos de Miguel Ángel o que las bailarinas de Degas), resulta difícil negar que el artista, como productor cultural, realiza una aspiración que siempre estuvo viva en su oficio cuando el arte se constituyó, en el siglo XIX, como una jurisdicción independiente de los poderes políticos, económicos, religiosos o “morales” a los que el pintor o el músico se habían visto obligados a someterse en épocas anteriores. A partir de ese momento puede exigirse que la producción y la valoración de las obras de arte se lleve a cabo en función de criterios exclusivamente estéticos que nada deban para su legitimación a otras esferas del juicio. Algo muy parecido sucede con la libertad de cátedra o la de prensa, que pese a que siempre hayan formado parte del ideario “profesional” de escritores y profesores, solo se encuentran verdaderamente garantizadas cuando sus respectivos campos –la investigación científica, el trabajo intelectual y la formación de la opinión pública– consiguen autonomía política con respecto a otros órdenes sociales deseosos de instrumentalizarlos a su servicio.

Cuando Balthus pintó Thérèse dreaming, en 1938, la actividad artística se hallaba aún protegida por esa jurisdicción autónoma de la que el cabo Piris nada sabía, convencido como estaba de que podía legislar sobre la esfera estética en nombre de una superioridad moral a la que nada ni nadie podía resistirse. De hecho, gracias a esa protección pudieron al menos protestar los artistas a quienes los regímenes fascistas y comunistas persiguieron por negarse a someter sus criterios estéticos a los criterios políticos de los ministerios de propaganda.

Pero el trabajo de las vanguardias históricas, convertidas en horizonte de referencia para todo el arte contemporáneo tras la Segunda Guerra Mundial, consistió, entre otras cosas, en rechazar y dinamitar esa protección para que el arte dejara de ser una esfera separada de la vida y se diluyera en ella, casi siempre por la vía de lo que Walter Benjamin llamó “la politización del arte”. Así, al mismo tiempo que se divulgaban la “microfísica del poder” y la “micropolítica del deseo”, una parte significativa de los movimientos artísticos abandonaba lo que quedaba de la jurisdicción autónoma de la estética moderna y buscaba para sus obras una legitimación política o moral. De nuevo, se trata del mismo tipo de legitimación que pretendieron dar a las artes los regímenes totalitarios nacidos en el siglo XX, aquella en virtud de la cual se podía censurar la Maja de Goya; pero de nuevo las causas político-morales a cuyo servicio se ponen (de manera simbólica) algunos artistas contemporáneos son intachablemente “buenas”: toman partido por las víctimas de la injusticia, la discriminación, la inmigración o de los efectos del capitalismo sobre el planeta. Sin embargo, como quiera que se valore esta estrategia del arte contemporáneo (ya sea como un “progreso” con respecto a su pasado “autónomo” o como una regresión hacia la heteronomía), una cosa es innegable: desde el momento en que el arte se desliza hacia una legitimación que se pretende más política y moral que estética o artística, es prácticamente inevitable que quede desarmado ante los argumentos que, como la pretensión de censurar el cuadro de Balthus, se apoyan en las mismas razones morales y políticas y en las mismas intachables causas a cuyo servicio se ponen las obras.

Si a esto se añade el modo como las nuevas “políticas de malestar” relacionadas con la guerra de identidades han desatado “el insensato furor del resentimiento”, todo parece indicar que, contra lo que habríamos pensado no hace mucho, la estirpe del cabo Piris nos dará en el porvenir aún muchas tardes de gloria. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 4273
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[HUMOR EN CÁPSULAS] Para hoy sábado, 10 de febrero





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






HArendt






Entrada núm. 4272
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 9 de febrero de 2018

[A VUELAPLUMA] Contra el pesimismo





Contrapunto a mi entrada de ayer sobre la decadencia española del profesor Gabriel Tortella, el periodista Borja Hermoso comenta en El País la operación "Lavar la imagen de España" lanzada por la Fundación Civilización Hispánica.

A los españoles nos da vergüenza ser españoles, comienza diciendo. La leyenda negra surgida en el siglo XVI pervive dentro y fuera de España y los sucesos de Cataluña no han ayudado a aplacarla. Este es el diagnóstico que hacen los impulsores de la Fundación Civilización Hispánica (FCH), que nace con el objetivo de lavar “una imagen errónea e injusta” del papel español en el pasado y en el presente. El mundo cree que la conquista de América fue una mera masacre de indígenas. El mundo no ha entendido la grandeza de la civilización hispánica. El mundo no entiende a España.

Su ideólogo y principal portavoz es el escritor, guionista de televisión y ex secretario general de Medio Ambiente del Gobierno Aznar, Borja Cardelús, que habla de “una especie de lobby moral que sirva para incrementar la autoestima del mundo hispánico, ahora desmantelada”.

Integrada por políticos, historiadores, periodistas y empresarios –uno de sus principales impulsores es el navarro José Antonio Pérez Nievas, fundador de Indra- la FCH se plantea producir películas, series de televisión, videojuegos, libros ilustrados y grandes exposiciones itinerantes, así como actuar intensivamente en las redes sociales. Todo ello para reivindicar “sin prejuicios y sobre todo sin complejos” la españolidad y sus virtudes. Sus áreas de acción prioritaria serán, por este orden, Estados Unidos, México y España. Los impulsores de la Fundación mantienen conversaciones con el actor cubano afincado en EE UU Andy García para que sea su “embajador en Estados Unidos”.

Borja Cardelús describe así la génesis de esta ofensiva que se verá apuntalada en breve con la publicación de En defensa de España: desmontando mitos y leyendas negras,el nuevo libro del hispanista estadounidense Stanley G. Payne: “Esto nace después de tantos años de aguantar la losa de la leyenda negra, aventada por otros países y sobre todo por Inglaterra y Holanda en su momento por razones religiosas y políticas, aunque tiene su origen en un español, Fray Bartolomé de las Casas, que fue el tonto útil de todo esto. Se ha vertido una cantidad increíble de falsedades que hablan de España como un país genocida y destructor de las culturas americanas, y esto no solo no se apaga sino que cada 15 o 20 años de recrudece, también entre buena parte de la población española”, explica Cardelús.

Entre los proyectos audiovisuales de mayor calado que la Fundación tiene en cartera para producir o coproducir en EE UU, México y España –si logra atraer la ingente inversión privada de empresas latinoamericanas y españolas que pretende- destacan los siguientes: el rodaje de la serie televisiva Hispano, una saga familiar que arranca con la llegada a América de Ponce de León y se prolonga a lo largo de 300 años de presencia española; otras sobre personajes como Juan Sebastián Elcano o Hernán Cortés; o Fort Mose, un largometraje que toma su título del fuerte español en Florida que en el siglo XVII alojó a los esclavos que huían de las plantaciones de inglesas de Georgia y Florida, y cuyo protagonista sería el propio Andy García.

Entre los planes de grandes exposiciones destacan La civilización hispánica, que sería una muestra itinerante por diversas capitales de Iberoamérica hasta instalarse definitivamente en Madrid. Y La presencia de España en EE UU a través del arte, que visitaría primero Washington y luego Madrid.

Coincide con él una de las asesoras de la Fundación, la historiadora Elvira Roca Barea. La autora del ensayo Imperiofobia y leyenda negra (Ediciones Siruela) sostiene que incluso teme por el futuro de España como nación, y alude a lo acontecido en Cataluña y en otras comunidades históricas como fuente de males presentes y futuros: “En España ha habido un limado sistemático de todo lo que es la cultura común… parece que nos avergüenza. Lo hemos visto en Cataluña. ¿Por qué hay que quitar de la vida catalana ese elemento cultural español que es común? Se han construido relatos victimistas y, a partir de la diferencia, se ha acabado considerando enemigos a los otros. Vivimos en una permanente exaltación del hecho diferencial. O sea: un andaluz tiene de bueno lo que tiene de andaluz, no lo que tiene de español. Construir distinciones de manera artificial e incluso ridícula es lo que se ha subvencionado y lo que se ha enseñado. Y ese hecho diferencial se ha convertido en una trinchera política, lo cual es un suicidio”.

En opinión de esta exprofesora en Harvard, “desde las instituciones que dependen del Gobierno nunca ha habido ninguna iniciativa para producir digamos un taller de propaganda, como sí lo ha tenido Francia, por ejemplo”.

La cuestión de la imagen y de cómo venderse como potencia internacional es el meollo de la cuestión, y España no ha sabido venderse, apunta Borja Cardelús: “Los grandes países se han vendido bien: Francia, Inglaterra, Estados Unidos… ¿Qué imagen ha vendido España? Ninguna. Podría haber vendido la de haber incorporado todo un continente a la civilización occidental, o la de haber salvado a las razas indias como las salvó, o la de haber globalizado el planeta gracias al descubrimiento de América y del Pacífico, o la de haber creado los derechos humanos, que se instauran en el siglo XVI por la Escuela de Salamanca… pero no lo ha hecho, son trenes que se ha dejado pasar completamente”.

Cardelús asegura que, en esta ocasión, cuentan con el apoyo incondicional del Gobierno, por vía de los ministerios de Exteriores y Educación, Cultura y Deporte, así como de los directivos de RTVE, donde Cardelús es un viejo conocido (fue el autor de la exitosa serie de documentales La España salvaje).

Entre los historiadores que apoyan la creación de esta fundación figura el hispanista francés Joseph Pérez, autor de obras como Mitos y tópicos de la historia de España y América (Algaba) o La leyenda negra (Gadir). “Me parece una iniciativa necesaria porque, hasta ahora, los españoles no han sabido reaccionar con fuerza contra esos prejuicios. A mi juicio, en toda historia nacional hay páginas negras, y no es que haya que borrarlas, pero tampoco es imprescindible hacer hincapié en ellas una y otra vez. Todos los pueblos han sido capaces de cometer barbaridades”.

No es de la misma opinión su colega el historiador José Álvarez Junco. El autor de Dioses útiles: naciones y nacionalismos (Galaxia Gutenberg) se muestra escéptico con las intenciones de la Fundación Civilización Hispánica, cuyo nacimiento contempla como “un intento más de reforzar el nacionalismo español en estos tiempos en que con la crisis catalana parece que hay un resurgimiento del españolismo sin complejos”. Y añade: “El nacionalismo español ha estado tocado del ala desde hace tiempo, sobre todo por su asociación con la dictadura, pero ahora resurge y lo que pretende es decir que la leyenda negra fue una pura maniobra de extranjeros y que el imperialismo español fue mejor que los otros”.

Un dardo envenenado es el que los promotores de esta Fundación Civilización Hispánica lanzan contra el Instituto Cervantes, a quien acusan de dejación de funciones. Borja Cardelús se muestra así de explícito en su consideración del Instituto: “Todas estas metas que nos fijamos ahora deberían haber sido metas del Instituto Cervantes hace tiempo. Pero en España no nos hemos creído el Cervantes, que por otra parte lo que hace fundamentalmente es difundir la lengua, es básicamente una academia. Yo me he acercado repetidas veces a ellos para hablarles de todo este proyecto y ni me han recibido. Lo del Cervantes es una cosa de una incompetencia increíble”.

La reacción del actual director del organismo que vela por la difusión de la lengua y la cultura españolas por el mundo no se ha hecho esperar. En declaraciones a EL PAÍS, Juan Manuel Bonet explica: “No tendría sentido que una institución recién nacida pretendiera definirse a la contra de un organismo que lleva 27 años defendiendo los colores de España, enseñando la lengua española en todo el mundo, y difundiendo la cultura en español, tanto la de España, como la del Nuevo Mundo. Día a día cumplimos, ahí donde estamos, la misión que nos está encomendada”.

Bonet no ve con buenos ojos esa vocación antianglosajona con la que nace la nueva Fundación: “No creo que tenga sentido a estas alturas plantearse las cosas en términos de batalla contra lo anglosajón. Por cierto: el British Council acaba de recomendarles a los ciudadanos del Reino Unido que aprendan español, que ellos mismos han calificado de lengua de futuro”.



Auto de fe en la Plaza Mayor de Madrid (1683), de Francisco Rizi. 
Museo del Prado, Madrid


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






HArendt





Entrada núm. 4271
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[UN CLÁSICO DE VEZ EN CUANDO] Hoy, con "Helena", de Eurípides





En la mitología griega, Melpómene (en griego Μελπομένη "La melodiosa") es una de las dos Musas del teatro. Inicialmente era la Musa del Canto, de la armonía musical, pero pasó a ser la Musa de la Tragedia como es actualmente reconocida. Melpómene era hija de Zeus y Mnemósine. Asociada a Dioniso, inspira la tragedia, se la representa ricamente vestida, grave el continente y severa la mirada, generalmente lleva en la mano una máscara trágica como su principal atributo, en otras ocasiones empuña un cetro o una corona de pámpanos, o bien un puñal ensangrentado. Va coronada con una diadema y está calzada de coturnos. También se la representa apoyada sobre una maza para indicar que la tragedia es un arte muy difícil que exige un genio privilegiado y una imaginación vigorosa. Un mito cuenta que Melpómene tenía todas las riquezas que podía tener una mujer, la belleza, el dinero, los hombres, solo que teniéndolo todo no podía ser feliz, es lo que lleva al verdadero drama de la vida, tener todo no es suficiente para ser feliz.

Les pido disculpas por mi insistencia en mencionar a los clásicos, de manera especial a los griegos, y de traerlos a colación a menudo. Me gusta decir que casi todo lo importante que se ha escrito o dicho después de ellos es una mera paráfrasis de lo que ellos dijeron mucho mejor. Con toda seguridad es exagerado por mi parte, pero es así como lo siento. Deformación profesional como estudioso de la Historia y amante apasionado de una época y unos hombres que pusieron los cimientos de eso que llamamos Occidente.

Continúo la sección de Un clásico de vez en cuando trayendo trayendo al blog la tragedia de Eurípides Helena, que pueden leer en el enlace inmediatamente anterior.

La Helena de Eurípides se representó por vez primera en el 412 a.C., y pone en escena el reencuentro de Menelao y Helena en Egipto, el reconocimiento de los esposos, y el viaje de ambos hacia la Hélade. En esta versión de la leyenda Eurípides exonera a Helena de toda parte de culpa, pues cayó víctima de las malas artes de una diosa y no fue su persona, sino una imagen suya, la que viajó a Troya con Paris.

Mucho más cercano que los otros trágicos griegos a los esquemas del teatro actual, Helena es el exponente de una línea de corte romántico de la que se puede considerar a Eurípides pionero. Una acción trepidante y numerosos rasgos de ironía, como el plan de fuga de los esposos, cuyo éxito ser basa sobre todo en la ingenuidad de los nativos egipcios, hacen muy amena y agradable la lectura de esta obra. Disfrútenla.

Eurípides (480-406 a.C.) fue uno de los tres grandes poetas trágicos griegos de la antigüedad, junto con Esquilo y Sófocles. Fue amigo de Sócrates, el cual, según la tradición, sólo asistía al teatro cuando se representaban obras suyas. En 408 a. C., decepcionado por los acontecimientos de su patria, implicada en la interminable Guerra del Peloponeso, se retiró a la corte de Arquelao I de Macedonia, en Pela, donde murió dos años después. Su concepción trágica está muy alejada de la de Esquilo y Sófocles. Sus obras tratan de leyendas y eventos de la mitología de un tiempo lejano, muy anterior al siglo V a. C. de Atenas, pero aplicables al tiempo en que escribió, sobre todo de las crueldades de la guerra. Reformó la estructura formal de la tragedia ática tradicional, mostrando mujeres fuertes y esclavos inteligentes y satirizó a muchos héroes de la mitología griega. Sus obras parecen modernas en comparación con los de sus contemporáneos, centrándose en la vida interna y las motivaciones de sus personajes de una forma antes desconocida para el público griego. Disfrútenla.







Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 4270
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[HUMOR EN CÁPSULAS] Para hoy viernes, 9 de febrero





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






HArendt






Entrada núm. 4269
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 8 de febrero de 2018

[A VUELAPLUMA] ¿Cuándo se jodió España?





La tragicomedia de los independentistas catalanes ha despertado de un largo letargo a la opinión pública española; esto es evidente para cualquier observador mínimamente informado y perspicaz, comenta en El Mundo el profesor Gabriel Tortella, economista e historiador español, especialista en historia económica de la Edad Contemporánea, buscando una respuesta a esa pregunta, nada retórica, sobre "cuando se jodió España".

No han sido sólo los acontecimientos en Cataluña: las manifestaciones masivas contra la declaración de independencia, la exhibición de banderas españolas, y, sobre todo, la victoria inapelable de Ciutadans en las últimas elecciones catalanas, demostrando una vez más que la mayoría de los votantes no apoya la independencia, comienza diciendo. Están también las manifestaciones en otras capitales, en especial Madrid, la profusión de banderas españolas en los balcones de todo el país, y la subida de Ciudadanos/Ciutadans en todas las encuestas nacionales. Igualmente hay otros signos menores, como el alza súbita del sentimiento que podríamos llamar españolista y del interés por los libros que tratan de temas relacionados. 

Hace unos días asistí a una interesantísima conferencia relacionada con esta efervescencia del españolismo. Pese a su claro tono académico, el acto, bajo el lema Hispanofobia y con tres ponentes tan distinguidos como Ricardo García Cárcel, Stanley Payne, y Elvira Roca Barea, autores de libros recientes sobre la Leyenda Negra, y temas afines, llenó con creces una gran sala-auditorio con un público apasionado, que aplaudió con delirio las presentaciones del moderador Hermann Tertsch, cada una de las ponencias, e incluso las preguntas del público y las respuestas de los ponentes en el coloquio que siguió. Puede imaginarse que, aunque el tema general fuera histórico, la actual situación política planeaba en el ambiente, lo que se traslució en la mayor parte de las preguntas del público. 

El tenor de las ponencias fue el de reivindicar la historia de España frente a las tergiversaciones y medias verdades de la Leyenda Negra y, sobre todo, frente a la interiorización de los ataques exteriores por buena parte de la opinión española, especialmente la de izquierdas. Una de las conclusiones de los ponentes fue que el problema actual no era tanto la Leyenda Negra, ya en gran parte agua pasada, ni la opinión extranjera, hoy bastante objetiva, sino los resabios de la Leyenda Negra que habían hecho mucha mella en la España presente, en el derrotismo histórico de una parte importante de la opinión española actual. En esto me encontré bastante acuerdo con los ponentes.Sin embargo, una pregunta picó especialmente mi interés, y fue la de un asistente que, parafraseando la conocida frase de Vargas Llosa en Conversación en la catedral, hizo la pregunta contenida en el título de este artículo. La respuesta de los ponentes, articulada por el más joven y optimista de ellos, fue, en esencia, que "nunca se jodió España", que toda la historia de España había sido un éxito. El aplauso que siguió fue quizá el más clamoroso de todos. Yo, sin embargo, me quedé pensativo. ¿Era cierto esto? ¿No estábamos pasando de un ominoso pesimismo a un alarmante triunfalismo? Confieso que me quedé sorprendido por mis propias dudas y quizá por eso no intervine.

Volví a casa meditabundo. Lo cierto es que la historia de la España moderna muestra uno de los más espectaculares fracasos que haya sufrido una gran potencia, que pasó de ser hegemónica en el siglo XVI a sufrir una cadena de derrotas y calamidades que la desmembraron y la redujeron a un papel secundario en menos de un siglo. La pérdida de los Países Bajos, de Portugal y todo su imperio, la rebelión de Cataluña, las derrotas ante Francia que, a partir de Rocroi (1643), nos humilló e invadió repetidamente durante gran parte del XVII, las pestes y despoblaciones que asolaron el país desde finales del siglo XVI, los terribles desarreglos monetarios, las bancarrotas y el empobrecimiento general, el pesimismo general del siglo del Quijote y de Quevedo ("Miré los muros de la patria mía...") constituyen síntomas de lo que los historiadores han convertido en un tema clásico de la historiografía: la decadencia de España. 

El país se repuso luego parcial y lentamente, aunque sufrió más desmembramientos tras la Guerra de Sucesión, pero nunca volvió a ser potencia hegemónica, situándose desde entonces en un segundo o tercer plano. Hoy es un país adelantado, pero entre estos ocupa un discreto papel secundario. Es pertinente preguntarse qué le pasó a España para desplomarse tan súbitamente en menos de un siglo, y esa es la pregunta que se hacía aquel oyente el otro día y que todo historiador serio, e incluso cualquier persona reflexiva, debe hacerse. No se puede negar la evidencia: el declive de España en el siglo XVII fue fulminante. Esto debe tener una explicación. Y, a mi entender, la tiene.

La decadencia de España se debe a una conjunción de errores políticos y de problemas geográficos. La geografía española, mejor dotada para el pastoreo que para la agricultura, con una baja densidad de población, producía grandes soldados, pero ejércitos poco numerosos. Francia, más poblada, nos superaba numéricamente en el campo de batalla, y esto quedó ya claro en Rocroi. Algunos errores políticos fueron claros e identificables: es evidente que la Inquisición y la Contrarreforma asfixiaron el pensamiento filosófico y científico y esta lacra persistió largamente. Y hay tres errores graves de Felipe II que tuvieron muy hondas repercusiones: la ejecución de los condes de Egmont y Horn, la pretendida invasión de Inglaterra por medio de la llamada Armada Invencible, y las tres bancarrotas de su reinado (1557, 1575, 1596). La ejecución de Egmont y Horn zanjó definitivamente la posibilidad de una solución transaccional en los Países Bajos y dio paso a la Guerra de los 80 años que arruinó a España, inició su desmembramiento, y puso al descubierto todas sus debilidades, además de confirmar a los ojos de la opinión mundial la imagen de intransigencia y fanatismo inquisitorial, sambenito que aún hoy muchos siguen colgando a España. El intento de invadir Inglaterra por medio de una expedición naval mal concebida, peor organizada y aún peor ejecutada fue un error militar y político garrafal, que convenció a muchos de que España era ya una potencia en declive, además de arruinar las finanzas de la Corona, esquilmar al país y encaminarle hacia la tercera bancarrota, ya en los últimos años del rey. Por último, las repetidas bancarrotas que jalonaron el reinado del monarca prudente terminaron con la banca española, afectaron gravemente al comercio, debilitaron la economía, y fueron el prólogo a los descalabros económicos, políticos y militares que caracterizaron a la siguiente centuria.

Todo este cúmulo de errores tuvo efectos muy duraderos. Aunque hubiera un breve respiro a finales de siglo, y aunque bajo los primeros Borbones se dieran claras mejoras en todos estos campos, los problemas de descapitalización humana y física persistieron y aún en parte persisten hoy día. Y los problemas de cohesión nacional también persisten como bien sabemos todos y lamentamos la gran mayoría. Durante el Siglo de Oro, el cenit de la historia de España, como le llamó Jordi Nadal, se cometieron graves errores que resonarían después durante siglos. Debemos admitir que algunas alegaciones de la Leyenda Negra tuvieron cierto fundamento. Y precisamente porque parte de los errores que tanto daño hicieron aún subsisten, el triunfalismo sin matices sólo sirve para que los problemas perduren. Esa falta de cohesión, de espíritu nacional, ese derrotismo que los ponentes en aquella reunión tan justamente lamentaban, se deben en gran parte a que las causas de la decadencia de España no han sido suficientemente debatidas y dilucidadas entre nosotros. Si el derrotismo es malo, el triunfalismo lo es igualmente.



Dibujo de Sean Mackaoui para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






HArendt





Entrada núm. 4268
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)